El gollete de botella


Le goulot de la bouteille


En una tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.
"¡Ay, bien puedes tú cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro... Seguro que no cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija... Me acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo".
Y así el gollete de botella - hablando para sí, o por lo menos pensándolo para sus adentros - empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y venía, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda.
Vio el horno ardiente de la fábrica donde, soplando, le habían dado vida; recordó que hacía un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habían entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaña y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito "lacrimae Christi", y que en una botella de champaña echen betún de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro esté lleno de betún.
Después de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demás. No pensaba entonces ella que acabaría en simple gollete y que serviría de bebedero de pájaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del día hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compañeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraña. Quedóse allí vacía y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegándole a continuación un papel en que se leía: "Primera calidad". Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena también. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentía llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenía la menor idea: las verdes montañas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello.
Un buen día la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino "del mejor", y así fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnífico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. Veíase a la legua que era una de las mozas más bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida.
Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco pañuelo; cubría el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al día siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos países. De ello habían estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversación no se había reflejado mucha alegría en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero.
Los dos jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué hablarían? La botella no lo oyó, pues se había quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habían sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abría la boca, y tenía las mejillas encendidas como rosas encarnadas.
El padre cogió la botella llena y el sacacorchos. Es extraño, sí, la impresión que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. Jamás olvidó el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le había escapado de dentro un raro sonido, "¡plump!", seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.
- ¡Por la felicidad de los prometidos! - dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la última gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
- ¡Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos.
El mozo volvió a llenar los vasos. - ¡Por mi regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó, y cuando los vasos volvieron a quedar vacíos, levantando la botella, añadió: - ¡Has asistido al día más hermoso de mi vida; nunca más volverás a servir! -. Y la arrojó al aire.
Poco pensó entonces la muchacha que aún vería volar otras veces la botella; y, sin embargo, así fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral de un pequeño estanque que había en el bosque; el gollete recordaba aún perfectamente cómo había ido a parar allí y cómo había pensado:
"Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modos". No podía ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las cañas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. Volvía a estar atendida.
En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la víspera había llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. Corría la madre de un lado para otro empaquetando cosas y más cosas; al anochecer, el padre iría a la ciudad a ver a su hijo por última vez antes de su partida, y a llevarle el último saludo de la madre. Había puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromáticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y más resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenía corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servía el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo más probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habían brindado por su noviazgo y su feliz regreso.
Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compañeros "El boticario", pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina - excelente para el estómago, entendámonos -; y aquello duró hasta que se hubo consumido la última gota. Fueron días felices, y la botella solía cantar cuando la frotaban con el tapón. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen.
Había transcurrido un largo tiempo, y la botella había sido dejada, vacía, en un rincón; mas he aquí que - si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamás desembarcó - se levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió una vía de agua, y las bombas resultaban inútiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el último momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: "¡En el nombre de Dios, naufragamos!". Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacía que encontró a mano y, tapándola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que había servido para llenar los vasos de la alegría y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Hundióse el barco, y con él la tripulación, mientras la botella volaba como un pájaro, llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veía el rojo horno ardiente. Vivió períodos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón.
Más de un año estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia Mediodía, a merced de las corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de sí, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto.
La hoja escrita, con el último adiós del novio a su prometida, sólo duelo habría traído, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, ¿dónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el verde bosque, se extendían sobre la jugosa hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y cuál sería la más próxima? La botella lo ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se sentía ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un país extraño. No comprendía una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.
Alguien recogió la botella y la examinó. Vieron que contenía un papel y lo sacaron; pero, por muchas vueltas que le dieron nadie supo interpretar las líneas escritas. Estaba claro que la botella había sido arrojada al mar deliberadamente, y que en la hoja se explicaba el motivo de ello, pero nadie supo leerlo, por lo que volvieron a introducir el pliego en el frasco, el cual fue colocado en un gran armario de una espaciosa habitación de una casa grandiosa.
Cada vez que llegaba un forastero sacaban la hoja, la desdoblaban y manoseaban, con lo que el escrito, trazado a lápiz, iba borrándose progresivamente y volviéndose ilegible; al fin nadie podía reconocer que aquello fueran letras. La botella permaneció todavía otro año en el armario; luego la llevaron al desván, donde se cubrió, de telarañas y de polvo. Allí recordaba ella los días felices en que, en el bosque, contenía vino tinto, y aquellos otros en que vagaba mecida por las olas, portadoras de un misterio, una carta, un suspiro de despedida.
