El chelín de plata


Der silberne Schilling


Érase una vez un chelín. Cuando salió de la ceca, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico "¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!". Y, efectivamente, éste era su destino.
El niño lo sujetaba con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas, mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre, y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía, hasta que se lo encontró entre los dedos.
- ¡Toma! ¡Aún me queda un chelín de mi tierra! - exclamó - ¡Hará el viaje conmigo! -. Y la pieza saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le hacía.
Llevaban ya varias semanas de viaje, y el chelín recorría el vasto mundo sin saber fijamente dónde estaba. Oía decir a las otras monedas que eran francesas o italianas. Una explicaba que se encontraban en tal ciudad, pero el chelín no podía formarse idea. Nada se ve del mundo cuando se permanece siempre metido en el bolso, y esto le ocurría a él. Pero un buen día se dio cuenta de que el monedero no estaba cerrado, por lo que se asomó a la abertura, para echar una mirada al exterior. Era una imprudencia, pero pudo más la curiosidad, y esto se paga. Resbaló y cayó al bolsillo del pantalón, y cuando, a la noche, fue sacado de él el monedero, nuestro chelín se quedó donde estaba y fue a parar al vestíbulo con las prendas de vestir; allí se cayó al suelo, sin que nadie lo oyera ni lo viese. A la mañana siguiente volvieron a entrar las prendas en la habitación; el dueño se las puso y se marchó, pero el chelín se quedó atrás. Alguien lo encontró y lo metió en su bolso, para que tuviera alguna utilidad.
"Siempre es interesante ver el mundo - pensó el chelín -, conocer a otras gentes, otras costumbres".
- ¿Qué moneda es ésta? - exclamó alguien -. No es del país. Debe ser falsa, no vale.
Y aquí empieza la historia del chelín, tal y como él la contó más tarde.
- ¡Falso! ¡Que no valgo! Aquello me hirió hasta lo más profundo - dijo el chelín -. Sabía que era de buena plata, que tenía buen sonido, y el cuño auténtico. "Esta gente se equivoca - pensé - o tal vez no hablan de mí". Pero sí, a mí se referían: me llamaban falso e inútil. "Habrá que pasarlo a oscuras", dijo el hombre que me había encontrado; y me pasaron en la oscuridad, y a la luz del día volví a oír pestes: "¡Falso, no vale! Tendremos que arreglarnos para sacárnoslo de encima".
Y el chelín temblaba entre los dedos cada vez que lo colaban disimuladamente, haciéndolo pasar por moneda del país.
- ¡Mísero de mí! ¿De qué me sirve mi plata, mi valor, mi cuño, si nadie los estima? Para el mundo nada vale lo que uno posee, sino sólo la opinión que los demás se han formado de ti. Debe ser terrible tener la conciencia cargada, haber de deslizarse por caminos tortuosos, cuando yo, que soy inocente, sufro tanto sólo porque tengo las apariencias en contra. Cada vez que me sacaban, sentía pavor de los ojos que iban a verme. Sabía que me rechazarían, que me tirarían sobre la mesa, como si fuese mentira y engaño.
Una vez fui a parar a manos de una mujer vieja y pobre, en pago de su duro trabajo del día; y ella no encontraba medio de sacudírseme; nadie quería aceptarme, era una verdadera desgracia para la pobre.
- No tengo más remedio que colarlo a alguien - decía -; no puedo permitirme el lujo de guardar un chelín falso. El rico panadero se lo tragará; no le hace tanta falta como a mí; pero, sea como fuere, es una mala acción de mi parte.
- ¡Vaya! ¡Encima voy a ser una carga sobre la conciencia de esta vieja! - suspiró el chelín -. ¿Tanto he cambiado en estos últimos tiempos?
