Los vecinos


Nabofamilierne


Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que se habían puesto de cabeza - pues saben hacerlo -, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.
- ¡Qué bella es la vida! -decía cada una de las rosas-. Lo único que desearía es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro.
- Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!
Aquellos pajarillos de arriba y de abajo - los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua - eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior, y se encontraban en él como en su propia casa.
- ¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmípedas.
- ¡No preguntéis tonterías! -replicó la madre-. ¿No veis que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que vosotros llevaréis también, sólo que las nuestras son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan aburridas!
- ¡Escuchad los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres.
En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: - ¿Adónde va? -pero ninguna lo sabía.
- A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compañeras-. Aunque también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el día brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más bello; podemos verlo a través de los agujeritos que tiene.
Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia de las rosas!
- Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo sabéis, pues.
Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, presentóse el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.
- He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa "lo bello"?
- No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los días se les reparten guisantes y grano - yo he comido también con ellas, y algún día vendréis vosotros: dime con quién andas y te diré quién eres -, pues en aquella finca tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!.
- Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía aún plumas.
En el cortijo vivía un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y las ponía en un florero, en el centro del armario.
- ¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.
- ¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echó a volar.
Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les dijo: - ¡Quedaos aquí! - y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla. ¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole terriblemente: - ¡Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba.
En la casa había un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer, preguntóles:
- ¿Queréis que lo pongamos guapo?
Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo abrió su caja - que contenía colores bellísimos -, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro.
- ¡Ahora veréis volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía! Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos de saber quién era aquel pájaro desconocido.
- ¿De dónde, de dónde? -gritaba la corneja.
- ¡Espera un poco, espera un poco! -decían los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el número de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a atacarla.
- ¡Fijaos en ése, fijaos en ése! -gritaban todos.
- ¡Fijaos en ése, Fijaos en ése! -gritaron también sus crías cuando a madre llegó al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a los ojos, como dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza! -. Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos, claro está, ¡soy vuestra madre! Las otras aves la agredieron también, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal.
- ¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras!
La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.
- ¡Pip! -decían los gurriatos en el nido -, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?
- Pues ya veréis cómo os echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos - dijo el más pequeño.
- ¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó el segundo.- ¡Yo soy el mayor! -gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.
Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.
El más pequeño, que había quedado en el nido, se instaló a sus anchas, pues había quedado como único propietario; pero no duró mucho su satisfacción. Aquella misma noche se incendió la casa: las rojas llamas estallaron a través de las ventanas, prendieron en la paja seca del techo y, en un momento, el cortijo entero quedó reducido a cenizas. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato murió abrasado.
Cuando salió el sol a la mañana siguiente y todo parecía despertar de un sueño tranquilo y reparador, de la casa no quedaban más que algunas vigas carbonizadas, que se sostenían contra la chimenea, lo único que seguía en pie. De entre los restos salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano y florido, el rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y tranquila.
- ¡Qué bellas son las rosas frente a la casa incendiada! -exclamó un hombre que acertaba a pasar por allí-. Voy a tomar un apunte -. Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de hojas blancas - pues era pintor - y dibujó los escombros humeantes, los maderos calcinados sobre la chimenea, que se inclinaba cada vez más, y, en primer término, el gran rosal florido, que era verdaderamente hermoso y costituía el motivo central del cuadro.
Pocas horas más tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan nacido allí. - ¿Dónde está la casa? -preguntaron-. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien empleado por haberse querido quedar con el nido. Las rosas han escapado con vida; helas ahí con sus mejillas coloradas. La desgracia del vecino las deja tan frescas. No quiero dirigirles la palabra. Este sitio se me hace insoportable. - Y se echaron a volar.
En un hermoso y soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano, bajaron las palomas al seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la gran escalera de la hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas, sus plumas brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones: - ¡Agruparse, chicos, agruparse! - pues así parecían mejor.
- ¿Quién es ese pequeñín pardusco que salta entre nosotras? ­preguntó una paloma cuyos ojos despedían destellos rojos y verdes.
- ¡Pequeñín, pequeñín! -dijo.
- ¡Son gorriones, pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas, dejémosles que se lleven unos granitos. Hablan poco entre ellos, y rascan tan graciosamente con el pie.
Rascaban, en efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al mismo tiempo "¡pip!". Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido de la casa quemada.
