Algo


Qualcosa


- ¡Quiero ser algo! - decía el mayor de cinco hermanos. - Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo.
- Sí, pero eso es muy poca cosa - replicó el segundo hermano. - Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.
- ¡Tonterías! - intervino el tercero. - Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un " patán ". No, yo sé algo mejor. Seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana, es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino, sin preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además, algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
- Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te diré que nada - dijo el cuarto. - No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. Crearé un estilo nuevo, levantaré el plano de los edificios según el clima y los materiales del país, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la época, y les añadiré un piso, que será un zócalo para el pedestal de mi gloria.
- ¿Y si nada valen el clima y el material? - preguntó el quinto. - Sería bien sensible, pues no podrían hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreírse y perder su valor; la evolución de la época puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegará a ser nada, por mucho que lo esperéis. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me quedaré al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz. Esto será algo.
Así lo hizo, y la gente decía de él: " Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada ". Y, sin embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no es más que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo.
Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una historia.
El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibía una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenía un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayáis con un escudo, a la panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar algo.
Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenía un buen corazón, aunque no llegó a ser más que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por añadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeña; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, ésta seguía en pie mucho tiempo después de estar muerto el que había cocido los ladrillos.
El segundo hermano conocía el oficio de albañil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo había aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano:

Joven yo soy, y quiero correr mundo,
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.

Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.

Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: " Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa ". Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de
cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban " ¡Hurra por nuestro maestro! ". Sí, señor, aquél llegó a ser algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que había empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete... y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.
- De seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma - dijo el razonador -. ¿Quien sois, abuelita? ¿Queréis entrar también? - le preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona.
- Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.
- Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
- Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquí. Será una gracia muy grande de Nuestro Señor, si me admiten en el Paraíso.
- ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? - siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues al hombre le aburría la espera.
- La verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un día no tuve más remedio que levantarme y salir, y me encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había aguantado. El viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como Vuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba - pues soy vieja y tengo experiencia, - aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi vida lo había visto dos veces, y sabía que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban, bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! Sentí una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacía mucho tiempo no habla sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrían y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el mar, sin salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta... pero allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir, pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos.
- ¿Ves? - dijo el ángel al razonador - esto lo ha traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estaría mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:
- Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia...
- Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos alcances - dijo el ángel - aquél cuya honrada labor te parecía la más baja, te da su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer ahí fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no hayas hecho una buena acción.
- Yo lo habría sabido decir mejor - pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.
"Voglio diventare qualcosa!" esclamò il maggiore di cinque fratelli "voglio essere utile al mondo, il mio lavoro può anche essere modesto, ma basta che quel che faccio sia di utilità e è già qualcosa. Io fabbricherò mattoni, e di questi non si può fare a meno! Così avrò fatto qualcosa!"
"Ma è troppo poco!" disse il secondo fratello "quello che fai non vale niente. È un lavoro manuale che può essere compiuto anche da una macchina. No, allora è meglio essere muratore, è sempre qualcosa, e io farò il muratore. I muratori sono una forza sociale, e io farò parte di una corporazione di arti e mestieri, diventerò cittadino, avrò una bandiera tutta mia e un'osteria altrettanto mia; e se va bene avrò dei garzoni, sarò chiamato maestro e mia moglie signora: questo è qualcosa!"
"Non è nulla, invece!" disse il terzo "si resta fuori dalle classi più elevate, e ce ne sono parecchie in città più importanti di quelle dei mastri carpentieri. Puoi anche essere un'ottima persona, ma resterai sempre un "semplice" muratore. Io conosco qualcosa che è meglio. Voglio diventare architetto, agire nell'ambiente artistico, intellettuale, salire fino alle classi dominanti del regno dello spirito; certo devo cominciare dal basso, sì, lo dico chiaramente: comincerò come apprendista di falegname, andrò in giro col berretto, anche se sono abituato al cappello di seta, dovrò correre a prendere birra e acquavite per i garzoni che mi daranno del tu, e questo è ancora peggio. Ma mi convincerò che è tutta una farsa di carnevale, e quindi tutto è lecito. Un domani, cioè quando diventerò garzone, andrò per la mia strada e non mi preoccuperò più degli altri. Andrò all'Accademia, imparerò a disegnare, verrò chiamato architetto: questo è qualcosa! è molto! Potrò diventare nobile e rispettabile, con molti titoli davanti e dietro al nome, e costruirò, costruirò, come gli altri che mi hanno preceduto. È sempre qualcosa su cui contare! Tutto questo è qualcosa!"
