Ana Isabel


Anne Lisbeth


Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, adornóse con vestidos de seda y terciopelo... No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años - con el tiempo, la mala hierba crece - creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.
El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie.
¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie.
Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, habríase dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era.
El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. "Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía", pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero, mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel.
El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores.
¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito:
- ¡Dios nos ampare!
La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: "¡Nadie me ha querido!".
Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condesito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorce años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
- Tendré que decidirme - dijo Ana Isabel -. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condesito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía "An-Lis". Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.
Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Volvióse para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. - ¡Está bien! - dijo él, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.
Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Sentíase muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento.
En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente.
- ¡Pajarraco de mal agüero! - exclamó ella.
Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación.
- ¡Cómo te luce el pelo! - dijo la mujer del peón -. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas.
- Desde luego - respondió Ana Isabel.
- La barca se fue a pique con ellos - dijo la mujer -. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel!
- ¡Ahogados! - exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condesito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza.
- ¡Maldito pajarraco! - exclamó -. Bastante me ha asustado hoy.
Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; llegábale incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condesito, que le decía:
- ¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: "¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!". Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Sentíase tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.
El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.
Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. "Toda buena acción lleva su bendición", está escrito allí; y también: "En el pecado está la muerte". Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir.
En nuestro corazón - el tuyo, el mío - hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está ,sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla... ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Acercóse a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Asustóse mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino viniéronle a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del "fantasma de la costa", el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. "¡Tente firme, tente firme!", decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: "¡Tente firme, tente firme!". Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: "¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!". Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Volvióse ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. "¡Tente firme, tente firme!", pensó, y al volverse a mirar a la luna parecióle como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: "¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!", creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. "¡Entiérrame, entiérrame!", decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yacente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: "¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!". Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: "¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!".
La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes.
En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril.
Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. "¡Entiérrame, entiérrame!", oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Decíase que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: "¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!".
Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: "¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!", decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba.
Arrojóse al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos.
"¡Entiérrame, entiérrame!", resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. "¡Sólo media tumba!", oyóse en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada.
Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera.
Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Pasáronse todo el día siguiente buscándola sin resultado.
Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: "¡Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos, convertios al Señor!". "Casualidad - dijo la gente -. ¡Hay tantas casualidades!".
En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: "Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo". Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia.
- Ahora estoy en la casa de Dios - dijo ella -. Y aquí se está a salvo.
Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.
Anne Lisbeth war wie Milch und Blut, jung, frisch und fröhlich, wunderschön sah sie aus, blendend weiße Zähne, klare Augen hatte sie, leicht war ihr Fuß im Tanze und ihr Sinn noch leichter! Was kam aber dabei heraus? "Ein häßlicher Bube!" Nein, schön war er nicht!" Er wurde bei der Frau des Feldarbeiters "abgegeben." Anne Lisbeth kam ins gräfliche Schloß, saß dort im Prunkzimmer, angetan mit Sammet und Seide, kein Wind durfte sie anwehen, niemand ihr ein hartes Wort sagen, hätte ihr das doch Schaden bringen können, und das dufte ja nicht sein. Sie stillte das gräfliche Kind, und das war fein und zart wie ein Prinz, schön wie ein Engel; wie liebte sie dieses Kind! Ihr eigenes, ja, das war untergebracht, war bei dem Feldarbeiter, wo nicht der Topf, wohl aber der Mund überkochte und wo in der Regel niemand zu Hause war bei dem Knaben. Dieser weinte dann - aber was ich nicht weiß, macht mich nicht heiß -, er weinte sich in den Schlaf und im Schlaf empfindet man weder Hunger noch Durst; der Schlaf ist eine gar gute Erfindung. Mit den Jahren - auch Unkraut schießt empor - schoß Anne Lisbeths Knabe in die Höhe, und doch war er im Wachstum zurück, sagte man; aber in die Familie war er ganz und gar hineingewachsen, sie hatten Geld dafür erhalten. Anne Lisbeth war ihn ganz los, sie war eine Stadtdame geworden, hatte es gut und gemütlich zu Hause und trug Hut und Schleier, wenn sie spazierenging; aber sie spazierte nie zu dem Feldarbeiter hinaus, das war zu weit von der Stadt entfernt, und sie hatte ja dort auch nichts zu tun, der Knabe gehörte den Arbeiterleuten, und sein Essen hatte er, sagte Sie, und was tun fürs Essen müsse er auch, und deshalb hütete er Matz Matzens rote Kuh, er konnte schon Vieh hüten und sich nützlich machten.
