La llave de la casa


Portnøglen


Todas las llaves tienen su historia, y ¡hay tantas! Llaves de gentilhombre, llaves de reloj, las llaves de San Pedro... Podríamos contar cosas de todas, pero nos limitaremos a hacerlo de la llave de la casa del señor Consejero.
Aunque salió de una cerrajería, cualquiera hubiese creído que había venido de una orfebrería, según estaba de limada y trabajada. Siendo demasiado voluminosa para el bolsillo del pantalón, había que llevarla en la de la chaqueta, donde estaba a oscuras, aunque también tenía su puesto fijo en la pared, al lado de la silueta del Consejero cuando niño, que parecía una albóndiga de asado de ternera.
Dícese que cada persona tiene en su carácter y conducta algo del signo del zodíaco bajo el cual nació: Toro, Virgen, Escorpión, o el nombre que se le dé en el calendario. Pero la señora Consejera afirmaba que su marido no había nacido bajo ninguno de estos signos, sino bajo el de la "carretilla", pues siempre había que estar empujándolo.
Su padre lo empujó a un despacho, su madre lo empujó al matrimonio, y su esposa lo condujo a empujones hasta su cargo de Consejero de cámara, aunque se guardó muy bien de decirlo; era una mujer cabal y discreta, que sabía callar a tiempo y hablar y empujar en el momento oportuno.
El hombre era ya entrado en años, "bien proporcionado", según decía él mismo, hombre de erudición, buen corazón y con "inteligencia de llave", término que aclararemos más adelante. Siempre estaba de buen humor, apreciaba a todos sus semejantes y gustaba de hablar con ellos. Cuando iba a la ciudad, costaba Dios y ayuda hacerle volver a casa, a menos que su señora estuviese presente para empujarlo. Tenía que pararse a hablar con cada conocido que encontraba; y sus conocidos no eran pocos, por lo que siempre se enfriaba la comida.
La señora Consejera lo vigilaba desde la ventana.
- ¡Ahí llega! -decía la criada-. Pon la sopa. ¡Vamos! Ahora se ha detenido a charlar con uno. ¡Saca el puchero del fuego, que cocerá demasiado! ¡ahora viene! ¡Vuelve la olla al fuego! -. Pero no llegaba.
A veces ya estaba debajo mismo de la ventana y había saludado a su mujer con un gesto de la cabeza; pero acertaba a pasar un conocido y no podía dejar de dirigirle unas palabras. Y si luego sobrevenía un tercero, sujetaba al anterior por el ojal, y al segundo lo cogía de la mano, al propio tiempo que llamaba a otro que trataba de escabullirse.
Era para poner a prueba la paciencia de la Consejera.
- ¡Consejero, consejero! -exclamaba-. ¡Ay! Este hombre nació bajo el signo de la carretilla; no se mueve del sitio, como no le empujen.
Era muy aficionado a entrar en las librerías y ojear libros y revistas. Pagaba un pequeño honorario a su librero a cambio de poderse llevar a casa los libros de nueva publicación. Se le permitía cortar las hojas en sentido longitudinal, mas no en el transversal, pues no hubieran podido venderse como nuevos. Era, en todos los aspectos, un periódico viviente, pues estaba enterado de noviazgos, bodas, entierros, críticas literarias y comadrerías ciudadanas, y solía hacer misteriosas alusiones a cosas que todo el mundo ignoraba. Las sabía por la llave de la casa.
Desde sus tiempos de recién casados, los Consejeros vivían en casa propia, y desde entonces tenían la misma llave. Lo que no conocían aún eran sus maravillosas virtudes; éstas no las descubrieron hasta más tarde.
Reinaba a la sazón Federico VI. En Copenhague no había aún ni gas ni faroles de aceite, como no existían tampoco el Tivoli ni el Casino, ni tranvías, ni ferrocarriles. Había pocas diversiones, en comparación con las de hoy.
Los domingos era costumbre dar un paseo hasta la puerta del cementerio. Allí, la gente leía las inscripciones funerarias, se sentaba en la hierba, merendaba y echaba un traguito. O bien se llegaba hasta Friedrichsberg, a escuchar la banda militar que tocaba frente a palacio, y donde se congregaba mucho público para ver a la familia real remando en los estrechos canales, con el Rey al timón y la Reina saludando desde la barca a todos los ciudadanos sin distinción de clases. Las familias acomodadas de la capital iban allí a tomar el té vespertino. En una casita de campo situada delante del parque les suministraban agua hirviendo, pero la tetera debían traérsela ellos.
Allí se dirigieron los Consejeros una soleada tarde de domingo; la criada los precedía con la tetera, un cesto con la comida y la botella de aguardiente de Spendrup.
- Coge la llave de la calle -dijo la Consejera-, no sea que a la vuelta no podamos entrar en casa. Ya sabes que cierran al oscurecer, y que esta mañana se rompió el cordón de la campanilla. Volveremos tarde. A la vuelta de Frederichsberg tenemos que ir a Vesterbro, a ver la pantomima de "Arlequín" en el teatro Casortis. Los personajes bajan en una nube. Cuesta dos marcos la entrada.
Y fueron a Frederichsberg, oyeron la música, vieron la lancha real con la bandera ondeante, y vieron también al anciano monarca y los cisnes blancos. Después de una buena merienda se dirigieron al teatro, pero llegaron tarde.
Los números de baile habían terminado, y empezado la pantomima. Como de costumbre, llegaron tarde por culpa del Consejero, que se había detenido cincuenta veces en el camino a charlar con un conocido y otro. En el teatro encontróse también con buenos amigos, y cuando terminó la función hubo que acompañar a una familia al "puente" a tomar un vaso de ponche; era inexcusable, y sólo tardarían diez minutos; pero estos diez minutos se convirtieron en una hora; la charla era inagotable. De particular interés resultó un barón sueco, o tal vez alemán, el Consejero no lo sabía a punto fijo; en cambio, retuvo muy bien el truco de la llave que aquél le enseñó, y que ya nunca más olvidaría. ¡Fue la mar de interesante! Consistía en obligar a la llave a responder a cuanto se le preguntara, aun lo más recóndito.