En el desván pasó veinte años, y quién sabe hasta cuándo hubiera seguido en él, de no haber sido porque reconstruyeron la casa. Al quitar el techo salió la botella; algo dijeron de ella los presentes, ¡pero cualquiera lo entendía! No se aprende nada viviendo en el desván, aunque se esté en él veinte años.
"Si me hubiesen dejado en la habitación de abajo -pensó- de seguro que habría aprendido la lengua",
La levantaron y enjuagaron, y bien que lo necesitaba. Se sintió, entonces diáfana y transparente, joven de nuevo como en días pretéritos; pero la hoja escrita que estaba encerrada en su interior se estropeó completamente con él lavado.
Llenaron el frasco de semillas, no sabía ella de qué clase. La taparon y envolvieron, con lo que no vio ni un resquicio de luz, y no hablemos ya de sol y luna; "cuando se va de viaje hay que poder ver algo", pensaba la botella. Pero no pudo ver nada, aunque de todos modos hizo lo principal: viajar y llegar a destino. Allí la desenvolvieron.
- ¡Menudo trabajo se han tomado con ella en el extranjero -exclamó alguien-. Y, a pesar de todo, seguramente se habrá rajado -. Pero no, no se había rajado. La botella comprendía todas las palabras que se decían, pues lo hacían en la lengua que oyera en el horno vidriero, en casa del bodeguero, en el verde bosque y luego en el barco: la única vieja y buena lengua que ella podía comprender. Había llegado a su tierra natal, que saludó alborozada. De puro gozo, por poco salta de las manos que la sostenían; apenas se dio cuenta de que la descorchaban y vaciaban. La llevaron después a la bodega, para que no estorbase, y allí se quedó, olvidada del todo. En casa es donde se está mejor, aunque sea en la bodega. Jamás se le ocurrió. pensar cuánto tiempo pasó en ella; llevaba ya allí varios años, bien apoltronada, cuando un buen día bajaron unos individuos y se llevaron todas las botellas.
El jardín ofrecía un aspecto brillantísimo: lámparas encendidas colgaban en guirnaldas, y faroles de papel relucían a modo de grandes tulipanes transparentes. La noche era magnífica, y la atmósfera, quieta y diáfana; brillaban las estrellas en un cielo de luna nueva; ésta se veía como una bola de color grisazulado ribeteada de oro. Para quien tenía buena vista, resultaba hermosísima.
Los senderos laterales estaban también algo iluminados, lo suficiente para no andar por ellos a ciegas. Entre los setos habían colocado botellas, cada una con una luz, y de su número formaba parte nuestra antigua conocida, destinada a terminar un día en simple gollete, bebedero de pájaros. En aquel momento le parecía todo infinitamente hermoso, pues volvía a estar en medio del verdor, tomaba parte en la fiesta y el regocijo, oía el canto y la música, el rumor y el zumbido de muchas voces humanas, especialmente las que llegaban de la parte del jardín adornada con linternas de papel de colores. Cierto que ella estaba en uno de los caminos laterales, pero justamente aquello daba oportunidad para entregarse a los recuerdos. La botella, puesta de pie y sosteniendo la luz, prestaba una utilidad y un placer, y así es como debe ser. En horas semejantes se olvida uno hasta de los veinte años de reclusión en el desván.
Muy cerca de ella pasó una pareja solitaria, cogida del brazo, -como aquellos novios del bosque, el piloto y la hija del peletero. La botella tuvo la impresión de que revivía la escena. Por el jardín paseaban los invitados, y también gentes del pueblo deseosas de admirar aquella magnificencia. Entre éstas paseaba una vieja solterona que había visto morir a todos sus familiares, aunque no le faltaban amigos. Por su cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente de la botella: pensaba en el verde bosque y en una joven pareja de enamorados; de todo había gozado, puesto que la novia era ella misma. Había sido la hora más feliz de su vida, hora que no se olvida ya nunca, ni cuando se llega a ser una vieja solterona. Pero ni ella reconoció la botella ni ésta a la ex-prometida, y así es como andamos todos por el mundo, pasando unos al lado de otros, hasta que volvemos a encontrarnos; eso les ocurrió a ellas, que vinieron a encontrarse en la misma ciudad.