La mujer se fue a la tienda del rico panadero, pero el hombre era perito en materia de monedas buenas y falsas. No me quiso, y hube de sufrir que me arrojaran a la cara de la vieja, la cual tuvo que volverse sin pan. Mi corazón sangraba, pues sólo me habían acuñado para causar disgustos a los demás. ¡Yo, que de joven tanta confianza había merecido y había estado tan seguro y orgulloso de mi valor y de la autenticidad de mi cuño! Me invadió una melancolía tal como sólo un pobre chelín puede sentir cuando nadie lo quiere.
Pero la mujer se me llevó nuevamente a su casa y me miró con cariño, con dulzura y bondad. "¡No, no engañaré a nadie más contigo! - dijo -. Voy a agujerearte para que todo el mundo vea que eres falso; y, no obstante - se me ocurre una idea -, tal vez eres una moneda de la suerte. Se me acaba de ocurrir este pensamiento, y quiero creer en él. Haré un agujero en el chelín, le pasaré un cordón y lo colgaré del cuello del pequeñuelo de la vecina como moneda de la suerte".
Y me agujereó, operación nada agradable, pero que uno soporta cuando se hace con buena intención. Me pasaron un cordón por el orificio, y quedé convertido en una especie de medallón. Colgáronme del cuello del niño, que me sonrió y me besó; y toda la noche descansé sobre el pecho calentito e inocente de la criatura.
A la mañana siguiente, la madre me cogió entre sus dedos y me examinó; pronto comprendí que traía alguna intención. Cogiendo las tijeras, cortó la cuerdecita que me ataba.
- ¿El chelín de la suerte? - dijo -. Pronto lo veremos -. Me puso en vinagre, con lo que muy pronto estuve completamente verde. Luego taponó el agujero y, tras haberme frotado un poco, al atardecer se fue conmigo a la administración de loterías para comprar un número, que debía ser el de la suerte.
¡Qué mal lo pasé! Sentíame oprimido como si fuese a romperme; sabía que me calificarían de falso y me rechazarían, y ello en presencia de todo aquel montón de monedas, todas con su cara y su inscripción, de que tan orgullosas podían sentirse. Pero me fue ahorrada aquella vergüenza; había tanta gente en el despacho de loterías, y el hombre estaba tan atareado, que fui a parar a la caja junto con las demás piezas. Si luego salió premiado el billete, es cosa que ignoro; lo que sí sé es que al día siguiente fui reconocido por falso, puesto aparte y destinado a seguir engañando, siempre engañando. Esto es insoportable cuando se tiene una personalidad real y verdadera, y nadie puede negar que yo la tengo.
Durante mucho tiempo fui pasando de mano en mano, de casa en casa, recibido siempre con improperios, y siempre mal visto. Nadie fiaba en mí; yo había perdido toda confianza en mí mismo y en el mundo. ¡Fueron duros aquellos tiempos!
Un día llegó un viajero; me pusieron en sus manos, y el hombre fue lo bastante cándido para aceptarme como moneda corriente. Pero cuando llegó el momento de pagar conmigo, volví a oír el sempiterno insulto: "No vale. Es falso".
- Pues yo lo tomé por bueno - dijo el hombre, examinándome con detenimiento. Y, de repente, se dibujé una amplia sonrisa en su cara, cosa que no se había producido en ninguna de cuantas me habían mirado. - ¡Qué es esto! - exclamó -. Pero si es una moneda de mi país, un bueno y auténtico chelín de casa, que agujerearon y ahora tienen por falso. ¡Vaya caso divertido! Me lo guardaré y me lo llevaré a mi tierra.
Me estremecí de alegría al oírme llamar chelín bueno y legítimo. Volvería a mi patria, donde todos me conocerían, y sabrían que soy de buena plata y de auténtico cuño. Habría echado chispas de puro gozo, pero eso de despedir chispas no me va, lo hace el acero, pero no la plata.
