El tullido


Krøblingen


Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.
Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos.
Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.
La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.
Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la "buena vida", es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.
Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores.
- Son bondadosos nuestros amos -decían-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo.
- Ahí tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta.
Era el hijo mayor, al que llamaban "El tullido", pero su nombre era Juan. De niño había sido el más listo y vivaracho, pero de repente le entró una "debilidad en las piernas", como ellos decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco años en cama.
- Sí, algo me han dado también para él -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer.
- ¡Eso no lo engordará! -observó el padre.
Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado.
Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.
- De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.
Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa:
Si los reyes se reuniesen
y juntaran sus tesoros,
no podrían añadir
una sola hoja a la ortiga.
En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino también para Garten­Kirsten y Garten-Ole.
- ¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte que los señores son ricos.
- ¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-. Según el señor cura, todos somos hijos de Dios. ¿Por qué estas diferencias?
- Por culpa del pecado original -respondía Kirsten.
De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos.
Las privaciones, las fatigas y los cuidados habían encallecido las manos de los padres, y también su juicio y sus opiniones. No lo comprendían, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia.
- Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros están en la miseria. ¿Por qué hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? ¡Nosotros no nos habríamos portado como ellos!
- Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo súbitamente el tullido Hans. - Aquí está, en el libro.
- ¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron los padres.
Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: "Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. Está en una sopera tapada, que no debéis tocar; de lo contrario, se habrá terminado vuestra buena vida". "¿Qué puede haber en la sopera?", dijo la mujer. "¡No nos importa!", replicó el marido. "No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por qué no nos está permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisito". "Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casa". "Tienes razón", dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de plata con esta inscripción: "Si bebéis de este ponche, seréis las dos personas más ricas del mundo, y todos los demás hombres se convertirán en pordioseros comparados con vosotros". Despertóse la mujer y contó el sueño a su marido. "Piensas demasiado en esto", dijo él. "Podríamos hacerlo con cuidado", insistió ella. "¡Cuidado!", dijo el
hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. "¡Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volváis a censurar a Adán y Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos".
- ¡Cómo habrá venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
- Diríase que está escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.
Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos.
No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche.
- ¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo Garten-Ole.
- Hay otras que todavía no conocéis -respondió Hans.
- No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oír la que conozco.
Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de una noche se la hicieron repetir.
- No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -. Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el día muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones.
El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado "El hombre sin necesidades ni preocupaciones". ¿Dónde estaría ese hombre? Había que dar con él.
El Rey estaba postrado en su cama de enfermo, y no podría curar hasta que se pusiera la camisa de un hombre que en verdad pudiera afirmar que jamás había sabido lo que era una preocupación o una necesidad. Enviáronse emisarios a todos los países del mundo, a castillos y palacios y a las casas de todos los hombres ricos y alegres; pero cuando se investigaba a fondo, todos habían pasado sus penas y desgracias.
"¡Yo no! -exclamó un porquerizo que, sentado al borde de la zanja, reía y cantaba-. ¡Yo soy el más feliz de los hombres!". "Danos tu camisa, pues -dijeron los enviados-. Te pagaremos con la mitad del reino".
Pero el hombre no tenía camisa, y, sin embargo, se consideraba el más feliz de los mortales.
- ¡Qué tipo! -exclamó Garten-Ole, y él y su mujer se rieron como no lo habían hecho desde hacía mucho tiempo.
En esto acertó a pasar el maestro del pueblo.
- ¡Qué alegres estáis! -dijo-. Esto es una novedad en vuestra casa. ¿Habéis sacado la lotería, acaso?
- ¡Nada de eso! -respondió Garten-Ole-. Es que Hans nos estaba leyendo un cuento de su libro. Era el cuento del "Hombre sin preocupaciones", y resulta que no llevaba camisa. Estas cosas le abren a uno los ojos, y más cuando están en un libro impreso. Cada uno tiene que llevar su cruz, y esto es siempre un consuelo.
