Tía Dolor de Muelas


La zia Maldidenti


¿Qué de dónde hemos sacado esta historia? ¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequería y a la abacería, no precisamente para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar cucuruchos de almidón y café o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas escritas son también útiles.
Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo que no debiera.
Conozco a un dependiente de una verdulería, hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a la planta baja; es hombre muy leído, con cultura de bolsas de abacería, tanto impresas como manuscritas. Posee una interesante colección, de la que forman parte notables documentos extraídos de la papelera de tal o cual funcionario demasiado ocupado y distraído; cartas confidenciales de un amigo a la amiga; comunicaciones escandalosas que no debieran circular ni ser comentadas por nadie. Es una especie de estación de salvamento para una parte no despreciable de la literatura, y su campo de acción es muy amplio, pues dispone de la tienda de sus padres y de la del dueño, donde ha salvado más de un libro, u hojas de él, que bien merecían ser leídas y releídas.
Me enseñó su colección de cosas impresas y manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de ellas de la mantequería. Había allí varias hojas de un cuaderno relativamente abultado, del que me llamó la atención el carácter de letra, muy cuidado y claro.
- Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un estudiante que vivía enfrente y que murió hace un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura! Esto es sólo una pequeña parte de lo que escribió, pues había todo un libro y aún algo más. Por él, mis padres dieron a la patrona del estudiante media libra de jabón verde. Esto es todo lo que pude salvar.
Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a contarlo. El título era:
Tía Dolor de Muelas
De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy mayor, soy ya estudiante, y ella sigue regalándome con dulces; soy poeta, dice.
Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. A menudo, yendo por las calles de la ciudad, me parece como si anduviese por el interior de una gran biblioteca; las casas son las estanterías de los libros, y cada piso es un anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá una buena comedia u obras científicas de todas las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla. Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos libros.
Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. Muchas personas tienen de ello tanto como yo, y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni collar con el título de poeta.
Para ellos y para mí es un don de Dios, una gracia concedida, bastante para uno mismo, pero demasiado pequeña para que merezca ser comunicada a los demás. Viene como un rayo de sol, llena el alma y el pensamiento; viene como aroma de flores, como una melodía que uno conoce sin acertar a recordar de dónde procede.
Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi cuarto.
Contemplé sus numerosas y ramificadas nervaduras; por su superficie se movía un gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a conciencia. Aquello me hizo pensar en la ciencia humana. También nosotros nos arrastramos sobre la superficie de una hoja, no conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos con ánimos para pronunciar una conferencia acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no conocemos sino una hoja.
Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos brillaban.
- ¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del cervecero Rasmussen, me has estado asombrando con tu poderosa imaginación.
Así dijo tía Mille, y me besó.
¿Quién era tía Mille y quién el cervecero Rasmussen?
Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que lo era de nuestra madre; no la conocíamos por otro nombre.
Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del peligro que suponían para nuestros dientes; pero, como ella decía, los pequeños eran su debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel poquitín de golosinas que tanto les gustaban.
Por eso queríamos tanto a nuestra tía.
Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja. Se había plantado en una misma edad.
Había sufrido mucho de dolor de muelas, y hablaba constantemente de ello; por eso su amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas.
Éste hacia varios años que había dejado el negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la casa de la tía y era más viejo que ella. No le quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros raigones.
De joven había comido mucho azúcar, nos decía; por eso se veía de aquel modo.
Por lo visto, tía nunca debió de haber comido azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes magníficos y blanquísimos.
Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen.
Los niños sabían que aquello era pura malicia, pero tía afirmaba que lo decía sin mala intención.
Una mañana, a la hora del desayuno, contó un sueño desagradable que había tenido por la noche: que se le había caído un diente.
- Esto significa -dijo- que perderé un buen amigo o una buena amiga.
- Si el diente era postizo -observó el cervecero con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso amigo.
- ¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía, enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que había sido una broma de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el hombre más noble de la Tierra, y que cuando muriese sería un angelito de Dios en el cielo.
Aquella presunta transformación me dio mucho que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva figura?
De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y se quedó soltera, pero siempre fue para él una fiel amiga.
Luego murió el cervecero Rasmussen.
Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso personajes condecorados y en uniforme.
Tía presenció la comitiva desde la ventana, vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin que faltase mi hermanito menor, traído por la cigüeña una semana antes.
Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría convertido en un angelillo alado y no podía dejar de aparecérsenos.
- ¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito será el cervecero Rasmussen?
Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y exclamó: "¡Este niño será un gran poeta!". Y lo estuvo repitiendo durante todos mis años escolares aun después de mi confirmación y cuando era ya estudiante.
Fue y sigue siendo para mí la amiga que más simpatiza con el dolor poético y el dolor de muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
- Anota todos tus pensamientos -decía- y guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. Tú debes ser interesante. ¡Y lo serás!
La noche que siguió a aquella conversación me la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me atormentaba; me convirtió en un gusano que me retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.
- ¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus dientes!
Pero debo empezar un nuevo capítulo de la historia de mi tía.
Llevaba un mes en una nueva casa. Un día hablaba de ello con mi tía.
- Es una familia muy tranquila. No se preocupan de mí ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta - ¡y cuidado que aquí son frecuentes!, - los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el día da lecciones de trombón, es el que vuelve más tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la habitación, con paso recio y botas claveteadas.
No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tábano. Es mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y gallinas del gallinero del tendero del sótano me anuncian que pronto será día. Los caballitos que, a falta de establo, están atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse.
En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede cuando la solterona del piso trasero no está lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila.
Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi pensión. Claro que le di algo más de vivacidad, pues la exposición oral tiene siempre acentos más vivos y amenos que la escrita.
- ¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta descripción por escrito, eres tan bueno como Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados.
Y, efectivamente, trasladé al papel la descripción de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin acción. Ésta vendrá después.
Era una noche de invierno, a la hora de salir del teatro; el tiempo era horrible, con una tempestad de nieve que apenas permitía andar.
Mi tía había ido al teatro, y yo debía acompañarla a su casa, pero cuando uno apenas puede sostenerse a si mismo, ¿cómo va a sostener a los demás? Los coches estaban todos alquilados. Mi tía vivía en las afueras, mientras mi casa estaba a muy poca distancia del teatro; de no ser así, habríamos tenido que aguardar en la garita.
Avanzamos pisando la espesa nieve, envueltos por los copos arremolinados, sosteniéndola yo y ayudándola a caminar. Sólo nos caímos dos veces, y aún sobre suelo blando.
Al llegar a mi puerta nos sacudimos la nieve, operación que proseguimos en la escalera, pues traíamos la suficiente para cubrir con ella el piso del rellano.
Nos quitamos todas las ropas posibles. La patrona prestó a mi tía medias secas y una toca. Dijo, y tenía razón, que por aquella noche no había que pensar en volver a su casa, y así la invitaba a compartir su habitación; le arreglarla una cama en el sofá, colocado contra la puerta, eternamente cerrada, que comunicaba con mi cuarto.
Así lo hicimos.
El fuego ardía en mi estufa; trajeron la tetera, y todos nos sentimos confortados en la pequeña habitación, aunque no tanto como en casa de mi tía, donde en invierno gruesas cortinas cuelgan ante la puerta, y, otras no menos gruesas ante las ventanas, al tiempo que el suelo está cubierto por una doble alfombra con tres capas de grueso papel debajo. Allí se está como en el interior de una botella llena de aire caliente y bien tapada. Pero, como ya dije, tampoco se estaba mal en mi cuarto, mientras fuera bramaba el viento.
Tía se puso a hablar y contar. Recordó su juventud, y con ella volvió el cervecero; antiguos recuerdos.
Acordábase de cuando me salió el primer diente y de la alegría que aquello produjo en la familia.
¡El primer diente! El diente de la inocencia, brillante como una blanca gotita de leche.
Luego salió otro, y otros más, toda la serie, en fila, arriba y abajo, magníficos dientes de leche, pero sólo la vanguardia, no los auténticos, los que deben durar toda la vida.
También éstos llegaron, y las muelas del juicio, el ala extrema de la serie, salidos entre dolores y con no pocos trabajos.
¡Y luego se marchan, uno tras otro! Se marchan antes de haber cumplido su tiempo de servicio; hasta el último se va, y aquel día no es de regocijo, sino de melancolía.
Viene la vejez, aunque el corazón se sienta joven. No es que sean agradables esta clase de pensamientos y conversaciones, pero el hecho es que nos dio por hablar de todas esas cosas. Retrocedimos a los años de la infancia, y charla que te charla, de modo que dieron las doce antes de que mi tía se retirase a descansar.
- ¡Buenas noches, querido! -me dijo-. Yo dormiré aquí como si lo hiciese sobre mi propia cómoda.
Y se fue a descansar, pero no hubo tranquilidad en la casa ni fuera de ella. La tempestad sacudía las ventanas, golpeaban los largos ganchos de hierro, y la campanilla de la puerta trasera del patio del vecino no paraba de sonar. Había llegado el inquilino de arriba, quien dio su acostumbrado paseíto, tirando con estrépito las botas antes de decidirse a acostarse; pero en cuanto se durmió empezó a roncar con tal violencia, que había que ser sordo para no oírlo a través del techo.
Yo no dormí ni descansé. El tiempo no era para eso, con el ruido que armaba. El viento silbaba y cantaba a su manera, y mis dientes empezaron también a despertarse, a silbar y cantar a la suya. Parecía anunciarse un fuerte dolor de muelas.
Entraba el aire por la ventana. La luna proyectaba sus rayos en el suelo de manera intermitente, según los movimientos de las nubes impelidas por el viento tempestuoso. La alternancia de luz y sombras originaba un estado de inquietud, hasta que al fin la sombra del suelo adquirió un aspecto peculiar. Miré aquella masa móvil y sentí una corriente de aire helado.
