Ib y Cristinita


Ib und die kleine Christine


No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, había, y sigue habiendo aún, un pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan árida, que la arena brilla por entre las escuálidas mieses de centeno y cebada.
Desde entonces han transcurrido muchos años. La gente que vivía allí por aquel tiempo cultivaba su mísero terruño y criaba además tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivían con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venían.
Incluso habrían podido tener un par de caballos, pero decían, como los demás campesinos: "El caballo se devora a sí mismo".
Un caballo se come todo lo que gana. Jeppe-Jänsen trabajaba en verano su pequeño campo, y en invierno confeccionaba zuecos con mano hábil. Tenía además, un ayudante; un hombre muy ducho en la fabricación de aquella clase de calzado: lo hacía resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de madera, y el negocio les rendía; no podía decirse que aquella gente fuesen pobres.
El pequeño Ib, un chiquillo de 7 años, único hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo; cortaba un bastoncito, y solía cortarse también los dedos, pero un día talló dos trozos de madera que parecían dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un marinero, una niña tan delicada y encantadora, que habría podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera imaginado que procedía de una casa de turba del erial de Seis. Allí moraba su padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leña desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso más lejos, hasta Randers. No tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que tenía un año menos que Ib; por eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a través del erial y los arándanos. Cuando tenía que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de Jeppe-Jänsen.
Los dos niños se llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos en la tierra, se encaramaban a los árboles y corrían por los alrededores; un día se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue un gran acontecimiento.
Ib no había estado nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora iba a hacerlo: el barquero lo había invitado, y la víspera se fue con él a su casa.
A la madrugada los dos niños se instalaron sobre la leña apilada en la barca y desayunaron con pan y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcación con sus pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y así descendieron el río y atravesaron los lagos, que parecían cerrados por todas partes por el bosque y los cañaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos árboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que las alargaban a su encuentro, como si, habiéndose recogido las mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente había arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por las raíces, formando islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el agua; era un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugía al pasar por las esclusas. ¡Cuántas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina!
En aquel entonces no había allí ninguna fábrica ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por las esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran los únicos signos de vida, que se sucedían sin interrupción. Una vez descargada la leña, el padre de Cristina compró un buen manojo de anguilas y un cochinillo recién sacrificado, y lo guardó todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcación. Luego emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos tirasen de la barca.
Al llegar a un lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, éste y el padre de Cristina desembarcaron, después de recomendar a los niños que se estuviesen muy quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron ver el interior del cesto que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y, como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un suceso horrible.
Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego saltó también Cristina.
- ¡Llévame contigo! - gritó, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la barca y el río. Continuaron corriendo otro pequeño trecho, pero luego Cristina se cayó y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
- Ven conmigo - dijo -, la casa está allá arriba -. Pero no era así. Siguieron errando por un terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caídas, que crujían bajo sus piececitos. De pronto oyeron un penetrante grito. Se detuvieron y escucharon. Entonces resonó el chillido de un águila - era un chillido siniestro, - que los asustó en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo espeso del bosque, crecían en número infinito magníficos arándanos. Era demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron comiendo las bayas, manchándose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyó otra llamada.
- ¡Nos pegarán por lo del lechón! - dijo Cristina.
- Vámonos a casa - respondió Ib -; está aquí en el bosque.
Se pusieron en marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducía a su casa. Mientras tanto había oscurecido, y los niños tenían miedo. El singular silencio que los rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito del búho o de otras aves que no conocían los niños. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos.
El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que subiéndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre los árboles, podrían calentarse y, además, verían la casa de sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del bosque. Treparon a la cumbre del montículo y se encontraron en una ladera que descendía a un lago claro y transparente; los peces aparecían alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un espectáculo totalmente inesperado, y por otra parte descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cáscaras y se comieron los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque salió una mujer vieja y alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al principio, no comprendieron lo que dijo, pero entonces la mujer se sacó del bolsillo tres gruesas avellanas, en cada una de las cuales, según dijo, se contenían las cosas más maravillosas; eran avellanas mágicas.
Ib la miró; la mujer parecía muy amable, y el chiquillo, cobrando ánimo, le preguntó si le daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenó el bolsillo de las que había en el arbusto.
Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas.
- ¿Habrá en ésta un coche con caballos? - preguntó Ib.
- Hay una carroza de oro con caballos de oro también - contestó la vieja.
- ¡Entonces dámela! - dijo Cristinita. Ib se la entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la niña.
- ¿Y en ésta, no habría una bufanda tan bonita como la de Cristina? - inquirió Ib.
- ¡Diez hay! - contestó la mujer - y además hermosos vestidos, medias y un sombrero.
- ¡Pues también la quiero! - dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeña y negra.
- Tú puedes quedarte con ésta - dijo Cristina -, también es bonita.
- ¿Y qué hay dentro? - preguntó el niño.
- Lo mejor para ti - respondió la gitana.
Y el pequeño se guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseñarles el camino que conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a que se habían hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y después por su escapada.
Cristina se volvió a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba "lo mejor". La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un crujido; pero dentro no tenía carne, sino que estaba llena de una especie de rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse.
"¡Ya me lo figuraba! - pensó Ib -. ¿Cómo en una avellana tan pequeña, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrará en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oro".
Llegó el invierno y el Año Nuevo.
Pasaron otros varios años. El niño tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el párroco vivía lejos. Por aquellos días presentóse el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debía marcharse de casa, a ganarse el pan. Había tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. Entraría en la casa para ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría con ellos una vez recibida la confirmación.
Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba "los novios". Al separarse le enseñó ella las dos nueces que él le diera el día en que se habían perdido en el bosque, y que todavía guardaba; y le dijo, además, que conservaba asimismo en su baúl los zuequitos que él le había hecho y regalado. Y luego se separaron.