Der Kettenhund auf der Bleiche des Herrenhofes sitzt stolz im Sonnenschein oben auf seiner Hütte und bellt jeden an, der vorübergeht; gibt es Regen, verkriecht er sich in die Hütte und liegt dort warm und trocken. Anne Lisbeths Knaben saß auf dem Feldzaun im Sonnenschein und schnitzte einen Spannpflock, denn im Frühling hatte er drei Erdbeerpflanzen entdeckt, die in Blüte standen, die würden sicher Beeren tragen. Er saß draußen in Regen und Wetter und ward naß bis auf die Haut, der scharfe Wind trocknete ihm nachher die Kleider am Leib. Kam er einmal auf den Herrenhof, wurde er geknufft und gestoßen, er sei gar zu häßlich, sagten die Mägde und Knechte, daran war er gewöhnt, niemand liebte ihn!
So erging es Anne Lisbeths Knaben, und wie sollte es ihm anders ergehen! Sein Los war nun einmal, niemals geliebt zu werden.
Bisher eine "Landkrabbe," wurde er nun vom Land "über Bord" geworfen, er fuhr zur See mit einem elenden Fahrzeug, saß am Ruder, während der Schiffer beim Schnapsglas saß; schmutzig und häßlich war er, durchgefroren und heißhungrig, man sollte meinen, er sei nie satt gewesen, und das war auch der Fall. Es war Spätherbst, rauhes, nasses, windiges Wetter; der Wind schnitt kalt durch die dicken Kleider, namentlich auf See; und da fuhr ein elendes Fahrzeug mit einem einzigen Segel und nur zwei Mann an Bord, ja, nur anderthalb, hätte man sagen können, dem Schiffer und seinem Schiffsjungen. Dämmerlicht war den ganzen Tag über gewesen, jetzt wurde es finster; es herrschte eine schneidende Kälte Der Schiffer trank einen Schnaps, der ihn von innen erwärmen konnte! Die Flasche war alt, das Glas auch, oben war es ganz, aber der Fuß war abgebrochen, und nun stand es auf einem geschnitzten, blau angestrichenen Holzklötzchen. Ein Schnaps tut wohl, zwei tun noch wohler, meinte der Schiffer. Der Junge saß am Ruder, das er mit seinen harten, schwieligen Händen festkeilt; häßlich war er, das Haar struppig, er selber verkrüppelt und verkümmert, er war des Feldarbeiters Kind - im Kirchenbuch hieß er Anne Lisbeths Kind.
Der Wind flog auf seine Weise, das Fahrzeug auf seine dahin. Das Segel blähte sich, der Wind war hineingesprungen, es ging in sausender Fahrt, rauh, naß ringsumher, und noch ärger konnte es kommen! Halt! Was war nur das? Was stieß da, was zersprang dort, was ergriff das Schiff? Es drehte sich, legte sich um! War das ein Wolkenbruch? erhob sich eine Sturzsee? Der Junge am Ruder schrie laut auf: "In Jesu Namen!" Das Fahrzeug war auf einen großen Fels am Meeresoden gestoßen und sank wie ein alter Schuh in der Gosse, versank mit Mann und Maus, wie man sagt; und Mäuse waren an Bord, aber nur anderthalb Mann: Der Fischer und des Feldarbeiters Junge. Niemand sah es, außer den schwimmenden Möwen und den Fischen dort unten, und die sahen es auch nicht einmal recht, denn sie fuhren erschrocken auseinander, als das Wasser ins Schiff hineinbrauste und es versank. Kaum einen Faden unter dem Wasserspiegel lag es; diese beiden waren untergebracht, begraben und vergessen! Nur das Glas mit dem blauen hölzernen Fuß sank nicht. der Fuß hielt es oben; das Glas trieb dahin um zerbrochen und an die Küste gespült zu werden - wo und wann? Ja, wem läge wohl daran? Hatte es doch jetzt ausgedient und war es doch geliebt worden, nicht so Anne Lisbeths Knaben" Doch im Himmel wird keine Seele mehr sagen können: "Niemals geliebt!"
