El duendecillo y la mujer


Der Kobold und die Madame


Al duende lo conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se sabía versos de memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran dificultad; sólo las rimas, el "remache", como ella decía, le costaba un regular esfuerzo. Tenía dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor rector o, cuando menos, una buena señora rectora.
- Es hermosa la Tierra en su ropaje dominguero - había dicho, expresando luego este pensamiento revestido de bellas palabras y "remachándolas", es decir, componiendo una canción edificante, bella y larga.
El señor seminarista Kisserup - aunque el nombre no hace al caso - era primo suyo, y acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero. Escuchó su poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo.
- ¡Tiene usted talento, señora! - añadió.
- ¡No diga sandeces! - atajó el jardinero -. No le meta esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo sano y dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las papillas.
- El sabor a quemado lo quito con carbón - respondió la mujer -, y, cuando tú estás enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores - y le dio un beso -. ¡Las flores son el espíritu! - añadió.
- Atiende a tu cocina - gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de su incumbencia.
Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar con ella. Sobre su lema "Es hermosa la Tierra" pronunció una especie de sermón muy bien compuesto.
- La Tierra es hermosa, sometedla a vuestro poder, se nos ha dicho, y nosotros nos hicimos señores de ella. Uno lo es por el espíritu, otro por el cuerpo; uno fue puesto en el mundo como signo de admiración, otro como guión mayor, y cada uno puede preguntarse: ¿cuál es mi destino? Éste será obispo, aquél será sólo un pobre seminarista, pero todo está sabiamente dispuesto. La Tierra es hermosa, y siempre lleva su ropaje dominguero. Vuestra poesía hace pensar, y está llena de sentimiento y de geografía.
- Tiene usted ingenio, señor Kisserup - respondió la mujer. - Mucho ingenio, se lo aseguro. - Hablando con usted, veo más claro en mí misma.
Y siguieron tratando de cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina había también alguien que hablaba; era el duendecillo, el duendecillo vestido de gris, con su gorrito rojo. Ya lo conoces.
Pues el duendecillo estaba en la cocina vigilando el puchero; hablaba, pero nadie lo atendía, excepto el gato negro, el "ladrón de nata", como lo llamaba la mujer.
El duendecillo estaba enojado con la señora porque - bien lo sabía él - no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero, dada su vasta erudición, no tenía disculpa que no supiera que él estaba allí y no le mostrara una cierta deferencia. Jamás se le ocurrió ponerle, en Nochebuena, una buena cucharada de sabrosas papillas, homenaje que todos sus antecesores habían recibido, incluso de mujeres privadas de toda cultura. Las papillas habían quedado en mantequilla y nata. Al gato se le hacía la boca agua sólo de oírlo.
- Me llama una entelequia - dijo el duendecillo -, lo cual no me cabe en la cabeza. ¡Me niega, simplemente! Ya lo había oído antes, y ahora he tenido que escucharlo otra vez. Allí está charlando con ese calzonazos de seminarista. Yo estoy con el marido: "¡Atiende a tu puchero!". ¡Pero quiá! ¡Voy a hacer que se queme la comida!
Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. ¡Surte­rurre-rup! La olla hierve que te hierve.
- Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del padre - continuó el duendecillo -. Haré uno grande en los dedos y otro en el talón; eso le dará que zurcir, siempre que sus poesías le dejen tiempo para eso. ¡Poetisa, poetiza de una vez las medias del padre!
El gato estornudó; se había resfriado, a pesar de su buen abrigo de piel.
- He abierto la puerta de la despensa - dijo el duendecillo -. Hay allí nata cocida, espesa como gachas. Si no la quieres, me la como yo.
- Puesto que, sea como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos - dijo el gato mejor será que la saboree yo.
- Primero la dulce nata, luego los amargos palos - contestó el duendecillo. - Pero ahora me voy al cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de la perrera; me gusta fastidiar al perro.
Dejé colgar las piernas y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con todas sus fuerzas.
Aquello lo sacaba de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un ruido infernal. Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces, asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas.
- Di "¡miau!" si viene la mujer - interrumpióle el gato - Oigo mal hoy, estoy enfermo.
- Te regalaste demasiado - replicó el duendecillo -. Vete al plato y saca el vientre de penas. Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en ellos. Anda, vete, yo vigilaré.
Y el duendecillo se quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales.
- Señor Kisserup - dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marido: mis ensayos poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he llamado "Confidencias de una dueña honesta". ¡Doy tanto valor a las palabras castizas de nuestra lengua!
- Hay que dárselo - replicó el seminarista -. Es necesario desterrar de nuestro idioma todos los extranjerismos.
