El escarabajo


Der Mistkäfer


Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata.
¿Por qué le pusieron herraduras de oro?
Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y también su vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del Emperador herraduras de oro, una en cada pie.
Y el escarabajo se adelantó:
- Primero los grandes, después los pequeños - dijo - aunque no es el tamaño lo que importa -. Y alargó sus delgadas patas.
- ¿Qué quieres? - le preguntó el herrador.
- Herraduras de oro - respondió el escarabajo.
- ¡No estás bien de la cabeza! - replicó el otro -. ¿También tú pretendes llevar herraduras de oro?
- ¡Pues sí, señor! - insistió, terco, el escarabajo -. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del Emperador?
- ¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de oro al caballo? - preguntó el herrador.
- ¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace - observó el escarabajo -, es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a correr mundo.
- ¡Feliz viaje! - se rió el herrador.
- ¡Mal educado! - gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego.
- Bonito lugar, ¿verdad? - dijo una mariquita de escudo rojo punteado de negro, que volaba por allí.
- Estoy acostumbrado a cosas mejores - contestó el escarabajo -. ¿A esto llamáis bonito? ¡Ni
siquiera hay estercolero!
Prosiguió su camino y llegó a la sombra de un alhelí, por el que trepaba una oruga.
- ¡Qué hermoso es el mundo! ­ exclamó la oruga -. ¡Cómo calienta el sol! Todos están contentos y satisfechos. Y lo mejor es que uno de estos días me dormiré y, cuando despierte, estaré convertida en mariposa.
- ¡Qué te crees tú eso! - dijo el escarabajo -. Somos nosotros los que volamos como mariposas. Fíjate, vengo de la cuadra del Emperador, y a nadie de los que viven allí, ni siquiera al caballo de Su Majestad, a pesar de lo orondo que está con las herraduras de oro que a mí me negaron, se le ocurre hacerse estas ilusiones. ¡Tener alas! ¡Alas! Ahora vas a ver cómo vuelo yo -. Y diciendo esto, levantó el vuelo -. ¡No quisiera indignarme, y, sin embargó, no lo puedo evitar!
Fue a caer sobre un gran espacio de césped, y se puso a dormir.
De repente se abrieron las espuertas del cielo y cayó un verdadero diluvio. El escarabajo despertó con el ruido y quiso meterse en la tierra, pero no había modo. Se revolcó, nadó de lado y boca arriba - en volar no había ni que pensar -; seguramente no saldría vivo de aquel sitio. Optó por quedarse quieto.
Cuando la lluvia hubo amainado algo y nuestro escarabajo se pudo sacar el agua de los ojos, vio relucir enfrente un objeto blanco; era ropa que se estaba blanqueando. Corrió allí y se metió en un pliegue de la mojada tela. No es que pudiera compararse con el caliente estiércol de la cuadra, pero, a falta de otro refugio mejor, allí se estuvo un día entero con su noche, sin que cesara la lluvia. Por la madrugada salió afuera; estaba indignado con el tiempo.
Dos ranas estaban sentadas sobre la tela; sus claros ojos brillaban de puro embeleso.
- ¡Qué tiempo tan maravilloso! - exclamó una -. ¡Qué frescor! ¡Y esta tela que guarda tan bien el agua! ¡Siento un cosquilleo en las patas traseras como si fuera a nadar!
- Me gustaría saber - dijo la otra - si la golondrina, que vuela tan lejos, en el curso de sus viajes por el extranjero ha encontrado un clima mejor que el nuestro. ¡Estas lloviznas, estas humedades! Es como estar en un foso lleno de agua. Poco ama a su patria el que no se alegra y goza de todo esto.
- Bien se ve que no habéis estado nunca en la cuadra del Emperador - interrumpió el escarabajo -. Allí la humedad es caliente y aromática a la vez. A aquello estoy yo acostumbrado; es el clima que más me conviene; desgraciadamente, uno no puede llevárselo consigo cuando va de viaje. Y a propósito: ¿no hay en este jardín un estercolero donde puedan alojarse personas de mi categoría y sentirse como en casa?
Pero las ranas no lo entendieron o se hicieron el sueco.
- No suelo preguntar una cosa dos veces -dijo el escarabajo, después de haber repetido su pregunta por tercera vez sin obtener respuesta.