Anne Lisbeth wohnte in der Stadt, und zwar seit vielen Jahren hieß Madame und fühlte sich erst recht, wenn sie auf die alten Erinnerungen zu sprechen kam, auf die "gräfliche" Zeit, als sie in der Kutsche fuhr und mit Gräfinnen und Baroninnen verkehren konnte. Ihr süßes Grafenkind war der schönste Engel, die liebste Seele, es hatte sie so sehr geliebt und sie es wieder geliebt; sie hatten sich geküßt und geherzt, der Knabe war ihre Freude, ihr halbes Leben. Jetzt war er groß, vierzehn Jahre alt, schön und gelehrt; sie hatte ihn nicht wiedergesehen, seit sie ihn auf ihren Armen getragen; sie war seit vielen Jahren nicht mehr im gräflichen Schloß gewesen, war es doch eine ganze Reise bis dorthin!
"Ich muß mich mal aufraffen!" sagte Anna Lisbeth, "ich muß hin zu meiner Herrlichkeit, zu meinem süßen Grafenkind! Ja, er sehnt sich gewiß auch nach mir. Der junge Graf denkt an mich, liebt mich wie damals, als er mit seinen Engelsarmen an meinem Halse hing und rief "An-Lis!" es klang wie eine Violine! Ja, ich muß mich aufraffen und ihn wiedersehen!"
Sie fuhr in einem Schlächterwagen ins Land hinein, ging weiter zu Fuß und gelangte auf das gräfliche Schloß. Es war groß und prächtig, wie es immer gewesen, der Garten wie früher, von außen gesehen, aber die Leute drinnen im Hause waren ihr alle fremd, nicht einer unter ihnen kannte Anne Lisbeth, sie wußten nicht, was sie einst hier bedeutet hatte, aber die Gräfin würde es ihnen schon sagen, auch ihr eigener süßer Knabe; wie sehnte sie sich nach ihm!
Nun war Anne Lisbeth da; lange mußte sie oben warten, und dem Wartenden wird die Zeit lang! Ehe die Herrschaft zur Tafel ging, wurde sie zur Gräfin beschieden und sehr freundlich angesprochen. Ihren süßen Knaben sollte sie nach der Tafel sehen, sie sollte wieder hereingerufen werden.
Wie war er groß und lang und dünn geworden! Aber die wunderschönen Augen hatte er noch und den engelsüßen Mund! Er sah sie an, aber er sprach kein Wort. Er erkannte sie gewiß nicht wieder. Er wandte sich um, wollte weitergehen, da ergriff sie seine Hand und drückte sie an ihren Mund. "Gut, gut!" sagte er, und daraufhin ging er aus der Stube, er, der Gedanke ihrer Liebe, er, den sie am meisten geliebt hatte und am meisten liebte, er, ihr ganzer Erdenstolz!
Anne Lisbeth ging vor das Schloß und auf die offene Landstraße, ihr war traurig zumute; hatte er doch so fremd mit ihr getan, hatte er doch keinen Gedanken, kein Wort für sie gehabt, er, den sie einst bei Tag und Nacht getragen und immer noch in ihren Gedanken trug!