En el suelo aparecía sentada una figura delgada y larguirucha, como cuando los niños dibujan en la pizarra un objeto que quiere ser un hombre. Forma el cuerpo una única raya fina; otras dos laterales son los brazos, cada pierna es otra línea, y la cabeza es un polígono.
Pronto la figura se hizo más precisa, con una especie de ropaje muy sutil, muy fino, pero que mostraba su pertenencia al sexo femenino.
Oí un zumbido. ¿Era ella o el viento, que rumoreaba como un tábano al entrar por el cristal roto?
¡No, no, era ella en persona, la señora Dolor de Muelas! ¡Su "horripilancia satania infernalis"! ¡Líbrenos Dios de su visita!
- ¡Se está bien aquí! -zumbó-. Es un buen barrio. Tierra pantanoso, cenagal. Aquí han zumbado mosquitos de aguijón ponzoñoso; ahora yo tengo el aguijón, y debo afilarlo en dientes humanos. Brillan blancos como ése de la cama. Han resistido el dulzor y la acidez, el calor y el frío, las cáscaras de nuez y los huesos de ciruela. Pues ahora voy a menearlos y sacudirlos, a abonar las raíces con aire corriente, a hacer que sientan un frío de muerte.
Tal fue el discurso espantoso de la espantosa visita.
- Conque eres poeta, ¿eh? -dijo-. Pues voy a introducirte en todas las rimas del dolor. Sentirás hierro y acero en el cuerpo, hilos tirarán de tus nervios.
Pareció como si me atravesaran el espinazo con una aguja candente. Yo me revolvía y retorcía.
- ¡Estupenda dentadura! -dijo-. Un órgano para tocarlo, un concierto de armónica, grandioso, con timbales y trompetas, flautines y trompas en la muela del juicio. ¡A gran poeta, gran música!
Y tocaba, presentando un aspecto horrible, incluso cuando no veía más que su mano de largos dedos de afiladas uñas, cada uno de los cuales era un instrumento de martirio: el pulgar y el índice tenían tenaza y tornillo, el dedo mayor terminaba en una agudísima aguja, el anular era un taladro, y el meñique, una jeringuilla con veneno de mosquito.
- ¡Yo te enseñaré el arte de la métrica! -decía-. A un gran poeta le corresponde un fuerte dolor de muelas; para un pequeño poeta, basta uno ligero.
- ¡Ay! ¡Deja que sea pequeño! -imploraba yo-. ¡Que sea muy pequeño! No soy poeta, además, sólo tengo accesos poéticos, accesos de dolor de muelas. ¡Márchate, márchate!
- ¿Reconoces ahora que yo soy más poderoso que la Poesía, la Filosofía, las Matemáticas y que toda la Música? -preguntó-. ¿Más poderoso que los sentimientos pintados y tallados en mármol? Soy más viejo que ellos todos. Nací junto al paraíso terrenal, donde soplaba el viento y brotaban los húmedos hongos. Persuadí a Eva de que se vistiese para protegerse del frío, y a Adán también. Puedes creerme, había fuerza en el primer dolor de muelas.
- ¡Lo creo todo! -dije-. ¡Pero márchate, márchate!
- Si te comprometes a renunciar a ser poeta, a no llevar más versos al papel ni a registrarlos en tablas ni otro material de escribir, cualquiera que sea, te dejaré en paz. Pero volveré en cuanto empieces de nuevo.
- ¡Te lo juro! -respondí-. ¡No quiero verte más, ni sentir tu presencia!
- Verme, sí habrás de verme, pero en figura más amable de la que tengo ahora, Me verás personificado en tía Mille. Y te diré: "¡Escribe, mi niño querido! ¡Eres un gran poeta, tal vez el mejor de los que tenemos!". Pero, créeme, como empieces a escribir, pondré música a tus versos y los tocaré en tu armónica. ¡Mi niño querido! ¡Piensa en mí cuando veas a tía Mille!
Y desapareció.
Como despido me propinó un pinchazo ardiente, que me llegó al fondo de la quijada. Pero se calmó pronto, y fui sintiendo que me sumergía en agua de rosas, vi cómo se inclinaban los blancos nenúfares con sus anchas hojas verdes, se hundían debajo de mí, se marchitaban y se deshacían, y yo me hundía con ellas, me disolvía en la paz y el descanso...
- ¡Muere, fúndete como la nieve! -cantaba algo en el agua ¡Evapórate en la nube, vaga como ella...!
Desde el fondo del agua veía yo brillar grandes nombres luminosos, inscripciones en ondeantes banderas victoriosas, la patente de la inmortalidad, escrita en el ala de la efímera.
El sueño fue profundo, un sueño sin visiones. Ya no oí el silbar del viento, ni los portazos, ni la campana de la puerta del vecino,
ni la ruidosa gimnasia del inquilino de arriba.
