El cofre volador


Der fliegende Koffer


Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió.
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: "¡Embala!". El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl.
Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño:
- Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
- Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, - Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.
Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.
Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños.
Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.
- Pero tendréis que volver el sábado -añadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.
- Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos -respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.
- ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
- Pero que al mismo tiempo nos haga reír -añadió el Rey.-
- De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.
"Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde -decían- estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.
" - Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.
" - ¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?
" - Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.
" - No, no me gusta hablar de mi persona -objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca...
" - ¡Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustará.
" - ...pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas.
" - ¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras.
" -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.
" La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.
" Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. "Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí," pensó.
" - ¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo.
" - ¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.
" Tocábale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías.
" Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho.
" - Si la tetera se niega a cantar, que no cante -dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.
" - Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera - tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.
" - Francamente, me habéis desilusionado -dijo el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria!
" - ¡Sí, vamos a armar un escándalo! -exclamaron todos.
" En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. "Si hubiésemos querido -pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!."
" La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!
" "Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!." Y de este modo se consumieron".
- ¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.
- Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia.
Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar "¡hurra!" y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica!
"Tendré que hacer algo", pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo!
Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.
No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: "Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado".
Era una curiosidad muy natural.
¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.
- Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante.
- Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.
Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida.
Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.
Es war einmal ein Kaufmann, der war so reich, daß er die ganze Straße und fast noch eine kleine Gasse mit Silbergeld pflastern konnte; aber das tat er nicht, er wußte sein Geld anders anzuwenden, und gab er einen Groschen aus, so bekam er einen Taler wieder, ein so kluger Kaufmann war er – bis er starb.
Der Sohn bekam nun all dieses Geld, und er lebte lustig, ging jeden Tag einem anderen Vergnügen nach, machte Papierdrachen von Talerscheinen und warf in das Wasser mit Goldstücken anstatt mit einem Steine. So konnte das Geld wohl zu Ende gehen. Zuletzt besaß er nicht mehr als vier Groschen und hatte keine anderen Kleider als ein Paar Schuhe und einen alten Schlafrock. Nun kümmerten sich seine Freunde nicht mehr um ihn, da sie ja nicht zusammen auf die Straße gehen konnten; aber einer von ihnen, der gutmütig war, sandte ihm einen alten Koffer mit der Bemerkung: "Packe ein!" Ja, das war nun ganz gut, aber er hatte nichts einzupacken, darum setzte er sich selbst in den Koffer.
Das war ein merkwürdiger Koffer. Sobald man an das Schloß drückte, konnte der Koffer fliegen. Das tat nun der Mann, und sogleich flog er mit dem Koffer durch den Schornstein hoch über die Wolken hinauf, weiter und weiter fort; sooft aber der Boden ein wenig krachte, war er sehr in Angst, daß der Koffer in Stücke gehe, denn alsdann hätte er einen ganz tüchtigen Luftsprung gemacht. So kam er nach dem Lande der Türken. Den Koffer verbarg er im Walde unter verdorrten Blättern und ging dann in die Stadt hinein; das konnte er auch recht gut, denn bei den Türken gingen ja alle so wie er in Schlafrock und Pantoffeln. Da begegnete er einer Amme mit einem kleinen Kinde. "Höre du, Türkenamme," fragte er, "was ist das für ein großes Schloß hier dicht bei der Stadt, wo die Fenster so hoch sitzen?"
"Da wohnt die Tochter des Königs!" erwiderte die Frau. "Es ist prophezeit, daß sie über einen Geliebten sehr unglücklich werden würde, und deshalb darf niemand zu ihr kommen, wenn nicht der König und die Königin mit dabei sind!"
"Ich danke!" sagte der Kaufmannssohn, ging hinaus in den Wald, setzte sich in seinen Koffer, flog auf das Dach des Schlosses und kroch durch das Fenster zur Prinzessin.
Sie lag auf dem Sofa und schlief; sie war so schön, daß der Kaufmannssohn sie küssen mußte; sie erwachte und erschrak gewaltig, aber er sagte, er sei der Türkengott, der durch die Luft zu ihr heruntergekommen sei, und das gefiel ihr.
So saßen sie beieinander, und er erzählte ihr Geschichten von ihren Augen; das waren die herrlichsten, dunklen Seen, und da schwammen die Gedanken gleich Meerweibchen; und er erzählte von ihrer Stirn, die war ein Schneeberg mit den prächtigsten Sälen und Bildern; und er erzählte vom Storch, der die lieblichen, kleinen Kinder bringt.
Ja, das waren schöne Geschichten! Dann freite er um die Prinzessin, und sie sagte sogleich ja!
"Aber Sie müssen am Sonnabend herkommen," sagte sie, "da sind der König und die Königin bei mir zum Tee! Sie werden sehr stolz darauf sein, daß ich den Türkengott bekomme, aber sehen Sie zu, daß Sie ein recht hübsches Märchen wissen, denn das lieben meine Eltern ganz außerordentlich; meine Mutter will es erbaulich und vornehm und mein Vater belustigend haben, so daß man lachen kann!"