La llave del Consejero se prestaba de modo particular a la experiencia, pues tenía el paletón pesado. El barón pasaba el índice por ,el ojo de la llave y dejaba a ésta colgando; cada pulsación de la punta del dedo la ponía en movimiento, haciéndole dar un giro, y si no lo hacía, el barón se las apañaba para hacerle dar vueltas disimuladamente a su voluntad.
Cada giro era una letra, empezando desde la A y llegando hasta la que se quisiera, según el orden alfabético. Una vez obtenida la primera letra, la llave giraba en sentido opuesto; buscábase entonces la letra siguiente, y así hasta obtener, con palabras y frases enteras, la respuesta a la pregunta. Todo era pura charlatanería, pero resultaba divertido. Este fue el primer pensamiento del Consejero, pero luego se dejó sugestionar por el juego.
- ¡Vamos, vamos! -exclamó, al fin, la Consejera-. A las doce cierran la puerta de Poniente. No llegaremos a tiempo, sólo nos queda un cuarto de hora. ¡Ya podemos correr!
Tenían que darse prisa. Varias personas que se dirigían a la ciudad se les adelantaron. Finalmente, cuando estaban ya muy cerca de la caseta del vigilante, dieron las doce y se cerró la puerta, dejando a mucha gente fuera, entre ella a los Consejeros con la criada, la tetera y la canasta vacía. Algunos estaban asustados, otros indignados, cada cual se lo tomaba a su manera. ¿Qué hacer?
Por fortuna, desde hacía algún tiempo se había dado orden de dejar abierta una de las puertas: la del Norte. Por ella podían entrar los peatones en la ciudad, atravesando la caseta del guarda.
El camino no era corto, pero la noche era hermosa, con un cielo sereno y estrellado, cruzado de vez en cuando por estrellas fugaces. Croaban las ranas en los fosos y en el pantano. La gente iba cantando, una canción tras otra, pero el Consejero no cantaba ni miraba las estrellas, y como tampoco miraba donde ponía los pies, se cayó, cuan largo era, sobre el borde del foso. Cualquiera habría dicho que había bebido demasiado, mas lo que se le había subido a la cabeza no era el ponche, sino la llave.
Finalmente, llegaron a la puerta Norte, y por la caseta del guarda entraron en la ciudad.
- ¡Ahora ya estoy tranquila! -dijo la Consejera-. Estamos en la puerta de casa.
- Pero, ¿dónde está la llave? -exclamó el Consejero. No la tenía ni en el bolsillo trasero ni el lateral.
- ¡Dios nos ampare! -dijo la Consejera-. ¿No tienes la llave? La habrás perdido en tus juegos de manos con el barón. ¿Cómo entraremos ahora? El cordón de la campanilla se rompió esta mañana, como sabes, y el vigilante no tiene llave de la casa. ¡Es para desesperarse!
La criada se puso a chillar. El Consejero era el único que no perdía la calma.
- Hay que romper un vidrio de la droguería -dijo-. Despertaremos al tendero y entraremos por su tienda. Me parece que será lo mejor.
Rompió un cristal, rompió otro, y gritando: "¡Petersen!", metió por el hueco el mango del paraguas. Del interior llegó la voz de la hija del droguero, el cual abrió la puerta de la tienda, gritando: "¡Vigilante!", y antes de que hubiese tenido tiempo de ver y reconocer a la familia consejeril y de abrirle la puerta, silbó el vigilante, y de la calle contigua le respondió su compañero con otro silbido. Empezó a asomarse gente a las ventanas:
- ¿Dónde está el fuego? ¿Qué es ese ruido? -se preguntaban mutuamente, y seguían preguntándoselo todavía cuando ya el Consejero estaba en su piso, se quitaba la chaqueta y... aparecía la llave; no en el bolsillo, sino en el forro; se había metido por un agujero que, desde luego, no debiera de estar allí.
Desde aquella noche, la llave de la calle adquirió una particular importancia, no sólo cuando se salía, sino también cuando la familia se quedaba en casa, pues el Consejero, en una exhibición de sus habilidades, formulaba preguntas a la llave y recibía sus respuestas. Pensaba él antes la respuesta más verosímil y la hacía dar a la llave. Al fin, él mismo acabó por creer en las contestaciones, muy al contrario del boticario, un joven próximo pariente de la Consejera.
Dicho boticario era una buena cabeza, lo que podríamos llamar una cabeza analítica. Ya de niño había escrito críticas sobre libros y obras de teatro, aunque guardando el anonimato, como hacen tantos. No creía en absoluto en los espíritus, y mucho menos en los de las llaves.
- Verá usted, respetado señor Consejero -decía-: creo en la llave y en los espíritus de las llaves en general, tan firmemente como en esta nueva ciencia que empieza a difundirse, en el velador giratorio y en los espíritus de los muebles viejos y nuevos. ¿Ha oído, hablar de ello? Yo sí. He dudado, ¿sabe usted?, pues soy algo escéptico; pero me convertí al leer una horripilante historia en una prestigiosa revista extranjera. ¡Imagínese señor Consejero! Voy a relatárselo todo, tal como lo leí. Dos muchachos muy listos vieron cómo sus padres evocaban el espíritu de una gran mesa del comedor. Estaban solos e intentaron infundir vida a una vieja cómoda, imitando a sus padres. Y, en efecto, brotó la vida, despertóse el espíritu, pero no toleraba órdenes dadas por niños. Levantóse con tanta furia, que todo la cómoda crujía; abrió todos los cajones, y con las patas -las patas de la cómoda- metió a un chiquillo en cada cajón, echando luego a correr con ellos escaleras abajo y por la calle, hasta el canal, en el que se precipitó; los pequeños murieron ahogados. Los cadáveres recibieron sepultura en tierra cristiana, pero la cómoda fue conducida ante el tribunal, acusada de infanticidio y condenada a ser quemada viva en la plaza pública. ¡Así lo he leído! - dijo el boticario -. Lo he leído en una revista extranjera, conste que no me lo he inventado. ¡Que la llave me lleve, si no digo verdad! ¡Lo juro por ella!