Ein großer, schwarzer Rabe schoß vor ihr auf der Landstraße nieder und schrie wieder und wieder auf. "Eia" sagte sie, "was bist du doch für ein Unglücksvogel!" Sie kam an dem Haus des Feldarbeiters vorüber; die Frau stand in der Tür, und beide sprachen miteinander.
"Du siehst gut aus!" sagte die Frau, "du bist dick und fett, dir geht es gut!" - "Oh ja! antwortete Anne Lisbeth. "Das Schiff ist mit ihnen untergegangen!" sagte die Frau. "Lars Schiffer und der Junge sind ertrunken, alle beide. Mit ihnen hat es ein Ende. Hatte ich doch immer geglaubt, der Junge würde mir einmal mit ein paar Talern aushelfen können, dich kostet er nun nichts mehr, Anne Lisbeth!"
"Sie sind ertrunken?" sagte Anne Lisbeth, und sie sprachen nicht mehr über die Angelegenheit. Anne Lisbeth war recht betrübt, weil ihr Grafenkind keine Lust gehabt hatte, mit ihr zu sprechen, mit ihr, die sie ihn so sehr liebte und den langen Weg zurückgelegt hatte, um zu ihm zu gelangen; und Geld hatte die Reise auch gekostet, aber das Vergnügen, welches ihr auf dem Schloß zuteil geworden, war nicht groß, doch hier sprach sie davon kein Wort, sie wollte ihr Herz nicht dadurch erleichtern, daß sie der Arbeitersfrau davon erzählte, könnte die doch leicht glauben, sie genieße nicht mehr das frühere Ansehen bei der Grafenfamilie.
Da schrie der Rabe wieder und flog über sie hin. "Das schwarze Untier!" sagte Anne Lisbeth. "Wird mir heute noch einen Schrecken einjagen!"
Sie hatte Kaffeebohnen und Zichorie mitgebracht, weil sie dachte, es wäre für die arme Frau eine Wohltat, wenn sie ihr dies gab, damit sie eine Tasse Kaffee kochen könne; sie selbst könnte dann auch eine Tasse trinken. Die Frau machte sich daran, den Kaffe zu kochen, während Anne Lisbeth sich auf einem Stuhl niederließ und dort ermüdet einschlief. Es träumte ihr von dem, von dem ihr noch nie geträumt hatte; sonderbar, ihr träumte von ihrem eigenen Kind, das hier in der armen Hüte des Feldarbeiters gehungert und geweint hatte, sich in Wind und Wetter umhergetrieben hatte und jetzt in der Meerestiefe lag, der liebe Gott wußte, wo! Ihr träumte, daß sie säße, wo sie gerade saß, und daß die Frau mit Kaffeekochen beschäftigt wein, sie roch sogar die Bohnen, und in der Tür der Hütte, auf der Schwelle, stand eine wunderschöne Gestalt, die war ebenso schön wie das Grafenkind, und dieses Kind sprach zu ihr:
"Jetzt geht die Welt unter! Halte dich an mir fest, denn du bist doch meine Mutter. Du hast einen Engel im Himmel! Halte dich an mir fest!" Und das Kind, der Engel, griff nach ihr, und ein grausiges Gekrach ertönte, die Welt ging aus den Fugen, und der Engel erhob sich über die Erde und hielt sie fest an ihrem Hemdärmel, so fest, schien ihr, daß sie von der Erde emporgehoben wurde; aber es hängte sich wiederum etwas sehr schwer an ihre Füße, lag schwer über ihrem Körper, es war, als klammerten sich Hunderte von Weibern fest an sie und als riefen sie: "Sollst du gerettet werden, müssen wir auch gerettet werden! Angeklammert! Angeklammert!" Und dann klammerten sie sich alle an; es waren zu viele, ritsch ratsch! und der Ärmel riß, und Anne Lisbeth fiel entsetzt herunter, so daß sie dabei erwachte! - und sie war in der Tat eben nahe daran, mitsamt dem Stuhl, auf dem sie saß, umzustürzen; sie war dermaßen erschrocken und verwirrt, daß sie sich dessen nicht entsinnen konnte, was sie geträumt hatte, aber etwas Böses war es gewesen.