- Siempre lo hago - afirmó la mujer -. Jamás digo "merengue" ni "tallarines", sino "rosquilla espumosa" y "pasta de sopa en cintas". Y así diciendo, sacó del cajón un cuaderno de reluciente cubierta verde, con dos manchurrones de tinta.
- Es un libro muy grave y melancólico - dijo -. Tengo cierta inclinación a lo triste. Aquí encontrará "El suspiro en la noche", "Mi ocaso" y "Cuando me casé con Clemente", es decir, mi marido. Todo esto puede usted saltarlo, aunque está hondamente sentido y pensado. La mejor composición es la titulada "Los deberes del ama de casa"; toda ella impregnada de tristeza, pues me abandono a mis inclinaciones. Una sola poesía tiene carácter jocoso; hay en ella algunos pensamientos alegres, de esos que de vez en cuando se le ocurren a uno; pensamientos sobre - no se ría usted - la condición de una poetisa. Sólo la conocemos yo, mi cajón, y ahora usted, señor Kisserup. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. Lo he dicho bajo el título "El duendecillo". Seguramente usted conoce la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo, y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo, el espíritu que la rige. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje, pero debe usted prometerme solemnemente que no lo revelará a mi marido ni a nadie. Lea en voz alta para que yo pueda oírla, suponiendo que pueda descifrar mi escritura.
Y el seminarista leyó y la mujer escuchó, y escuchó también el duendecillo. Estaba al acecho, como bien sabes, y acababa de deslizarse en la habitación cuando el seminarista leyó en alta voz el titulo.
- ¡Esto va para mí! - dijo -. ¿Qué debe haber escrito sobre mi persona? La voy a fastidiar. Le quitaré los huevos y los polluelos, y haré correr a la ternera hasta que se le quede en los huesos. ¡Se acordará de mí, ama de casa!
Y aguzó el oído, prestando toda su atención; pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo, de su dominio sobre la mujer - y ten en cuenta que al decir duendecillo ella entendía la Poesía, mientras aquél se atenía al sentido literal del título -, tanto más se sonreía el minúsculo personaje. Sus ojos centelleaban de gozo, en las comisuras de su boca se dibujaba una sonrisa, se levantaba sobre los talones y las puntas de los pies, tanto que creció una pulgada. Estaba encantado de lo que se decía acerca del duendecillo.
- Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! Me ha inmortalizado en sus "Confidencias"; irá a parar a la imprenta y correré en boca de la gente. Desde hoy no dejaré que el gato se zampe la nata; me la reservo para mi. Uno bebe menos que dos, y esto es siempre un ahorro, un ahorro que voy a introducir, aparte que respetaré a la señora.
- Es exactamente como los hombres este duende - observó el viejo gato -. Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para hacerle cambiar de opinión. ¡Qué taimada es nuestra señora!
Y no es que la señora fuera taimada, sino que el duende era como, son los seres humanos.
Si no entiendes este cuento, dímelo. Pero guárdate de preguntar al duendecillo y a la señora.
Den Kobold kennst du; kennst du aber die Madame, die Gärtnersfrau? Sie besaß Bildung, wußte Gedichte auswendig, sie konnte mit Leichtigkeit selber welche schreiben; nur die Reime, "das Klingelingeling," wie sie es nannte, machten ihr ein wenig Mühe. Sie besaß Schreibtalent und Rednertalent, sie hätte sehr gut Pastor sein können oder doch wenigstens Pastorin.
"Die Erde ist herrlich in ihrem Sonntagskleide!" sagte sie, und den Gedanken hatte sie in Verse und "Klingeling" gebracht, hatte ein schönes, langes Lied darüber gemacht.
Der Seminarist, Herr Kisserup, der Name tut nichts zur Sache, des Gärtners Schwestersohn, war zu Besuch im Gärtnerhaus. Er hörte das Gedicht der Madame, und es tue ihm wohl, sagte er, so recht innerlich wohl. "Sie haben Geist, Madame," sagte er.
"Unsinn!" sagte der Gärtner. "Setz ihr nicht so was in den Kopf! Eine Frau soll Körper sein, anständiger Körper, und auf ihren Kochtopf achtgeben, damit die Grütze nicht anbrennt!"
"Das Angebrannte nehme ich mit einer Holzkohle weg!" sagte die Madame. "Und die Verstimmung bei dir nehme ich mit einem kleinen Kuß weg. Man sollte glauben, du dächtest nur an Kohl und Kartoffeln, und doch liebst du die Blumen." Und dann küßte sie ihn. "Die Blumen sind der Geist!" sagte sie.
"Paß auf deinen Kochtopf auf!" sagte er und ging in den Garten. Der war sein Kochtopf, und auf den gab er acht.