- ¿De dónde sacasteis el libro? -preguntó el maestro.
- Se lo regalaron a Hans hace un año, para Navidad. Se lo dieron los señores. Ya sabe usted cómo le gusta leer, a pesar de ser tullido. Aquel día hubiéramos preferido que le regalaran camisas. Pero es un libro notable. Parece que responde a nuestros pensamientos,
El maestro cogió el libro y lo abrió.
- Léenos otra vez la misma historia -dijo Garten-Ole-; todavía no la comprendo del todo. Y después nos leerá la del leñador.
A Ole le bastaban aquellos dos cuentos. En la mísera vivienda, y sobre su ánimo amargado, producían el efecto de dos rayos de sol.
Hans se había leído todo el libro de cabo a rabo, y varias veces. Aquellos cuentos lo transportaban al vasto mundo de fuera, al que no podía ir porque sus piernas no lo sostenían.
El maestro se sentó a la vera de su lecho y los dos se enfrascaron en una agradable conversación.
Desde aquel día, el maestro acudió con más frecuencia a la casa de Hans, mientras sus padres estaban trabajando. Y cada una de sus visitas era para el niño una verdadera fiesta. ¡Cómo escuchaba lo que el anciano le explicaba acerca de la inmensidad de la Tierra y de sus muchos países, y de que el Sol era medio millón de veces mayor que nuestro Globo y estaba tan lejos, que una bala de cañón necesitaría veinticinco años para cubrir la distancia que lo separa de la Tierra, mientras los rayos luminosos llegaban en ocho minutos!
Son cosas que sabe cualquier alumno aplicado, pero eran novedades para Hans, más maravillosas aún que los cuentos del libro.
Varias veces al año invitaban los señores al maestro a comer, y un día éste les explicó la importancia que para la pobre casa tenía el libro de cuentos, y el bien que dos de ellos habían aportado. Con su lectura, el pobre pero inteligente tullido había llevado a la casa la reflexión y la alegría.
Al marcharse el maestro, la señora le puso en la mano un par de brillantes escudos de plata para el pequeño Hans.
- ¡Serán para mis padres! -dijo el muchacho al recibir el dinero del maestro.
Y Garten-Ole y Garten-Kirsten exclamaron:
- Aun siendo tullido nos trae Hans beneficios y bendiciones.
Unos días más tarde, hallándose los padres trabajando en la propiedad de sus amos, se detuvo ante la puerta de la humilde casa el coche de los señores. Era el ama que venía de visita, contenta de que su regalo de Navidad hubiese llevado tanto consuelo y alegría al niño y a sus padres.
Le traía pan blanco, fruta y una botella de zumo de frutas; pero lo que más entusiasmó al muchacho fue una jaula dorada, con un pajarito negro que cantaba maravillosamente. La pusieron sobre la vieja cómoda, a cierta distancia de la cama del muchacho, para que éste pudiera ver y oír al pájaro. Hasta la gente que pasaba por la carretera podía oír su canto.
Garten-Ole y Garten-Kirsten regresaron cuando ya la señora se había marchado. Vieron lo alegre que estaba Hans, pero sólo pensaron en las complicaciones que traería aquel regalo.
- Hay muchas cosas en que no piensan los ricos -dijeron. Ahora tendremos que cuidar también del pájaro, pues el tullido no puede hacerlo. ¡Al fin se lo comerá el gato!
Transcurrieron ocho días, y luego ocho más. En aquel tiempo, el gato había entrado muchas veces en la habitación sin asustar al pájaro ni causarle ningún daño. Y he aquí que entonces ocurrió un suceso extraordinario.
Era una tarde en que los padres y sus hijos habían salido a su trabajo. Hans estaba solo, el libro de cuentos en la mano, leyendo el de la mujer del pescador que vio realizados todos sus deseos. Quiso ser reina y lo fue, quiso ser emperatriz y lo fue; más cuando pretendió ser como Dios Nuestro Señor, encontróse en el barrizal del que había salido.