"Di questo qualcosa non mi importa nulla!" esclamò il quarto "non voglio fare l'ultima ruota del carro, essere una copia; voglio diventare un genio, più intelligente di voi tutti! Creerò un nuovo stile, darò idee per una nuova costruzione che sia adatta al clima e alle materie prime del paese, alla nazionalità, allo sviluppo del nostro tempo, e che abbia un piano in più, perché io sono un genio."
"E se il clima e il materiale non valgono niente?" chiese il quinto "sarebbe un male, perché anch'essi hanno la loro influenza! Anche la nazionalità può facilmente venire usata in modo da diventare un'affettazione, e lo sviluppo del nostro tempo può sfuggire al controllo, come accade spesso ai giovani. Vedo bene che nessuno di voi diventerà qualcosa; nonostante ne siate così sicuri!
Ma fate pure come volete, io non vi assomiglierò, mi metterò al di fuori e ragionerò su quello che voi fate. C'è sempre qualcosa di sbagliato in ogni cosa, io lo troverò e ne parlerò. Questo è pure qualcosa!"
Così infatti fece, e la gente disse di lui: "In lui c'è veramente qualcosa! Ha un bell'ingegno, ma non fa nulla!". Proprio per questo era qualcosa.
Questa non è che una storiella, ma non avrà mai fine, finché esisterà il mondo.
Ma non accadde niente ai cinque fratelli? Niente, eh? Sentite un po', è una vera e propria storia.
Il maggiore, che faceva mattoni, capì che da ogni mattone finito veniva fuori un soldino, di rame, è vero, ma tanti soldini di rame, messi insieme, diventano un tallero lucente, e quando con questo si bussa alla porta del panettiere, del macellaio o del sarto, insomma di tutti quanti, la porta si spalanca e si può avere quello di cui si ha bisogno. Questo diedero i mattoni, alcuni però andarono in pezzi o si ruppero in due, ma tornarono ugualmente utili.
Alla diga c'era donna Margherita, una poveretta che tanto desiderava costruirsi una piccola casa: ricevette tutti i pezzi dei mattoni rotti e qualche mattone intero, dato che il fratello maggiore aveva buon cuore, anche se non faceva altro che costruire mattoni. Quella poveretta costruì da sola la sua casa, che risultò stretta, con una finestra storta e la porta troppo bassa. Anche il tetto di paglia poteva essere fatto meglio, ma la casa era comunque un riparo, e la si poteva riconoscere da lontano, dal mare, che nella sua furia si frangeva contro la diga. Goccioline d'acqua salata si infrangevano sulla casa, che rimase in piedi anche quando colui che aveva fatto i mattoni era già morto da un pezzo.
Il secondo fratello sapeva costruire meglio, certo, aveva anche studiato! Diventato garzone, raccolse le sue cose e cantò la canzone dell'artigiano:
Viaggerò finché son giovane, e le case costruirò. Il lavoro è la mia ricchezza, la gioventù la mia fortuna. Poi tornerò nella mia patria per sposarmi con l'amata. Urrà! Un bravo artigiano si adatta in ogni luogo!
E così fece. Quando tornò in città e divenne capomastro costruì case su case, un'intera strada. Poi, quando fu finita, fu così bella e diede buona fama alla città, così le case costruirono una casetta per lui, una casetta che fosse proprio sua. Ma come potevano le case costruire? Se lo chiedi a loro non ti rispondono, ma la gente racconta: "Certo che quella strada ha costruito una casa per lui! Era piccola, con un pavimento di argilla, ma quando lui vi ballò con la sua sposa, divenne liscio e lucido, e da ogni mattone delle pareti spuntò un fiore, così fu come avere una preziosa tappezzeria. Era proprio una casa carina e la coppia era felice. La bandiera della corporazione sventolava fuori casa e i garzoni e gli apprendisti gridavano: "Urrà!" Questo era qualcosa!" e così morì, e anche questo era qualcosa.