Ib recibió la confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeña finca. La mujer sólo lo tenía a él, pues el padre había muerto.
Raras veces - y aun éstas por medio de un postillón o de un campesino de Aal - recibía noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el día de su confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decía también de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habían regalado los señores. Realmente eran buenas noticias.
- A la primavera siguiente, un hermoso día llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habían dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo día, la había aprovechado. Era linda y elegante como una auténtica señorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. Allí estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibía en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechó la mano y, reteniéndola, sintióse feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No así Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a Ib.
- ¿Acaso no me conoces? - le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos él, sin soltarle la mano, no sabía decirle sino:
- ¡Te has vuelto una señorita, y yo voy tan desastrado! ¡Cuánto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes!
Cogidos del brazo subieron al montículo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecía callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debía ser su esposa; ya de niños los habían llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habían pronunciado la promesa.
Muy pocas horas pudieron permanecer juntos, pues ella debía regresar a Tem para emprender el viaje de vuelta al día siguiente. Su padre e Ib la acompañaron hasta Tem; era luna llena, y cuando llegaron, el mozo, que retenía aún la mano de Cristina, no podía avenirse a soltarla; tenía los ojos serenos, pero las palabras brotaban lentas y torpes, aunque cada una le salía del corazón:
- Si no te has acostumbrado al lujo - le dijo - y puedes resignarte a vivir conmigo en la casa de mi madre, algún día seremos marido y mujer. Pero podemos esperar todavía un poquitín.
- Sí, esperemos un poco, Ib - respondió ella, estrechándole la mano, mientras él la besaba en la boca -. ¡Confío en ti, Ib! ­ dijo Cristina - y creo que te quiero; pero déjame que lo piense bien.
Y se despidieron. Ib explicó al barquero que él y Cristina estaban como quien dice prometidos, y el hombre contestó que siempre había pensado que la cosa terminaría de aquel modo. Acompañó a Ib a su casa y durmió en su misma cama, y ya no se habló más del noviazgo.
Había transcurrido un año; entre Ib y Cristina se habían cruzado dos cartas, con las palabras "fiel hasta la muerte" por antefirma. Un día el barquero se presentó en casa de Ib, trayéndole saludos de la muchacha y un encargo algo más peliagudo. Resultó que a Cristina le iban muy bien las cosas, más que bien incluso; era una joven muy guapa, apreciada y estimada. El hijo del fondista había estado en su casa, de visita. Vivía en Copenhague, con un buen empleo en una gran casa comercial. Se prendó de Cristina, a ella le gustó también, y los padres no veían la cosa con malos ojos. Pero a la muchacha le remordía la conciencia, sabiendo que Ib seguía pensando en ella, y por eso estaba dispuesta a renunciar a su felicidad, dijo el barquero.
De momento Ib no contestó una palabra, pero se puso pálido como la cera; luego, sacudiendo la cabeza, exclamó:
- No quiero que Cristina renuncie a su felicidad.
- Escríbele unas palabras - dijo el barquero.
Ib escribió, sólo que no encontraba las palabras a propósito, por lo que rasgó muchas hojas; pero al día siguiente había conseguido, redactar la carta dirigida a la muchacha: "He leído la carta que escribiste a tu padre, y por ella veo que las cosas te van espléndidamente y que puedes esperar todavía otras mejores. Pregunta a tu propio corazón, Cristina, y reflexiona en lo que te espera si te casas conmigo. Muy poco es lo que puedo ofrecerte. No pienses en mí ni en lo que de mí haya de ser, piensa sólo en tu felicidad. No estás ligada a mí por ninguna promesa, y si acaso me la diste en tu corazón, te desligo de ella. Que toda la ventura del mundo acuda a ti, Cristinita. Dios sabrá encontrar consuelo para mi corazón. Para siempre tu sincero amigo Ib".
La carta fue expedida, y Cristina la recibió.
Se publicaron las amonestaciones en la iglesia del erial y en Copenhague, donde residía el novio, y allí se trasladó la moza con su suegra, pues los negocios impedían al novio emprender el largo viaje hasta Jutlandia. Según lo convenido, Cristina se encontró con su padre en el pueblo de Funder; estaba en el camino a la capital, y era el más cómodo para él; allí se despidieron padre e hija. Cambiaron algunas palabras, pero no había noticias de Ib; se había vuelto muy ensimismado, según decía su anciana madre. Sí, se había vuelto caviloso y retraído; por eso le vinieron a la memoria las tres avellanas que de niño le diera la gitana, de las cuales había cedido dos a Cristina. Eran avellanas mágicas, y en una de ellas se encerraba una carroza de oro con caballos dorados, y en la otra hermosísimos vestidos. Sí, había resultado verdad. Ahora le esperaba una vida magnífica en la capital del reino, Copenhague. Para ella se había cumplido el vaticinio... En cambio, la nuez de Ib contenía sólo tierra negra. "Lo mejor para él", como dijera la gitana; sí, y también esto se había cumplido; para él, lo mejor era la negra tierra. Ahora comprendía claramente lo que la mujer quiso significar: para él, lo mejor era la negra tierra, la tumba.
Pasaron años - a Ib no le parecieron muchos, pero en realidad, fueron muchos -; los viejos fondistas murieron con poco tiempo de diferencia, y su hijo heredó toda su fortuna, una porción de miles de escudos. Cristina pudo viajar en carroza dorada y llevar hermosos vestidos.
Durante dos largos años, el padre de Cristina no recibió carta de su hija, y cuando, por fin, llegó la primera, no respiraba precisamente alegría y bienestar. ¡Pobre Cristina! Ni ella ni su marido habían sabido observar moderación en la riqueza; el dinero se había fundido con la misma facilidad con que vino; no les había traído la prosperidad, por su misma culpa.