Aquel cuento no guardaba relación alguna con el pájaro ni con el gato, pero ¡fue precisamente el que estaba leyendo cuando sucedió el gran acontecimiento. Se acordó de él todo el resto de su vida.
La jaula estaba sobre la cómoda, y el gato, sentado en el suelo, miraba fijamente al pájaro con sus ojos amarilloverdosos. Había algo en la cara del felino que parecía decir al pájaro: "¡Qué apetitoso estás! ¡Cuán a gusto te comería!".
Hans lo comprendió. Lo leyó en la cara del gato. ¡Fuera, gato! -gritó-. ¡Lárgate del cuarto!
Hábríase dicho que el animal se arqueaba para saltar.
Hans no podía alcanzarlo, y sólo tenía para arrojarle su mayor tesoro: el libro de cuentos. Se lo tiró, pero soltóse la encuadernación, que voló hacia un lado, mientras el cuerpo del volumen, con todas las hojas dispersas, lo hacía hacia el opuesto. El gato retrocedió un poco con pasos lentos, mirando a Hans, como diciéndole:
- ¡No te metas en mis asuntos, Hans! Yo puedo andar y saltar, y tú no.
Hans no apartaba la mirada del gato, sintiendo una gran inquietud; también el pájaro parecía alarmado. No había nadie a quien poder llamar; parecía como si el gato lo supiera. Volvió a agacharse para saltar, y Hans agitó la manta de la cama, pues las manos sí podía moverlas. Mas el felino no se preocupaba de la manta, y cuando se la arrojó el muchacho, de un brinco se subió a la silla y al antepecho de la ventana, con lo cual quedó aún más cerca del pajarillo.
Hans sentía cómo la sangre le bullía en el cuerpo, pero no pensaba en ella, sino sólo en el gato y en el pájaro. Fuera del lecho, el niño no podía valerse, pues las piernas no lo sostenían. Sintió que le daba un vuelco el corazón cuando vio el gato saltar del antepecho de la ventana y chocar con la jaula, que se cayó, con el avecilla aleteando espantada en su interior.
Hans lanzó un grito, sintió una sacudida en todo su cuerpo y, maquinalmente, bajó de la cama y se fue a la cómoda, donde, echando al gato, cogió la jaula con el asustado pájaro, y con ella en la mano se echó a correr a la calle.
Con lágrimas en los ojos se puso a gritar:
- ¡Puedo andar, puedo andar!
Acababa de recobrar la salud. Es una cosa que puede suceder y que le sucedió a él.
El maestro vivía a poca distancia, y el niño se dirigió corriendo a su casa, descalzo, sin más prendas que la camisa y la chaqueta, siempre con la jaula en la mano.
- ¡Puedo andar! -gritaba-. ¡Señor Dios mío! -sollozaba y lloraba de pura alegría.
La hubo, y grande, en la morada de Garten-Ole y Garten-Kirsten.
- ¡Qué cosa mejor podíamos esperar en nuestra vida! -decían los dos.
Hans fue llamado a la mansión de los señores; hacía muchos años que no había recorrido aquel camino, y le pareció como si los árboles y los avellanos, que tan bien conocía, lo saludaran y dijeran: "¡Buenos días Hans! Bienvenido al aire libre". El sol le iluminaba el rostro y el corazón.
Los jóvenes y bondadosos señores lo hicieron sentar a su lado, y se mostraron tan contentos como si fuera de su familia.
Pero la más encantada de todos fue la señora, que le había regalado el libro de cuentos y el pajarillo, el cual había muerto del susto, es verdad, pero había sido el instrumento de su recuperación, así como el libro había servido de consuelo y regocijo a sus padres. Lo guardaba, lo guardaría siempre y lo leería, por muchos años que viviese. En adelante podría contribuir a sostener su casa. Aprendería un oficio, tal vez el de encuadernador, pues, decía, "así podré leer todos los libros nuevos".