Algo más lejos topóse con un casco de maceta; no tenía por qué estar allí en verdad, pero ya que estaba le sirvió de refugio. Vivían bajo el casco varias familias de tijeretas; son unos animalitos que no necesitan mucho espacio, con tal de que puedan estar bien juntos. Las hembras sienten para su prole un amor maternal sin límites, y creen que sus hijos son las criaturas más hermosas y listas del mundo.
- ¿Sabes? Nuestro hijo se ha prometido - dijo una madre ¡Pobre inocente! Su máxima ilusión es llegar algún día a instalarse en la oreja de un párroco. Es muy cariñoso, un niño todavía, y el tener novia lo tiene alejado de toda clase de vicios. ¡Qué mayor satisfacción para una madre!
- Pues el nuestro - dijo otra - apenas salido del huevo se puso a jugar, ¡si vierais con qué alegría! Es de lo más vivaracho; hay que dejarle que se expansione. ¡Qué gozo para una madre! ¿Verdad, señor escarabajo?
Reconocieron al forastero por su figura.
- Las dos tienen razón - respondió el escarabajo; y así lo invitaron a meterse bajo el casco todo lo que su volumen le permitiese.
- Le presentaremos a nuestros hijitos - dijeron otras dos madres -. ¡Son monísimos, y tan graciosos! Y se portan como unos angelitos, a no ser que les duela la barriga, pero a su edad ya se sabe.
Y a continuación cada una de las madres se puso a hablar de sus hijos, mientras éstos charlaban entre sí, y con las pinzas de la cola se dedicaban a pellizcar las antenas del escarabajo.
- ¡Qué traviesos! ¡No dejan a uno en paz! - exclamaban las madres, y no cabían en sí de orgullo maternal. Pero al escarabajo le disgustaba aquella familiaridad, y preguntó si por casualidad no había un estercolero por las inmediaciones.
- ¡Uf! Está lejos, muy lejos, del otro lado de aquel foso - dijo una tijereta -. Tan lejos, que espero que a ninguno de mis hijos se le ocurrirá ir nunca hasta allí. Me moriría de angustia.
- Voy a ver si lo encuentro - contestó el escarabajo, y se marchó sin despedirse. Es lo más distinguido.
En la zanja se encontró con varios individuos de su especie, es decir, escarabajos peloteros.
- Vivimos aquí - dijeron -. Estamos muy bien. ¿Sería tomarnos excesiva libertad invitarlo a nuestro substancioso fango? De seguro que estará fatigado del viaje.
- Lo estoy, en efecto - respondió el recién llegado -. La lluvia me obligó a refugiarme en una sábana recién lavada, y la limpieza siempre me ha dado escalofríos. Luego he cogido reuma en un ala, mientras me cobijaba bajo un casco de maceta abarrotado de gente. Es un verdadero alivio encontrarse de nuevo entre paisanos.
- ¿Viene acaso del estercolero? - preguntó el más viejo.
- ¡De mucho más alto! - repuso el escarabajo -. Vengo de la cuadra del Emperador, donde nací con herraduras de oro. Viajo en misión secreta, y así les ruego que no me pregunten, pues no les diré nada.
Con ello nuestro escarabajo bajó al lodo, donde había tres señoritas de la familia que lo recibieron con risitas ahogadas, porque no sabían qué decir.
- Es usted aún soltero - observó la madre, a lo cual las jovencitas volvieron con sus risitas, pero esta vez muy turbadas.
- ¡Ni en la cuadra imperial he visto muchachas tan hermosas! - dijo, galante, el escarabajo viajero.
- ¡Cuidado! No vaya a pervertir a mis hijas. Y no les hable, si no viene con buenas intenciones; pero si las tiene, le doy mi bendición.
- ¡Hurra! - gritaron los presentes, y con ello quedó prometido el escarabajo. Primero el noviazgo, luego la boda; ningún motivo había para retrasarla.
El día siguiente transcurrió muy bien, el otro se hizo ya un poco más largo, el tercero fue cuestión de pensar en la comida de la mujer y, posiblemente, de los niños.
- Me cogieron de sorpresa - se dijo para sus adentros -; por lo tanto, tengo derecho a pagarles con la misma moneda.
Y así lo hizo. Tomó las de Villadiego. No compareció en todo el día ni en toda la noche... y la mujer se quedó viuda. Los demás escarabajos afirmaron que habían cometido la torpeza de admitir a un vagabundo en la familia; la mujer les resultaba una carga.
- Que se venga a vivir conmigo como si fuese soltera - dijo la madre -, es mi hija, y como tal estará en mi casa. ¡Vaya con ese asqueroso bribón, que la ha plantado!