Me envolvieron en un papel fino y blanco para no confundirme con las demás monedas y pasarme por descuido. Y sólo me sacaban en ocasiones solemnes, cuando acertaban a encontrarse paisanos míos, y siempre hablaban muy bien de mí. Decían que era interesante; es chistoso eso de ser interesante sin haber pronunciado una sola palabra. Y al fin volví a mi patria. Mis penalidades tocaron a su fin y comenzó mi dicha. Era de buena ley, llevaba el cuño legitimo, y el haber sido agujereado para marcarme como falso no suponía desventaja alguna. Con tal de no serlo, la cosa no tiene importancia. Hay que tener paciencia y perseverar, que con el tiempo se hace justicia. Ésta es mi creencia - terminó el chelín.
Es war einmal ein Schilling, blank ging er aus der Münze hervor, sprang und klang. "Hurra! Jetzt geht's in die weite Welt hinaus!" Und er kam freilich in die weite Welt hinaus.
Das Kind hielt ihn mit warmen Händen, der Geizige mit kalten, krampfhaften Händen; der Ältere wendete und drehte ihn Gott weiß wie viele Male, während die Jugend ihn gleich wieder rollen ließ. Der Schilling war aus Silber, hatte sehr wenig Kupfer an sich und befand sich bereits ein ganzes Jahr in der Welt, das heißt in dem Land, in dem er geprägt worden war. Eines Tages aber ging er auf Reisen ins Ausland; er war die letzte Landesmünze im Geldbeutel, den ein reisender Herr bei sich hatte, der Herr wußte selber nicht, daß er den Schilling noch hatte, bis er ihm unter die Finger kam. "Hier habe ich ja noch einen Schilling aus der Heimat!" sagte er, "nun, der kann die Reise mitmachen!" und der Schilling klang und sprang vor Freude, als er ihn wieder in den Beutel steckte. Hier lag er nun bei fremden Kameraden, die kamen und gingen, einer machte dem anderen Platz, aber der Schilling aus der Heimat blieb immer im Beutel, das war eine Auszeichnung.
Mehrere Wochen waren schon verstrichen, und der Schilling war weit in die Welt hinausgelangt, ohne daß er doch eigentlich wußte, wo er sich befand; zwar erfuhr er von den anderen Münzen, daß sie französische und italienische seien. Eine sagte, sie seien jetzt in dieser Stadt, eine andere sagte, in jener, allein der Schilling konnte sich keine Vorstellung von alledem machen; man sieht nichts von der Welt, wenn man immer im Sack steckt, und das war ja sein Los. Doch eines Tages, wie er so dalag, bemerkte er, daß der Geldbeutel nicht zugemacht war, und so schlich er sich bis an die Öffnung vor, um ein wenig hinauszuschauen; das hätte er nun freilich nicht tun sollen, er war aber neugierig und das rächt sich; er glitt hinaus in die Hosentasche, und als abends der Geldbeutel herausgenommen wurde, lag der Schilling noch da, wo er hingerutscht war, und kam mit den Kleidern auf den Vorplatz hinaus; dort fiel er sogleich auf den Fußboden, niemand hörte das, niemand sah das.
Am anderen Morgen wurden die Kleider wieder in das Zimmer getragen, der Herr zog sie an, reiste weiter, und der Schilling blieb zurück, er wurde gefunden, sollte wieder Dienste tun, und ging mit drei anderen Münzen aus. "Es ist doch angenehm, sich in der Welt umzuschauen," dachte der Schilling, "Andere Menschen, andere Sitten kennenzulernen."
"Was ist das für ein Schilling!" hieß es in demselben Augenblick. "Das ist keine Landesmünze! Der ist falsch! Der taugt nichts!"
Ja, nun beginnt die Geschichte des Schillings, wie er sie später selber erzählte. "Falsch! Taugt nichts! – Dies ging mir durch und durch," erzählte der Schilling. "Ich wußte, ich war von gutem Klang und hatte ein echtes Gepräge. Die Leute mußten sich jedenfalls irren, mich konnten sie nicht meinen, aber sie meinten mich doch! Ich war es, den sie falsch nannten; ich taugte nichts.