La botella salió del jardín para volver a la tienda del cosechero, donde otra vez la llenaron de vino para el aeronauta que el próximo domingo debía elevarse en globo. Un enorme hormiguero de personas se apretujaban para asistir al espectáculo. Resonó la música de la banda militar y se efectuaron múltiples preparativos; la botella lo vio todo desde una cesta donde se hallaba junto con un conejo vivo, aunque medio muerto de miedo, porque sabía que se lo llevaban a las alturas con el exclusivo objeto de soltarlo en paracaídas. La botella no sabía de subidas ni de bajadas; vio cómo el globo iba hinchándose gradualmente, y cuando ya alcanzó el máximo de volumen, comenzó a levantarse y a dar muestras de inquietud. De pronto, cortaron las amarras que lo sujetaban, y el aeróstato se elevó en el aire con el aeronauta, el cesto, la botella y el conejo. La música rompió a tocar, y todos los espectadores gritaron "¡hurra!".
"¡Es gracioso esto de volar por los aires! -pensó la botella­ es otra forma de navegar. No hay peligro de choques aquí arriba".
Muchos millares de personas seguían la aeronave con la mirada, entre ellas, la vieja solterona, desde la abierta ventana de su buhardilla, de cuya pared colgaba la jaula con el pardillo, que no tenía aún bebedero y debía contentarse con una diminuta escudilla de madera. En la misma ventana había un tiesto con un arrayán, que habían apartado algo para que no cayera a la calle cuando la mujer se asomaba. Esta distinguía perfectamente al aeronauta en su globo, y pudo ver cómo soltaba el conejo con el paracaídas y luego arrojaba la botella proyectándola hacia lo alto. La vieja solterona poco sospechaba que la había visto volar ya otra vez, aquel día feliz en el bosque, cuando era ella aún muy jovencita.
A la botella no le dio tiempo de pensar; ¡fue tan inopinado aquello de encontrarse de repente en el punto crucial de su existencia! Al fondo se vislumbraban campanarios y tejados, y las personas no eran mayores que hormigas.
Luego se precipitó, a una velocidad muy distinta de la del conejo. Volteaba en el aire, sintiéndose joven y retozona - estaba aún llena de vino hasta la mitad -, aunque por muy poco tiempo. ¡Qué viaje! El sol le comunicaba su brillo, toda la gente seguía con la vista su vuelo; el globo había desaparecido ya, y pronto desapareció también la botella. Fue a caer sobre uno de los tejados, haciéndose mil pedazos; pero los cascos llevaban tal impulso, que no se quedaron en el lugar de la caída, sino que siguieron saltando y rodando hasta dar en el patio, donde acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó entero, cortado en redondo, como con un diamante.
- Podría servir de bebedero para un pájaro -dijo el hombre que habitaba en el sótano; pero él no tenía pájaro ni jaula, y tampoco era cosa de comprarse uno y otra sólo por el mero hecho de tener un cuello de botella apropiado para bebedero. La vieja solterona de la buhardilla le encontraría aplicación, y he aquí cómo el gollete fue a parar arriba, donde le pusieron un tapón de corcho, y la parte que antes miraba al cielo fue ahora colocada hacia abajo. ¡Cambios bien frecuentes en la vida! Lo llenaron de agua fresca y lo colgaron de la reja de la jaula, por el exterior; y la avecilla se puso a cantar con tanto brío y regocijo, que sus trinos resonaban a gran distancia.
- ¡Ay, bien puedes tú cantar! -fue lo que dijo el gollete de la botella, el cual no dejaba de ser una notabilidad, ya que había estado en el globo. Era todo lo que se sabía de su historia. Colgado ahora en calidad de bebedero, oía los rumores y los gritos de los transeúntes y las conversaciones de la vieja solterona en su cuartucho. Es el caso que acababa de llegar una visita, una amiga de su edad, y ambas se pusieron a charlar - no del gollete de la botella, sino del mirto de la ventana.
- No te gastes dos escudos por la corona de novia de tu hija -decía la solterona-; yo te daré una que he conservado, con flores magníficas. ¿Ves aquel arbolillo de la ventana? Es un esqueje del arrayán que me regalaste el día en que me prometí, para que al cabo de un año me tejiera la corona de novia; pero ese día jamás llegó. Cerráronse los ojos destinados a iluminar mis gozos y mi dicha en esta vida. Reposa ahora dulcemente en el fondo del mar, pobre alma mía. El arbolillo se convirtió en un árbol viejo, pero yo envejecí más aún, y cuando aquél se marchitó, corté la última de sus ramas verdes y la planté, y aquella ramita se ha vuelto este arbolillo, que, al fin, será un adorno de novia, la corona de tu hija.