Mientras tanto el escarabajo proseguía sus andanzas; había cruzado, el foso navegando en una hoja de col. Por la mañana se presentaron de improviso dos hombres, uno ya mayor y otro jovencito, divisaron al animalito, lo cogieron y, dándole vueltas de todos lados, se pusieron a hablar con una ciencia sorprendente, en particular el muchacho. - Alá, decía, descubre el negro escarabajo en la piedra negra de la negra roca. ¿No dice así el Corán? - preguntó, y tradujo al latín el nombre del insecto, describiendo su especie y su naturaleza. El mayor de los hombres no era partidario de llevárselo a casa; tenían ya bastantes buenos ejemplares, decía. Al escarabajo le parecieron estás palabras muy descorteses, y, desplegando las alas, se escapó de la mano del muchacho; voló un buen trecho, pues tenía ya secas las alas, y fue a aterrizar en un invernadero, en el que pudo entrar sin dificultad por una ventana abierta; encontró allí un montón de estiércol fresco y se hundió en él.
- ¡Esto es suculento! - exclamó.
No tardó en dormirse, y soñó que el caballo del Emperador había sido derribado, y que al Señor Escarabajo Pelotero le habían dado sus herraduras de oro y la promesa de otras dos. ¡Qué agradable y delicioso es un sueño así! Al despertarse salió afuera y miró en derredor. El invernadero era magnífico. Grandes palmeras se alzaban esbeltas hasta el techo; el sol parecía hacerlas transparentes, y a sus pies crecía una rica vegetación con flores rojas como fuego, amarillas como ámbar y blancas como nieve recién caída.
- ¡Es de una magnificencia incomparable! ¡Qué olor más delicioso debe reinar aquí, cuando todas estas plantas entren en putrefacción! - dijo el escarabajo -. Jamás se ha visto tal despensa. Aquí viven congéneres míos. Voy a dar una vueltecita por si me topo con alguien con quien se pueda alternar. Soy persona respetable, éste es mi orgullo -. Y anduvo buscando por todas partes, sin dejar de pensar en su sueño del caballo muerto y las herraduras de oro.
De repente, una mano rodeó el escarabajo, lo apretó y le dio la vuelta.
El hijo del jardinero y uno de sus amiguitos estaban en el invernadero, y al ver al insecto quisieron divertirse con él. Envuelto en una hoja de vid, fue a parar a un caliente bolsillo del pantalón. Allí venga cosquillear, por lo que el chiquillo lo obsequió con un recio manotazo. Llegaron entretanto a una gran balsa que había en el extremo del jardín. Lo metieron en un viejo zueco roto, al que faltaba la parte superior. Plantaron en él una estaquilla a modo de mástil y le ataron el escarabajo con un hilo de lana. El zueco haría de barco, y el escarabajo sería su patrón.
La balsa era muy grande; el escarabajo la tomó por un océano, y quedó tan asombrado, que se cayó boca arriba y se puso a agitar las patas.
El zueco se alejaba, pues la corriente era bastante fuerte. Si el barquito se apartaba demasiado de la orilla, uno de los chiquillos se arremangaba los pantalones, se metía en el agua, y lo volvía al borde. Pero sucedió que, estando el barquichuelo en plena navegación, alguien llamó a los niños, y ellos se echaron a correr sin preocuparse de la suerte del zueco, el cual siguió alejándose de tierra; el escarabajo estaba de verdad aterrorizado. No podía volar, pues lo habían atado al mástil.
En éstas recibió la visita de una mosca.
- ¡Un día espléndido - dijo la mosca, iniciando la conversación -. Aquí podré descansar y tomar el sol. ¡Qué bien lo pasa usted, y qué cómodo debe estar ahí!
- ¡No diga tonterías! ¿No se da cuenta de que estoy atado?
- ¡Pues yo no! - replicó la mosca, y se echó a volar.
- Ahora veo lo que es el mundo - dijo el escarabajo -. Lleno de gente ordinaria; no hay sitio, en él para una persona decente como yo. Primero me niegan las herraduras de oro, luego tengo que echarme en una tela mojada, después me apretujan en una maceta atestada de gente y, finalmente, me cargan una mujer. Se me ocurre luego darme un paseo por esas tierras para ver cómo andan las cosas y viene un bribonzuelo y me abandona atado en medio del mar. Y mientras tanto el caballo del Emperador va luciendo las herraduras de oro. Esto es lo que más me indigna. ¡Pero no hay que esperar compasión en este mundo! Mi vida ha sido de veras accidentada e interesante; mas, ¿de qué sirve todo eso si nadie la conoce? Por otra parte, el mundo no merece conocerla; de otro modo, me habría puesto herraduras de oro como al caballo, allí en la cuadra imperial. Ahora sería yo una honra para el establo. Pero me he perdido, y el mundo me ha perdido también, y todo ha terminado.