- ¡Qué bien se come aquí! -dijeron los gorriones. Y las palomas se paseaban a su alrededor, pavoneándose y guardándose su opinión.- ¡Fíjate en aquella buchona! -dijo una de las palomas a su vecina-. ¡Qué manera de tragarse los arbejones! Come demasiados y se queda con los mejores además. ¡Curr, curr! Mira cómo se le hincha el buche. ¡Vaya con el bicho feo y asqueroso! ¡Curr, curr! -. Y sus ojos despedían rojas chispas de indignación-. ¡Agruparse, agruparse! ¡Pequeñines, pequeñines!, ¡curr, curr! -. Así discurrían las cosas entre las amables palomas y los pichones; y así es de esperar que sigan discurriendo dentro de mil años.
Los gorriones se trataban a cuerpo de rey, se movían a sus anchas entre las palomas, aunque no se encontraban en su elemento. Hartos al fin, se largaron, mientras intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la valla del jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a él, uno saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso. - ¡Pip! -dijo-, me lanzo -. ¡Pip! -dijo el otro-, también yo me lanzo, y más aún que tú -. Y se entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo, de una volada se plantó en el centro y dijo: - ¡o dentro del todo o nada! Son curiosos los nidos de los hombres. ¡Toma! ¿Qué es eso?
¡Eran las rosas de la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas carbonizadas, apoyadas contra la ruinosa chimenea! ¿Cómo había ido a parar aquello a la habitación de la hacienda señorial?
Los tres gorriones se alzaron para volar por encima de las rosas y de la chimenea, pero fueron a chocar contra una pared. Era un cuadro, un grande y magnífico cuadro, que el pintor había compuesto a base de su apunte.
- ¡Pip! - dijeron los gorriones-. ¡No es nada, sólo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto es la belleza! ¿Lo comprendes? ¡Yo no! -. Y se alejaron volando, pues entraron personas en el cuarto.
Transcurrieron días y aún años; las palomas arrullaron muchas veces, por no decir gruñeron, las muy enredonas. Los gorriones pasaron los inviernos helándose y los veranos dándose la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados, como se quiera. Tenían pequeñuelos y, como es natural, cada uno creía que los suyos eran los más listos y hermosos. Uno volaba por aquí, otro por allá, y cuando se encontraban se reconocían por su ¡Pip! y el triple rascar con el pie izquierdo. La más vieja era una gorriona solterona, que no tenla nido ni polluelos. Deseosa de irse a una gran ciudad, emprendió el vuelo hacia Copenhague.
Había allí, cerca del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto al canal, donde amarraban barcos cargados de manzanas y muchas otras cosas. Las ventanas eran más anchas por la parte inferior que por la superior, y si los gorriones miraban dentro del edificio, cada habitación se les aparecía como un tulipán, con mil colores y arabescos; y en el centro de la flor había personajes blancos, de mármol, aunque algunos eran de yeso; pero esto no sabían distinguirlo los ojos de los gorriones. En la cima de la casa había un grupo de bronce, figurando una cuadriga guiada por la diosa de la Victoria; y todo era de metal: el carro, los caballos y la diosa. Era el museo Thorwaldsen.
- ¡Cómo brilla, cómo brilla! -dijo la gorriona-. Seguramente esto es la belleza. ¡Pip! ¡Pero aquí es mucho mayor que en el pavo! -.
Recordaba que, siendo "niña", su madre le había dicho que la belleza más grande estaba en el pavo. Bajó al patio, donde todo era magnífico, con palmeras y ramas pintadas en las paredes; en el centro crecía un gran rosal lleno de rosas que se extendía hasta el lado opuesto de una tumba. Voló hasta allí y se encontró con varios gorriones que agitaban las alas. Dijeron "¡Pip!" y rascaron tres veces con el pie izquierdo, aquel saludo tan querido que tantas veces dirigió a unos y otros en el curso de su vida sin que nadie lo comprendiera, pues los que una vez se separaron, no suelen volver a encontrarse todos los días. Pero aquella forma de saludar se había convertido en hábito en ella, y he aquí que ahora se topaba con dos viejos gorriones y uno joven, que decían "¡Pip!" y rascaban con el pie izquierdo.
- ¡Ah, hola, buenos días, buenos días! -. Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven que formaba parte de la familia-. ¿Aquí nos encontramos? -dijeron. - Es un lugar muy distinguido, pero lo que es comida no sobra. ¡Esto es la belleza! ¡Pip!