Mientras pronunciaba estas palabras, gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de la vieja solterona; hablaba del amigo de su juventud, de su noviazgo en el bosque. Pensaba en el momento en que todos habían brindado por los prometidos, pensaba en el primer beso - pero todo esto se lo callaba; ahora no era sino una vieja solterona. ¡En tantas cosas pensó! -, pero ni por un momento le vino a la imaginación que en la ventana había un recuerdo de aquellos días venturosos, el gollete de la botella que había dicho "¡plump!" al saltar el tapón con un estampido. Por su parte, él no la reconoció tampoco, pues aunque hubiera podido seguir perfectamente la narración, no lo hizo. ¿Para qué? Estaba sumido en sus propios pensamientos.
Dans une rue étroite et tortueuse, toute bâtie de maisons de piètre apparence, il y en avait une particulièrement misérable, bien qu'elle fût la plus haute; elle était tellement vieille, qu'elle semblait être sur le point de s'écrouler de toutes parts. Il n'y habitait que de pauvres gens; mais la chambre où l'indigence était le plus visible, c'était une mansarde à une seule petite fenêtre, devant laquelle pendait une vieille et mauvaise cage, qui n'avait même pas un vrai godet; en place se trouvait un goulot de bouteille renversé, et fermé par un bouchon, pour retenir l'eau que venait boire un gentil canari. Sans avoir l'air de s'occuper de sa misérable installation, le petit oiseau sautait gaiement de bâton en bâton et fredonnait les airs les plus joyeux.
- Oui, tu peux chanter, toi, dit le goulot.
C'est-à-dire il ne le dit pas tout haut, vu qu'il ne savait pas plus parler que tout autre goulot; mais il le pensait tout bas, comme quand nous autres humains nous nous parlons à nous-mêmes.
- Rien ne t'empêche de chanter, reprit-il. Tu as conservé tes membres entiers. Mais je voudrais voir ce que tu ferais si, comme moi, tu avais perdu tout ton arrière-train, si tu n'avais plus que le cou et la bouche, et celle-là encore fermée d'un bouchon. Tu ne chanterais certes pas. Mais va toujours; ce n'est pas un mal qu'il y ait au moins un être un peu gai dans cette maison.
" Moi je n'ai aucune raison de chanter, et je ne le pourrais pas, du reste. Autrefois, quand j'étais une bouteille entière, il m'arrivait de chanter aussi quand on me frottait adroitement avec un bouchon. Et puis les gens chantaient en mon honneur, ils me fêtaient. Dieu sait combien on me dit d'agréables choses, lorsque je fus de la partie de campagne où la fille du fourreur fut fiancée! Il me semble que ce n'est que d'hier. Et cependant que d'aventures j'ai éprouvées depuis lors! Quelle vie accidentée que la mienne! J'ai été dans le feu, dans l'eau, dans la terre, et plus dans les airs que la plupart des créatures de ce monde. Voyons, que je récapitule une fois pour toutes les circonstances de ma curieuse histoire. "
Et il pensa au four en flammes où la bouteille avait pris naissance, à la façon dont on l'avait, en soufflant, formée d'une masse liquide et bouillante. Elle était encore toute chaude, lorsqu'elle regarda dans le feu ardent d'où elle sortait; elle eut le désir de rouler et de s'y replonger. Mais à mesure qu'elle se refroidit elle éprouva du plaisir à figurer dans le monde comme un être particulier et distinct, à ne plus être perdue et confondue dans une masse.
On l'aligna dans les rangs de tout un régiment d'autres bouteilles, ses sœurs, tirées toutes du même four; elles étaient de grandeur et de forme les plus diverses, les unes bouteilles à champagne, les autres simples bouteilles de bière. Elles étaient séparées les unes des autres selon leur destination. Plus tard, dans le cours de la vie, il peut fort bien se faire qu'une bouteille fabriquée pour recevoir de la vulgaire piquette soit remplie du plus précieux Lacrima-Christi, tandis qu'une bouteille à champagne en arrive à ne contenir que du cirage. Mais cela n'empêche pas qu'on reconnaisse toujours sa noble origine.
On expédia les bouteilles dans toutes les directions; soigneusement entourées de foin elles furent placées dans des caisses. Le transport se fit avec beaucoup de précaution; notre bouteille y vit la marque d'un grand respect pour elle, et certes elle ne s'imaginait pas qu'elle finirait après avoir été traitée avec tant de déférence, par servir d'abreuvoir au serin d'une pauvresse.