Mas, contra lo que él creía, aún no había terminado todo, pues se acercó un bote ocupado por varias niñas.
- ¡Mirad! ¡Ahí flota un zueco! exclamó una de ellas.
- Hay un animalito atado - dijo otra.
Se acercaron al zueco, lo pescaron, y, con unas tijeras, una de las chiquillas cortó el hilo de lana sin hacer daño al escarabajo, al que depositó en la hierba cuando desembarcaron.
- ¡Corre, corre! ¡Vuela, vuela si puedes! - gritó -. ¡Goza de la libertad!
No tuvieron que decírselo dos veces: el escarabajo se echó a volar, y por una ventana abierta entró en un gran edificio, para ir a caer, rendido de fatiga, en la larga crin, fina y suave, del caballo del Emperador; pues sin darse cuenta había vuelto a dar en el establo donde antes vivía. Agarróse fuertemente a la crin y se repuso poco a poco.
- ¡Heme aquí montado en el caballo del Emperador, como un jinete! ¿Qué digo? ¡Claro que sí! Ya me lo preguntaba el herrador: "¿Por qué le pusieron herraduras de oro al caballo?". ¡Naturalmente! Se las pusieron por mí: para hacerme honor, cuando me dignara montarlo.
Y este pensamiento lo puso de excelente humor.
"¡Hay que ver lo que el viajar aguza el entendimiento!", pensó.
Los rayos del sol caían directamente sobre él, y el sol le parecía hermoso.
- ¡Pues no está tan mal el mundo! - dijo -. Sólo hay que sabérselo tomar -. El mundo volvía a ser hermoso, pues al caballo del Emperador le habían puesto herraduras de oro porque el escarabajo debía montar en él. ¡Parecía mentira que tal honor hubiese estado reservado para él!
- Ahora me apearé para explicar a mis parientes lo mucho que han hecho por mí. Les contaré todas las amenidades de mi viaje al extranjero y les diré que sólo voy a permanecer en casa mientras el caballo no haya gastado las herraduras de oro.
Das Leibroß des Kaisers bekam goldene Hufbeschläge, ein goldenes Hufeisen an jedes Bein.
Aber weshalb das?
Es war ein wunderschönes Tier, hatte feine Beine, kluge und helle Augen und eine Mähne, die ihm wie ein Schleier über den Hals herabhing. Es hatte seinen Herrn durch Pulverdampf und Kugelregen getragen, hatte die Kugeln singen und pfeifen hören, hatte gebissen, ausgeschlagen und mitgekämpft, als die Feinde eindrangen, war mit seinem Kaiser in einem Sprung über das gestürzte Pferd des Feindes gesetzt, hatte die Krone aus roten Gold, das Leben seines Kaisers gerettet, und das war mehr wert als das rote Gold, deshalb bekam des Kaisers Roß goldene Hufeisen.
Und ein Mistkäfer kam hervorgekrochen.
"Erst die Großen, dann die Kleinen," sagte er, "aber die Größe allein macht es nicht." Und dabei streckte er seine dünnen Beine aus.
"Was willst du denn?" fragte der Schmied.
.. ..
"Goldene Beschläge, jawohl!" sagte der Mistkäfer. "Bin ich denn nicht ebenso gut wie das große Tier da, das gewartet und gebürstet wird und dem man Essen und Trinken vorsetzt! Gehöre ich nicht auch in den kaiserlichen Stall?"
"Weshalb aber bekommt das Roß goldene Beschläge?" sagte der Schmied, "begreifst du das nicht?"
"Begreifen? Ich begreife, daß es eine Geringschätzung meiner Person ist," sagte der Mistkäfer, "es geschieht, um nicht zu kränken - und ich gehe deshalb auch in die weite Welt!"
"Nur zu!" sagte der Schmied.
"Grober Kerl, du!" sagte der Mistkäfer, und dann ging er aus dem Stall hinaus, flog eine kleine Strecke und befand sich bald darauf in einem schönen Blumengarten, wo es nach Rosen und Lavendel duftete.