'Den muß ich im Dunkeln ausgeben!' sagte der Mann, der mich erhalten hatte, und ich wurde im Dunkeln ausgegeben und am hellen Tag wieder ausgeschimpft. 'Falsch, taugt nichts! Wir müssen machen, daß wir ihn los werden!' "
Und der Schilling zitterte zwischen den Fingern der Leute jedesmal, wenn er heimlich fortgeschafft wurde und als Landesmünze gelten sollte. "Ich elender Schilling! Was hilft mir mein Silber, mein Wert, mein Gepräge, wenn das alles keine Geltung hat! In den Augen der Welt ist man eben das, was die Welt von einem hält! Es muß entsetzlich sein, ein böses Gewissen zu haben, sich auf bösen Wegen umherzuschleichen, wenn mir, der ich doch ganz unschuldig bin, schon so zumute sein kann, weil ich bloß das Aussehen habe! Jedesmal, wenn man mich hervorsuchte, schauderte ich vor den Augen, die mich ansehen würden, wußte ich doch, daß ich zurückgestoßen, auf den Tisch hingeworden werden würde, als sei ich Lug und Trug. Einmal kam ich zu einer alten, armen Frau, sie erhielt mich als Tagelohn für harte Arbeit, allein sie konnte mich nun gar nicht wieder los werden. Niemand wollte mich annehmen, ich war der Frau ein wahres Unglück. 'Ich bin wahrhaftig gezwungen, jemanden mit dem Schilling anzuführen', sagte sie, 'ich kann mit dem besten Willen einen falschen Schilling nicht aufheben; der reiche Bäcker soll ihn haben, er kann es am besten verschmerzen – aber unrecht ist es trotzdem, daß ich's tue'."
"Auch das Gewissen der Frau muß ich noch obendrein belasten!" seufzte es in dem Schilling. "Habe ich mich denn auf meine alten Tage wirklich so verändert?"
"Und die Frau begab sich zu dem reichen Bäcker, aber der kannte gar zu gut die gängigen Schillinge, als daß er mich hätte behalten wollen, er warf mich der Frau gerade ins Gesicht, Brot bekam sie für mich nicht, und ich fühlte mich so recht von Herzen betrübt, daß ich solchergestalt zu anderer Ungemach geprägt worden war, ich, der ich in meinen jungen Tagen so freudig und sicher mir meines Wertes und echten Gepräges bewußt gewesen war! So recht traurig wurde ich, wie es ein armer Schilling werden kann, wenn niemand ihn haben will. Die Frau nahm mich aber wieder mit nach Hause, sie betrachtete mich mit einem herrlichen, freundlichen Blick und sagte: 'Nein, ich will niemanden mit dir anführen! Ich will ein Loch durch dich schlagen, damit jedermann sehen kann, daß du ein falsches Ding bist, und doch – das fällt mir jetzt so ein – du bist vielleicht gar ein Glücksschilling, kommt mir doch der Gedanke so ganz von selber, so daß ich daran glauben muß! Ich werde ein Loch durch den Schilling schlagen und eine Schnur durch das Loch ziehen und dem Kleinen der Nachbarsfrau den Schilling um den Hals als Glücksschilling hängen.' Und sie schlug ein Loch durch mich; angenehm ist es freilich nicht, wenn ein Loch durch einen geschlagen wird, allein wenn es in guter Absicht geschieht, läßt sich vieles ertragen! Eine Schnur wurde auch durchgezogen, ich wurde eine Art Medaillon zum Tragen, man hing mich um den Hals des kleinen Kindes, und das Kind lächelte mich an, küßte mich, und ich ruhte eine ganze Nacht an der warmen, unschuldigen Brust des Kindes.