Nun wurde der Kaffee getrunken, dann wurde geplaudert, und endlich ging Anne Lisbeth weiter auf das Städtchen zu, wo sie den Fuhrmann antreffen wollte, um noch in derselben Nacht mit diesem in ihre Heimat zu fahren. Als sie aber mit dem Fuhrmann sprach, sagte derselbe, er könne erst am Abend des nächsten Tages zum Fahren fertig sein. Sie sann jetzt über die Kosten und die Länge des Weges nach, und indem sie bedachte, daß der Weg, wenn sie längs der Meeresküste ging, schon zwei Meilen kürzer sei als der Fahrweg und daß es klares Wetter und wohl auch Mondschein geben würde, da entschloß sie sich, ihn zu Fuß zurückzulegen und sogleich weiterzuwandern, so würde sie schon am nächsten Tage zu Hause sein.
Die Sonne war untergegangen, das Abendläuten von den Glocken der Dorfkirchen hallte noch durch die Luft - doch nein, es waren die Glocken nicht, sondern die Unken, die im Schilfe klagten. Jetzt schwiegen sie, alles ringsum war still, nicht einen Vogel vernahm man, alle waren zur Ruhe gegangen, selbst die Eule mochte nicht zu Hause sein; lautlose Stille herrschte am Waldesrand und Meeresstrand; wie sie dahinschritt am Ufer, hörte sie ihre eigenen Fußtritte im Sand; das Meer hatte keinen Wellenschlag, alles draußen über dem tiefen Gewässer war verstummt. Alle waren verstummt, die Lebendigen und die Toten des Meeres.
Anne Lisbeth schritt dahin, sie dachte, wie man sagt, an gar nichts, sie war abwesend von ihren Gedanken, aber die Gedanken waren von ihr nicht abwesend, die sind niemals von uns abwesend, sie schlummern nur so, sowohl die gedachten Gedanken, die untergetaucht sind, als auch diejenigen, die sich noch nicht gerührt haben. Aber diese Gedanken brechen zu ihrer Zeit hervor, sie rühren sich bald im Herzen, bald im Kopfe; sie stürzen sich gleichsam auf uns herab!
Es steht geschrieben: "Eine gute Tat trägt ihre segensreiche Frucht!" Und so steht auch geschrieben: "In der Sünde ist der Tod!" Vieles steht geschrieben, vieles ist gesagt worden, man weiß es nicht, man entsinnt sich dessen nicht, so erging es Anne Lisbeth; allein es kann einem ein Licht aufgehen, das Vergessene kann sich einem nahen!
Alle Laster, alle Tugenden liegen in unserm Herzen: in deinem, in meinem; sie liegen dort als kleine unscheinbare Samenkörner; von außen her kommt dann ein Sonnenstrahl, die Berührung einer bösen Hand. Du biegst um die Ecke, nach rechts oder links, ja, das kann entscheidend sein, und das kleine Samenkorn wird erschüttert, es schwillt auf dabei, es zerspringt und ergießt seine Säfte in all dein Blut, und nun bist du schon getrieben von dir selbst! Es gibt qualvolle Gedanken, die hat man nicht, wenn man so gleichsam schlummernd umherwandelt, aber sie sind da, sie gären im Herzen; Anne Lisbeth schritt so mit schlummernden Sinnen dahin, die Gedanken gärten! Von Lichtmeß zu Lichtmeß ist dem Herzen viel aufgerechnet worden, es hat eine ganze Jahresrechnung. Vieles ist vergessen, Sünden in Worten und Gedanken gegen Gott, unseren Nächsten und gegen unser eigenes Gewissen, wir denken nicht darüber nach, und Anne Lisbeth tat das auch nicht; sie hatte nichts verbrochen gegen das öffentliche Recht und Gesetz, sie war sehr gut angesehen, eine ehrenwerte, geachtete Person, das wußte sie. Und wie sie so einherschritt am Meeresufer - was lag denn dort? Sie blieb