Poi venne l'architetto, il terzo fratello, che prima aveva fatto l'apprendista di falegname e era andato in giro col berretto a fare le commissioni in città. Dopo l'Accademia era diventato architetto "nobile e rispettabile." Le case della strada avevano costruito una casa per suo fratello, il capomastro, lui diede il suo nome alla strada e la casa più bella di quella strada divenne sua; questo era qualcosa e lui stesso era qualcosa, con un lungo titolo davanti e dietro al nome. I suoi figli furono considerati nobili, e una volta morto lui, sua moglie divenne una vedova di rango - era qualcosa! Il suo nome rimase per sempre scritto sull'angolo della strada e fu sulla bocca di tutti, come nome d una strada - questo sì è qualcosa!
Poi venne il genio, il quarto fratello che voleva costruire qualcosa di nuovo, di strano, con un piano in più, ma questo gli crollò davanti agli occhi, e lui cadde e si ruppe il collo - ebbe però uno splendido funerale con le bandiere della corporazione e la musica, con un elogio sul giornale e fiori per la strada.
Vennero pronunciati tre discorsi funebri, uno molto più lungo dell'altro, e questi avrebbero sicuramente rallegrato il morto, dato che gli piaceva molto che si parlasse di lui. Fu eretto un monumento sulla tomba, a un piano solo, ma è pur sempre qualcosa!
Ormai era morto, come gli altri tre fratelli; l'ultimo invece, che faceva i ragionamenti, sopravvisse a tutti gli altri e fu giusto così, perché ebbe l'ultima parola e per lui era molto importante avere l'ultima parola. "È la mente della famiglia!" diceva la gente. Poi venne anche la sua ora e morì e si presentò al portone del regno dei cieli. Qui si arriva sempre a due a due, così si trovò vicino a un'altra anima, che pure voleva entrare: non era altri che la vecchia donna Margherita della diga.
"È sicuramente per la legge del contrasto che mi tocca arrivare qui con un'anima così miserevole!" commentò il ragionatore "e chi è poi? La vecchia della diga!" "Vuole entrare anche lei?" le chiese. La vecchia donna chinò il capo come potè, perché credeva che fosse San Pietro in persona che le parlava. "Sono una povera disgraziata, senza famiglia. La povera Margherita della diga."
"E che cosa hai fatto o concluso laggiù?"
"Non ho proprio concluso nulla nel mondo! Nessuno mi può aprire. Sarà sicuramente un'azione misericordiosa del Signore se avrò il permesso di entrare."
"Come hai lasciato il mondo?" chiese l'altro, tanto per poter parlare di qualcosa dato che si annoiava a star lì a aspettare.