¡La felicidad!
De pronto llegó una ráfaga de viento tan fuerte, que abrió de un empellón la cerrada puerta que comunicaba con el cuarto de la tía. Ésta se levantó sobresaltada, y, poniéndose los zapatos y el vestido, entró corriendo en mi habitación.
Yo dormía como un angelito, me dijo después. No pudo decidirse a despertarme.
Me desperté yo mismo, abrí los ojos. Me había olvidado por completo de que mi tía estaba en casa, pero pronto me vino a la mente y recordé la aparición del dolor de muelas. Sueño y realidad se confundían.
- ¿No escribiste nada, después de darnos las buenas noches? -me preguntó-. ¡Qué lástima! Eres mi poeta y lo serás siempre.
Parecióme como si se sonriese pérfidamente. No sabía si estaba ea presencia de mi buena tía Mille, que tanto me quería, o de aquel horrible personaje a quien había dado mi promesa la noche anterior,
- ¿Has escrito, hijo?
- ¡No, no! -exclamé-. ¡Tú eres tía Mille!
- ¿Quién, si no? -dijo ella. Y lo era, indudablemente.
Me besó y tomó un coche de punto para volverse a su casa.
Yo escribí lo que antecede. No son versos, y no se imprimirán jamás.
En efecto, aquí terminaba el manuscrito. Mi joven amigo el dependiente de la abacería, no pudo encontrar lo que faltaba; corría disperso por el mundo, convertido en papel para envolver arenques salados, mantequilla y jabón verde; había cumplido su misión.
El cervecero murió, tía Mille murió, y murió el estudiante, cuyas chispas de ingenio habían ido a parar al cubo. Y éste es el fin de la historia: la historia de Tía Dolor de Muelas.
Da dove arriva la storia?
Vuoi saperlo?
Arriva dal barile, quello che contiene tutti i fogli vecchi.
Molti libri belli e rari sono finiti dal droghiere o dal pizzicagnolo, non come lettura, ma come mezzi di necessità. I bottegai infatti hanno bisogno della carta per avvolgere l'amido, i chicchi di caffè, il burro e il formaggio; anche i fogli scritti sono utili.
E spesso finisce nel barile quello che non dovrebbe finirci.
Io conosco il garzone di un pizzicagnolo, figlio di un droghiere: è passato dallo scantinato fino al negozio al pianterreno, è una persona che ha letto molto, ha letto i fogli per i cartocci, sia quelli stampati che quelli scritti a mano. Ha una raccolta molto interessante, costituita da documenti importanti raccolti dal cestino della carta di qualche impiegato troppo occupato; ha qualche lettera confidenziale scritta tra amiche, informazioni scandalistiche che non dovevano essere pubblicate e non dovevano essere raccontate da nessuno. Lui ha una specie di ufficio vivente di recupero per una parte abbastanza consistente di letteratura che gli occupa parecchio spazio, lui va sia nella bottega dei genitori che in quella del padrone e lì ha salvato molti libri o fogli di libri che meritavano di essere letti due volte.
Mi ha mostrato la sua collezione di fogli stampati e scritti a mano raccolti dai barili, soprattutto da quelli del droghiere. Tra l'altro c'erano dei fogli di un grande quaderno; la scrittura particolarmente aggraziata e chiara attirò immediatamente la mia attenzione.
"Questo l'ha scritto uno studente" disse il ragazzo. "Lo studente che viveva qui di fronte e che è morto un mese fa. Risulta che soffrisse di mal di denti. È molto divertente da leggere. Qui c'è una piccola parte di quello che ha scritto: c'era un quaderno intero e qualche foglio in più; i miei genitori diedero due etti e mezzo di sapone alla padrona di casa dello studente per averli. Questo è quanto sono riuscito a conservare."
10 li presi in prestito, li lessi, e ora li riferisco.
11 titolo era:
LA ZIA MALDIDENTI
1. La zia Mal didenti mi dava molti dolci, quando ero piccolo. I miei denti resistettero, non si guastarono; ora sono diventato più grande, ho fatto la maturità, ma lei mi vizia ancora con la dolcezza, dicendo che sono poeta.
Ho in me un po' di poesia, ma non abbastanza. Spesso, quando cammino per le strade della città, mi sembra di camminare in una grande biblioteca; le case sono gli scaffali dei libri, ogni piano è un ripiano di libri. Qui si trova una storia di tutti i giorni, là una vecchia buona commedia, poi opere scientifiche di ogni materia, qui un po' di narrativa e romanzi divertenti. Io posso fantasticare e filosofare su tutti questi libri.
C'è un po' di poesia in me, ma non abbastanza. Molte persone ne hanno tanta quanta se ne trova in me, e comunque non portano un cartellino o un collare con scritto "poeta."
A loro e a me questo è dato come un dono di Dio, una benedizione sufficiente per se stessi, ma troppo piccola per dividerla con gli altri. Viene come un raggio di sole, riempie l'anima e i pensieri; viene come un profumo di fiori, come una melodia che si conosce, ma che non si ricorda cosa sia.