Aber der Seminarist saß bei der Madame und redete mit der Madame. Über ihre schönen Worte "Die Erde ist herrlich" hielt er ihr gleichsam eine ganze Predigt auf seine Weise.
"Die Erde ist herrlich; machet sie euch untertan, ward gesagt, und wir wurden die Herrschaft. Einer ist es durch den Geist, der andere durch den Körper; der eine ward in die Welt gesetzt als Verwunderungs-Ausrufezeichen, ein anderer als Gedankenstrich, so daß man wohl fragen kann, was soll der hier? Einer wird Bischof, ein anderer nur ein armseliger Seminarist, aber alles ist weise eingerichtet. Die Erde ist herrlich, und sie ist immer im Sonntagskleide. Ihr Gedicht, Madame, war gedankenerweckend, voll Gefühl und Geographie."
"Sie haben Geist, Herr Kisserup," sagte die Madame, "viel Geist, das versichere ich Ihnen! Man bekommt Klarheit über sich selber, wenn man mit Ihnen redet!"
Und dann redeten sie weiter, ebenso schön und ebenso gut; aber draußen in der Küche, da redete auch jemand, nämlich der Kobold, der kleine, graugekleidete Kobold mit der roten Mütze.; du kennst ihn! Der Kobold saß in der Küche und war Topfgucker; er redete, aber niemand hörte ihn, außer der großen, schwarzen Mietzekatze, dem "Sahnedieb," wie die Madame sie nannte.
Der Kobold war so böse auf die Madame, denn sie glaubte nicht an sein Vorhandensein, daß wußte er; sie hatte ihn freilich niemals gesehen, aber bei all ihrer Belesenheit mußte sie doch wissen, daß er existierte, und ihm dann eine kleine Aufmerksamkeit erweisen. Es fiel ihr niemals ein, am Weihnachtsabend auch nur einen Löffel voll Grütze für ihn hinzusetzen, das hatten alle seine Vorfahren bekommen, und zwar von lauter Madams, die gar keine Gelehrsamkeit besaßen. Die Grütze hatte in Butter und Sahne geschwommen. Der Katze wurde ganz feucht um den Bart, wenn sie nur davon hörte.
"Sie nennt mich einen Begriff," sagte der Kobold, "Das geht wirklich über meine Begriffe. Sie verleugnet mich ja! Das hab ich ihr abgelauert, und nun habe ich wieder gelauert. Sie sitzt da und säuselt dem Seminaristen, diesem Büchsenspanner, was vor. Ich sage mit Vatern: 'Paß du auf deinen Kochtopf auf!' Das tut sie aber nicht, und nun will ich dafür sorgen, daß er überkocht!"
Und der Kobold blies ins Feuer, daß es aufflackerte und brannte. "Surre-rurre-rug!," da kochte der Kochtopf über.
"Jetzt will ich hineingehen und Löcher in Vaters Socken zupfen!" sagte der Kobold. "Ich will ein großes Loch in den Hacken und in die Zehe bohren, dann hat sie was zu stopfen, wenn sie nicht dichten muß. Dicht-Madame, stopf Vaters Strümpfe!"
Die Katze mußte niesen; sie war erkältet, obwohl sie immer mit einem Pelz ging.
"Ich habe die Speisekammertür aufgemacht," sagte der Kobold, "da steht aufgekochte Sahne, so dick wie Mehlpaps. Willst du nicht naschen, so werde ich es tun!"
"Wenn ich doch die Schuld und die Prügel bekommen, so will ich doch auch wenigstens von der Sahne schlecken!" sagte die Katze.
"Erst die Sahne, dann die Haue!" sagte der Kobold. "Aber nun will ich in des Seminaristen Stube gehen, seine Tragbänder über den Spiegel hängen und seine Socken in die Waschschüssel legen, dann glaubt er, daß der Punsch zu stark gewesen ist und daß ihm wirr im Kopfe ist. Über Nacht saß ich auf dem Holzstapel neben der Hundehütte; es ist mein größtes Vergnügen, den Kettenhund zu necken; ich ließ meine Beine herabhängen und baumelte damit. Der Hund konnte sie nicht erreichen, wie hoch er auch sprang; das ärgerte ihn. Er kläffte und kläffte, ich baumelte und baumelte; es war ein Spektakel. Der Seminarist erwachte davon; er stand dreimal auf und guckte, aber er sah mich nicht, obwohl er eine Brille aufhatte; er schläft immer mit der Brille!"
"Sag miau, wenn die Madame kommt!" sagte die Katze. "Ich höre nicht gut, ich bin heute krank."