El Consejero consideró que se trataba de una broma demasiado grosera. Jamás los dos pudieron ponerse de acuerdo en materia de llaves; el boticario era cerrado a ellas.
El Consejero hizo muchos progresos en la ciencia llaveril. La llave se convirtió en su pasión, en la revelación de su ingenio.
Una noche, cuando el Consejero se disponía a acostarse y estaba ya medio desnudo, alguien llamó a su cuarto desde el pasillo. Era el tendero, que se presentaba a pesar de lo avanzado de la hora. Iba él también a medio vestir, pero, según dijo, se le había ocurrido una idea y temía no poder guardarla toda la noche.
- Se trata de mi hija Lotte-Lene; quisiera hablarle de ella. Es bonita, está confirmada y desearía colocarla bien.
- ¡Todavía no soy viudo! -dijo el Consejero, con una sonrisa satisfecha-. Ni tengo tampoco un hijo a quien poder ofrecerle.
- Usted ya me entiende, señor Consejero -replicó el droguero-. Mi hija toca el piano y sabe cantar; la habrán oído desde aquí. No tienen idea de lo que es capaz la chiquilla; sabe imitar la manera de hablar y los ademanes de cualquier persona. Para el teatro está que ni pintada, y ésta es una buena carrera para muchachas bonitas y de buena familia. A lo mejor se casan con un conde, pero en esto no es en lo que pensamos, ni yo ni Lotte-Lene. Sabe cantar y sabe tocar el piano. últimamente estuve con ella en la escuela de canto. Lo hizo bien, pero no tiene eso que yo llamo voz campanuda, ni tampoco ese grito de canario que alcanza las notas más altas y que se exige a las cantantes, por lo cual me disuadieron de que emprendiese esta carrera. En fin, me dije, si no puede ser cantante, podrá ser actriz; aquí sólo es cuestión de hablar. Esta mañana hablé del caso con el instructor, como lo llaman. "¿Es instruida?", me preguntó. "No, en absoluto", le respondí. "La cultura es necesaria para una artista", replicó él. Puede todavía adquirirla, pensé, y me volví a casa. Acaso si fuera a una biblioteca circulante y leyera lo que hay en ella, me dije. Y esta noche, cuando me disponía a desnudarme, se me ocurrió de pronto una idea: ¿Por qué alquilar libros cuando se pueden tener de prestado? El Consejero tiene muchos y se los dejará leer. En ellos hay toda la ciencia que necesita, y además los tendrá gratis.
- Lotte-Lene, ¡simpática chica! -respondió el Consejero-, una linda muchacha. No le faltarán libros para leer. Pero, ¿tiene eso que llaman rasgos de ingenio, cómo le diré yo, algo de genial, genio, en fin? Y otra cosa no menos importante: ¿tiene suerte?
- Sacó dos veces en la tómbola -dijo el tendero-: la primera, un armario ropero, y la segunda, seis pares de sábanas. Como suerte, no está mal.
- Voy a preguntar a la llave -dijo el Consejero.
Y poniéndola sobre su índice derecho y el del tendero, la hizo girar, sacando letra tras letra.
La llave dijo: "Victoria y suerte". Y con ello quedó sellado el porvenir de Lotte-Lene.
El Consejero le dio inmediatamente dos libros: "Dyveke" y "Trato con las personas", de Khigge.
Desde aquella noche empezó una relación más íntima entre Lotte­Lene y el Consejero. Subía a menudo de visita, y el señor la encontraba una muchacha juiciosa, que creía en él y en la llave. La Consejera veía algo de infantil e ingenuo en la franqueza con que confesaba su extrema ignorancia. El matrimonio se aficionó a ella y a los suyos, cada uno a su manera.
- ¡Huele tan bien arriba! -decía Lotte-Lene.
Había un perfume, una fragancia, un olor a manzanas en el pasillo, donde la Consejera tenía un barril de manzanas de Gravenstein; y en todas las habitaciones olía a rosas y a espliego.
- ¡Es tan bonito! -exclamaba Lotte-Lene. Y sus ojos se recreaban en la profusión de hermosas flores que la señora tenía siempre allí; hasta en pleno invierno florecían ramas de lilas y de cerezo. Las ramas cortadas y deshojadas eran puestas en agua, y en la caldeada habitación no tardaban en dar flores y hojas.
- Diríase que las ramas desnudas no tienen vida, y fíjate cómo resucitan.
- Nunca se me habría ocurrido -decía Lotte-Lene-. Es hermosa la Naturaleza, después de todo.
Y el Consejero le mostró su cuaderno de la llave, donde tenía anotadas muchas cosas sorprendentes que la llave había dicho, incluso acerca de media tarta de manzana que había desaparecido del armario, precisamente una noche en que la criada había recibido la visita de su enamorado.
El Consejero había preguntado a la llave: "¿Quién se comió el pastel, el gato o el novio?". Y la llave respondió: "El novio". El Consejero ya lo había sospechado antes de preguntarlo, y la criada lo confesó. Aquella maldita llave lo sabía todo.
- ¿Verdad que es notable? -dijo el Consejero-. ¡La llave, la llave! Y de Lotte-Lene dijo: "Victoria y suerte". Ya veremos. Yo así lo creo.
- ¡Es estupendo! -dijo Lotte-Lene.