"Ist es hier nicht wunderschön?" fragte einer der kleinen Marienkäfer, die mit ihren roten, schildstarken, mit schwarzen Pünktchen besäten Flügeln darin umherflogen. "Wie süß es hier ist, wie ist es hier schön!"
"Ich bin es besser gewöhnt," sagte der Mistkäfer, "ihr nennt das hier schön? Nicht einmal ein Misthaufen ist hier!"
Dann ging er weiter, unter den Schatten einer großen Levkoje; da kroch eine Kohlraupe umher.
"Wie ist doch die Welt schön!" sprach die Kohlraupe, "die Sonne ist so warm, alles so vergnüglich! Und wenn ich einmal einschlafe und sterbe, wie sie es nennen, so erwache ich als ein Schmetterling."
"Was du dir einbildest!" sagte der Mistkäfer, "als Schmetterling umherfliegen! Ich komme aus dem Stall des Kaisers, aber niemand dort, selbst nicht des Kaisers Leibroß, das doch meine abgelegten goldenen Schuhe trägt, bildet sich so etwas ein: Flügel kriegen! Fliegen! Ja, jetzt aber fliegen wir!" Und nun flog der Mistkäfer davon. "Ich will mich nicht ärgern, aber ich ärgere mich doch!" sprach er im Davonfliegen.
Bald darauf aber fiel er auf einem großen Rasenplatz nieder; hier lag er eine Weile und simulierte; endlich schlief er ein.
Ein Platzregen stürzte plötzlich aus den Wolken! Der Mistkäfer erwachte bei dem Lärm und wollte sich in die Erde verkriechen, aber es gelang ihm nicht, er wurde um und um gewälzt; bald schwamm er auf dem Bauch, bald auf dem Rücken, an Fliegen war nicht zu denken; er zweifelte daran, lebendig von diesem Ort fortzukommen. Er lag, wo er lag, und blieb auch liegen.
Als das Unwetter ein wenig nachgelassen hatte und der Mistkäfer das Wasser aus seinen Augen weggeblinzelt hatte, sah er etwas Weißes schimmern, es war Leinen, das auf der Bleiche lag; er gelangte zu ihm hin und kroch zwischen eine Falte des nassen Leinens. Da lag es sich freilich anders als in dem waren Haufen im Stall, aber etwas Besseres war hier nun einmal nicht vorhanden, und deshalb blieb er wo er war, blieb einen ganzen Tag, eine ganze Nacht, und auch der Regen blieb. Gegen Morgen kroch er hervor; er ärgerte sich sehr über das Klima.
Auf dem Leinen saßen zwei Frösche; ihre hellen Augen strahlten vor lauter Vergnügen. "Das ist ein herrliches Wetter!" sagte der eine, "wie erfrischend! Und die Leinwand hält das Wasser so schön beisammen; es krabbelt mich in den Hinterfüßen, als wenn ich schwimmen sollte."
"Ich möchte wissen," sagte der andere, "ob die Schwalbe, die so weit umherfliegt, auf ihren vielen Reisen im Ausland ein besseres Klima als das unsrige gefunden hat: eine solche Nässe! Es ist wahrhaftig, als läge man in einem nassen Graben! Wer sich dessen nicht freut, liebt in der Tat sein Vaterland nicht!"
"Seid ihr denn nicht im Stall des Kaisers gewesen?" fragte der Mistkäfer. "Dort ist das Nasse warm und würzig, das ist mein Klima, aber das kann man nicht mit auf Reisen nehmen. Gibt's hier im Garten kein Mistbeet, wo Standespersonen wie ich sich heimisch fühlen und logieren können?"
Die Frösche aber verstanden ihn nicht, oder wollten ihn nicht verstehen.
"Ich frage nie zweimal!" sagte der Mistkäfer, nachdem er bereits dreimal gefragt und keine Antwort erhalten hatte.
Darauf ging er eine Strecke weiter und stieß hier auf einen Tonscherben, der freilich nicht da hätte liegen sollen, aber so wie er lag, gewährte er Schutz gegen Wind und Wetter. Hier wohnten mehrere Ohrwurmfamilien; diese beanspruchen nicht viel - bloß Geselligkeit. Die weiblichen Individuen sind voll der zärtlichsten Mutterliebe, und deshalb hielt auch jede Mutter ihr Kind für das schönste und klügste.
"Unser Söhnchen hat sich verlobt!" Sagte eine Mutter, "die süße Unschuld! Sein ganzes Streben geht dahin, dermaleinst in das Ohr eines Geistlichen zu kommen. Er ist recht kindlich liebenswürdig; die Verlobung bewahrt ihn vor Ausschweifungen! Welche Freude für eine Mutter!"