Florecieron los brezos y se marchitaron; varios inviernos vieron la nieve caer sobre el erial de Seis y sobre el montículo, donde Ib vivía al abrigo del viento. Brillaba el sol de primavera, e Ib estaba arando su campo. De pronto le pareció que la reja del arado chocaba con un pedernal; un objeto extraño, semejante a una viruta negra, salió a la superficie, y al recogerlo Ib vio que era de metal; el punto donde había chocado el arado despedía un intenso brillo. Era un pesado brazalete de oro de la antigüedad pagana. Pertenecía a una tumba antigua, que encerraba valiosos adornos. Ib lo mostró al párroco, quien le reveló el alto valor del hallazgo. Fuese con él al juez comarcal, quien informó a Copenhague y aconsejó a Ib que llevase personalmente el precioso objeto a las autoridades correspondientes.
- Has encontrado en la tierra lo mejor que podías encontrar - le dijo el juez.
"¡Lo mejor! - pensó Ib -. ¡Lo mejor para mí, y en la tierra! Así también conmigo tuvo razón la gitana, suponiendo que sea esto lo mejor".
Ib se embarcó en Aarhus para Copenhague; para él, que sólo había llegado hasta Gudenaa, aquello representaba un viaje alrededor del mundo. Y llegó a Copenhague.
Le pagaron el valor del oro encontrado, una buena cantidad: seiscientos escudos. Nuestro hombre, venido del bosque de Seisheide, se entretuvo vagando por las calles de la capital.
Justamente la víspera del día en que debía embarcar para el viaje de regreso, equivocó la dirección entre la maraña de callejas, y, por el puente de madera, fue a parar a Christianshafen, en lugar de a la Puerta del Oeste. Había seguido hacia Poniente, pero no llegó adonde debiera. En toda la calle no se veía un alma, cuando de pronto una chiquilla salió de una mísera casucha; Ib le pidió que le indicase el camino de su posada. La pequeña se quedó perpleja, lo miró y prorrumpió en amargo llanto. Le preguntó él qué le ocurría; la niña respondió algo ininteligible. Se encontraron debajo de un farol, y al dar la luz en el rostro de la rapazuela, sintió Ib una impresión extraña, pues veía ante sí a Cristinita, su vivo retrato, tal como la recordaba del tiempo en que ambos eran niños.
Siguiendo a la chiquilla a su pobre casucha, subió la estrecha y ruinosa escalera, hasta una reducida buhardilla sesgada, bajo el tejado. Llenaba el cuarto una atmósfera pesada y opresiva, y no había luz. De un rincón llegó un suspiro, seguido de una respiración fatigosa. Ib encendió una cerilla. Era la madre de la criatura, tendida en un mísero lecho.
- ¿Puedo hacer algo por usted? - preguntó Ib -. La pequeña me ha guiado hasta aquí, pero soy forastero en la ciudad. ¿No hay algún vecino o alguien a quien pueda llamar? -. Y levantó la cabeza de la enferma.
Era Cristina, la del erial de Seis.
Hacía años que su nombre no se había mencionado en Jutlandia; sólo hubiera servido para turbar la mente de Ib. Y tampoco eran buenos los rumores que se oían, y que resultaron ser ciertos. El mucho dinero heredado de los padres se le había subido a la cabeza al hijo, volviéndole arrogante. Dejó su buena colocación; por espacio de medio año viajó por el extranjero; a su regreso contrajo deudas, pero sin dejar de vivir rumbosamente. La balanza se inclinaba cada vez más, hasta que cayó del todo. Sus numerosos compañeros de francachelas decían de él que llevaba su merecido, pues había administrado su fortuna como un insensato. Una mañana encontraron su cadáver en el canal del jardín de Palacio.
Cristina llevaba ya la muerte en el corazón; su hijo menor, concebido en la prosperidad, nacido en la miseria, yacía ya en la tumba, tras unas semanas de vida. Enferma de muerte y abandonada de todos, yacía ahora Cristina en una mísera buhardilla, sumida en una miseria que de seguro no hubiera encontrado insoportable en sus años infantiles del erial de Seis. Ahora empero, acostumbrada a cosas mejores, la pobreza le era intolerable. Aquella pequeña era su hija mayor - otra Cristinita, que había sufrido con ella hambre y privaciones -, y ella había traído a Ib a su vera.
- Mi pena es morir dejando a esta pobre criatura - suspiró la madre -. ¿Qué será de ella en el mundo? -. Nada más pudo decir.
Ib encendió otra cerilla y un cabo de vela que encontró, y la luz iluminó la pobre habitación.
El hombre, al mirar a la chiquilla, pensó en Cristina, cuando era niña aún; por amor de la madre recogería a la hija, aquella hija a quien no conocía. La moribunda clavó en él la mirada, y sus ojos se abrieron desmesuradamente: ¿lo habría reconocido? Él jamás lo supo, pues ni una palabra salió ya de sus labios.
* * *
El escenario era el bosque del Gudenaa, cerca del erial de Seis; la atmósfera era gris, y los brezos estaban marchitos; las tormentas de Poniente barrían las hojas amarillas, arrojándolas al río y al otro lado del erial, donde se levantaba la casa de turba del barquero, habitada ahora por personas desconocidas. Pero bajo el Aas, resguardada del viento por los altos árboles, alzábase la casita, blanqueada y pintada. En el interior ardía la turba en el horno y entraba el sol, que se reflejaba en dos ojos infantiles; el canto primaveral de la alondra resonaba en las palabras que salían de la boquita roja y sonriente: había allí vida y alegría, pues Cristinita estaba presente. Estaba sentada en las rodillas de Ib, que era para ella padre y madre a la vez - aquellos padres que habían desaparecido como se esfuma el sueño para niños y mayores. Ib vivía en la casita linda y bien cuidada, en desahogada posición; la madre de la chiquilla yacía en el cementerio de los pobres de la ciudad de Copenhague.