stehen; was war dort angeschwemmt? Ein alter Männerhut lag da. Wo möchte der wohl über Bord gegangen sein? Sie trat näher heran, blieb stehen und blickte den Hut an. Ja, was lag den dort? Sie fuhr erschrocken zusammen; allein es war nichts, worüber sie erschrocken war, es war Seegras und Schilf, das sich über einen großen länglichen Stein gelegt hatte, sah es doch ganz aus wie ein Mensch, es war nur Schilf und Seegras, aber sie erschrak doch, und indem sie weiterschritt, kam ihr so vieles in den Sinn, was sie als Kind gehört hatte, alter Aberglaube von Gespenstern am Meeresufer, dem Geist des Ertrunkenen und nicht Begrabenen, der an der öden Meeresküste angeschwemmt liegt. Der tote Leib, der tue niemandem etwas zu Leide, aber sein Geist, ja, der verfolge den einsamen Wanderer, hänge sich an denselben und fordere, zum Kirchhof getragen zu werden, um in geweihter Erde zu liegen. Angeklammert! Angeklammert! rufe das Gespenst. Und als Anne Lisbeth still für sich diese Worte wiederholte, stand ihr plötzlich ihr ganzer Traum vor Augen, leibhaftig wie er gewesen war, wie die Mutter sich an sie angeklammert und dieses Wort immerfort gerufen hatten, als die Welt versank, ihr Hemdärmel zerriß und sie aus den Händen ihres Kindes fiel, das sie in der Stunde des Jüngsten Gerichts hatte retten wollen. Ihr Kind, ihr eigenes, leibliches Kind, das sie nie geliebt hatte, ja, für das sie nicht einmal einen Gedanken gehabt hatte, dieses Kind lag jetzt auf dem Meeresgrunde, es konnte als Gespenst aus den Wellen auftauchen und rufen: "Angeklammert! Trage mich in geweihte Erde!" Und als sie daran dachte, prickelte ihr die Angst in den Fersen, so daß sie schneller dahinschritt; die Furcht kam heran als eine kalte, nasse Hand und legte sich in ihre Herzgrube, so daß sie fast ohnmächtig ward, und wie sie nun über das Meer hinausblickte, wurde dort alles dicker und dichter; ein schwerer Nebel wälzte sich heran, legte sich um Gebüsch und Baum, diese sonderbar gestaltend. Sie wandte sich um und schaute nach dem Mond, der hinter ihr stand; der war wie eine blasse Scheibe, ohne Strahlen, es war, als habe sich ein Etwas schwer auf alle ihre Gliedmaßen gelegt. Angekammert! Angeklammert! dachte sie, und als sie sich wieder umdrehte und den Mond anblickte, schien es ihr, als sei dessen weißes Gesicht ihr ganz nahe, und der Nebel hing ihr wie ein Gewand von den Schultern herab. "Angeklammert! Trage mich in geweihte Erde!" klang es in ihren Ohren, so hohl, so gar sonderbar, der Laut kam nicht von den Unken, nicht von den Raben oder Krähen, es war nichts von ihnen zu sehen. "Ein Grab! Grab mir ein Grab!" klang es ganz laut; ja, es war der Strandgeist von ihrem Kinde, das auf dem Meeresgrunde lag, das keinen Frieden fand, bevor es nicht auf den Kirchhof getragen und ihm ein Grab in geweihter Erde geschaufelt worden war. Dorthin wollte sie gehen, dort wollte sie graben, und sie schritt dahin in der Richtung, in der die Kirche lag, und es schien ihr dabei, als werde die Last ihr leichter, ja, sie verschwand, und da wollte sie wieder umkehren und auf dem kürzesten Wege nach Hause gehen, aber da faßte es sie wieder an: "Angeklammert! Angeklammert!" Es hörte sich an wie das Quaken der Frösche, wie das Klagen eines Vogels, nein, es klang ganz deutlich: "Ein Grab! Grab mir ein Grab!"