La caisse où elle se trouvait fut descendue dans la cave d'un marchand de vin; on la déballa, et pour la première fois elle fut rincée. Ce fut pour elle une sensation singulière. On la rangea de côté, vide et sans bouchon; elle n'était pas à son aise; il lui manquait quelque chose, elle ne savait pas quoi. Enfin elle fut remplie d'excellent vin, d'un cru célèbre; elle reçut un bouchon qui fut recouvert de cire, et une étiquette avec ces mots: Première qualité. Elle était aussi fière qu'un collégien qui a remporté le prix d'honneur: le vin était bon et la bouteille aussi était d'un verre solide et sans soufflure.
On la monta à la boutique. Quand on est jeune, on est porté au lyrisme; et en effet elle sentait fermenter en elle toutes sortes d'idées de choses qu'elle ne connaissait pas, des réminiscences des montagnes ensoleillées où pousse la vigne, des refrains joyeux. Tout cela résonnait en elle confusément.
Un beau jour, on vint l'acheter; ce fut l'apprenti d'un fourreur qui l'emporta. On la mit dans un panier à provisions avec un jambon, des saucissons, un fromage, du beurre le plus fin, du pain blanc et savoureux. Ce fut la fille même du fourreur qui emballa tout cela. C'était la plus jolie fille de la ville.
Toute la société monta en voiture pour se rendre dans le bois. La jeune fille prit le panier sur ses genoux; entre les plis de la serviette blanche qui le recouvrait, sortait le goulot de la bouteille; il montrait fièrement son cachet rouge. Il regardait le visage de la jeune fille, qui jetait à la dérobée les yeux sur son voisin, un camarade d'enfance, le fils du peintre de portraits. Il venait de passer avec honneur l'examen de capitaine au long cours, et le lendemain il devait partir sur un navire.
Lorsqu'on fut arrivé sous la feuillée, les jeunes gens causèrent à part. La bouteille entendit encore moins que les autres ce qu'ils se dirent, car elle était toujours dans le panier; elle en fut tirée enfin; la première chose qu'elle observa, ce fut le changement qui s'était opéré sur le visage de la jeune fille: elle restait aussi silencieuse que dans la voiture; mais elle était rayonnante de bonheur.
Tout le monde était joyeux et riait gaiement. Le brave fourreur saisit la bouteille et y appliqua le tire-bouchon. Jamais le goulot n'oublia plus tard le moment solennel où l'on tira pour la première fois le bouchon qui le fermait. Schouap, dit-il avec une netteté de son de bon augure, et puis quel doux glouglou il fit retentir lorsqu'on versa le vin dans les verres!
- Vivent les fiancés! s'écria le fourreur.
Et tous vidèrent leur verre, et le jeune marin embrassa sa fiancée.
- Que Dieu vous bénisse et vous donne le bonheur! reprit le papa.
Le jeune homme remplit de nouveau les verres:
- Buvons à mon heureux retour, dit-il. D'aujourd'hui en un an, nous célébrerons la noce!
Et lorsqu'on eut vidé les verres, il prit la bouteille et s'écria:
- Tu as servi à fêter le jour le plus heureux de ma vie. Après cela, tu ne dois plus remplir d'emploi en ce monde: tu ne retrouverais plus un aussi beau rôle.
Et il lança avec force la bouteille en l'air.
La bouteille tomba sans se casser au milieu d'une épaisse touffe de joncs sur le bord d'un petit étang: elle eut le temps d'y réfléchir à l'ingratitude du monde. " Moi, je leur ai donné de l'excellent vin, se disait-elle, et en retour ils m'ont rempli d'eau bourbeuse. "
Elle ne voyait plus la joyeuse société. Mais elle les entendit chanter encore et se réjouir pendant bien des heures. Quand ils furent partis, survinrent deux petits paysans; en furetant dans les joncs, ils aperçurent la bouteille et l'emportèrent chez eux. Ils avaient vu la veille leur frère aîné, un matelot, qui devait s'embarquer le lendemain pour un long voyage, et qui était venu dire adieu à sa famille.
La mère était justement occupée à faire pour lui un paquet où elle fourrait tout ce qu'elle pensait pouvoir lui être utile pendant la traversée; le père devait le porter le soir en ville. Une fiole contenant de l'eau-de-vie épurée était déjà enveloppée, lorsque les garçons rentrèrent avec la belle grande bouteille qu'ils avaient trouvée. La mère retira la fiole et mit en place la bouteille qu'elle remplit de sa bonne eau-de-vie.
- Comme cela, il en aura plus, dit-elle; c'est assez d'une bouteille pour ne pas avoir une seule fois mal à l'estomac pendant tout le voyage.