Ib tenía dinero en su arca, se decía; ¡oro de la negra tierra! Y tenía, además, a Cristinita.
Bei Gudenaa, im Walde von Silkeborg, erhebt sich wie ein großer Wall ein Landrücken und am Fuße dieses Landrückens nach Westen zu, lag und liegt noch heute ein kleines Bauernhaus mit einigen mageren Feldern; der Sand schimmerte allerorten unter dem dünnen Roggen- und Gerstenboden hervor. Es sind nun ein gut Teil Jahre vergangen seitdem. Die Leute, die hier wohnten, bebauten ihren kleinen Acker und hielten drei Schafe, ein Schwein und zwei Ochsen; kurz gesagt, sie konnten recht wohl davon leben, wenn sie bescheidene Ansprüche stellten. Ja, sie hätten es wohl auch dazu bringen können, ein paar Pferde zu halten; aber sie sagten wie die anderen Bauern auch: "Das Pferd frißt sich selbst auf." – Es zehrt das Gute, was es schafft, reichlich wieder auf. Jeppe-Jäns beackerte sein kleines Feld im Sommer selbst und während des Winters war er ein flinker Holzschuhmacher. Dazu hatte er auch einen Gehülfen, einen Knecht, der es verstand, die Holzschuhe zurechtzuschneiden, so daß sie sowohl fest, als auch leicht und wohlgeformt waren. Löffel und Schuhe schnitzten sie, das brachte Geld; man konnte Jeppe-Jäns nicht zu den armen Leuten zählen.
Der kleine Ib, ein siebenjähriger Knabe, das einzige Kind des Hauses, saß dabei und sah zu, er schnitzte an einem Stecken, schnitt sich auch wohl in den Finger; aber eines Tages hatte er zwei Stücken Holz zurechtgeschnitzt, die kleinen Schuhen gleich sahen. Sie sollten, so sagte er, der kleinen Christine geschenkt werden; das war des Schiffers kleine Tochter. Sie war fein und zart wie vornehmer Leute Kind. Hätte sie Kleider gehabt, die ihrer lieblichen Erscheinung angemessen waren, so hätte niemand geglaubt, daß sie aus dem Torfhaus in der Seiser Heide stamme. Dort drüben wohnte ihr Vater. Er war Witwer und ernährte sich damit, aus dem Walde Brennholz nach Silkeborg, ja, oft noch weiter hinauf zu schiffen. Er hatte niemand, der auf die kleine Christine, die ein Jahr jünger als Ib war, geachtet hätte, und so war sie fast immer bei ihm auf dem Kahn oder zwischen dem Heidekraut und den Preißelbeerbüschen; und ging es einmal ganz bis nach Randers hinauf, so kam die kleine Christine zu Jeppe-Jäns hinüber.
Ib und die kleine Christine vertrieben sich prächtig die Zeit mit spielen und essen. Sie wühlten und gruben, sie krochen und liefen, und eines Tages wagten sich die beiden allein gar auf den Landrücken und ein Stück in den Wald hinein. Dort fanden sie Schnepfeneier; das war eine große Begebenheit.
Ib war bisher noch niemals aus der Seiser Heide fortgewesen, niemals war er durch die Seen geschifft bis nach Gudenaa aber nun sollte es geschehen; der Schiffer hatte ihn eingeladen, und am Abend vorher kam er mit zu des Schiffers Hause.
Auf den hochaufgestapelten Brennholzstücken im Schiffe saßen die Kinder schon am frühen Morgen und aßen Brot und Himbeeren. Der Schiffer und sein Knecht schoben sich mit ihren Staken vorwärts; es ging mit dem Strome in rascher Fahrt den Fluß hinab, durch Seen, die ganz von Wald und Schilf umschlossen schienen; aber zuletzt fand sich doch immer eine Durchfahrt, ob auch die alten Bäume sich tief zu ihnen niederbogen und die Eichen ihre trockenen Äste ihnen entgegenstreckten, als hätten sie die Ärmel hochgestreift, um ihre nackten, knorrigen Arme zu zeigen. Alte Erlen, die der Strom vom Ufer gelöst hatte, hielten sich mit den Wurzeln am Boden fest und sahen wie kleine Waldinseln aus. Die Seerosen wiegten sich auf dem Wasser; es war eine herrliche Fahrt. – Und dann kam man zu der Aalfangstätte, wo das Wasser durch die Schleusen brauste. Das war etwas für Ib und die kleine Christine zum Schauen.
Damals war dort unten weder Fabrik noch Stadt, es stand dort nur das alte Gehöft mit dem Stauwerk, und die Besetzung war nicht stark. Der Fall des Wassers durch die Schleusen und der Schrei der Wildente waren damals fast die einzigen Laute, die das Schweigen der Natur unterbrachen. Als nun das Holz ausgeladen war, kaufte Christines Vater sich ein großes Bund Aale und ein kleines geschlachtetes Ferkel, und alles zusammen wurde in einen Korb hinten auf dem Schiffe verstaut. Nun ging es stromaufwärts heim; aber der Wind kam von hinten, und als sie das Segel aufgesetzt hatten, ging es ebensogut, als hätten sie zwei Pferde vorgespannt.
Als sie mit dem Kahn bis an die Stelle im Walde gelangt waren, von wo der Knecht nur ein kurzes Stückchen zu laufen hatte, um zu seinem Hause zu kommen, gingen er und Christines Vater an Land, nachdem den Kindern anbefohlen war, sich ruhig und vorsichtig zu verhalten. Das taten sie jedoch nicht lange; sie mußten in den Korb gucken, in dem die Aale und das Ferkel aufbewahrt waren, und das Schwein mußten sie herausnehmen und wollten es halten, und da beide es halten wollten, ließen sie es fallen, und zwar gerade ins Wasser. Da trieb es mit dem Strome dahin, es war ein schreckliches Ereignis.