"Ja, ich bringe keine andere Brautgabe als ein Märchen!" sagte er, und so schieden sie, aber die Prinzessin gab ihm einen Säbel, der war mit Goldstocken besetzt, und die konnte er gerade gebrauchen.
Nun flog er fort, kaufte sich einen neuen Schlafrock und saß dann draußen im Walde und dichtete ein Märchen; das sollte bis zu Sonnabend fertig sein, und das ist nicht leicht.
Es wurde fertig, und da war es Sonnabend.
Der König, die Königin und der ganze Hof warteten mit dem Tee bei der Prinzessin. Der Kaufmannssohn wurde freundlich empfangen.
"Wollen Sie uns nun ein Märchen erzählen," sagte die Königin, "eins, das tiefsinnig und belehrend ist?"
"Aber worüber man, auch wenn es viel Weisheit enthält, doch noch lachen kann!" sagte der König.
"Jawohl!" erwiderte er und erzählte; da muß man nun gut aufpassen.
"Es war einmal ein Bund Streichhölzer, die waren außerordentlich stolz auf ihre hohe Herkunft; ihr Stammbaum, das heißt, die große Fichte, wovon sie jedes ein kleines Hölzchen waren, war ein großer, alter Baum im Walde gewesen. Die Streichhölzer lagen nun in der Mitte zwischen einem alten Feuerzeuge und einem alten, eisernen Topfe, und diesem erzählten sie von ihrer Jugend. 'Ja, als wir noch im Baum waren', sagten sie, 'da waren wir wirklich auf einem grünen Zweig! Jeden Morgen und Abend gab es Diamanttee, das war der Tau. Den ganzen Tag hatten wir Sonnenschein, wenn die Sonne da war, und alle die kleinen Vögel mußten uns Geschichten erzählen. Wir konnten wohl merken, daß wir auch reich waren, denn die Laubbäume waren nur im Sommer bekleidet, aber unsere Familie hatte Mittel zu grünen Kleidern sowohl im Sommer als im Winter. Doch da kam der Holzhauer, und unsere Familie wurde zersplittert; der Stammherr erhielt Platz als Hauptmast auf einem prächtigen Schiffe, das die Welt umsegeln konnte, wenn es wollte, die anderen Zweige kamen nach anderen Orten, und wir haben nun das Amt, der Menge das Licht anzuzünden; deshalb sind wir vornehmen Leute hier in die Küche gekommen.'
'Mein Schicksal gestaltete sich auf eine andere Weise!' sagte der Eisentopf, an dessen Seite die Streichhölzer lagen. 'Vom Anfang an, seit ich in die Welt kam, bin ich vielmal gescheuert und gewärmt worden; ich sorge für das Dauerhafte und bin der Erste hier im Hause. Meine einzige Freude ist, nach Tische rein und sauber auf meinem Platze zu liegen und ein vernünftiges Gespräch mit den Kameraden zu führen. Wenn ich den Wassereimer ausnehme, der hin und wieder einmal zum Hof hinunterkommt, so leben wir immer innerhalb der Türen. Unser einziger Neuigkeitsbote ist der Marktkorb, aber der spricht zu unruhig über die Regierung und das Volk. Ja, neulich war da ein alter Topf, der vor Schreck darüber niederfiel und sich in Stücke schlug; der war gut gesinnt, sage ich euch!' – 'Nun sprichst du zuviel!' fiel das Feuerzeug ein, und der Stahl schlug gegen den Feuerstein, daß es sprühte. 'Wollen wir uns nicht einen lustigen Abend machen?'
'Ja, laßt uns davon sprechen, wer der vornehmste ist!' sagten die Streichhölzer.
'Nein, ich liebe es nicht, von mir selbst zu reden', wendete der Tontopf bescheiden ein. 'Laßt uns eine Abendunterhaltung veranstalten. Ich werde anfangen, ich werde etwas erzählen, was ein jeder erlebt hat; da kann man sich leicht darein finden, und es ist sehr erfreulich! An der Ostsee bei den Buchen –'
'Das ist ein hübscher Anfang!' sagten die Teller. 'Das wird sicher eine Geschichte, die uns gefällt!'
'Ja, da verlebte ich meine Jugend bei einer stillen Familie; die Möbel wurden geputzt, die Fußböden gescheuert, und alle vierzehn Tage wurden neue Vorhänge aufgehängt!'
'Wie gut Sie erzählen!', sagte der Haarbesen. 'Man kann gleich hören, daß ein Frauenzimmer erzählt; es geht etwas Reines hindurch!'
'Ja, das fühlt man!' sagte der Wassereimer und machte vor Freude einen kleinen Sprung, so daß es auf dem Fußboden klatschte.
Der Topf fuhr zu erzählen fort, und das Ende war ebensogut wie der Anfang.
Alle Teller klapperten vor Freude, und der Haarbesen zog grüne Petersilie aus dem Sandloche und bekränzte den Topf, denn er wußte, daß es die andern ärgern werde. 'Bekränze ich ihn heute', dachte er, 'so bekränzt er mich morgen.'