Aquella tarde, después de hablar con su marido, la señora mandó llamar a los padres del muchacho. Era un mocito piadoso y listo, tenía inteligencia y sed de saber. Dios favorece siempre una causa justa.
Por la noche los padres regresaron a su casa muy contentos, particularmente Kirsten; pero ya al día siguiente estaba la mujer llorosa porque Hans se marchaba. Iba bien vestido, era un buen chico, pero tenía que cruzar el mar, para ir a una ciudad lejana, donde asistiría a una escuela, y habrían de pasar muchos años antes de que sus padres volvieran a verlo.
No se llevó el libro de cuentos. Sus padres quisieron guardarlo como recuerdo. Y el padre lo leía con frecuencia, pero sólo las historias que conocía.
Y recibieron cartas de Hans, cada una más optimista que la anterior. Vivía en una casa con personas excelentes, y, lo más hermoso de todo para él: iba a la escuela. ¡Había en ella tanto que aprender y saber! Su mayor deseo era llegar a los cien años y ser maestro.
- ¡Quién sabe si lo veremos! -dijeron sus padres, estrechándose las manos como cuando los casaron.
- ¡Qué suerte hemos tenido con Hans! -decía Ole-. ¡Dios no olvida a los hijos de los pobres, no! Justamente en el tullido iba a mostrar su bondad. ¿Verdad que parece como si Hans nos leyera un cuento del libro?
Der var en gammel herregård med unge, prægtige herregårdsfolk. Rigdom og velsignelse havde de, fornøje sig ville de og godt gjorde de. Alle mennesker ville de gøre glade som de selv var det.
Juleaften stod et dejligt pyntet juletræ i den gamle riddersal, hvor da ilden brændte i kaminerne og der var hængt grankviste om de gamle skilderier. Her samledes herskabet og gæsterne, der blev sang og dans.
Tidligere på aftnen var allerede juleglæde i folkestuen. Også her stod et stort grantræ med tændte røde og hvide lys, små dannebrogsflag, udklippede svaner og fiskenet af broget papir fyldt med "godtgodter." De fattige børn fra sognet var indbudt; hver havde sin moder med. Hun så ikke meget hen til træet, hun så hen til julebordene, hvor der lå uldent og linned, kjoletøj og buksetøj. Ja derhen så mødrene og de voksne børn, kun de bitte små strakte hænderne mod lysene, flitterguldet og fanerne.
Hele den forsamling kom tidligt på eftermiddagen, fik julegrød og gåsesteg med rødkål. Når så juletræet var set og gaverne uddelt, fik hver et lille glas punch og æblefyldte æbleskiver.
De kom hjem i deres egen fattige stue, og der blev talt om "den gode levemåde," det vil sige fødevarerne, og gaverne blev endnu engang rigtigt beset.
Der var nu Have-Kirsten og Have-Ole. Gift med hinanden havde de huset og det daglige brød ved at luge og grave i herregårdshaven. Hver julefest fik de deres gode del af foræringerne; de havde også fem børn, alle fem blev klædt op af herskabet.
"Det er godgørende folk, vort herskab!" sagde de. "Men de har da også råd til det, og de har fornøjelse deraf!"
"Her er kommet gode klæder at slide for de fire børn!" sagde Have-Ole. "Men hvorfor er her ikke noget til krøblingen? Ham plejer de dog også at betænke, skønt han ikke er med ved gildet!"
Det var det ældste af børnene, de kaldte "krøblingen," han havde ellers navnet Hans.
Som lille var han det flinkeste og livligste barn, men så blev han med ét "slat i benene," som de kaldte det, han kunne ikke stå eller gå og nu lå han til sengs på femte år.
"Ja, noget fik jeg jo også til ham!" sagde moderen. "Men det er ikke noget videre, det er bare en bog, han kan læse i!"