Ib sprang ans Land und lief ein kleines Stückchen am Ufer entlang, dann kam auch Christine. "Nimm mich mit" rief sie und bald waren sie im Gebüsch verschwunden. Der Kahn und der Fluß waren nicht mehr zu sehen; ein kleines Stück liefen sie noch weiter, dann fiel Christine und weinte; Ib hob sie auf.
"Komm nur mit" sagte er. "Das Haus liegt dort drüben!" Aber es lag nicht dort drüben. Sie gingen weiter und weiter über welkes Laub und dürre abgefallene Zweige, die unter ihren kleinen Füßen knackten. Nun hörten sie ein starkes Rufen – sie standen still und lauschten; ein Adler schrie, es war ein häßlicher Schrei, und sie erschraken heftig. Aber vor ihnen im Walde wuchsen die prächtigsten Blaubeeren, eine ganz unglaubliche Menge; es war allzu einladend, um nicht zu verweilen, und sie blieben und aßen und wurden ganz blau um Mund und Wangen. Nun hörten sie wieder einen Ruf.
"Wir bekommen Schläge für das Ferkel" sagte Christine.
"Laß uns zu mir nachhause gehen" sagte Ib, "Das muß hier im Walde sein." Und sie gingen und kamen auf einen Fahrweg, aber heim führte er nicht; es wurde dunkel und sie fürchteten sich. Die seltsame Stille ringsum wurde von dem dumpfen Schrei der Horneulen und anderen unbekannten Vogellauten unterbrochen. Endlich saßen beide in einem Busche fest; Christine weinte und Ib, weinte, und als sie beide wohl eine Stunde geweint hatten, legten sie sich ins Laub und schliefen ein.
Die Sonne stand schon hoch am Himmel, als sie erwachten. Sie froren, aber dicht dabei auf dem Hügel oben schien die Sonne zwischen den Bäumen hindurch, dort konnten sie sich wärmen und von dort aus, meinte Ib, müßten sie auch ihrer Eltern Haus erblicken können. Aber sie waren weit davon entfernt in einem ganz anderen Teil des Waldes. Sie kletterten den Hügel ganz hinauf und standen nun vor einem Abhang an einem klaren, durchsichtigen See, in dem es von Fischen wimmelte, die in der hellen Sonne blitzten. Was sie sahen, war so unerwartet, und dicht daneben stand auch ein großer Busch voller Nüsse; und sie pflückten und knackten und aßen die feinen Kerne, die eben in der Bildung begriffen waren – und dann kam noch eine Überraschung, ein Schrecken. Aus den Büschen hervor trat ein großes, altes Weib, deren Antlitz braun und deren Haare glänzend und schwarz waren; das Weiße in ihren Augen leuchtete wie bei einem Mohren. Sie hatte ein Bündel auf dem Rücken und einen Knotenstock in der Hand; es war eine Zigeunerin. Die Kinder verstanden nicht gleich, was sie sagte. Da nahm sie drei große Nüsse aus ihrer Tasche, in einer jeden lägen die herrlichsten Dinge versteckt, erzählte sie, es seien Wünschelnüsse.
Ib sah sie an, sie war so freundlich, und dann faßte er sich ein Herz und fragte, ob er die Nüsse haben dürfe, und das Weib gab sie ihm und pflückte sich eine ganze Tasche voll Nüsse von dem Busch.
Und Ib und Christine saßen mit großen Augen und sahen die drei Wünschelnüsse an.
"Ist in dieser ein Wagen mit Pferden davor?" fragte Ib.
"Es ist sogar ein goldener Wagen mit goldenen Pferden" sagte das Weib.
"Dann gib sie mir" sagte die kleine Christine, und Ib gab sie ihr, während die Frau die Nüsse in ihr Halstuch knüpfte.
"Ist in dieser hier, so ein hübsches kleines Halstuch, wie Christine es hat?" fragte Ib.
"Es sind zehn Halstücher darin" sagte das Weib, "auch feine Kleider und Strümpfe und ein Hut."
"Dann will ich sie auch haben" sagte Christine, und der kleine Ib gab ihr auch die andere Nuß; die dritte war eine kleine schwarze.
"Die kannst Du behalten!" sagte Christine, "sie ist ja auch ganz hübsch."
"Und was ist in dieser?" fragte Ib.
"Das allerbeste für Dich" sagte das Zigeunerweib.
Und Ib hielt die Nuß fest. Das Weib versprach ihnen, sie auf den rechten Weg nach Hause zu führen, und sie gingen, aber freilich gerade in entgegengesetzter Richtung, als sie hätten gehen müssen. Aber deshalb darf man sie noch nicht beschuldigen, daß sie es darauf anlegte, Kinder zu stehlen.
Mitten im dichten Walde trafen sie den Waldläufer Chrän, der Ib kannte, und durch ihn wurden Ib und die kleine Christine wieder nach Hause gebracht, wo man in großer Angst um sie war. Aber es wurde ihnen verziehen, obwohl sie beide tüchtig die Rute verdient hätten, einmal weil sie das Ferkel hatten ins Wasser fallen lassen, und sodann, weil sie davongelaufen waren.
Christine kam heim in die Heide, und Ib blieb in dem kleinen Waldhaus. Das erste, was er dort am Abend tat, war, daß er die Nuß hervorholte, die das "Allerbeste" enthielt. – Er legte sie zwischen Tür und Türrahmen, klemmte dann zu und die Nuß knackte. Aber nicht einmal ein Kern war darin. Sie war mit einer Art Schnupftabak oder Torferde gefüllt; sie hatte den Wurmstich, wie man es nennt.