Voilà donc la bouteille relancée en plein dans le tourbillon du monde. Le matelot, Pierre Jensen, la reçut avec plaisir et l'emporta à bord de son bâtiment, le même justement que commandait le jeune capitaine dont il vient d'être parlé.
Elle n'avait pas trop déchu; car le breuvage qu'elle contenait paraissait aux matelots aussi exquis qu'aurait pu l'être pour eux le vin qui s'y trouvait auparavant. "Voilà la meilleure des pharmacies!" disaient-ils, chaque fois que Pierre Jensen la tirait pour en verser une goutte aux camarades qui avaient mal à l'estomac.
Aussi longtemps qu'elle renferma une goutte de la précieuse liqueur, on la tint en grand honneur; mais un jour elle se trouva vide, absolument vide. On la fourra dans un coin où elle resta sans que personne prît garde à elle.
Voilà qu'un jour s'élève une tempête; d'énormes et lourdes vagues soulèvent le bâtiment avec violence. Le grand mât se brise, une voie d'eau se déclare; les pompes restent impuissantes. Il faisait nuit noire. Le navire sombra.
Mais au dernier moment le jeune capitaine écrivit à la lueur des éclairs sur un bout de papier: "Au nom du Christ! Nous périssons. " Il ajouta le nom du navire, le sien, celui de sa fiancée. Puis il glissa le papier dans la première bouteille vide venue, la reboucha ferme, et la lança au milieu des flots en fureur. Elle qui lui avait naguère versé la joie et le bonheur, elle contenait maintenant cet affreux message de mort.
Le navire disparut, tout l'équipage disparut; la bouteille rebondissait de vague en vague, légère et alerte comme il convient à une messagère qui porte un dernier billet doux. Dans ces pérégrinations elle eut le bonheur de n'être ni poussée contre des rochers, ni avalée par un requin.
Le papier qu'elle contenait, ce dernier adieu du fiancé à la fiancée, ne devait qu'apporter la désolation en parvenant entre les mains de celle à laquelle il était destiné. Après tout, le chagrin et le désespoir qu'il devait provoquer eussent encore mieux valu que les angoisses de l'incertitude qui accablaient la jeune fille. Où était elle? Dans quelle direction voguer pour atteindre son pays?
La bouteille n'en savait rien. Elle continua à se laisser ballotter de droite et de gauche.
Tout à coup elle vint échouer sur le sable d'une plage; on la recueillit. Elle ne saisit pas un mot de ce que disaient les assistants; le pays, en effet, était éloigné de bien des centaines de lieues de celui d'où elle était originaire.
On la ramassa donc, et après l'avoir bien examinée de tous côtés, on l'ouvrit pour en retirer le papier qu'elle contenait. On le tourna et retourna dans tous les sens, personne ne put comprendre ce qu'il y avait écrit. Ils devinaient bien qu'elle provenait d'un bâtiment qui avait fait naufrage, qu'il était question de cela sur le billet, mais voilà tout. Après avoir consulté en vain le plus savant d'entre eux, ils remirent le papier dans la bouteille, qui fut placée dans la grande armoire d'une grande chambre, dans une grande maison.
Chaque fois qu'il venait des étrangers, on prenait le papier pour le leur montrer, mais aucun d'eux ne savait la langue dans laquelle était écrit le billet. A force de passer de mains en mains, l'écriture, qui n'était tracée qu'au crayon, s'effaça, devint de plus en plus difficile à distinguer et finit par disparaître entièrement.
Après être restée une année dans l'armoire, la bouteille fut portée au grenier, où elle se trouva bientôt couverte de poussière et de toiles d'araignée. Elle se souvenait avec amertume des beaux jours où elle versait le divin jus de la treille là-bas sous les frais ombrages des bois, puis du temps où elle se balançait sur les flots, portant un tragique secret, un dernier soupir d'adieu.
Elle resta vingt années entières à se morfondre dans la solitude du grenier; elle aurait pu y demeurer un siècle, si l'on n'avait démoli la maison pour la reconstruire. Quand on enleva la toiture, on l'aperçut, et l'on parut se rappeler qui elle était. Mais elle continua de ne comprendre absolument rien de ce qui se disait. " Si j'étais cependant restée en bas, pensait-elle, j'aurais fini par apprendre la langue du pays; là-haut, toute seule avec les rats et les souris, il était impossible de m'instruire. "
On la lava et la rinça, ce n'était pas de trop. Enfin, elle se sentit de nouveau toute propre et transparente; son ancienne gaieté lui revint. Quant au papier, qu'elle avait jusqu'alors gardé fidèlement, il périt dans la lessive.