"Den skal han ikke blive fed af!" sagde faderen.
Men glad ved den blev Hans. Han var en rigtig opvakt dreng, der gerne læste, men brugte også sin tid til arbejde, for så vidt som han, der altid måtte ligge til sengs, kunne gøre gavn. Han var nævenyttig, brugte sine hænder, strikkede uldstrømper, ja hele sengetæpper; fruen på gården havde rost og købt dem.
Det var en eventyrbog, Hans havde fået; i den var meget at læse, meget at tænke over.
"Den er ikke til noget slags nytte her i huset!" sagde forældrene. "Men lad ham læse, så går den tid, han kan ikke altid binde hoser!"
Foråret kom; blomster og grønt begyndte at spire, ukrudt med, som man jo nok kan kalde nælderne, uagtet der står så kønt om dem i salmen:
"Gik alle konger frem i rad,
I deres magt og vælde,
de mægted' ej det mindste blad
at sætte på en nælde."
Der var meget at gøre i herregårdshaven, ikke blot for gartneren og hans lærlinge, men også for Have-Kirsten og Have-Ole.
"Det er et helt slid!" sagde de, "og har vi så revet gangene og fået dem rigtigt pæne, så trædes de straks ned igen. Her er et rykind med fremmede på herregården. Hvor det må koste! men herskabet er rige folk!"
"Det er løjerligt fordelt!" sagde Ole. "Vi er alle Vorherres børn, siger præsten. Hvorfor da sådan forskel!"
"Det kommer fra syndefaldet!" sagde Kirsten.
Derom talte de igen om aftnen, hvor Krøbling-Hans lå med eventyrbogen.
Trange kår, slid og slæb, havde gjort forældrene hårde i hænderne men også hårde i deres dom og mening; de kunne ikke magte den, ikke klare den, og talte sig nu mere gnavne og vrede.
"Somme mennesker får velstand og lykke, andre kun fattigdom! Hvorfor skal vore første forældres ulydighed og nysgerrighed gå ud over os. Vi havde ikke båret os således ad som de to!"
"Jo vi havde!" sagde lige med ét Krøbling-Hans. "Det står alt sammen her i denne bog!"
"Hvad står i bogen?" spurgte forældrene.
Og Hans læste for dem det gamle eventyr om Brændehuggeren og hans kone: De skændte også over Adams og Evas nysgerrighed, der var skyld i deres ulykke. Så kom landets konge forbi. "Følg med hjem!" sagde han, "så skal I få det lige så godt som jeg, syv retter mad og en skueret. Den er i lukket terrin, den må I ikke røre, for så er det forbi med herrelivet!" - "Hvad kan der være i terrinen?" sagde konen. "Det kommer ikke os ved!" sagde manden. "Ja jeg er ikke nysgerrig!" sagde konen, "jeg gad bare vide, hvorfor vi ikke tør løfte låget; der er vist noget delikat!" - "Bare der ikke er nogen mekanik ved!" sagde manden, "sådan et pistolskud, der knalder af og vækker hele huset!" - "Eja!" sagde konen og rørte ikke ved terrinen. Men om natten drømte hun, at låget selv løftede sig, der kom en duft af den dejligste punch, som man får den ved bryllupper og begravelser. Der lå en stor sølvskilling med indskrift: "Drikker I af denne punch, så bliver I de to rigeste i verden og alle andre mennesker bliver stoddere!" – og så vågnede konen i det samme og fortalte manden sin drøm. "Du tænker for meget på den ting!" sagde han. "Vi kan jo lette med lempe!" sagde konen. "Med lempe!" sagde manden. Og konen løftede ganske sagte låget. – Da sprang der to små vævre mus ud og væk var de i et musehul. "God nat!" sagde kongen. "Nu kan I gå hjem og lægge eder i eders eget. Skænd ikke mere på Adam og Eva, I selv har været lige så nysgerrige og utaknemmelige!" – –
"Hvorfra er den historie der kommet i bogen?" sagde Have-Ole! "Det er ligesom den skulle gælde os. Den er meget til eftertænksomhed!"