"Ja, das hätte ich mir wohl denken können!" meinte Ib. "Wo sollte auch in der kleinen Nuß Platz für das Allerbeste sein. Christine bekommt ihre feinen Kleider oder die goldene Kutsche auch nicht zu sehen aus ihren zwei Nüssen."
Und der Winter kam und das neue Jahr kam.
Es vergingen mehrere Jahre. Ib sollte Konfirmationsunterricht beim Pfarrer haben, und der wohnte weit entfernt. In jener Zeit kam eines Tages der Schiffer und erzählte bei Ibs Eltern, daß die kleine Christine nun aus dem Hause solle, um ihr Brot zu verdienen. Es sei ein wahres Glück für sie, daß sie in gute Hände käme, sie habe bereits eine Stellung bei recht braven Leuten. Sie solle zu den reichen Krugwirtsleuten in Herning, das weiter nach Westen lag, ziehen. Dort solle sie der Hausfrau zur Hand gehen und später, wenn sie sich schickte und eingesegnet war, wollten sie sie behalten.
Ib, und Christine nahmen Abschied voneinander; sie wurden jetzt als versprochen angesehen. Sie zeigte ihm beim Abschied, daß sie noch immer die beiden Nüsse habe, die sie damals von ihm bekommen hatte, als sie verirrt im Walde umherliefen; sie sagte auch, daß sie in ihrer Wäschekiste die kleinen Holzschuhe aufbewahrte, die er als Knabe geschnitzt und ihr geschenkt hätte. Dann schieden sie.
Ib wurde eingesegnet, aber er blieb in seiner Mutter Haus; denn er war ein geschickter Holzschuhmacher und bearbeitete auch im Sommer das kleine Ackerfeld, daß es aufs beste gedieh. Seine Mutter hatte nur noch ihn, Ibs Vater war tot.
Nur selten, und dann durch einen Postboten oder durch einen Aalhändler, hörte man von Christine. Es ging ihr gut bei dem reichen Krugwirte, und als sie eingesegnet war, schrieb sie an ihren Vater einen Brief mit einem Gruße auch an Ib und seine Mutter. Im Briefe stand noch von sechs neuen Hemden und einem herrlichen Kleid, das Christine von ihrer Herrschaft bekommen hatte. Das waren wirklich gute Nachrichten.
Im nächsten Frühjahr, an einem schönen Tage, klopfte es an Ibs und seiner Mutter Tür. Es war der Schiffer mit Christine. Sie war für einen Tag zu Besuch gekommen. Es hatte sich gerade Gelegenheit zu einer Fahrt bis in die Nähe und wieder zurück geboten, und die hatte sie benützt. Sie war hübsch und sah wie ein feines Fräulein aus. Und schöne Kleider hatte sie an, die gut gearbeitet waren und zu ihr paßten. Da stand sie nun in ihrem vollen Staat, und Ib war in seiner alten Werktagskleidung. Er konnte gar keine Worte finden. Wohl nahm er ihre Hand, hielt sie fest und war so herzlich froh, aber den Mund konnte er nicht gebrauchen. Dafür konnte es die kleine Christine um so besser, und sie sprach und hatte so viel zu erzählen und küßte Ib mitten auf den Mund.
"Kennst Du mich auch wieder?" fragte sie. Aber selbst als sie beide allein waren und er noch immer mit ihrer Hand in der, seinen stand, war alles, was er sagen konnte: "Du bist ja eine feine Dame geworden! Und ich sehe so armselig dagegen aus. Wie oft ich an Dich gedacht habe. An Dich und die alten Zeiten."
Und dann gingen sie Arm in Arm den Hügel hinauf und schauten über Gudenaa nach der Seiser Heide mit den großen Heidehügeln hin, aber Ib sagte nichts. Doch als sie sich trennten, war er sich darüber klar geworden, daß sie seine Frau werden müsse; sie waren ja von klein auf Liebesleute genannt worden und waren, so schien es ihm, ein verlobtes Paar, obgleich keines von ihnen selbst es gesagt hatte.
Nur einige Stunden noch konnten sie zusammen sein, denn sie mußte wieder dorthin, von wo am nächsten Morgen der Wagen abfuhr. Der Vater und Ib begleiteten sie. Es war heller Mondschein und als sie angekommen waren, hielt Ib, noch immer ihre Hand und konnte sie nicht loslassen. In seinen Augen stand sein ganzes Herz geschrieben, aber die Worte fielen nur spärlich, doch jedes einzige kam aus innerstem Herzen: "Wenn Du Dich nicht zu fein gewöhnt hast," sagte er, "und Du könntest Dir denken, in unserer Mutter Haus mit mir als Deinem Ehemann zu leben, dann werden wir beiden einmal Mann und Frau – aber wir können ja noch ein wenig warten!"
"Ja, laß uns die Zeit abwarten, Ib!" sagte sie; und dann drückte sie seine Hand und er küßte sie auf den Mund. "Ich vertraue auf Dich, Ib!" sagte Christine, "und ich glaube, daß ich Dich lieb habe! Aber laß es mich beschlafen!"
Dann schieden sie. Ib sagte zu dem Schiffer, daß er und Christine nun so gut wie verlobt seien, und der Schiffer fand, daß es so wäre, wie er es sich gedacht bebe; und er ging mit Ib nach Hause und schlief dort in einem Bett mit ihm, und es wurde über die Verlobung nicht mehr gesprochen.