L'altra sera stavo nella mia camera e avevo voglia di leggere ma non avevo nessun libro, nessun giornale; in quel momento si staccò una foglia fresca e verde da un tiglio e l'aria la portò attraverso la finestra aperta fino a me.
Ammirai le moltissime venature ramificate; un insertino vi si muoveva attraverso, sembrava volesse fare uno studio accurato della foglia. Allora pensai alla saggezza dell'uomo; anche noi ci muoviamo su una foglia, conosciamo solo questa e ciò nonostante teniamo conferenze su tutto il grande albero, sulle radici, sul tronco e sul fogliame; così ci troviamo a parlare di Dio, del mondo e dell'immortalità, anche se conosciamo del tutto solo una piccola foglia.
Mentre ero lì, mi venne a trovare zia Mille.
Le mostrai la foglia con l'insetto, le raccontai i miei pensieri e i suoi occhi brillarono.
"Tu sei poeta!" disse lei. "Forse il più grande che abbiamo! Se potessi verificarlo, morirei felice. Dal giorno della morte del birraio Rasmussen, mi hai meravigliato con la tua straordinaria fantasia."
Così disse zia Mille e mi baciò.
Chi era zia Mille? E chi era il birraio Rasmussen?
2. La zia della mamma veniva chiamata da noi bambini soltanto zia: non avevamo altro nome da darle.
Ci dava zucchero e dolcini, anche se erano molto dannosi per i nostri denti, ma lei era debole di fronte ai bravi bambini, diceva. Era molto crudele negar loro un po' di dolcezza, che a loro piaceva tanto.
Per questo volevamo molto bene alla zia.
Era una vecchia zitella, e da quanto mi ricordo, era sempre stata vecchia. A una certa età si era fermata.
Nei primi anni soffriva molto di mal di denti e ne parlava sempre, così il suo amico, il birraio Rasmussen, la prendeva in giro e la chiamava zia Mal didenti.
Negli ultimi anni il birraio non faceva più la birra, viveva di rendita, così andava spesso dalla zia, e era più vecchio di lei. Lui non aveva affatto i denti, aveva solo pezzettini neri.
Da piccolo aveva mangiato troppo zucchero, raccontava a noi bambini, e per questo era diventato così.
La zia nella sua infanzia non aveva certamente mai mangiato zucchero, perché aveva bellissimi denti bianchi.
"Li conserva bene, non dorme neppure con loro di notte!" disse il birraio Rasmussen.
Quella era una cattiveria, noi bimbi lo sapevamo, ma la zia disse che non era intenzionale.
Una mattina a colazione ci raccontò di un brutto sogno che aveva fatto la notte: le era caduto un dente.
"Questo significa" spiegò "che perderò un amico o un'amica sincera!"
"Ma se era un dente falso" replicò il birraio sorridendo "allora può solo significare che perderà un falso amico."
"Lei è un vecchio molto maleducato!" disse la zia, irritata come non l'avevo mai vista né prima né poi.
Più tardi ci spiegò che era stato tutto uno scherzo; quell'uomo era la persona più nobile della terra e quando un giorno fosse morto, sarebbe certo diventato un angelo del Signore nel cielo.
Io pensai molto a quella trasformazione e mi chiesi se sarei stato in grado di riconoscerlo in quel nuovo aspetto.
Quando la zia era giovane e anche lui era giovane, aveva chiesto la sua mano. Lei ci aveva pensato troppo a lungo, aveva lasciato passare troppo tempo, così era diventata una vecchia zitella, ma era rimasta sempre una fedele amica.
Un giorno il birraio Rasmussen morì.
Venne portato al cimitero con la carrozza funebre più costosa e ebbe un grosso seguito, con gente decorata e in uniforme.
La zia si trovava alla finestra vestita di nero con tutti noi bambini, eccetto il più piccolo, che la cicogna aveva portato solo una settimana prima.
Ormai il carro funebre e il corteo erano passati, la strada era vuota, la zia voleva andarsene, ma io volli restare; aspettavo l'angelo, il birraio Rasmussen. Egli si era sicuramente trasformato in un angioletto di Dio e doveva mostrarsi.
"Zia!" dissi. "Non credi che venga adesso? O forse quando la cicogna ci porterà un altro fratellino, allora porterà l'angelo Rasmussen?"
La zia rimase sbalordita dalla mia fantasia e esclamò: "Questo bambino diventerà un grande poeta" e lo ripetè per tutto il tempo che andai a scuola, anche dopo la Cresima, e anche ora, negli anni della scuola superiore.
È stata e è per me l'amica più solidale, sia nelle mie sofferenze poetiche che in quelle dei denti. E ho sofferto di entrambe.
"Scrivi i tuoi pensieri!" mi diceva. "Mettili in un cassetto della scrivania. Così fece anche Jean Paul; è diventato un grande scrittore, anche se a me non piace molto, non mi appassiona. Tu invece devi appassionare, e lo farai!"