La señora Consejera no estaba tan segura, pero se guardaba sus dudas en presencia de su marido; más tarde confió a Lotte-Lene que el Consejero, en su juventud, estuvo loco por el teatro. Si entonces alguien lo hubiese empujado, indudablemente se habría distinguido como actor, pero la familia se lo había quitado de la cabeza. Quería salir a escena, y con este propósito llegó a escribir una comedia.
- Es un gran secreto esto que acabo de confiarle, mi querida Lotte-Lene. La obra no era mala, pues la aceptaron en el Teatro Real, aunque la silbaron y ya no se ha vuelto a hablar de ella; pero yo me alegro. Soy su esposa y lo conozco. Ahora usted quiere seguir su mismo camino. Le deseo mucha suerte, pero yo no creo que la cosa marche, no tengo fe en la llave de la calle.
Lotte-Lene sí tenía, fe, y en esto coincidía con el Consejero.
Sus corazones latían al unísono con toda honestidad y respeto mutuo. Por otra parte, la muchacha poseía virtudes que la Consejera apreciaba en alto grado. Sabía elaborar fécula de patata, confeccionar guantes de seda con medias viejas, forrarse sus zapatos de baile, a pesar de que tenía medios para comprárselos nuevos. Según decía el tendero, guardaba chelines en el cajón de la mesa, y obligaciones en el arca de caudales. Sería una esposa excelente para el boticario, pensaba la Consejera; pero se lo callaba y no quería que lo dijese tampoco la llave. El boticario no tardaría en establecerse; pensaba poner una farmacia en una ciudad cercana.
Lotte-Lene leía constantemente "Dyveke" y la obra de Knigge "Trato con los hombres". Leía aquellos dos libros desde hacía dos años, y se sabía el "Dyveke " de memoria, de cabo a rabo, en todos los papeles. Sin embargo, sólo quería representar uno: el de Dyveke, mas no en la capital, donde todo eran envidias y no la querían. Su proyecto era empezar su carrera artística, como decía el Consejero, en una populosa ciudad de provincias.
Y se dio la extraña coincidencia de que fue precisamente en la ciudad en que acababa de establecerse el boticario, el más joven de su profesión, aunque no el único.
Llegó al fin la gran noche, esperada con tanta expectación. Lotte­Lene se hallaba camino de la victoria y la felicidad, según había pronosticado la llave. El Consejero no estaba presente; yacía en cama, cuidado por la Consejera, que le ponía toallas calientes y le administraba manzanilla.
El matrimonio no asistió a la representación de "Dyveke", pero sí el boticario, el cual escribió luego una carta a su parienta, la Consejera.
"El cuello de la Dyveke fue lo mejor de todo -escribía-. Si hubiese tenido en el bolsillo la llave del Consejero, la habría sacado para silbar. Se lo merecía la artista y se lo merecía la llave, que de modo tan desvergonzado le pronosticó victoria y suerte".
El Consejero leyó la carta. Era maldad pura, dijo, llavifobia que se cebaba en la inocente muchacha.
No bien se hubo levantado y volvió a ser un hombre de cuerpo entero, envió al boticario una misiva tan breve como emponzoñada; éste respondió como si no hubiese visto en ella más que broma y buen humor.
Le daba las gracias por toda su anterior y espontánea contribución a difundir el valor incalculable y la incomparable importancia de la llave, y a continuación comunicaba en confianza al Consejero que, paralelamente a sus actividades de boticario, estaba escribiendo una gran novela sobre llaves, en la que todos los personajes eran única y exclusivamente llaves. La de la calle era el protagonista, naturalmente, y la del Consejero le había servido de modelo, dotada como estaba del don profético y sibilino. En torno a ella giraban las demás llaves: la antigua de gentilhombre, habituada al esplendor y las solemnidades de la Corte; la llave del reloj, pequeña, delicada y distinguida, que costaba cuatro chelines en la quincallería; la del banco de la iglesia, de condición clerical y que vio espíritus una noche que se había quedado en la cerradura; la de la despensa, del cuarto de la leña y de la bodega... todas salían, girando en torno a la de la calle. Al sol brillaba como plata, y el viento, ese espíritu cósmico, se entraba en ella y la hacía cantar como una flauta. Era la llave por antonomasia, la llave del Consejero; y en adelante sería la de la puerta del cielo, la del soberano Pontífice, infalible como él.
- ¡Maldad! -dijo el Consejero-. ¡Maldad y envidia! -. Nunca volvieron a verse él y el boticario. Mejor dicho, se vieron en el entierro de la Consejera.
Fue la primera en morir.
En la casa reinaban el luto y la soledad. Hasta las ramas de cerezo que habían dado nuevas yemas y flores, manifestaron su dolor y se marchitaron. Quedaron abandonadas, no cuidadas por nadie.
El Consejero y el boticario siguieron tras el féretro, el uno al lado del otro, como los dos parientes más próximos. Ni la ocasión ni el estado de ánimo convidaban a las pullas y disputas.
Lotte-Lene puso el crespón de luto en el sombrero del Consejero. Volvía a estar en su casa desde hacia tiempo, sin haber encontrado la victoria y la suerte en el camino del Arte. Pero no debía desesperar; Lotte-Lene tenía ante sí un porvenir. La llave lo había dicho, y el Consejero también.
Subió a verlo y hablaron de la difunta; lloraron, pues Lotte-Lene era sensible. Luego hablaron de Arte, y Lotte-Lene recobró sus ánimos.
- La vida del teatro es encantadora -decía-. ¡Pero hay tanta comadrería y tanta envidia! Prefiero seguir mi propio camino. Primero yo, después el Arte.
Lleva razón Knigge, en lo que dice sobre los actores; ella lo veía, y la llave se equivocó; pero la muchacha no se lo dijo al Consejero. Lo amaba.
Mientras duró el año del luto, la llave de la calle fue para él un consuelo y un estímulo. Le planteó la pregunta, y ella respondió. Y terminado el año, una noche que estaba con la muchacha y el aire era propicio a las expansiones sentimentales, preguntó a la llave:
- ¿Me casaré? ¿Y con quién?