"Du bist nur schleckkrank!" sagte der Kobold. "Schleck drauflos, schleck die Krankheit weg! aber trockne dir den Bart, damit keine Sahne daran hängenbleibt! Ich will jetzt hingehen und lauschen."
Und der Kobold stand an der Tür, und die Tür stand angelehnt, da war niemand im Zimmer als die Madame und der Seminarist. Sie sprachen über das, was man, wie sich der Seminarist schön ausdrückte, in jedem Hause über Kochtöpfe und Kessel setzen sollte: über die Gaben des Geistes.
"Herr Kisserup," sagte die Madame, "nun will ich Ihnen in bezug hierauf etwas zeigen, was ich bisher noch keiner menschlichen Seele, am allerwenigsten aber einem Manne, gezeigt habe, nämlich meine kleinen Dichtungen, einige sind ja freilich ein wenig lang. Jetzt sollen Sie sie hören."
.. ..
Und sie entnahm der Schublade ein Schreibheft mit hellgrünem Umschlag und zwei Tintenklecksen.
"Es steht viel Ernst in dem Buch!" sagte sie. "Ich habe am meisten Sinn für das Traurige. Da ist 'Der Seufzer in der Nacht', 'Mein Abendrot' und 'Als ich Klemmensen bekam', Das letztere können Sie überschlagen, obwohl viel Gefühl und tiefe Gedanken darin sind. 'Hausfrauenpflichten' ist das beste! Aber alle Gedichte sind traurig, darin liegt nun einmal meine Begabung. Nur eins ist in scherzendem Ton gehalten, das sind einige muntere Gedanken, wie man sie ja auch haben kann - Sie müssen nicht über mich lachen! - Gedanken darüber - wenn man Dichterin ist. Das kenne nur ich selber und meine Schublade, und nun kennen Sie es, Herr Kisserup! Ich liebe die Poesie, sie kommt so über mich, sie neckt mich, sie beherrscht, regiert mich. Ich habe das in dem Gedicht 'Der kleine Kobold' zum Ausdruck gebracht. Sie kennen ja den alten Volksglauben von dem Hauskobold, der stets sein Spiel im Hause treibt. Ich habe mir gedacht, daß ich selber das Haus bin und daß die Poesie, die Gefühle in mir, der Kobold sind, der Geist, der regiert; seine Macht, seine Gewalt habe ich in 'Der kleine Kobold' besungen. Aber Sie müssen mir geloben, daß sie das niemals an meinen Mann oder an sonst jemand verraten. Lesen Sie es laut, damit ich hören kann, ob sie meine Schrift lesen können."
Und der Seminarist las, und die Madame hörte zu, und der kleine Kobold hörte zu; er horchte, wie du ja weißt, und war gerade in dem Augenblick gekommen, als die Überschrift "Der kleine Kobold" gelesen wurde.
"Das betrifft mich ja!" sagte er. "Was kann sie nur über mich geschrieben haben? Ja, ich will sie schon zwicken; ich nehme ihr die Eier weg, nehme ihr die Küchlein weg, jage dem Fettkalb das Fett ab. Sie sollen mich schon kennenlernen, Madame!"
Und er lauschte mit spitzem Mund und langen Ohren; aber je mehr er von der Herrlichkeit und Macht des Kobolds, von seiner Gewalt über die Madame hörte - damit meinte sie ja, wie du wohl weißt, die Dichtkunst, aber der Kobold hielt sich wörtlich an die Überschrift - , um so heller wurde sein Lächeln, um so mehr strahlten seine Augen vor Freude, es kam etwas Vornehmes in seine Mündwinkel; er hob seine Fersen in die Höhe, stand auf den Zehenspitzen, wurde einen ganzen Zoll größer als sonst; er war entzückt über alles, was von dem kleinen Kobold gesagt wurde.
"Die Madame hat Geist und große Bildung! Wie hab ich der Frau doch unrecht getan! Sie hat mich in ihre Dichtung eingereiht, ich werde gedruckt und gelesen werden! Von nun an soll die Katze nicht mehr Erlaubnis haben, ihre Sahne zu trinken, das werde ich selber tun! Einer trinkt weniger als zweie, das ist immer eine Ersparnis, und die will ich einführen, und die Madame will ich achten und ehren."
"Er ist ja der reine Mensch, dieser Kobold!" sagte die Katze. "Nur ein süßes Miau von der Madame, ein Miau über ihn selber, und dann ist er gleich andern Sinnes. Sie ist schlau, die Madame!"
Aber die Madame war gar nicht schlauch, aber der Kobold war so, wie sonst die Menschen sind.
Wenn du diese Geschichte nicht verstehen kannst, so darfst du fragen; aber den Kobold muß du nicht fragen und die Madame auch nicht.