La notte dopo quel discorso mi svegliai piangente e pieno di desiderio, con un forte desiderio di diventare quel gran poeta che la zia aveva visto in me, soffrivo di mal di poesia, ma ci sono mali peggiori: il mal di denti. Io soffrivo anche di questo, mi trasformai in un verme che si contorceva, con il sacchetto delle erbe aromatiche e un unguento sulla guancia.
"Lo conosco bene!" disse la zia.
Mi fece un triste sorriso con la bocca; i suoi denti brillavano candidi.
Ora devo iniziare un nuovo capitolo della storia mia e della zia.
3. Mi ero trasferito in un nuovo appartamento e vi abitavo già da un mese. Ne parlai con la zia.
"Vivo presso una famiglia tranquilla; non si occupano di me, anche se gli suono tre volte alla porta. Per il resto è un vero e proprio pandemonio, ci sono rumori di ogni genere; e poi è piena di vento e di gente. Io abito proprio sopra il portone, ogni carrozza che entra o che esce, fa tremare i quadri che ho alle pareti. Il portone sbatte e fa tremare tutta la casa, come se ci fosse il terremoto. Se sono a letto, i colpi passano attraverso tutto il mio corpo, ma si dice che serva a dominare i nervi. Se c'è vento, e in questo paese c'è sempre vento, i lunghi ganci delle imposte battono su e giù contro il muro. La campanella della porta del vicino che dà sul cortile suona a ogni raffica. I nostri inquilini rientrano alla spicciolata, alla sera tardi o a notte fonda; quello sopra di me, che di giorno insegna a suonare il trombone, viene a casa più tardi di tutti e non va a letto se non ha prima camminato un pochino con passi pesanti e con gli stivali ferrati ai piedi.
"Non ci sono doppie finestre e un vetro è rotto, ma la padrona di casa ci ha incollato della carta, comunque il vento soffia ugualmente attraverso le fessure e fischia come un tafano. È proprio una ninna nanna. Quando finalmente mi addormento, vengo subito svegliato dal canto del gallo: il gallo e la gallina annunciano dal loro recinto nello scantinato che sarà presto mattina. I piccoli pony irlandesi, che non hanno una stalla, sono legati nel deposito di sabbia sotto la scala e scalciano contro la porta e contro i pannelli di legno per muoversi un po'.
"Viene giorno; il portiere che dorme con la famiglia nell'abbaino si precipita giù per le scale; i suoi zoccoli battono, la porta viene sbattuta, la casa trema; poi, l'inquilino del piano di sopra comincia a far ginnastica, solleva con ogni mano una pesante palla di ferro, che non riesce a tenere sollevata: così questa cade e rimbalza più volte; intanto i bambini della casa che devono andare a scuola escono di corsa gridando. Io vado alla finestra, l'apro per avere un po' di aria fresca, e è una fortuna quando posso averla, perché vuol dire che la ragazza del retro non sta lavando i guanti nella benzina; è così che si mantiene. A parte questo, è una casa simpatica, e io abito presso una famiglia tranquilla."
Questo è quanto riferii alla zia sul mio nuovo appartamento; naturalmente raccontai con più vivacità, perché parlando c'è maggior freschezza nelle parole che non scrivendo.
"Tu sei poeta!" gridò la zia. "Scrivi il tuo racconto, così sei proprio come Dickens, anzi tu mi interessi molto di più. Dipingi mentre parli! Se descrivi la casa sembra di vederla; vengono i brividi; continua a poetare. Inserisci qualcosa di vivo nel tuo racconto, delle persone, tanto meglio se sono infelici."
La casa l'ho descritta come è veramente, con i suoi rumori e il suo chiasso, ma solo con me stesso, senza avvenimenti. Questi giunsero più tardi.
4. Era inverno, sera tardi, dopo una commedia. C'era un tempo terribile, una tempesta di neve, e non si poteva quasi camminare.
La zia era andata a teatro, e anch'io, per poterla accompagnare a casa; ma si aveva una gran difficoltà a camminare da soli, figuriamoci a accompagnare gli altri. Le carrozze da nolo erano tutte occupate. La zia abitava molto lontano, il mio appartamento era invece molto vicino al teatro; se non fosse stato così, avremmo dovuto aspettare un bel po' riparati nel casotto della guardia.
Avanzammo a fatica nella neve profonda, circondati da innumerevoli fiocchi di neve. Io sostenni la zia, la spinsi in avanti. Cademmo solo due volte, ma cademmo sul morbido.
Arrivammo al mio portone, dove ci scuotemmo di dosso la neve; anche sulle scale ce la scuotemmo, e ciò nonostante avevamo con noi tanta neve da ricoprire il pavimento dell'anticamera.