No había nadie para empujarlo, pero él empujó a la llave, la cual dijo:
- ¡Lotte-Lene!
Dicho y hecho: Lotte-Lene convirtióse en Consejera.
"Victoria y suerte".
¡Lo que había profetizado la llave!
Hver nøgle har sin historie og der er mange nøgler: kammerherrenøgle, urnøgle, Sankt Peters nøgle; vi kan fortælle om alle nøglerne, men nu fortæller vi kun om kammerrådens portnøgle.
Den var blevet til hos en klejnsmed, men den kunne godt tro at det var hos en grovsmed, således tog manden på den, hamrede og filede. Den var for stor for bukselomme, så måtte den i frakkelomme. Her lå den tit i mørke, men forresten havde den sin bestemte plads på væggen, ved siden af kammerrådens silhuet fra barndomstiden, der så han ud som en bolle med kalvekrøs.
Man siger, at ethvert menneske får i sin karakter og handlemåde noget af det himmeltegn, han fødes under, Tyren, Jomfruen, Skorpionen, som de kaldes i almanakken. Kammerrådinden nævnede ingen af disse, hun sagde, hendes mand var født under "Hjulbørens Tegn," altid måtte han skubbes frem.
Hans fader skubbede ham ind på et kontor, hans moder skubbede ham ind i ægtestanden, og hans kone skubbede ham op til kammerråd, men det sidste sagde hun ikke, hun var en besindig, brav kone, der tav på rette sted, talte og skubbede på rette sted.
Nu var han oppe i årene, "velproportioneret," som han selv sagde, en mand med læsning, godmodighed og dertil nøgleklog, noget vi nærmere skal forstå. Altid var han i godt humør, alle mennesker holdt han af og gad gerne tale med. Gik han i byen, var det svært at få ham hjem igen, når ikke mutter var med og skubbede ham. Han måtte tale med enhver bekendt, han mødte. Han havde mange bekendte, og det gik ud over middagsmaden.
Fra vinduet passede kammerrådinden på. "Nu kommer han!" sagde hun til pigen, "sæt gryden på! - Nu står han stille og taler med én, tag så gryden af, ellers bliver maden kogt for meget! - Nu kommer han da! ja sæt så gryden på igen!"
Men derfor kom han ikke.
Han kunne stå lige under husets vindue og nikke op, men kom så en bekendt forbi, da kunne han ikke lade være, han måtte sige ham et par ord; kom da, idet han talte med denne, en anden bekendt, så holdt han den første ved knaphullet og tog den anden i hånden, mens han råbte på en tredje, der ville forbi.
Det var en tålmodighedsprøve for kammerrådinden. "Kammerråd! Kammerråd!" råbte hun da, "ja den mand er født under Hjulbørens Tegn, af sted kan han ikke komme, uden han skubbes frem!"
Han holdt meget af at gå i boglader, se i bøger og blade. Han gav sin boghandler et lille honorar for hjemme hos sig at turde læse de nye bøger, det vil sige, have lov til at skære bøgerne op på langs, men ikke på tværs, thi da kan de ikke sælges som nye. Han var en levende avis i al skikkelighed, vidste besked om forlovelser, bryllupper og begravelser, bogsnak og bysnak, ja han henkastede hemmelighedsfulde hentydninger om at vide besked, hvor ingen vidste den. Han havde det fra portnøglen.
Allerede som unge nygifte boede kammerrådens i deres egen gård, og fra den tid havde de samme portnøgle, men ikke da kendte de dens forunderlige kræfter, dem lærte de først senere at kende.
Det var i kong Frederik den Sjettes tid. København havde dengang ingen gas, den havde tranlygter, den havde intet Tivoli eller Casino, ingen sporvogne og ingen jernbaner. Det var småt med fornøjelser imod hvad det nu er. Om søndagen gik man sig en tur ud af porten til Assistenskirkegården, læste indskrifterne på gravene, satte sig i græsset, spiste af sin madkurv og drak sin snaps til, eller man gik til Frederiksberg, hvor der foran slottet var regimentsmusik og mange mennesker for at se den kongelige familie ro om i de små, snævre kanaler, hvor den gamle konge styrede båden, han og dronningen hilste alle mennesker, uden standsforskel. Derud kom velstående familier fra byen og drak deres aftente. Varmt vand kunne de få i et lille bondehus på marken uden for haven, men de måtte selv bringe maskine med.
Derud drog kammerrådens en solskins-søndag-eftermiddag; tjenestepigen gik foran med maskine og en kurv med madvarer og "en Sobian af Spendrups."
"Tag portnøglen!" sagde kammerrådinden, "at vi kan slippe ind i vort eget, når vi kommer tilbage; du ved her lukkes ved mørkningen og klokkestrengen er itu fra i morges! - Vi kommer silde hjem! vi skal, efter at have været på Frederiksberg ind i Casortis teater på Vesterbro og se pantomimen: 'Harlekin, formand for tærskerne'; der kommer de ned i en sky; det koster to mark personen!"
Og de gik til Frederiksberg, hørte musikken, så de kongelige både med vajende flag, så den gamle konge og de hvide svaner. Efter at have drukket en god te skyndte de sig af sted, men kom dog ikke betids i teatret.
Linedansen var forbi, styltedansen var forbi, og pantomimen begyndt; de kom som altid for silde, og deri var kammerråden skyld; hvert øjeblik på vejen standsede han for at tale med bekendte; inde i teatret fandt han også gode venner, og da forestillingen var forbi, måtte han og hans frue nødvendigvis følge med ind til en familie på "Broen," for at nyde et glas punch, det ville blive et ophold, kun på ti minutter, men disse drog rigtignok ud til en hel time. Der blev talt og talt. Særdeles underholdende var en svensk baron, eller var det en tysk, det havde kammerråden ikke nøjagtig beholdt, men derimod den kunst med nøglen, han lærte ham, beholdt han for alle tider. Det var overordentlig interessant! han kunne få nøglen til at svare på alt, hvad man spurgte den om, selv det allerhemmeligste.