Næste dag gik de igen på arbejde; de blev ristede af solen og våde til skindet af regnvejret; inde i dem var gnavne tanker, dem tyggede de drøv på.
Det var endnu lys aften hjemme, de havde spist deres mælkegrød.
"Læs for os igen historien om brændehuggeren," sagde Have-Ole.
"Der er så mange yndelige i den bog!" sagde Hans. "Så mange, I ikke kender!"
"Ja dem bryder jeg mig ikke om!" sagde Have-Ole. "Jeg vil høre den, jeg kender!"
Og han og konen hørte den igen.
Mere end én aften kom de tilbage til den historie.
"Rigtigt klare mig det hele, kan den dog ikke!" sagde Have-Ole. "Det er med menneskene som med sød mælk, den skørner; nogle bliver til fin skørost, og andre til den tynde, vandede valle! somme folk har lykke i enhver ting, sidder til højbords alle dage og kender hverken sorg eller savn!"
Det hørte Krøbling-Hans. Sølle var han i benene, men kløgtig i hovedet. Han læste op for dem af eventyrbogen, læste om "Manden uden sorg og savn." Ja hvor var han at finde og findes måtte han:
Kongen lå syg og kunne ikke helbredes, uden ved at blive iført den skjorte, som var blevet båret og slidt på kroppen af et menneske, der i sandhed kunne sige, at han aldrig havde kendt sorg eller savn.
Bud blev sendt til alle verdens lande, til alle slotte og herregårde, til alle velstående og glade mennesker, men når man rigtig frittede ud, havde dog hver af dem prøvet sorg og savn.
"Det har jeg ikke," sagde svinehyrden, der sad på grøften, lo og sang. "Jeg er det lykkeligste menneske!"
"Giv os da din skjorte," sagde de udsendte, "den skal du få betalt med et halvt kongerige."
Men han havde ingen skjorte, og kaldte sig dog det lykkeligste menneske.
"Det var en fin karl!" råbte Have-Ole, og han og hans hustru lo, som de ikke havde leet i år og dag.
Da kom skoleholderen forbi.
"Hvor I er fornøjede!" sagde han, "det er sjældent nyt her i huset. Har I vundet en ambe i lotteriet?"
"Nej, det er ikke af det slags!" sagde Have-Ole. "Det er Hans, der læste for os af eventyrbogen, han læste om 'Manden uden sorg og savn', og den karl han havde ingen skjorte. Det tør op for øjnene, når man hører sligt, og det af en trykt bog. Hver har nok sit læs at trække; man er ikke ene om det. Heri er altid en trøst!"
"Hvorfra har I den bog?" spurgte skoleholderen.
"Den fik vor Hans ved juletid for over et år siden. Herskabet gav ham den. De ved, han har sådan lyst til læsning og er jo krøbling! Vi havde den gang hellere set, at han havde fået to blålærredsskjorter. Men bogen er mærkelig, den kan ligesom svare på ens tanker!"
Skoleholderen tog bogen og åbnede den.
"Lad os få den samme historie igen!" sagde Have-Ole, "jeg har den endnu ikke rigtig inde. Så må han også læse den anden om brændehuggeren!"
De to historier var og blev nok for Ole. De var som to solstråler ind i den fattige stue, ind i den forkuede tanke, som lod dem være tvære og gnavne.
Hans havde læst den hele bog, læst den mange gange. Eventyrene bar ham ud i verden, der hvor han jo ikke kunne komme, da benene ikke bar ham.
Skoleholderen sad ved hans seng; de talte sammen, og det var fornøjeligt for dem begge to.