Entraron muchas personas, que venían de las salas laterales, donde se hallaban las magníficas estatuas de mármol, y se dirigieron a la tumba que guardaba los restos del gran maestro, autor de todas aquellas esculturas. Cuantos se acercaban contemplaban con rostro radiante la sepultura de Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos de rosa caídos y los guardaban. Algunos venían de muy lejos, de Inglaterra, Alemania y Francia; y la más hermosa de las señoras cogió una rosa y se la prendió en el pecho. Pensaron entonces los gorriones que allí reinaban las rosas, que la casa había sido construida para ellas, y les pareció un tanto exagerado; pero viendo que los humanos mostraban tanto amor por las flores, no quisieron ellos ser menos. - ¡Pip! ­dijeron, poniéndose a barrer el suelo con el rabo y guiñando el ojo a las rosas. No bien las hubieron visto, quedaron persuadidos de que eran sus antiguas vecinas, y, en efecto, lo eran. El pintor que dibujara el rosal junto a la vieja casa de campo incendiada había obtenido permiso, ya avanzado el año, para trasplantarlo, y lo había regalado al arquitecto, pues en ningún sitio crecían rosas tan hermosas. El arquitecto había plantado el rosal sobre la tumba de Thorwaldsen, donde florecía como símbolo de la Belleza, dando rosas encarnadas y fragantes, que los turistas se llevaban como recuerdo a sus lejanos países.
- ¿Habéis encontrado acomodo en la ciudad? -preguntaron los gorriones. Las rosas contestaron con un gesto afirmativo, y, reconociendo a sus pardos vecinos del estanque campesino, se alegraron de volver a verlos.
- ¡Qué bello es vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y conocidos y ver siempre caras amables! Aquí es como si todos los días fuese una gran fiesta.
- ¡Pip! -dijeron los gorriones-. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus descendientes de la balsa del pueblo se acuerdan de nosotros. ¡Pip! ¡Qué suerte han tenido! Los hay que hasta durmiendo hacen fortuna. Y la verdad es que no comprendo qué belleza puede haber en una cabeza roja como las suyas. ¡Allí hay una hoja seca, la veo muy bien!
Se pusieron a picotearía hasta que cayó; pero el rosal quedó aún más lozano y más verde, y las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen, a cuyo nombre inmortal se había asociado su belleza.
Man skulle rigtignok tro at der var noget på færde i gadekæret, men der var ikke noget på færde! Alle ænderne, ligesom de allerbedst lå på vandet, nogle stod på hovedet, for det kan de, satte med et lige i land; man kunne se i det våde ler sporene af deres fødder, og man kunne høre et langt stykke borte at de skreg. Vandet kom ordentlig i bevægelse, og nylig var det blank, som et spejlglas, man så deri hvert træ, hver busk tæt ved, og det gamle bondehus med hullerne i gavlen og svalereden, men især det store rosentræ fuldt af blomster, der hang fra muren næsten lige ud over vandet, og deri stod det hele, ligesom et skilderi, men alt sammen på hovedet; og da vandet kom i uro, så løb det ene i det andet, hele billedet var væk. To andefjer, der faldt af ænderne, som fløj, vippede ordentlig op og ned, med et tog de fart, ligesom om der var vind, men der var ingen vind, og så lå de stille, og vandet blev spejlglat igen, man så tydeligt gavlen med svalereden, og rosentræet så man; hver rose spejlede sig; de var så dejlige, men de vidste det ikke selv, for ingen havde sagt dem det. Solen skinnede ind imellem de fine blade, der var så fyldt med duft; og det var for hver rose, ligesom for os, når vi er ret lyksalige henne i tanker.
"Hvor det er dejligt at være til!" sagde hver rose, "det eneste jeg ved at ønske, er at jeg kunne kysse solen, fordi den er så varm og klar. - Ja, roserne dernede i vandet ville jeg også kysse! de ligner os ganske akkurat; jeg ville kysse de søde fugleunger dernede i reden; ja der er også nogle oven over os! de stikker hovederne ud og pipper så småt; de har slet ingen fjer, som deres fader og moder. Det er gode naboer, vi har, både dem oven over og neden under. Oh, hvor det er dejligt at være til!"
De små unger oppe og nede, - ja de nede var kun skin i vandet, - var spurve, fader og moder var spurve; de havde taget den tomme svalerede fra i fjor, i den lå de og var hjemme.
"Er det ællingebørn, som svømmer der?" spurgte spurveungerne, da de så andefjerene drive på vandet.