Kammerrådens portnøgle egnede sig især dertil, den var tung i kammen, og den må hænge ned. Grebet af nøglen lod baronen hvile på sin højre hånds pegefinger. Løst og let hang den der, hvert pulsslag i fingerspidsen kunne sætte den i bevægelse, så at den drejede, og skete det ikke, så forstod baronen umærkeligt at lade den dreje sig, som han ville. Hver drejning var et bogstav fra A og så langt ned i alfabetet, man ville. Når det første bogstav var fundet, drejede nøglen til modsat side; derpå søgte man det næste bogstav, og således fik man hele ord, hele sætninger, svar på spørgsmålet. Løgn var det hele, men altid en morskab, det var også så temmelig kammerrådens første tanke, men den holdt han ikke, den gik med ham helt op i nøglen.
"Mand! Mand!" råbte kammerrådinden. "Vesterport lukkes klokken tolv! vi kommer ikke ind, vi har kun et kvarter at skynde os i."
De måtte skynde sig; flere personer, der ville ind i byen, kom dem snart forbi. Endelig nærmede de sig det yderste vagthus, da slog klokken tolv, porten smældede i; en hel del mennesker stod lukket ude og mellem disse kammerrådens med pige, maskine og tom madkurv. Nogle stod der i stor forskrækkelse, andre i ærgrelse; hver tog det på sin måde. Hvad var der at gøre.
Heldigvis var i den sidste tid taget den bestemmelse, at én af byens porte, Nørreport, blev ikke låst af, der kunne fodgængere slippe igennem vagthuset ind i byen.
Vejen var ikke så kort endda, men vejret smukt, himlen klar med stjerner og stjerneskud, frøerne kvækkede i grøft og i kær. Selskabet selv begyndte at synge, den ene vise efter den anden, men kammerråden sang ikke, så heller ikke efter stjernerne, ja ikke engang efter sine egne ben, han faldt så lang han var lige ved grøftekanten, man kunne tro han havde drukket for meget, men det var ikke punchen, det var nøglen, der var gået ham i hovedet og drejede der.
Endelig nåede de Nørrebros vagthus, slap over broen og ind i staden.
"Nu er jeg glad igen!" sagde kammerrådinden. "Her er vor port!"
"Men hvor er portnøglen!" sagde kammerråden. Den var ikke i baglommen, heller ikke i sidelommen.
"Du forbarmende!" råbte kammerrådinden. "Har du ikke nøglen? Den har du tabt ved de nøglekunster med baronen. Hvordan kommer vi nu ind! Klokkestrengen ved du er itu fra i morges, vægteren har ikke nøgle til huset. Vi er jo i fortvivlelse!"
Tjenestepigen begyndte at hyle, kammerråden var den eneste, der viste fatning.
"Vi må slå en rude ind til spækhøkeren!" sagde han, "få ham op og så slippe ind."
Han slog en rude, han slog to, "Petersen!" råbte han og stak paraplyskaftet ind af ruderne; da skreg højt derinde kældermandens datter. Kældermanden slog butiksdøren op med råbet "vægter!" og før han ret fik set kammerrådsfamilien, kendt den og lukket den ind, peb vægteren og i næste gade svarede en anden vægter og peb. Folk kom frem i vinduerne. "Hvor er ilden? Hvor er spektakel?" spurgte de, og spurgte endnu, da kammerråden allerede var i sin stue, tog frakken af og - i den lå portnøglen, - ikke i lommen, men i foret; dér var den sluppet ned gennem et hul, som ikke skulle være i lommen.
Fra den aften fik portnøglen en særegen stor betydning, ikke blot når man gik ud om aftnen, men når man sad hjemme og kammerråden viste sin kløgt og lod nøglen give svar på spørgsmål.
Han tænkte sig det rimeligste svar og så lod han nøglen give det, til sidst troede han selv derpå; men det gjorde ikke apotekeren, en ung mand i nær slægt med kammerrådinden.
Den apoteker var et godt hoved, et kritisk hoved, han havde allerede fra skoledreng leveret kritikker over bøger og teater, men uden navns nævnelse, det gør så meget. Han var hvad man kalder skønånd, men troede aldeles ikke på ånder, mindst på nøgleånder.
"Jo jeg tror, jeg tror," sagde han, "velsignede hr. kammerråd, jeg tror på portnøglen og alle nøgleånder, så fast som jeg tror på den nye videnskab, som begynder at kendes: borddansen og ånderne i gamle og nye møbler. Har De hørt derom? Jeg har hørt! Jeg har tvivlet, De ved jeg er en tvivler, men jeg er blevet omvendt ved at læse i et ganske troværdigt udenlandsk blad en forfærdelig historie. Kammerråd! vil De tænke Dem, ja jeg giver historien som jeg har den. To kloge børn havde set forældrene vække ånden i et stort spisebord. De små var alene og ville nu forsøge på samme måde at gnide liv i en gammel kommode. Livet kom der, ånden vågnede, men den tålte ikke børnekommando; den rejste sig, det knagede i kommoden, den skød skufferne ud og lagde med sine kommodeben børnene hver i sin skuffe, og så løb kommoden med dem ud af den åbne dør, ned ad trappen og ud på gaden, hen til kanalen, hvor den styrtede sig ud og druknede begge børnene. De små lig kom i kristen jord, men kommoden blev bragt på rådstuen, dømt for barnemord og levende brændt på torvet. Jeg har læst det!" sagde apotekeren, "læst det i et udenlandsk blad, det er ikke noget jeg selv har fundet på. Det er nøglen tage mig sandt! nu bander jeg en høj ed!"