Fra den dag kom skoleholderen oftere til Hans, når forældrene var på arbejde. Det var som en fest for drengen, hver gang han kom. Hvor lyttede han efter, hvad den gamle mand fortalte ham, om Jordens størrelse og mange lande, og at Solen var dog næsten en halv million gange større end Jorden og så langt borte, at en kanonkugle, i sin fart, brugte fra Solen til Jorden hele femogtyve år, medens lysstrålerne kunne nå Jorden i otte minutter.
Om alt dette ved nu hver dygtig skoledreng besked, men for Hans var det nyt og endnu vidunderligere end alt, hvad der stod i eventyrbogen.
Skoleholderen kom et par gange om året til bords hos herskabet, og ved en sådan lejlighed fortalte han, hvilken betydning eventyrbogen havde i det fattige hus, hvor alene to historier i den var blevet til vækkelse og velsignelse. Den svagelige, flinke, lille dreng havde ved sin læsning bragt eftertanke og glæde i huset.
Da skoleholderen tog hjem fra herregården, trykkede fruen ham et par blanke sølvdalere i hånden til lille Hans.
"Dem må fader og moder have!" sagde drengen, da skoleholderen bragte ham pengene.
Og Have-Ole og Have-Kirsten sagde: "Krøbling-Hans er dog også til gavn og velsignelse!"
Et par dage efter, forældrene var ved arbejde på herregården, holdt herskabsvognen udenfor; det var den hjertensgode frue, som kom, glad over, at hendes julegave var blevet til sådan trøst og fornøjelse for drengen og forældrene.
Hun medbragte fint brød, frugt og en flaske sød saft; men hvad der var endnu fornøjeligere, hun bragte ham, i forgyldt bur, en lille sort fugl, der kunne fløjte ganske yndeligt. Buret med fuglen blev sat op på den gamle dragkiste, et stykke fra drengens seng, han kunne se fuglen og høre den; ja folk helt ude på landevejen kunne høre dens sang.
Have-Ole og Have-Kirsten kom først hjem efter at fruen var kørt bort; de fornemmede, hvor glad Hans var, men syntes dog, at der kun var besværlighed ved den gave, der var givet.
"Rige folk tænker nu ikke så vidt om!" sagde de. "Skal vi nu også have den at passe. Krøbling-Hans kan jo ikke gøre det. Enden bliver at katten tager den!"
Otte dage gik, der gik endnu otte; katten havde i den tid mange gange været i stuen, uden at skræmme fuglen, endsige at gøre den fortræd. Da hændte der sig en stor begivenhed. Det var eftermiddag, forældrene og de andre børn var på arbejde, Hans ganske alene; eventyrbogen havde han i hånden og læste om fiskerens kone, der fik alle sine ønsker opfyldt; hun ville være konge, det blev hun; hun ville være kejser, det blev hun; men så ville hun være den gode Gud, – da sad hun igen i muddergrøften, hun var kommet fra.
Den historie havde nu slet ingen hentydning til fuglen eller katten, men det var just den historie, han læste i, da begivenheden indtraf; det huskede han altid siden.
Buret stod på dragkisten, katten stod på gulvet og så stift med sine grøngule øjne op på fuglen. Der var noget i kattens ansigt, som om den ville sige til fuglen: "Hvor du er yndig! jeg gad æde dig!"
Det kunne Hans forstå; han læste det lige ud af kattens ansigt.
"Væk, kat!" råbte han. "Vil du se til at komme ud af stuen!"
Det var som den tog sig sammen til at springe.
Hans kunne ikke nå den, havde ikke andet at kaste efter den, end sin kæreste skat, eventyrbogen. Den kastede han, men bindet sad løst, det fløj til én side, og bogen selv med alle sine blade fløj til en anden side. Katten gik med langsomme trin lidt tilbage i stuen og så på Hans, ligesom den ville sige:
"Bland dig ikke i den sag, lille Hans! jeg kan gå og jeg kan springe, du kan ingen af delene!"