Ein Jahr war darüber vergangen; zwei Briefe waren zwischen Ib, und Christine gewechselt worden; "Treu bis zum Tode!" stand als Unterschrift darin. Eines Tages trat der Schiffer zu Ib herein, er brachte ihm einen Gruß von Christine; was er weiter zu sagen hatte, ging ihm ein wenig schwer von der Zunge, aber es war daraus zu entnehmen, daß es Christine wohl gehe, mehr als wohl sogar, sie wäre ja ein hübsches Mädchen und geachtet und beliebt. Des Krugwirts Sohn wäre zu einem Besuch zu Hause gewesen; er wäre in Kopenhagen in einem Kontor beschäftigt und habe dort eine große Stellung. Er möge Christine wohl leiden und sie fände ihn auch nach ihrem Sinn, seine Eltern wären ebenfalls nicht dagegen, aber es lag doch Christine schwer auf dem Herzen, daß wohl Ib noch immer an sie dächte, und so hätte sie beschlossen, das Glück von sich zu stoßen, sagte der Schiffer.
Ib sagte zuerst kein Wort, aber er wurde so weiß wie ein leinenes Tuch; dann schüttelte er den Kopf und sagte: "Christine darf ihr Glück nicht von sich stoßen!"
"Schreibe ihr das in ein paar Worten!" sagte der Schiffer.
Und Ib schrieb, aber er konnte nicht recht die Worte setzen, wie er wollte und strich durch und zerriß, aber am Morgen war ein Brief an die kleine Christine zustande gebracht, und hier ist er.
"Den Brief an Deinen Vater habe ich gelesen und sehe daraus, daß es Dir in jeder Beziehung wohl geht und Du es noch besser haben könntest! Frage Dein Herz, Christine! und bedenke wohl, was Deiner wartet, wenn Du mich nimmst! Was mein ist, ist nur geringe. Denke nicht an mich und wie ich es tragen werde, denke nur an Deinen eigenen Nutzen. An mich bist Du durch kein Versprechen gebunden, und hast Du mir in Deinem Herzen eins gegeben, so löse ich Dich davon. Alles Glück der Welt sei mit Dir, kleine Christine. Der liebe Gott wird wohl auch für mein Herz Trost wissen.
Immer Dein aufrichtiger Freund
Ib."
Und der Brief wurde abgesandt und Christine bekam ihn.
Um Martini wurde sie in der Kirche in der Seiser Heide und in Kopenhagen, wo der Bräutigam war, aufgeboten, und dorthin reiste sie mit ihrer Schwiegermutter, da der Bräutigam wegen seiner vielen Geschäfte nicht so weit fortreisen konnte. Christine war, wie verabredet, mit ihrem Vater in einem kleinen Dorfe, das auf ihrem Wege lag, zusammengetroffen; dort nahmen sie voneinander Abschied. Es fielen darüber ein paar Worte, aber Ib sagte nichts dazu, er wäre so nachdenklich geworden, sagte seine alte Mutter. Ja, nachdenklich war er, und deshalb kamen ihm auch die drei Nüsse nicht aus dem Sinn, die er als Kind von der Zigeunerin bekommen und von denen er zwei Christine abgegeben hatte. Es waren wirklich Wünschelnüsse gewesen. In den ihren hatten ja ein goldener Wagen und Pferde und schöne Kleider gelegen; es traf bei ihr zu. All diese Herrlichkeiten sollte sie nun drüben in Kopenhagen haben! Bei ihr ging es in Erfüllung. – Für Ib war in der Nuß nur der schwarze Staub. "Das Allerbeste" für ihn, hatte das Zigeunerweib zu ihm gesagt, – ja, auch das ging in Erfüllung. Der schwarze Staub war für ihn das Beste. Nun verstand er deutlich, was das Weib damit gemeint hatte: die schwarze Erde, des Grabes Stille waren für ihn das Allerbeste.
Und es vergingen Jahre darüber – nicht viele, aber Ib, erschienen sie lang. Die alten Krugwirtsleute starben, einer kurz nach dem anderen; das ganze Vermögen, viele tausend Reichstaler, ging auf den Sohn über. Ja, nun konnte Christine wohl eine Kutsche und schöne Kleider bekommen!
Zwei lange Jahre hindurch, die nun folgten, kam kein Brief von Christine, und als dann der Vater einen bekam, war er nicht mehr in Wohlstand und Vergnügen geschrieben. Arme Christine! Weder sie noch ihr Mann hatten es verstanden, mit dem Reichtum Maß zu halten, er verging, wie er gekommen war, es ruhte kein Segen darauf; sie hatten es selbst so gewollt.
Die Heide stand in Blüte und die Heide verdorrte wieder. Der Schnee hatte manchen Winter über die Heide gefegt und über die Anhöhe, in deren Schutz Ib wohnte. Die Frühjahrssonne schien und Ib ließ den Pflug durch die Erde ziehen. Da stieß er damit, wie es ihm schien, an einen Feuerstein. Es kam ein großer, schwarzer Hobelspan über die Erde hervor, und als Ib ihn in die Hand nahm, fühlte er, daß er von Metall war, und an der Stelle, wo der Pflug daran geschlagen war, blitzte es blank. Es war ein schwerer goldener Armring aus dem heidnischen Altertum. Ein Hünengrab war hier geebnet worden und sein kostbarer Schmuck gefunden. Ib zeigte ihn dem Pfarrer, der ihm sagte, was das für ein herrliches und wertvolles Stück sei, und von ihm ging Ib, zum Landrat, der darüber nach Kopenhagen berichtete und Ib, anriet, den kostbaren Fund selbst zu überbringen.
"Du hast in der Erde das Köstlichste gefunden, was sie Dir zu geben vermag!" sagte ihm der Landrat.
"Das Beste" dachte Ib, "Das Allerbeste für mich – in der Erde. Dann hatte das Zigeunerweib also auch mit mir recht, wenn dies das Beste war."