"Unser Sohn," sprach eine andere Mutter, "kaum aus dem Ei gekrochen, war auch gleich auf der Fahrt; er ist ganz Leben und Feuer! Er läuft sich die Hörner ab! Welch eine Freude für eine Mutter! Nicht war, Herr Mistkäfer?" - Sie erkannten den Fremden an seiner Form.
"Sie haben beide recht!" sagte der Mistkäfer, und nun bat man ihn, in das Zimmer einzutreten, soweit er nämlich unter den Tonscherben kommen konnte.
"Jetzt sehen Sie auch mein kleines Ohrwürmchen," rief eine dritte und vierte Mutter. "Es sind gar liebliche Kinder, und sie machen sehr viel Spaß. Sie sind nie unartig, außer sie haben Bauchgrimmen; leider kriegt man das aber gar zu leicht in ihrem Alter."
Und in der Weise sprach jede Mutter von ihrem Püppchen, und die Püppchen sprachen mit und gebrauchten ihre kleinen Scheren, die sie am Schwanze hatten, um den Mistkäfer an seinem Bart zu zupfen.
"Ja, die machen sich immer was zu schaffen, die kleinen Schelme!" sagten die Mütter und dampften ordentlich vor Mutterliebe; allein das langweilte den Mistkäfer, und er fragte deshalb, ob es noch weit bis zu dem Mistbeet sei.
"Das ist ja draußen in der weiten Welt, jenseits des Grabens!" antwortete ein Ohrwurm, "So weit wird hoffentlich keines meiner Kinder gehen, das wäre mein Tod!"
"So weit will ich doch zu kommen versuchen," sagte der Mistkäfer und entfernte sich, ohne Abschied zu nehmen; denn so ist es ja am feinsten.
Am Graben traf er noch mehr von seinesgleichen, alles Mistkäfer.
"Hier wohnen wir!" sagten sie. "Wir haben es ganz gemütlich! Dürfen wir Sie wohl bitten, in den fetten Schlamm hinabzusteigen? Die Reise ist für Sie gewiß ermüdend gewesen!"
"Allerdings!" sprach der Mistkäfer. "Ich war dem Regen ausgesetzt und habe auf Leinen liegen müssen, und Reinlichkeit nimmt mich vor allem mit. Auch habe ich Reißen in dem einen Flügel, weil ich unter einem Tonscherben im Zug gestanden habe. Es ist in der Tat ein wahres Labsal, wieder einmal unter seinesgleichen zu sein."
"Kommen Sie vielleicht aus dem Mistbeet?" fragte der älteste.
"Oho! Von höheren Orten!" rief der Mistkäfer. "Ich komme aus dem Stall des Kaisers, wo ich mit goldenen Schuhen an den Füßen geboren wurde; ich reise in einem geheimen Auftrag. Sie dürfen mich darüber aber nicht ausfragen, denn ich verrate es nicht."
Darauf stieg der Mistkäfer in den fetten Schlamm hinab. Dort saßen drei junge Mistkäferfräuleins; sie kicherten weil sie nicht wußten, was sie sagen sollten.
"Sie sind alle drei noch nicht verlobt," sagte die Mutter; und die jungen Mistkäferfräuleins kicherten aufs neue, diesmal aus Verlegenheit.
"Ich habe in den kaiserlichen Ställen keine schöneren gesehen," sagte der Mistkäfer, der sich ausruhte.
"Verderben Sie mir meine Mädchen nicht; sprechen Sie nicht mit Ihnen, es sei denn, Sie haben reelle Absichten! Doch die haben Sie sicher, und ich gebe meinen Segen dazu!"
"Hurra!" riefen all die andern Mistkäfer, und unser Mistkäfer war nun verlobt. Der Verlobung folgte sogleich die Hochzeit auf dem Fuße, denn es war kein Grund zum Aufschub vorhanden.
Der folgende Tag verging sehr angenehm, der nächstfolgende noch einigermaßen, aber am dritten Tag mußte man schon auf Nahrungssuche für die Frau gehen, vielleicht sogar an Kinder denken.
"Ich habe mich übertölpeln lassen!" dachte der Mistkäfer, "es bleibt mir daher nichts anderes übrig, als sie wieder zu übertölpeln!"