Ci togliemmo i mantelli e i vestiti, tutto quello che poteva essere tolto; la padrona di casa diede alla zia calze asciutte e una cuffia; disse che era necessaria e aggiunse che la zia non sarebbe certo potuta arrivare a casa quella notte, il che era vero, così la pregò di volersi accontentare del suo salotto, avrebbe preparato un letto sul divano davanti alla porta sempre chiusa a chiave che c'era davanti alla mia camera.
E così fece.
Il fuoco bruciava nella mia stufa, la teiera fu messa sul tavolo; era molto piacevole stare nella stanzetta, seppure non bello come a casa della zia, dove d'inverno c'erano pesanti tendaggi davanti alla porta, pesanti tendaggi davanti alla finestra, doppi tappeti con tre strati di cartone sul pavimento. Là ci si sentiva come chiusi in una bottiglia ben tappata piena di aria calda; eppure, come ho già detto, si stava bene anche a casa mia. Il vento soffiava forte.
La zia raccontò e parlò della sua giovinezza, del birraio, di vecchi ricordi.
Ricordava quando mi spuntò il primo dente con grande gioia della famiglia.
Il primo dente! Il dente dell'innocenza brillava come una piccola goccia di latte bianco, il dente di latte!
Ne spuntò uno, poi spuntarono gli altri, un'intera fila, uno di fianco all'altro, sopra e sotto, bellissimi denti da bambino, e comunque quelli erano le avanguardie, non erano quelli veri, quelli che dovevano durare tutta la vita.
Poi vennero questi, e con loro i denti del giudizio; gli ultimi della fila, nati con dolore e difficoltà.
"Poi se ne vanno, uno alla volta. Se ne vanno quando il loro periodo di servizio è finito, anche l'ultimo dente se ne va e quello non è certo un giorno di festa, ma di dolore. Così si diventa vecchi, anche se l'umore è giovane" ricordava la zia.
Questo genere di pensieri e di discorsi non è divertente, eppure ci mettemmo a parlare di questo. Tornammo indietro agli anni dell'infanzia, parlammo a lungo; fu mezzanotte prima che la zia andasse a riposare nella stanza accanto.
"Buona notte, caro ragazzo" disse. "Ora dormirò come se mi trovassi a casa mia."
E andò a riposarsi; ma non ci fu pace, né in casa né fuori; la tempesta scuoteva le finestre, faceva battere quei lunghi ganci di ferro, faceva suonare il campanello della porta del vicino nel retro del cortile. L'inquilino del piano di sopra era arrivato a casa. Fece il solito giro notturno avanti e indietro, si tolse gli stivali e andò finalmente a letto per dormire, ma russava talmente che, avendo un buon udito, lo si poteva sentire attraverso il soffitto.
Io non riposai, non trovai pace; nemmeno il tempo riuscì a calmarsi: era proprio scatenato. Il vento soffiava e cantava a modo suo, anche i denti cominciarono a farsi sentire, fischiarono, cantarono a modo loro. Attaccarono la melodia del mal di denti.
Dalla finestra entrava il vento. La luna illuminava il pavimento. La luce andava e veniva, secondo il movimento delle nuvole in quella tempesta. C'era un agitarsi di ombre e di luci, ma alla fine l'ombra sul pavimento prese una forma concreta; io guardai verso quella cosa che si muoveva e sentii un vento gelido.
Sul pavimento c'era una figura sottile e affusolata, come quando un bambino disegna col gesso sulla lavagna uno scarabocchio che deve assomigliare a un uomo; un'unica riga sottile è il corpo, altri due segni costituiscono le braccia, anche le gambe sono fatte ognuna da un trattino, la testa invece è un poligono.
Poco dopo la figura fu più chiara, aveva una specie di vestito, molto sottile e trasparente, ma mostrava che era una figura femminile. Sentii un sibilo, era quella o il vento che ronzava come un tafano attraverso il vetro infranto?
No, era quella, la signora Maldidenti! Sua Maestà del Terrore "Satania Infernalis"; Dio ci liberi e ci risparmi la sua visita!
"È bello stare qui!" sibilò "è proprio un bell'appartamento. È un terreno adatto, una palude. Qui le zanzare hanno ronzato con il veleno nel loro pungiglione, ora io ho il pungiglione. Bisogna affilarlo sui denti umani. Come brillano candidi quelli della persona che sta sul letto! Hanno sfidato il dolce e l'acido, il caldo e il freddo, i gusci delle nocciole e i noccioli di prugna! Ma io li scuoterò, li scardinerò, rinforzerò le loro radici con la corrente d'aria, farò in modo che abbiano i piedi freddi!"
Fu un discorso terribile pronunciato da un'ospite terribile.
"Bene, dunque tu sei un poeta!" disse quella. "Sì, ti farò poetare per tutta la scala dei versi del dolore! Ti metterò in corpo acciaio e ferro, metterò mano su tutti i tuoi nervi!"
Poi, fu come se una punta infuocata mi trafiggesse la guancia; mi contorsi e mi girai.