On la remplit de semences de plantes du Sud qu'on expédia au Nord; bien bouchée, bien calfeutrée et enveloppée, elle fut placée sur un navire, dans un coin obscur, où elle n'aperçut pendant tout le voyage ni lumière, ni lanterne, ni, a plus forte raison, le soleil ni la lune. "De cette façon, se dit-elle, quel fruit retirerai-je de mon voyage? "
Mais ce n'était pas le point essentiel; il fallait arriver à destination, et c'est ce qui eut lieu. On la déballa. " Dieu! quelles peines ils se sont données, entendit-elle dire autour d'elle, pour emmitoufler cette bouteille! Et pourtant elle sera certainement cassée! " Pas du tout, elle était encore entière. Et puis elle comprenait chaque mot qui se disait: c'était de nouveau la langue qu'on avait parlée devant elle au four, chez le marchand de vin, dans le bois, sur le premier navire, la seule bonne vieille langue qu'elle connût. Elle était donc de retour dans sa patrie. De joie elle faillit glisser des mains de celui qui la tenait; dans son émoi elle s'aperçut à peine qu'on lui enlevait son bouchon et qu'on la vidait. Tout à coup lorsqu'elle reprit son sang-froid, elle se trouva au fond d'une cave. On l'y oublia pendant des années.
Enfin le propriétaire déménagea, emportant toutes ses bouteilles, la nôtre aussi. Il avait fait fortune et alla habiter un palais. Un jour il donna une grande fête; dans les arbres du parc on suspendit, le soir, des lanternes de papier de couleur qui faisaient l'effet de tulipes enflammées; plus loin brillaient des guirlandes de lampions. La soirée était superbe; les étoiles scintillaient; il y avait nouvelle lune; elle n'apparaissait que comme une boule grise à filet d'or et encore fallait-il de bons yeux pour la distinguer.
Dans les endroits écartés on avait mis, les lampions venant à manquer, des bouteilles avec des chandelles; la bouteille que nous connaissons fut de ce nombre. Elle était dans le ravissement; elle revoyait enfin la verdure, elle entendait des chants joyeux, de la musique, des bruits de fête. Elle ne se trouvait, il est vrai, que dans un coin; mais n'y était-elle pas mieux qu'au milieu du tohu-bohu de la foule? Elle y pouvait mieux savourer son bonheur. Et, en effet, elle en était si pénétrée, qu'elle oublia les vingt ans où elle avait langui dans le grenier et tous ses autres déboires.
Elle vit passer près d'elle un jeune couple de fiancés; ils ne regardaient pas la fête; c'est à cela qu'on les reconnaissait. Ils rappelèrent à la bouteille le jeune capitaine et la jolie fille du fourreur et toute la scène du bois.
Le parc avait été ouvert à tout le monde; les curieux s'y pressaient pour admirer les splendeurs de la fête. Parmi eux marchait toute seule une vieille fille. Elle rencontra les deux fiancés; cela la fit souvenir d'autres fiançailles; elle se rappela la même scène du bois à laquelle la bouteille venait de penser. Elle y avait figuré; c'était la fille du fourreur. Cette heure-là avait été la plus heureuse de sa vie. C'est un de ces moments qu'on n'oublie jamais. Elle passa à côté de la bouteille sans la reconnaître, bien qu'elle n'eût pas changé; la bouteille non plus ne reconnut pas la fille du fourreur, mais cela parce qu'il ne restait plus rien de sa beauté si renommée jadis. Il en est souvent ainsi dans la vie; on passe à côté l'un de l'autre sans le savoir: et cependant elles devaient encore une fois se rencontrer.
Vers la fin de la fête, la bouteille fut enlevée par un gamin qui la vendit un schilling avec lequel il s'acheta un gâteau. Elle passa chez un marchand de vin, qui la remplit d'un bon cru. Elle ne resta pas longtemps à chômer: elle fut vendue à un aéronaute qui le dimanche suivant devait monter en ballon.
Le jour arriva, une grande foule se réunit pour voir le spectacle, encore très nouveau alors; il y avait de la musique militaire; les autorités étaient sur une estrade. La bouteille voyait tout, par les interstices d'un panier où elle se trouvait à côté d'un lapin vivant qui était tout ahuri, sachant qu'on allait tout à l'heure, comme déjà une première fois, le laisser descendre dans un parachute, pour l'amusement des badauds. Mais elle ignorait ce qui allait se passer, et regardait curieusement le ballon se gonfler de plus en plus, puis se démener avec violence jusqu'à ce que les câbles qui le retenaient fussent coupés. Alors, d'un bond furieux il s'élança dans les airs, emportant l'aéronaute, le panier, le lapin et la bouteille. Une bruyante fanfare retentit, et la foule cria: hourrah!