Gedacht, getan! Weg war er, den ganzen Tag blieb er aus, die ganze Nacht blieb er aus - und die Frau saß da als Witwe. "Oh," sagten die andern Mistkäfer, "der, den wir in die Familie aufgenommen haben, ist nichts weiter als ein echter Landstreicher; er ist auf und davon gegangen und läßt die Frau uns nun zur Last fallen!"
"Ei, dann mag sie wieder als Jungfrau gelten," sprach die Mutter, "und als mein Kind hierbleiben. Pfui über den Bösewicht, der sie verließ."
Der Mistkäfer war unterdes immer weiter gereist, auf einem Kohlblatt über den Wassergraben gesegelt. In der Morgenstunde kamen zwei Menschen an den Graben; als sie ihn erblickten, hoben sie ihn auf, drehten ihn um und um, taten beide sehr gelehrt, namentlich der eine von ihnen - ein Knabe. "Allah sieht den schwarzen Mistkäfer in dem schwarzen Gestein in dem schwarzen Felsen! Nicht wahr, so steht es im Koran geschrieben?" Dann übersetzte er den Namen des Mistkäfers ins Lateinische und verbreitete sich über dessen Geschlecht und Natur. Der zweite Mensch, ein älterer Gelehrter, stimmte dagegen, ihn mit nach Hause zu nehmen; sie hätten, sagte er, dort ebenso gute Exemplare, und das, so schien es unserem Mistkäfer, war nicht höflich gesprochen, deshalb flog er ihm auch plötzlich aus der Hand. Da er jetzt trockenen Flügel hatte, flog er eine ziemlich große Strecke und erreichte das Treibhaus, wo er mit aller Bequemlichkeit, da hier ein Fenster angelehnt war, hineinschlüpfte und sich in dem frischen Mist vergrub.
"Hier ist es wonnig!" sagte er.
Bald darauf schlief er ein, und es träumte ihm, daß des Kaisers Leibroß gestürzt sei und ihm seine goldenen Hufeisen gegeben habe und obendrein das Versprechen, ihn noch zwei anlegen zu lassen. Das war sehr angenehm. Als der Mistkäfer erwachte, kroch er hervor und schaute sich um. Welche Pracht war in dem Treibhaus! Im Hintergrund große Palmen, hoch emporragend; die Sonne ließ sie transparent erscheinen, und unter ihnen, welche Fülle von Grün und strahlenden Blumen, rot wie Feuer, gelb wie Bernstein, weiß wie frischer Schnee!
"Das ist eine unvergleichliche Pflanzenpracht, die wird schmecken, wenn sie fault!" sagte der Mistkäfer. "Das ist eine gute Speisekammer! Hier wohnen gewiß Anverwandte; ich will doch nachspüren, ob ich jemanden finde, mit dem ich Umgang pflegen kann. Stolz bin ich, das ist mein Stolz!" Und nun lungerte er in dem Treibhaus herum und gedachte seines schönen Traumes von dem toten Pferd und den ererbten goldenen Hufeisen.
Da ergriff plötzlich eine Hand den Mistkäfer, drückte ihn und drehte ihn um und um.
Der kleine Sohn des Gärtners und ein Kamerad waren an das Mistbeet herangetreten, hatten den Mistkäfer gesehen und wollten nun ihren Spaß mit ihm treiben. Zuerst wurde er in ein Weinblatt gewickelt und alsdann in eine warme Hosentasche gesteckt; er kribbelte und krabbelte dort nach Kräften; dafür bekam er aber einen Druck von der Hand des Knaben und wurde so zur Ruhe gewiesen. Der Knabe ging darauf raschen Schrittes zu dem großen See hin, der am Ende des Gartens lag. Hier wurde der Mistkäfer in einen alten, halbzerbrochenen Holzschuh ausgesetzt, auf denselben ein Stäbchen als Mast gesteckt und an diesen der Mistkäfer mit einem wollenen Faden festgefunden. Jetzt war er Schiffer und mußte segeln.
Der See war sehr groß, dem Mistkäfer schien er wie ein Weltmeer, und er erstaunte dermaßen, daß er auf den Rücken fiel und mit den Füßen zappelte.
Das Schifflein segelte, und die Strömung des Wassers ergriff es; fuhr es aber zu weit vom Land weg, krempelte sofort einer der Knaben seine Beinkleider auf, trat ins Wasser und holte es wieder ans Land zurück. Endlich aber, gerade als es wieder in bester Fahrt seeinwärts ging, wurden die Knaben gerufen, ganz ernstlich gerufen; sie beeilten sich zu kommen, liefen vom Wasser fort und ließen Schifflein Schifflein sein. Dieses trieb nun immer mehr und mehr vom Ufer ab, immer mehr in den offenen See hinaus; es war entsetzlich für den Mistkäfer, da er nicht fliegen konnte, weil er an den Mast gebunden war.