"Gør fornuftige spørgsmål når I spørger," sagde moderen; "Ser I ikke, at det er fjer, levende kjoletøj, som jeg har det og I får det, men vort er finere! Gid vi ellers havde dem heroppe i reden, for de varmer. Jeg gad vide hvad det var, som forskrækkede ænderne! der må have været noget i vandet, for mig var det vist ikke! skønt jeg sagde rigtig nok noget stærkt 'pip' til jer! De tykhovedede roser burde vide det, men de ved ingen ting, de ser kun på sig selv og lugter. Jeg er inderlig ked af de naboer!" -
"Hør de søde små fugle deroppe!" sagde roserne, "de begynder nu også på at ville synge! - De kan ikke, men det kommer nok! - Hvor det må være en stor fornøjelse! Det er ganske morsomt at have sådanne lystige naboer!" -
I galop kom i det samme to heste, de skulle vandes; en bondedreng sad på den ene, og han havde taget alle sine klæder af undtagen sin sorte hat; den var så stor og bred. Drengen fløjtede ligesom om han var en lille fugl, og red så ud i det dybeste af gadekæret; og da han kom over mod rosentræet, rev han en af roserne af og stak op i hatten, så troede han at være rigtig pyntet, og red så bort med den. De andre roser så efter deres søster, og spurgte hinanden: "Hvor rejste hun hen?" men det vidste ingen.
"Jeg gad nok komme ud i verden!" sagde den ene til den anden, "men her hjemme i vort eget grønne er også dejligt! om dagen er solen så varm og om natten skinner himlen endnu smukkere! det kan vi se igennem de mange små huller, der er på den!"
Det var stjernerne, som de troede hver var et hul, for roserne vidste det ikke bedre.
"Vi liver op om huset," sagde spurvemoderen, "og svalereder bringer lykke," siger folk; "derfor er de glade ved at have os! men de naboer der, sådan en hel rosenbusk op ad muren, sætter fugtighed; jeg tænker den kommer nok bort, så kan der dog gro et korn. Roser er kun at se på og at lugte til, eller i det højeste at stikke i hatten. Hvert år, det ved jeg fra min moder, så falder de af, bondekonen sylter dem med salt, de får et fransk navn, som jeg ikke kan sige, og heller ikke bryder mig om; og så lægges de på ilden, når der skal lugte godt. Se, det er deres levnedsløb! de er bare for øjne og næse. Nu ved I det!"
Da det blev aften og myggene dansede i den varme luft, hvor skyerne var så røde, kom nattergalen og sang for roserne: at det skønne var som solskinnet i denne verden; og at det skønne levede altid. Men roserne troede at nattergalen sang om sig selv og det kunne man jo også tænke. Det faldt dem slet ikke ind, at det var dem, der skulle have sangen, men glade var de ved den og tænkte på, om ikke alle de små spurveunger også kunne blive til nattergale.
"Jeg forstod meget godt hvad den fugl sang!" sagde spurveungerne, "der var bare et ord, jeg ikke forstod: Hvad er det skønne?"
"Det er ingenting!" sagde spurvemoderen, "det er bare sådan et udseende. Oppe på herregården, hvor duerne har deres eget hus, og hver dag får ærter og korn strøet i gården, - jeg har spist med dem og det skal I også komme til! sig mig, hvem du omgås, så skal jeg sige dig, hvem du er! - der oppe på herregården har de to fugle med grønne halse og en top på hovedet; halen kan brede sig ud, som var den et stort hjul, og den har alle kulører, så at det gør ondt i øjnene; påfugle kaldes de, og de er det skønne! De skulle pilles lidt, da så de ikke anderledes ud, end vi andre. Jeg havde hugget dem, dersom de ikke havde været så store!"
"Jeg vil hugge dem!" sagde den mindste spurveunge og han havde endnu ikke fjer.
Inde i bondehuset boede to unge folk; de holdt så meget af hinanden, de var så flittige og raske, der var så nydeligt hos dem. Søndag morgen gik den unge kone ud, tog en hel håndfuld af de smukkeste roser, satte dem i vandglasset og stillede det midt på dragkisten.
"Nu kan jeg se, det er søndag!" sagde manden, kyssede sin søde, lille kone, og de satte sig ned, læste en salme, holdt hinanden i hænderne, og solen skinnede ind af vinduerne på de friske roser og på de unge folk.
"Det er jeg ked af at se på!" sagde gråspurvemoderen, som fra reden kiggede lige ind i stuen; og så fløj hun.