"Voilà une singulière façon de voyager, se dit la bouteille; elle a cet avantage qu'on n'a pas au milieu de l'atmosphère à craindre de choc. "
Des milliers de gens tendaient le cou pour suivre le ballon des yeux, la vieille fille entre autres; elle était à la fenêtre de sa mansarde, où pendait la cage d'un petit serin qui n'avait pas alors encore de godet et devait se contenter d'une soucoupe ébréchée. En se penchant en avant pour regarder le ballon, elle posa un peu de côté, pour ne pas le renverser, un pot de myrte qui faisait l'unique ornement de sa fenêtre et de toute la chambrette. Elle vit tout le spectacle, l'aéronaute qui plaça le pauvre lapin dans le parachute et le laissa descendre, puis se mit à se verser des rasades pour les boire à la santé des spectateurs et enfin lança la bouteille en l'air, sans réfléchir qu'elle pourrait bien tomber sur la tête du plus honnête homme.
La bouteille non plus n'eut pas le temps de réfléchir comme elle l'aurait voulu sur l'honneur qui lui était échu de dominer de si haut la ville, ses clochers et la foule assemblée. Elle se mit à dégringoler faisant des cabrioles; cette course folle en pleine liberté lui semblait le comble du bonheur; qu'elle était fière de voir longues-vues et télescopes braqués sur elle! Patatras! la voilà qui tombe sur un toit et se brise en deux; puis les morceaux roulèrent en bas et tombèrent avec fracas sur le pavé de la cour, où ils se rompirent en mille menus débris, sauf le goulot qui resta entier, coupé en rond aussi nettement que si l'on avait employé le diamant pour le détacher. Les gens du sous-sol, accourus à ce bruit, le ramassèrent. " Cela ferait un superbe godet pour un oiseau ," dirent-ils; mais, comme ils n'avaient ni cage ni même un moineau, ils ne pensèrent pas devoir, parce qu'ils avaient le godet, acheter un oiseau. Ils songèrent à la vieille fille qui habitait sous le toit; peut-être pourrait-elle faire usage du goulot.
Elle le reçut avec reconnaissance, y mit un bouchon, et le goulot renversé et rempli d'eau fut attaché dans la cage; le petit serin, qui pouvait maintenant boire plus à son aise, fit entendre les trilles les plus joyeux. Le goulot fut très content de cet accueil, qui lui était du reste bien dû, pensait-il; car enfin il avait eu des aventures fameuses, il avait été bien au-dessus des nuages. Aussi, lorsqu'un peu plus tard la vieille fille reçut la visite d'une ancienne amie, fut-il bien étonné qu'on ne parlât pas de lui, mais du myrte qui était devant la fenêtre.
- Non, vois-tu, disait la vieille fille, je ne veux pas que tu dépenses un écu pour la couronne de mariage de ta fille. C'est moi qui t'en donnerai une magnifique. Regarde comme mon myrte est beau et bien fleuri. Il provient d'une bouture de celui que tu m'as donné le lendemain de mes fiançailles et qui devait un an après me fournir une couronne pour mon mariage. Mais ce jour n'est jamais arrivé! Les yeux qui devaient être mon phare dans la vie se sont fermés sans que je les aie revus. Il repose au fond de la mer, le cher compagnon de ma jeunesse. Le myrte devint vieux, moi je devins vieille et, lorsqu'il se dessécha, je pris la dernière branche verte et la mis dans la terre; elle prospéra et poussa à merveille. Enfin ton myrte aura servi à couronner une fiancée, ce sera ta fille.
La pauvre vieille avait les larmes dans les yeux en évoquant ces souvenirs; elle parla du jeune capitaine, des joyeuses fiançailles dans le bois. Bien des pensées surgirent dans son esprit, mais pas celle-ci, c'est qu'elle avait là devant sa fenêtre un témoin de son bonheur de jadis, le goulot qui fit retentir un schouap si sonore lorsqu'on le déboucha dans le bois pour boire en l'honneur des fiancés.
Le goulot de son côté ne la reconnut pas; il n'avait plus écouté ce qu'on disait, depuis qu'il avait remarqué qu'on ne s'extasiait pas sur ses étonnantes aventures et sa récente chute du haut du ciel.