"Non so come ho lasciato il mondo! Sono stata molto malata negli ultimi anni e non ho sopportato il fatto di essermi alzata dal letto e di essere uscita al freddo. È stato un duro inverno, ma ormai è passato. Ci sono stati due giorni calmi come l'olio ma terribilmente freddi, come il Reverendo sa. Il ghiaccio si era formato lungo la spiaggia e non si vedeva la fine, così tutti gli abitanti del villaggio andarono sul ghiaccio. Ci furono corse sui pattini e danze, credo che si chiamino così, c'era musica e possibilità di ristorarsi. Io li sentivo bene dalla mia stanza, dove mi trovavo a letto. Verso sera la luna s'era già alzata, ma io non avevo ancora recuperato le forze, guardai dal mio letto fuori verso la spiaggia e proprio al confine tra il mare e il cielo vidi una strana nube bianca. Continuai a guardarla e notai che nel mezzo aveva un punto nero che diventava sempre più grande. Sapevo cosa significava; sono vecchia e piena di esperienza; anche se quel segno non lo si vede spesso! Lo riconobbi e mi vennero i brividi. In tutta la mia vita lo avevo visto solo due volte, sapevo che annunciava una terribile tempesta con alta marea. Questa si sarebbe riversata su quella povera gente che c'era laggiù, e che beveva, saltava e festeggiava. Giovani e vecchi, tutto il paese era là, chi poteva avvisarli se nessuno aveva visto e riconosciuto quello che io avevo notato? Mi spaventi talmente e mi sentii forte come non ero stata da molto tempo! Mi alzai dal letto e andai alla finestra, ma non riuscii a proseguire. La aprii e vidi che la gente correva e saltava sul ghiaccio, notai le bandiere variopinte, sentii i ragazzi gridare Urrà! e i giovani cantare; c'era molta allegria, ma la nuvola bianca col suo sacco nero nel mezzo si innalzava sempre più in alto. Gridai più forte che potei ma nessuno mi sentì, ero troppo lontana. Presto si sarebbe scatenata la tempesta e il ghiaccio si sarebbe rotto. Così tutti sarebbero affogati, senza speranza. Non potevano sentirmi e io non ero in grado di raggiungerli, ma dovevo richiamarli sulla terraferma. Allora il Signore mi diede l'idea di dar fuoco al mio letto, o di far bruciare la casa, pur di non far morire tanta gente in modo così miserevole. Accesi il fuoco e guardai la fiamma rossa, riuscii a uscire dalla porta, ma poi caddi a terra, non ce la facevo più; le fiamme mi inseguirono, uscirono dalla finestra e raggiunsero il tetto. Quelli che erano alla spiaggia le videro e corsero più che poterono per aiutare una povera vecchia, che credevano stesse bruciando in casa. Tutti, indistintamente, si affrettarono verso di me, li sentii arrivare, ma sentii anche come, in un attimo, l'aria si schiantò. Ci fu poi un rumore simile a un colpo di cannone, l'alta marea sollevò il ghiaccio che si spezzò ma tutti erano arrivati alla diga, dove le scintille già mi colpivano. Li salvai tutti, ma non riuscii a tollerare il freddo e la paura, così sono arrivata alla porta del regno dei cieli. Dicono che si aprirà anche per una poveretta come me! e poi ora non ho più la mia casetta alla diga, ma questo non mi assicura l'ingresso qui."
La porta del cielo si spalancò e l'angelo portò dentro la vecchia donna; lei perse una pagliuzza, un filo della paglia che si trovava sul suo letto, che lei aveva incendiato per salvare tante persone: ora era diventato d'oro zecchino, di un oro che cresceva e si intrecciava formando meravigliosi ornamenti.
"Guarda cosa aveva quella povera donna!" disse l'angelo. "Che cosa porti tu, invece? So che non hai fatto nulla, neppure un mattone. Se solo tu potessi tornare indietro e portarcene almeno uno! Non sarebbe servito a niente, se lo avessi fatto tu, ma almeno lo avresti fatto con buona volontà, e è sempre qualcosa. Ma non puoi tornare indietro e io non posso fare nulla per te."
Allora la povera anima della donna della diga pregò per lui: "Suo fratello ha fatto e mi ha dato tutti i mattoni e i cocci di mattone e con questi ho innalzato la mia casetta. È stato un lavoro tremendo per una poveretta come me! Tutti i cocci e i pezzetti di mattone non possono valere per un mattone intero fatto da lui? Sarebbe proprio una azione della grazia. Lui ora ne ha bisogno e questa in fondo è la casa della gloria!".
"Tuo fratello, quello che tu consideravi più mediocre" spiegò l'angelo "e il cui lavoro così onesto era considerato il più infimo di tutti, ti darà il suo obolo per il regno dei cieli. Non sarai cacciato e ti permetteremo di restare qui fuori a meditare su quanto hai fatto nella vita terrena; entrerai però solo quando avrai concluso qualcosa di buono, qualcosa!"
"Io avrei potuto esprimermi meglio!" pensò il ragionatore, ma non lo disse a voce alta e questo fu già qualcosa.