Der Nebel war kalt und feucht, Hand und Gesicht waren ihr kalt und naß vor Entsetzen, an ihren Körper faßte es und legte sich schwer darauf, in ihrem Innern öffnete sich ein unendlicher Raum für Gedanken, die niemals früher gekommen waren.
Hier im Norden schlägt der Buchenwald oft während einer einzigen Frühlingsnacht aus und steht im Tagessonnenschein da in seiner jungen, hellgrünen Pracht - in einer einzigen Sekunde kann in unserm Innern die Saat der Sünde in Gedanken, Worten und Taten aufgehen, die in unser bisheriges Leben gesät worden ist; sie sprießt empor und entfaltet sich während einer einzigen Sekunde, wenn das Gewissen erwacht, und Gott weckt es, wenn wir es am wenigsten vermuten. Alsdann ist nichts zu entschuldigen,die Tat ist da und zeugt wider uns; die Gedanken werden zu Worten, und die Worte klingen laut in die Welt hinaus. Wir entsetzen uns über das, was wir in uns getragen und nicht erstickt haben, über das, war wir in Übermut und Gedankenlosigkeit ausgesät haben. Das Herz birgt in sich alle Tugenden, aber auch alle Laster, und die gedeihen selbst auf kargstem Boden.
Anne Lisbeth hatte Raum für all die Gedanken, die wir hier in Worte gekleidet haben; sie war von ihnen überwältigt, sie brach zusammen und kroch eine Stecke auf der Erde hin. "Ein Grab, grab mir ein Grab!" ertönte es wieder, und am liebsten hätte sie sich selber begraben, wenn das Grab ein ewiges Vergessen jeglicher Tat wäre. Es war die ernste Stunde der Erweckung in Ängsten und Grauen. Der Aberglaube machte sie bald fröstelnd zittern, bald trieb er Fieberglut in ihr Blut. Gar vielen, von dem sie nie hatte reden mögen, kam ihr in den Sinn. Lautlos, wie die Wolkenschatten im hellen Mondenschein, fuhr eine gespenstische Erscheinung an ihr vorüber, sie hatte davon früher schon gehört. Dicht an ihr jagten vorüber vier schnaubende Rosse, das Feuer sprühte ihnen aus Augen und Nüstern, sie zogen eine glühende Kutsche, in der Kutsche saß der böse Gutsherr, der vor mehr als hundert Jahren in dieser Gegend sein Wesen getrieben hatte. Um jede Mitternacht, hieß es, fahre er in seinen Herrenhof hinein und kehre sogleich wieder um. Da! Da! Er war nicht bleich, wie man es von Toten sagt, nein, er war schwarz wie Kohle. Er nickte Anne Lisbeth zu und winkte ihr: "Angeklammert! Angeklammert! Dann kannst du wieder in gräflicher Kutsche fahren und kannst dein Kind vergessen. "
Sie raffte sich zusammen und eilte zum Kirchhof; aber die schwarzen Kreuze und die schwarzen Raben tanzten vor ihren Augen, und sie vermochte es nicht, die einen von den anderen zu unterscheiden. Die Raben schrien, wie der Rabe am Tage geschrien hatte, doch jetzt verstand sie, was sie schrien: "Ich bin die Rabenmutter! Die Rabenmutter" schrie jeder Rabe, und Anne Lisbeth wußte jetzt, daß dieser Name auch ihr galt; sie würde vielleicht in einen solchen schwarzen Vogel verwandelt werden und müßte vielleicht immerfort schreien, was die schrien, wenn sie das Grab nicht grübe.
Und sie warf sich auf die Erde, und sie grub mit ihren Händen ein Grab in den harten Boden, daß das Blut ihr aus den Nägeln sprang.