"Una dentatura splendida!" esclamò quella "un organo su cui suonare. Un concerto di fisarmonica, meraviglioso, con l'accompagnamento di timpani e di trombe, qualche piffero e flauto, e il trombone nel dente del giudizio. Grande poeta, grande musica!"
E suonò proprio; aveva un aspetto terribile, anche se di lei non si vedeva altro che la mano, una mano grigia come l'ombra gelata come il ghiaccio, con dita lunghe e appuntite; ognuna di queste era uno strumento di tortura: il pollice e l'indice avevano le tenaglie e le viti, il medio terminava con una punta molto sottile, l'anulare era un succhiello e il mignolo era una siringa con il veleno di zanzara.
"Ti insegnerò io a scrivere versi!" disse. "Un grande poeta deve avere un gran mal di denti, un piccolo poeta un piccolo mal di denti!"
"Oh, fammi essere piccolo!" implorai. "Fa' che non sia neppure un poeta! Io non lo sono, ho solo delle crisi di poesia come le crisi di mal di denti."
"Allora riconosci che io sono più potente della poesia, della filosofia, della matematica e della musica!" disse quella. "Più potente di tutte le sensazioni dipinte o scolpite nel marmo! Io sono più anziana di tutti quanti messi insieme! Sono nata vicino al paradiso terrestre, appena fuori, dove fischiava il vento e crescevano gli umidi funghi. Io ho fatto in modo che Eva si coprisse per il freddo, e lo stesso ho fatto con Adamo. Puoi ben credere che ci sia stata molta forza nel primo mal di denti!"
"Credo tutto!" esclamai. "Va' via!"
"Bene, se rinuncerai a essere poeta, se non scriverai mai più versi sulla carta, sulla lavagna o su qualunque altro materiale su cui si può scrivere, allora ti lascerò in pace, ma tornerò di nuovo se ti rimetterai a poetare!"
"Lo giuro!" dissi. "Purché non ti veda e non ti senta mai più!"
"Mi vedrai ancora, ma in una figura a te cara, più concreta di quanto non sia adesso. Mi vedrai sotto forma della zia Mille, io ti dirò: "Scrivi poesie, caro ragazzo! Tu sei un bravo poeta, il più grande forse che abbiamo!." Ma se tu mi crederai e comincerai a poetare, te le suonerò nella bocca! Caro ragazzo! Ricordati di me quando vedrai la zia Mille!"
E sparì.
Come congedo ebbi una puntura infuocata proprio sulla guancia, ma presto si calmò, e a me sembrò di navigare sull'acqua tranquilla, di vedere bianche ninfee piegarsi con le loro larghe foglie verdi, ripiegarsi sotto di me, appassire e decomporsi; sprofondai insieme a loro, liberato, nella pace e nel riposo.
"Morire, sciogliersi come la neve!" risuonò nell'acqua "evaporare tra le nubi, volare come le nubi!"
Attraverso l'acqua brillavano, fin dove mi trovavo io, grandi nomi luminosi, iscrizioni sulle bandiere di vittoria che sventolavano, la patente dell'immortalità, scritta sulle ali di un'effìmera.
Il sonno fu profondo, senza sogni, non sentii il vento che fischiava, né la porta che sbatteva, neppure il tintinnio del campanello del vicino o la ginnastica da camera dell'inquilino di sopra.
Beatitudine!
Poi ci fu una folata di vento tale che spalancò la porta chiusa che portava dalla zia. La zia si alzò con un balzo, si mise le scarpe, si vestì e entrò nella mia camera. Io dormivo come un angelo del Signore, disse, e per questo non osò svegliarmi.
Mi svegliai da solo, spalancai gli occhi, avevo proprio dimenticato che la zia si trovava nella mia casa, ma subito me lo ricordai e ricordai la visione del mal di denti. Sogno e realtà si sovrapponevano.
"Non hai scritto niente ieri sera dopo che ci siamo salutati?" chiese la zia. "Se solo l'avessi fatto! Tu sei il mio poeta e lo diventerai."
A me sembrò che sorridesse in modo ambiguo. Non sapevo se era la brava zia Mille che mi voleva bene, o quella terribile persona a cui la notte avevo fatto una promessa.
"Hai poetato, caro ragazzo?"
"No, no" gridai. "Tu sei la zia Mille!"
"E chi altri?"
Era la zia Mille.
Mi diede un bacio, prese la carrozza e se ne andò a casa.
Lo scrissi allora quello che si trova in queste pagine. Non è in versi e non verrà mai pubblicato...
Qui termina il manoscritto.
Il mio giovane amico, il futuro pizzicagnolo, non riuscì a recuperare gli altri fogli mancanti, che erano stati sparsi per il mondo come carta per le aringhe, il burro o il sapone, assolvendo il loro compito.
Il birraio era morto, la zia era morta, anche lo studente era morto; e le sue geniali trovate finirono nel barile. Questa è la fine della storia... la storia della zia Maldidenti.