Kammerråden fandt, at en sådan tale var for grov en spøg, de to kunne aldrig tale om nøglen. Apotekeren var nøgledum.
Kammerråden skred frem i nøglekundskab; nøglen var hans morskab og klogskab.
En aften, kammerråden var ved at gå i seng, han stod halv afklædt, da bankede det på døren ud til gangen. Det var kældermanden, som kom så sent; han var også halv afklædt, men han havde, sagde han, fået pludselig en tanke, som han var bange for, at han ikke kunne holde på natten over.
"Det er min datter, Lotte-Lene, jeg må tale om. Hun er en køn pige, hun er konfirmeret, nu ville jeg gerne se hende godt anbragt!"
"Jeg er endnu ikke enkemand!" sagde kammerråden og smålo, "og jeg har ingen søn, jeg kan byde hende!"
"De forstår mig nok, kammerråd!" sagde kældermanden. "Spille klaver kan hun, synge kan hun; det må kunne høres her op i huset. De ved ikke alt, hvad det pigebarn kan hitte på, hun kan tale og gå efter alle mennesker. Hun er skabt for komedien, og det er en god vej for nette piger af god familie, de kan gifte sig et grevskab til, dog derom er ikke tanke hos mig eller Lotte-Lene. Synge kan hun, klaver kan hun! så gik jeg forleden med hende op på sangskolen. Hun sang; men hun har ikke, hvad jeg kalder ølbas hos fruentimmer, ikke kanariefugleskrig op i de højeste toner, som man nu forlanger af sangerinderne, og så rådede man hende aldeles fra den vej. Nå, tænkte jeg, kan hun ikke blive sangerinde, så kan hun altid blive skuespillerinde, der hører da kun mæle til. I dag talte jeg derom til instruktøren, som de kalder ham. 'Har hun læsning?' spurgte han; 'nej,' sagde jeg, 'aldeles ingen!' - 'Læsning er nødvendig for en kunstnerinde!' sagde han; den kan hun få endnu, mente jeg, og så gik jeg hjem. Hun kan gå ind i et lejebibliotek og læse hvad der er, tænkte jeg. Men så sidder jeg nu i aften og klæder mig af, og da falder det mig ind: Hvorfor leje bøger, når man kan få dem at låne. Kammerråden har fuldt op af bøger, lad hende læse dem; der er læsning nok, og den kan hun have frit!"
"Lotte-Lene er en rar pige!" sagde kammerråden, "en køn pige! Bøger skal hun få til læsning. Men har hun dette, som man kalder fut i ånden, det geniale, geniet? Og har hun, hvad her er lige så vigtigt, har hun lykke med sig?"
"Hun har vundet to gange i varelotteriet," sagde kældermanden, "én gang vandt hun et klædeskab, og én gang seks par lagner, det kalder jeg lykke og den har hun!"
"Jeg vil spørge nøglen!" sagde kammerråden.
Og han stillede nøglen på sin højre pegefinger og på kældermandens højre pegefinger, lod nøglen dreje sig og give bogstav på bogstav.
Nøglen sagde: "Sejr og lykke!" og så var Lotte-Lenes fremtid bestemt.
Kammerråden gav hende straks to bøger til læsning: "Dyveke" og Knigges "Omgang med Mennesker."
Fra den aften begyndte et slags nærmere bekendtskab mellem Lotte-Lene og kammerrådens. Hun kom derop i familien, og kammerråden fandt, at hun var en forstandig pige, hun troede på ham og nøglen. Kammerrådinden så i den frimodighed, hvormed hun hvert øjeblik viste sin store uvidenhed, noget barnligt, uskyldigt. Ægteparret hver på sin vis syntes om hende og hun om dem.
"Der lugter så yndigt deroppe!" sagde Lotte-Lene.
Der var lugt, en duft, en æbleduft på gangen, hvor kammerrådinden havde henlagt en hel tønde gråsteneræbler. Der var også en røgelsesduft af roser og lavendler gennem alle stuer.
"Det giver noget fint!" sagde Lotte-Lene. Hendes øjne frydedes dernæst ved de mange smukke blomster, kammerrådinden her altid havde; ja midt om vinteren blomstrede her syren og kirsebærgren. De afskårne bladløse grene blev sat i vand, og i den varme stue bar de snart blomst og blad.
"Man skulle tro at livet var borte i de nøgne grene, men se dog, hvor det står op fra de døde."
"Det er aldrig før faldet mig ind!" sagde Lotte-Lene. "Naturen er dog yndig!"
Og kammerråden lod hende se sin "nøglebog," hvori stod opskrevet mærkelige ting, nøglen havde sagt; selv om en halv æblekage, der var forsvundet fra skabet, netop den aften tjenestepigen havde sin kæreste i besøg.
Og kammerråden spurgte sin nøgle: "Hvem har spist æblekagen, katten eller kæresten?" og portnøglen svarede: "Kæresten!" Kammerråden troede det allerede før han spurgte, og tjenestepigen tilstod: Den forbandede nøgle vidste jo alt.
"Ja er det ikke mærkeligt!" sagde kammerråden. "Den nøgle, den nøgle! og om Lotte-Lene har den sagt: 'Sejr og lykke!' - Det skal vi nu se! - Jeg svarer for det."
"Det er yndigt!" sagde Lotte-Lene.
Kammerrådens frue var ikke så tillidsfuld, men hun sagde ikke sin tvivl når manden hørte på det, men betroede senere Lotte-Lene, at kammerråden, da han var et ungt menneske, havde været aldeles forfalden til teatret. Havde nogen dengang skubbet til ham, da var han bestemt trådt op som skuespiller, men familien skubbede fra. På scenen ville han, og for at komme der skrev han en komedie.