Det samme gjorde hun næste søndag, thi hver søndag kom der friske roser i glasset og altid blomstrede rosenhækken lige smukt; spurveungerne, der nu havde fået fjer, ville gerne flyve med, men moderen sagde: "I bliver!" og så blev de. - Hun fløj, men hvordan hun nu fløj eller ikke, med et hang hun fast i en fuglesnare af hestehår, som nogle drenge havde bundet på en gren. Hestehårene trak sig fast om benet, oh så fast, som om det skulle skæres over; det var en pine, det var en skræk; drengene sprang lige til og greb fuglen, og de greb så gruelig hårdt. "Det er ikke andet, end en spurv!" sagde de, men de lod den dog ikke flyve igen, de gik hjem med den og hver gang den skreg, slog de den på næbbet.
Inde i bondegården stod der en gammel karl, der forstod at lave sæbe til skægget og til hænderne, sæbe i kugler og sæbe i stykker. Det var sådan en omvandrende lystig gammel en, og da han så gråspurven, som drengene kom med, og som de sagde at de slet ikke brød sig om, sagde han: "Skal vi gøre den skøn" og det gøs i spurvemoderen, da han sagde det. Og op af sin kasse, hvori der lå de dejligste kulører, tog han en hel mængde skinnende bogguld, og drengene måtte løbe ind at skaffe et æg, og af det tog han hviden og den smurte han hele fuglen over med, og klinede så bogguldet på, så var spurvemoderen forgyldt; men hun tænkte ikke på den stads, hun rystede over alle lemmer. Og sæbemanden tog en rød lap, han rev den af foret i sin gamle trøje, klippede lappen til en takket hanekam, og klistrede den på hovedet af fuglen.
"Nu skal I se guldfuglen flyve!" sagde han og slap gråspurven, der i den grueligste forfærdelse fløj af sted i det klare solskin. Nej, hvor den skinnede! alle gråspurve, selv en stor krage, og det ingen årsunge, blev ganske forskrækket for det syn, men de fløj dog bag efter, for de ville vide hvad det var for en fremmed fugl.
"Hvorfra! hvorfra!" skreg kragen.
"Tøv lidt! tøv lidt!" sagde spurvene. Men den ville ikke tøve lidt; i angst og forfærdelse fløj hun hjemad; hun var nærved at synke til jorden og altid kom der flere fugle til, små og store; nogle fløj lige tæt ind på den for at hugge løs. "Se'ken en! se'ken en!" skreg de alle sammen!
"Se'ken en! se'ken en!" skreg ungerne, da hun kom hen imod reden. "Det er bestemt en påfugleunge, der er alle kulører, som skærer i øjnene, som mor sagde; pip! det er det skønne!" Og så huggede de med deres små næb, så at det ikke blev muligt for hende at slippe ind, og hun var således af forfærdelse, at hun ikke længere kunne sige pip, end sige: Jeg er eders moder. De andre fugle huggede den nu alle, så hver fjer gik af, og blodig sank spurvemoderen ned i rosenhækken.
"Det stakkels dyr!" sagde roserne. "Kom vi skal skjule dig! Held dit lille hoved op til os!"
Spurvemoderen bredte endnu engang vingerne ud, knugede dem så fast til sig igen og var død hos nabofamilien, de friske, smukke roser.
"Pip!" sagde spurveungerne i reden. "Hvor mutter bliver af, det kan jeg ikke begribe! Det skulle dog ikke være et fif af hende, at vi nu må skøtte os selv. Huset har hun ladet os beholde til arvepart! men hvem af os skal have det alene, når vi får familie."
"Ja, jeg kan ikke have jer andre her, når jeg udvider mig med kone og børn!" sagde den mindste.
"Jeg får nok flere koner og børn end du!" sagde den anden.
"Men jeg er ældst!" sagde en tredje. Alle sammen kom de op at skændes, de slog med vingerne, huggede med næbbet, og bums, så blev den ene efter den anden puffet ud af reden. Der lå de, og vrede var de; hovedet hældte de helt om på den ene side og så plirrede det øje, som vendte op; det var nu deres måde at mule på.
Lidt kunne de flyve, og så øvede de sig noget mere, og blev til sidst enige om, at for at kunne kende hinanden igen når de mødtes i verden, ville de sige; pip! og skrabe tre gange med det venstre ben.
Den unge, som blev tilbage i reden, gjorde sig så bred den kunne, den var jo nu husejer, men længe varede det ikke. - Om natten skinnede den røde ild gennem ruderne, flammerne slog frem under taget, det tørre strå gik op i lue, hele huset brændte, og spurveungen med, derimod kom de unge folk lykkelig bort.