Als es Morgen ward, nahm die Mutter mich zwischen ihre Finger, sah mich an und hatte so ihre eigenen Gedanken dabei, das fühlte ich bald heraus. Sie suchte eine Schere hervor und schnitt die Schnur durch.
'Glücksschilling!' sagte sie. 'Ja, das werden wir jetzt erfahren!' Und sie legte mich in Essig, bis ich ganz grün wurde, darauf kittete sie das Loch zu, rieb mich ein wenig und ging nun in der Dämmerstunde zum Lotterieeinnehmer, um sich ein Los zu kaufen, das Glück bringen sollte.
Wie war mir übel zumute! Es zwickte in mir, als müßte ich zerknicken, ich wußte, daß ich falsch genannt und hingeworfen werden würde, und zwar gerade vor die Menge von Schillingen und Münzen, die mit Inschrift und Gesicht dalagen, auf welche sie stolz sein konnten; aber ich entging der Schande; beim Einnehmer waren viele Menschen, er hatte gar viel zu tun, und ich fuhr klingend in den Kasten unter die anderen Münzen ob später das Los gewann, weiß ich nicht, das aber weiß ich, daß ich schon am andern Morgen als ein falscher Schilling erkannt, auf die Seite gelegt und ausgesandt wurde, um zu betrügen und immer zu betrügen. Es ist nicht auszuhalten, wenn man einen redlichen Charakter hat, und den kann ich mir selber nicht absprechen.
Jahr und Tag ging ich in solcher Weise von Hand zu Hand, von Haus zu Haus, immer ausgeschimpft, immer ungern gesehen; niemand traute mir, und ich traute mir selber, traute der Welt nicht, das war eine schwere Zeit! Da kam eines Tages ein Reisender, ein Fremder an, bei dem wurde ich angebracht, und er war treuherzig genug, mich für gängige Münze anzunehmen; aber nun wollte er mich abermals ausgeben, und ich vernahm wieder die Ausrufe: 'Taugt nichts! Falsch!'
'Ich habe ihn für echt erhalten', sagte der Mann und betrachtete mich dabei recht genau; plötzlich lächelte er über sein ganzes Gesicht, das geschah sonst bei keinem Gesicht, wenn man mich betrachtete. 'Nein, was ist doch das!' sagte er. 'Das ist ja eine unserer Landesmünzen, ein guter, ehrlicher Schilling aus der Heimat, durch den man ein Loch geschlagen hat, den man falsch nennt. Das ist in der Tat kurios! Dich werde ich mit nach Hause nehmen!'
Die Freude durchrieselte mich, man hieß mich einen guten, ehrlichen Schilling, und in die Heimat sollte ich zurückkehren, wo jedermann mich erkennen und wissen würde, daß ich aus gutem Silber war und echtes Gepräge hatte. Ich hätte vor Freude Funken schlagen können, aber es liegt nun einmal nicht in meiner Natur, zu sprühen, das kann wohl der Stahl, nicht aber das Silber.
Ich wurde in feines, weißes Papier eingewickelt, damit ich nicht mit den anderen Münzen verwechselt werden und abhanden kommen konnte, und bei festlichen Gelegenheiten, wenn Landsleute sich begegneten, wurde ich vorgezeigt, und es wurde sehr gut von mir gesprochen; sie sagten, ich sei interessant; es ist freilich merkwürdig, daß man interessant sein kann, ohne ein einziges Wort zu sagen.
Und endlich kam ich in die Heimat an! All meine Not hatte ein Ende, die Freude kehrte wieder bei mir ein, war ich doch aus gutem Silber, hatte das echte Gepräge! Und gar keine Widerwärtigkeiten hatte ich mehr auszustehen, obgleich man das Loch durch mich geschlagen hatte, weil ich als falsch galt, doch das tut nichts, wenn man es nur nicht ist! Man muß ausharren, alles kommt schließlich mit der Zeit zu seinem Recht! Das ist mein Glaube," sagte der Schilling.