Hans holdt øje med katten og var i stor uro; fuglen blev også urolig. Intet menneske var der at kalde på; det var som om katten vidste det; den lavede sig igen til at springe. Hans viftede med sit sengetæppe, hænderne kunne han bruge; men katten brød sig ikke om sengetæppet; og da også det var kastet efter den, uden nytte, satte den i ét spring op på stolen og ind i vindueskarmen, her var den fuglen nærmere.
Hans kunne fornemme sit eget varme blod i sig, men det tænkte han ikke på, han tænkte kun på katten og fuglen; ude af sengen kunne drengen jo ikke hjælpe sig, stå på benene kunne han ikke, gå endnu mindre. Det var som om hans hjerte vendte sig inden i ham, da han så katten springe fra vinduet lige hen på dragkisten, støde til buret så at det væltede. Fuglen flagrede forvildet om derinde.
Hans gav et skrig, der gik et ryk i ham, og uden at tænke derved, sprang han ud af sengen, hen mod dragkisten, rev katten ned, og holdt fast i buret, hvor fuglen var som i stor forfærdelse. Han holdt buret i hånden og løb med det ud af døren ud på vejen.
Da strømmede tårerne ham ud af øjnene; han jublede og råbte ganske højt: "Jeg kan gå! Jeg kan gå!"
Han havde fået sin førlighed igen; sligt kan hænde og med ham hændte det.
Skoleholderen boede tæt ved; til ham løb han ind på sine bare fødder, kun i skjorte og trøje og med fuglen i buret.
"Jeg kan gå!" råbte han. "Herre, min Gud!" og han hulkede i gråd af bare glæde.
Og glæde blev der i huset hos Have-Ole og Have-Kirsten. "Gladere dag kan vi ikke opleve!" sagde de begge to.
Hans blev kaldt op på herregården; den vej havde han ikke gået i mange år; det var som om træerne og nøddebuskene, dem han så godt kendte, nikkede til ham og sagde: "Goddag, Hans! velkommen herude!" Solen skinnede ham ind i ansigtet, lige ind i hjertet.
Herskabet, de unge, velsignede herregårdsfolk, lod ham sidde hos sig og så lige så glade ud, som om han kunne have været af deres egen familie.
Gladest var dog herskabsfruen, som havde givet ham eventyrbogen, givet ham den lille sangfugl, den var nu rigtignok død, død af skrækken, men den havde været ligesom midlet til hans helbredelse, og bogen havde været ham og forældrene til vækkelse; den havde han endnu, den ville han gemme og læse, om han blev nok så gammel. Nu kunne han også være dem hjemme til gavn. Han ville lære et håndværk, helst blive bogbinder, "thi," sagde han, "så kan jeg få alle nye bøger at læse!"
Ud på eftermiddagen kaldte herskabsfruen begge forældrene op til sig. Hun og hendes husbond havde talt sammen om Hans; han var en from og flink dreng, havde læselyst og nemme. Vorherre er altid for en god sag.
Den aften kom forældrene rigtig glade hjem fra gården, især Kirsten, men ugedag efter græd hun, for da rejste lille Hans; han var kommet i gode klæder; han var en god dreng; men nu skulle han over det salte vand, langt bort, sættes i skole, en latinsk, og der ville gå mange år, før de så ham igen.
Eventyrbogen fik han ikke med, den ville forældrene beholde til minde. Og fader læste tit i den, men aldrig uden de to historier, for dem kendte han.
Og de fik breve fra Hans, det ene gladere end det andet. Han var hos rare mennesker, i gode kår; og allerfornøjeligst var det at gå i skole; der var så meget at lære og vide; han ønskede nu bare at blive hundrede år og så en gang skoleholder.
"Om vi skal opleve det!" sagde forældrene, og de trykkede hinanden i hænderne, som ved altergang.
"Hvad der dog er hændet Hans!" sagde Ole. "Vorherre tænker også på fattigmands barn! just med krøblingen skulle det vise sig! er det ikke som om Hans kunne læse det op for os ud af eventyrbogen!"