"Det er en stor hemmelighed, jeg betror Dem, lille Lotte-Lene. Komedien var ikke dårlig, den blev antaget på det Kongelige og pebet ud, så at man aldrig siden har hørt om den, og det er jeg glad ved. Jeg er hans kone og kender ham. Nu vil De gå samme vej; - jeg ønsker Dem alt godt, men jeg tror ikke det går, jeg tror ikke på portnøglen!"
Lotte-Lene troede på den, og i den tro mødtes hun med kammerråden.
Deres hjerter forstod hinanden i al tugt og ære.
Pigebarnet havde i øvrigt flere dygtigheder, som kammerrådinden satte pris på. Lotte-Lene forstod at lave stivelse af kartofler, sy silkehandsker af gamle silkestrømper, overtrække sine silkedansesko, uagtet hun havde råd til at købe alt sit tøj nyt. Hun havde hvad spækhøkeren sagde: Skillinger i bordskuffen og obligationer i pengeskabet. Det var egentlig en kone for apotekeren, tænkte kammerrådinden, men hun sagde det ikke, og lod heller ikke nøglen sige det. Apotekeren skulle snart sætte sig ned, have eget apotek og det i en af de nærmeste, største provinsbyer.
Lotte-Lene læste stadigt "Dyveke" og Knigges "Omgang med Mennesker." Hun beholdt de to bøger i to år, men så kunne hun også den ene udenad, Dyveke, alle rollerne, men hun ville kun optræde i den ene, Dyvekes, og ikke optræde i hovedstaden, hvor der er så megen misundelse, og hvor de ikke ville have hende. Hun ville begynde sin kunstnerbane, som kammerråden kaldte det, i en af landets større provinsbyer.
Nu traf det sig ganske forunderligt, at det netop var sammesteds, hvor den unge apoteker havde sat sig ned som byens yngste, om ikke eneste apoteker.
Den store, forventningsfulde aften kom, Lotte-Lene skulle optræde, vinde sejr og lykke, som nøglen havde sagt. Kammerråden var der ikke, han lå til sengs og kammerrådinden plejede ham; han skulle have varme servietter og kamillete: Servietterne om livet og teen i livet.
Ægteparret overværede ikke "Dyveke-forestillingen," men apotekeren var der og skrev brev herom til sin slægtning, kammerrådinden.
"Dyveke-kraven var det bedste!" skrev han. "Havde kammerrådens portnøgle været i min lomme, jeg havde taget den frem og pebet i den, det fortjente hun og det fortjente nøglen, der så skammeligt har løjet hende på: 'Sejr og lykke'."
Kammerråden læste brevet. Det hele var ondskab, sagde han, nøglehad, der gik ud over den uskyldige pige.
Og så snart han rejste sig fra sengen og var menneske igen, sendte han en lille men giftspydig skrivelse til apotekeren, der igen svarede, som om han slet ikke havde forstået andet end spøg og godt humør i den hele epistel.
Han takkede for dette som for hvert fremtidigt, velvilligt bidrag til kundgørelsen om nøglens uforlignelige værd og betydning; dernæst betroede han kammerråden, at han, uden for sin apotekervirksomhed, skrev på en stor nøgleroman, i hvilken alle de handlende personer var nøgler, ene og alene nøgler; "portnøglen" var naturligvis hovedpersonen, og kammerrådens portnøgle var ham forbilledet, begavet med seerblik og spådomsevne; om dén måtte alle de andre nøgler dreje sig: Den gamle kammerherrenøgle, der kendte hoffets glans og festligheder; urnøglen, lille, fin og fornem, til fire skilling hos isenkræmmeren; nøglen til kirkestolen, den regner sig med til gejstligheden og har, ved at sidde en nat over i nøglehul i kirken, set ånder; spisekammer-, brændekammer- og vinkældernøglen, alle træder op, nejer sig og drejer sig om portnøglen. Solstrålerne lyser den op til sølv, vinden, verdensånden, farer ind i den så det fløjter. Den er nøglen for alle nøgler, den var kammerrådens portnøgle, nu er den himmelportens nøgle, den er pavenøgle, den er ufejlbarlig!"
"Ondskab!" sagde kammerråden. "Pyramidal ondskab!"
Han og apotekeren så aldrig oftere hinanden. - Jo, ved kammerrådindens begravelse.
Hun døde først.
Der var sorg og savn i huset. Selv de afskårne kirsebærgrene, som havde sat friske skud og blomster, sørgede og visnede hen; de stod glemte, hun plejede dem ikke.
Kammerråden og apotekeren gik bag efter hendes kiste, side om side, som de to nærmeste slægtninge, her var ikke tid eller stemning til at mundhugges.
Lotte-Lene bandt sørgeflor om kammerrådens hat. Hun var der i huset, forlængst vendt tilbage, uden sejr og lykke på kunstens bane. Men den kunne komme, Lotte-Lene havde en fremtid. Nøglen havde sagt det, og kammerråden havde sagt det.
Hun kom op til ham. De talte om den afdøde og de græd, Lotte-Lene var blød, de talte om kunsten og Lotte-Lene var stærk.
"Teaterlivet er yndigt!" sagde hun, "men der er så meget vrøvl og misundelse! jeg går hellere min egen vej. Først mig selv, så kunsten!"
Knigge havde talt sandt i sit kapitel om skuespillere, det indså hun, nøglen havde ikke talt sandt, men derom talte hun ikke til kammerråden; hun holdt af ham.
Portnøglen var i øvrigt under hele sørgeåret hans trøst og opmuntring. Han gav den spørgsmål, og den gav ham svar. Og da året var omme og han og Lotte-Lene en stemningsfuld aften sad sammen, spurgte han nøglen:
"Gifter jeg mig, og med hvem gifter jeg mig?"
Der var ingen, der skubbede til ham, han skubbede til nøglen, og den sagde: "Lotte-Lene!"
Så var det sagt, og Lotte-Lene blev kammerrådinde.
"Sejr og lykke!"
De ord var sagt, forud - af portnøglen.