Da bekam er Besuch von einer Fliege.
"Was für schönes Wetter!" sagte die Fliege. "Hier will ich ausruhen und mich sonnen; Sie haben es hübsch hier."
"Sie reden, wie Sie's verstehen! sehen Sie denn nicht, daß ich fest angebunden bin?"
"Ich bin nicht angebunden," sagte die Fliege und flog davon.
"Na, jetzt kenne ich die Welt!" sprach der Mistkäfer. "Es ist eine niederträchtige Welt! Ich bin der einzig Honette auf der Welt! Erst verweigert man mir goldene Schuhe, dann muß ich auf nassem Leinen liegen, in Zugluft stehen, und zu guterletzt hängen sie mir noch eine Frau auf. Tue ich dann einen raschen Schritt in die Welt hinaus um zu erfahren, wie man es dort bekommen kann und wie ich es haben sollte, so kommt so ein Menschenjunge, bindet mich fest und überläßt mich den wilden Wogen, während das Leibpferd des Kaisers in goldenen Schuhen einherstolziert! Das ärgert mich am meisten. Aber auf Anteilnahme darf man in dieser Welt nicht rechnen! Mein Lebenslauf ist sehr interessant; doch was nützt es, wenn ihn niemand kennt! Die Welt verdient es gar nicht, ihn kennenzulernen, sie hätte mir sonst auch goldene Schuhe im Stall des Kaisers gegeben, damals, als das Leibroß des Kaisers beschlagen wurde und ich meine Beine deshalb ausstreckte. Hätte ich goldenen Schuhe bekommen, so wäre ich eine Zierde des Stalles geworden; jetzt hat mich der Stall verloren, die Welt verloren, alles ist aus!"
..
"Sieh, da segelt ein alter Holzschuh," sagte eines der Mädchen.
"Ein kleines Tier ist darin angebunden!" rief ein anderes.
Das Boot kam ganz in die Nähe des Schiffleins mit unserem Mistkäfer; die jungen Mädchen fischten es aus dem Wasser; eine von ihnen zog eine kleine Schere aus ihrer Tasche, durchschnitt den wollenen Faden, ohne dem Mistkäfer ein Leid zuzufügen, und als sie an Land stieg, setzte sie ihn in das Gras.
"Krieche, Krieche! Fliege, fliege! wenn du kannst," sprach sie, "Freiheit ist ein herrlich Ding."
Und der Mistkäfer flog auf und gerade durch das offene Fenster eines großen Gebäudes; dort sank er matt und müde herab auf die feine, weiche, lange Mähne des kaiserlichen Leibrosses, das im Stall stand, in dem es und auch der Mistkäfer zu Hause waren. Der Mistkäfer klammerte sich in der Mähne fest, saß eine kurze Zeit ganz still und erholte sich. "Hier sitze ich auf dem Leibroß des Kaisers, sitze als Kaiser auf ihm! Doch was wollte ich noch sagen? Ja, jetzt fällt mir's wieder ein! Das ist ein guter Gedanke, und der hat seine Richtigkeit. Weshalb bekommt das Pferd die goldenen Hufbeschläge? so fragte mich doch der Schmied. Jetzt erst wird mir diese Frage klar. Meinetwegen bekam das Roß die goldenen Hufbeschläge!"
Und jetzt wurde der Mistkäfer guter Laune.
"Man kriegt einen klaren Kopf auf Reisen!" sagte er.
Die Sonne warf ihre Strahlen in den Stall auf ihn herab und machte es dort hell und freundlich. "Die Welt ist genau besehen doch nicht so arg," sagte der Mistkäfer, "man muß sie nur zu nehmen wissen!" Ja, die Welt war schön, weil des Kaisers Leibroß nur deshalb goldene Hufbeschläge bekommen hatte, damit der Mistkäfer sein Reiter sein konnte.
"Jetzt will ich zu den andern Käfern hinabsteigen und ihnen erzählen, wie viel man für mich getan hat, ich will ihnen die Unannehmlichkeiten erzählen, die ich auf meiner Reise im Ausland genossen habe, und ihnen sagen, daß ich jetzt so lange zu Hause bleiben werde, bis das Roß seine goldenen Hufbeschläge abgetreten hat."