"Ein Grab, grab mir ein Grab!" tönte es immerfort, sie fürchtete, daß der Hahnenschrei und der erste rote Streifen im Osten kommen konnten, bevor sie ihre Arbeit beendigt hatte, dann war sie verloren.
Und der Hahn schrie, und es leuchtete im Osten auf - das Grab war nur halb gegraben; eine eisige Hand glitt über ihr Haupt und Antlitz hin bis in die Herzgrube. "Nur halbes Grab," seufzte es und entschwebte hinab auf den Meeresgrund, ja, es war der Strandgeist; Anne Lisbeth sank überwältigt und erstarrt zu Boden, alle Sinne schwanden ihr.
Es war heller Tag, als sie wieder zu sich kam, zwei Männer hoben sie auf; sie lag nicht auf dem Kirchhof, sondern unten am Meeresufer, und dort hatte sie ein tiefes Loch vor sich in den Sand gegraben und ihre Finger blutig geschnitten an einem zerbrochenen Glas, dessen scharfer Stiel in einem kleinen Holzklotz steckte. Anne Lisbeth war krank; das Gewissen hatte die Karten des Aberglaubens gemischt, hatte diese Karten gelegt und aus denselben herausbekommen, daß sie nunmehr nur eine halbe Seele hatte, die andere Hälfte hatte ihr Kind mit auf den Meeresgrund genommen; nimmer würde sie sich emporschwingen können zu der Gnade des Himmels, ehe sie nicht die andere Hälfte besäße, die festgehalten wurde in dem tiefen Wasser. Anne Lisbeth kam wieder in ihre Heimat, sie war nicht mehr dieselbe, die sie früher gewesen war, ihre Gedanken waren verwirrt wie verwirrtes Garn; nur einen Faden, nur einen Gedanken hatte sie frei gemacht, das war der, daß sie den Strandgeist zum Kirchhofe tragen und ihm ein Grab graben müsse, um dadurch ihre ganze Seele wiederzugewinnen.
Manche Nacht wurde sie in ihrer Wohnung vermißt, und immer fand man sie wieder an der Meeresküste, wo sie des Strandgeistes harrte; auf solche Weise verstrich ein ganzes Jahr, da verschwand sie wieder einmal eine Nacht, war aber nicht aufzufinden; der ganze folgende Tag verging mit vergeblichem Suchen.
Gegen Abend, als der Küster in die Kirche trat, um die Vesperglocke zu läuten, erblickte er dort vor dem Altar Anna Lisbeth, hier hatte sie seit dem frühesten Morgen verweilt; ihr Körper was fast unterlegen, aber ihre Augen strahlten, ihr Antlitz hatte einen rosigen Glanz, die letzten Sonnenstrahlen beschienen sie, strahlten über den Altar hin auf die blanken Beschläge der Bibel, die dort aufgeschlagen lag mit den Worten des Propheten Joel: "Zerreißet eure Herzen und nicht eure Kleider, kehret um zum Herrn!" - "Das war nur so zufällig!" sagten die Leute, "Wie so vieles zufällig ist!"
Im Antlitz Anne Lisbeths, bestrahlt von der Sonne, war zu lesen von Frieden und Gnade. Ihr sei so wohl, sagte sie. Nun habe sie überwunden! Diese Nacht sei der Strandgeist, ihr eigenes Kind, bei ihr gewesen, er habe zu ihr gesagt: du grubst mir nur ein halbes Grab - aber du hast jetzt Jahr und Tag mich ganz in deinem Herzen begraben, und dort birgt eine Mutter ihr Kind am besten! Und darauf habe er ihr ihre verlorene Seele wiedergegeben und habe sie hier in die Kirche hineingeleitet.
"Jetzt bin ich in Gottes Haus!" sprach sie, "und in dem Hause ist man selig!" Als die Sonne ganz unten war, war Anne Lisbeths Seele ganz oben, wo keine Furcht ist, wenn man hier ausgelitten hat und Anne Lisbeth hatte ausgelitten.