'Nun will ich tanzen!' sagte die Feuerzange und tanzte. Ja, Gott bewahre uns, wie konnte sie das eine Bein in die Höhe strecken! Der alte Stuhlbezug dort im Winkel platzte, als er es sah. 'Werde ich nun auch bekränzt?' fragte die Feuerzange, und das wurde sie.
'Das ist das gemeine Volk!' dachten die Streichhölzer.
Nun sollte die Teemaschine singen, aber sie sagte, sie sei erkältet, sie könne nicht, wenn sie nicht koche; doch das war bloß Vornehmtuerei; sie wollte nicht singen, wenn sie nicht drinnen bei der Herrschaft auf dem Tische stand.
Im Fenster saß eine alte Feder, womit das Mädchen zu schreiben pflegte; es war nichts Bemerkenswertes an ihr, außer daß sie gar zu tief in die Tinte getaucht worden, aber darauf war sie nun stolz. 'Will die Teemaschine nicht singen', sagte sie, 'so kann sie es unterlassen; draußen hängt eine Nachtigall im Käfig, die kann singen; die hat zwar nichts gelernt, aber das wollen wir diesen Abend dahingestellt sein lassen!'
'Ich finde es höchst unpassend', sagte der Teekessel – er war Küchensänger und Halbbruder der Teemaschine –, 'daß ein fremder Vogel gehört werden soll! Ist das Vaterlandsliebe? Der Marktkorb mag darüber richten!'
'Ich ärgere mich nur', sagte der Marktkorb, 'ich ärgere mich so, wie es sich kein Mensch denken kann! Ist das eine passende Art, den Abend hinzubringen? Würde es nicht vernünftiger sein, Ordnung herzustellen? Ein jeder müßte auf seinen Platz kommen, und ich würde das ganze Spiel leiten. Das sollte etwas anderes werden!'
'Laßt uns Lärm machen!' sagten alle. Da ging die Tür auf. Es war das Dienstmädchen, und da standen sie still. Keiner bewegte sich; aber da war nicht ein Topf, der nicht gewußt hätte, was er zu tun vermöge und wie vornehm er sei. 'Ja, wenn ich gewollt hätte', dachte jeder, 'so hätte es ein recht lustiger Abend werden sollen!'
Das Dienstmädchen nahm die Streichhölzer und zündete sich Feuer damit an. Wie sie sprühten und in Flammen gerieten!
'Nun kann doch ein jeder sehen', dachten sie, 'daß wir die Ersten sind. Welchen Glanz wir haben, welches Licht!' Damit waren sie ausgebrannt."
"Das war ein herrliches Märchen!" sagte die Königin. "Ich fühle mich ganz in die Küche versetzt zu den Streichhölzern, ja, nun sollst du unsere Tochter haben."
"Jawohl!" sagte der König, "du sollst unsere Tochter am Montag haben!"
Denn nun sagten sie du zu ihm, da er ja nun fortan sowieso zur Familie gehören sollte.
Die Hochzeit war nun bestimmt, und am Abend vorher wurde die ganze Stadt beleuchtet, Zwieback und Brezeln wurden ausgeteilt, die Straßenbuben riefen hurra und pfiffen auf den Fingern, es war außerordentlich prachtvoll.
'Ja, ich muß wohl auch etwas tun!' dachte der Kaufmannssohn und kaufte Raketen, Knallerbsen und alles Feuerwerk, was man erdenken konnte, legte es in seinen Koffer und flog damit in die Luft.
Das war kein kleiner Lärm!
Alle Türken hüpften dabei in die Höhe, daß ihnen die Pantoffeln um die Ohren flogen; solche Lufterscheinungen hatten sie noch nie gesehen. Nun konnten sie begreifen, daß es der Türkengott selbst war, der die Prinzessin haben sollte.
Sobald der Kaufmannssohn wieder mit seinem Koffer herunter in den Wald kam, dachte er: 'Ich will doch in die Stadt hineingehen, um zu erfahren, wie es sich ausgenommen hat'; es war ganz natürlich, daß er Lust dazu hatte.
Was doch die Leute erzählten! Ein jeder, den er danach fragte, hatte es auf seine Weise gesehen, aber schön hatten es alle gefunden.
"Ich sah den Türkengott selbst," sagte der eine, "er hatte Augen wie glänzende Sterne und einen Bart wie schäumendes Wasser!"
"Er flog in einem Feuermantel," sagte ein anderer. "Die lieblichsten Engelskinder blickten aus den Falten hervor!"
Ja, das waren herrliche Sachen, die er hörte, und am folgenden Tage sollte er Hochzeit haben.
Nun ging er nach dem Walde zurück, um sich in seinen Koffer zu setzen – aber wo war der? Der Koffer war verbrannt. Ein Funken des Feuerwerks war zurückgeblieben, der hatte Feuer gefangen, und der Koffer lag in Asche. Nun konnte der Kaufmannssohn nicht mehr fliegen, nicht mehr zu seiner Braut gelangen.
Sie stand den ganzen Tag auf dem Dache und wartete; sie wartet noch, aber er durchwandert die Welt und erzählt Märchen, doch sind sie nicht mehr so lustig wie das Märchen von den Streichhölzern, das er als Türkengott erzählte.