Und Ib, fuhr mit der Fähre von Aarhuus nach Kopenhagen; es war für ihn, der bisher nur nach Gudenaa hinübergekommen war, wie eine Reise übers Weltmeer. Und er kam nach Kopenhagen.
Der Wert des gefundenen Goldes wurde ihm ausbezahlt; es war eine große Summe, sechshundert Reichstaler. Da wanderte nun Ib, aus dem Walde bei der Seiser Heide- in dem großen, lärmenden Kopenhagen umher.
Es war gerade an dem Abend, als er mit einem Schiffer wieder nach Aarhuus zurückfahren wollte, als er sich in den Straßen verirrte und in eine ganz andere Richtung geriete als er eigentlich wollte. Er war über die Knippelsbrücke nach Christianshafen gekommen anstatt zum Walle beim Westtor. Er war ganz richtig nach Westen gesteuert, aber nicht dorthin, wohin er sollte. Nicht ein Mensch war in den Straßen zu sehen. Da kam ein ganz kleines Mädchen aus einem der ärmlichen Häuser. Ib fragte sie nach dem Wege und die Kleine blickte auf. Da sah er, daß sie heftig weinte. Nun fragte er sie, was ihr fehle; sie sagte etwas, was er nicht verstand, und als sie beide unter eine Laterne kamen, deren Schein ihr Gesichtchen beleuchtete, wurde es ihm ganz wunderlich zumute; denn es war leibhaftig die kleine Christine, die da vor ihm stand, ganz wie er sich ihrer erinnerte, als sie beide noch Kinder waren.
Und er ging mit dem kleinen Mädchen in das ärmliche Haus, die schmale, ausgetretene Treppe hinauf bis zu einer kleinen, verkommenen Kammer hoch oben unter dem Dache. Es war eine schwere stickige Luft darin, kein Licht war entzündet, und in einer Ecke seufzte es und mühsame Atemzüge drangen daraus hervor. Ib strich ein Zündholz an. Es war die Mutter des Kindes, die in dem ärmlichen Bette lag.
"Kann ich Euch mit irgendetwas helfen?" sagte Ib. "Die Kleine hat mich auf der Straße getroffen, aber ich bin selbst fremd hier in der Stadt. Ist hier kein Nachbar oder irgend jemand, den ich Euch rufen könnte?" – Und er richtete ihr Haupt in die Höhe.
Es war Christine aus der Seiser Heide.
Jahre hindurch war ihr Name daheim in Jütland nicht mehr genannt worden, es würde Ibs stillen Gedankengang aufgerührt haben, und es war ja auch nichts Gutes, was Gerücht und Wahrheit meldeten, daß das viele Geld, das ihr Mann von seinen Eltern geerbt hatte, ihn übermütig und leichtlebig gemacht hätte. Er hatte seine feste Stellung aufgegeben und war ein halbes Jahr im Auslande umhergereist, dann kehrte er zurück, machte Schulden über Schulden, der Wagen neigte sich immer mehr und endlich stürzte er um. Seine vielen lustigen Tischfreunde sagten von ihm, es sei ihm nur nach Verdienst geschehen, er habe ja darauf los gelebt wie ein Narr. Eines Morgens war seine Leiche im Schloßkanal gefunden worden.
Nach seinem Tode ging Christine in sich; ihr jüngstes Kindchen, im Wohlstand empfangen, im Elend geboren, war, nur einige Wochen alt, gestorben und ruhte im Grabe, und jetzt war es mit Christine so weit gekommen, daß sie todkrank und verlassen in einer elenden Kammer lag, so elend, wie sie es in ihren jungen Jahren in der Seiser Heide wohl hätte ertragen können; aber nun, da sie es besser gewöhnt war, fühlte sie ihr Elend doppelt. Es war ihr ältestes Kind, auch eine kleine Christine, die Not und Hunger mit ihr litt und die Ib zu ihr heraufgebracht hatte.
"Ich habe Angst für das arme Kind, wenn ich sterbe" brachte sie seufzend hervor, "wo in aller Welt soll es dann hin." – Mehr konnte sie nicht sagen.
Ib brannte wieder ein Zündhölzchen an und fand einen Lichtstumpf, den er anzündete, nun fiel der trübe Lichtschein auf all das Elend in der Kammer.
Ib sah des kleine Mädchen an und dachte an Christine in ihren jungen Jahren. Um Christines willen konnte er ja an diesem Kinde, das er nicht kannte, Gutes tun. Die Sterbende sah ihn an, ihre Augen wurden größer und größer. – Erkannte sie ihn? Nie erfuhr er das, kein Wort mehr hörte er sie sprechen.
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Es war im Walde bei Gudenaa in der Seiser Heide; die Luft war grau, die Heide stand ohne Blüten. Die Weststürme trieben das gelbe Laub der Wälder in den Fluß und über die Heide, wo das Torfhaus stand. Fremde Leute wohnten darin; aber am Fuße des Landrückens, im Schutze hoher Bäume, stand das kleine Haus, weiß und schmuck. Im Kachelofen in der Stube brannten Torfstücken, in der Stube hier war Sonnenschein, er strahlte aus zwei Kinderaugen, Frühling und Lerchengezwitscher klangen aus dem roten, lachenden Mund, Leben und Fröhlichkeit herrschten hier; es war die kleine Christine, die auf Ibs Knien saß. Ib war ihr Vater und Mutter, die beide von ihr gegangen waren, wie ein Traum vergeht. Ib saß in dem netten, reinlichen Hause, ein wohlhabender Mann; die Mutter des kleinen Mädchens lag auf dem Armenfriedhof in der Königstadt Kopenhagen.
Ib hatte Geld im Kasten, sagte man. Gold aus der Erde, und er hatte ja auch die kleine Christine.