Da solen næste morgen var oppe og alt syntes så forfrisket som efter en mild nattesøvn, stod der af bondehuset ikke andet tilbage, end nogle sorte, forkullede bjælker, der hældede sig op til skorstenen, som var sin egen herre; det røg stærkt fra grunden, men foran den stod frisk og blomstrende det hele rosentræ, der spejlede hver gren og hver blomst i det stille vand.
"Nej hvor dejligt de roser står der foran det nedbrændte hus!" råbte en mand, som kom forbi. "Det er det yndigste lille billede! det må jeg have!" og manden tog op af lommen en lille bog med hvide blade, og han tog sin blyant, for han var en maler, og tegnede så det rygende grus, de forkullede bjælker op til den hældende skorsten, for den hældede mere og mere, men allerforrest stod den store, blomstrende rosenhæk, den var rigtignok dejlig, og var jo også ene skyld i at det hele blev tegnet.
Op ad dagen kom forbi to af gråspurvene, som var født her. "Hvor er huset?" sagde de, "hvor er reden? - Pip, alting er brændt op og vor stærke broder er brændt med! det fik han fordi han beholdt reden. - Roserne er sluppet godt fra det! de står endnu med røde kinder. De sørger da ikke for naboens ulykke. Ja jeg taler ikke til dem, og grimt er her, det er min mening!" Så fløj de.
Ud på efteråret var det en dejlig solskinsdag, man kunne ordentlig tro, man var midt i sommeren. Der var så tørt og rent i gården foran den store trappe hos herremandens, og der gik duerne, både sorte og hvide og violette, de glinsede i solskinnet og de gamle duemødre brusede sig op og sagde til ungerne, "stå i gruppe! stå i gruppe!" - for så tog de sig bedre ud.
"Hvad er det små grå, der løber mellem os?" spurgte en gammel due, som havde rødt og grønt igennem øjnene. "Små grå! små grå!" sagde hun.
"Det er spurve! skikkelige dyr! vi har altid haft ord for at være fromme, og så får vi lade dem pille op! - De taler ikke med og skraber så net med benet!"
Ja de skrabede, tre gange skrabede de med det venstre ben, men de sagde også pip og så kendte de hverandre, det var tre spurve fra det afbrændte hus. -
"Her er overmåde godt at æde!" sagde spurvene.
Og duerne gik rundt om hverandre, brystede sig og havde indvendig mening.
"Ser du brystduen?" sagde den ene om den anden, "og ser du hende, hvor hun sluger ærter? hun får for mange! hun får de bedste! kurr kurr! ser du hvor hun der bliver skaldet i kammen! ser du det søde, det arrige dyr! knurre, knurre!" og så skinnede på dem alle sammen øjnene røde af arrighed. "Stå i gruppe, stå i gruppe! Små grå! små grå! Knurre, knurre, kurre!" gik det i et væk og således går det endnu om tusinde år.
Gråspurvene spiste godt, og de hørte godt, ja de stillede sig endogså op, men det klædte ikke; mætte var de; så gik de fra duerne og sagde indbyrdes deres mening om dem, hoppede så ind under havestakittet, og da døren der til havestuen stod åben, hoppede den ene op på dørtrinet, han var overmæt og derfor modig: "pip!" sagde han, "det tør jeg!" - "pip!" sagde den anden, "det tør jeg også og lidt til!" og så hoppede han ind i stuen. Der var ingen folk derinde, det så den tredje nok, og så fløj han endnu længere op i stuen og sagde: "Helt ind, eller slet ikke! det er ellers en løjerlig menneske-rede den! og hvad her er stillet op! nej hvad er det!"
Lige foran spurvene blomstrede jo roserne, de spejlede sig der i vandet, og de kullede bjælker lå op til den faldefærdige skorsten! - Nej, hvad var dog dette! hvor kom det ind i herregårdsstuen?
Og alle tre spurve ville flyve hen over roser og skorsten, men det var en flad væg, de fløj imod; det hele var et maleri, et stort, prægtigt stykke, som maleren havde gjort efter sin lille tegning.
"Pip!" sagde spurvene, "det er ingenting! det ser bare ud! pip! det er det skønne! Kan du begribe det, for jeg kan ikke!" og så fløj de, for der kom mennesker i stuen.
Nu gik der både år og dag, duerne havde mange gange kurret, for ikke at sige knurret, de arrige dyr! Gråspurvene havde frosset om vinteren og levet højt om sommeren; de var alle sammen forlovede eller gifte, eller hvad man nu vil kalde det. Unger havde de, og enhvers unge var, naturligvis, den kønneste og den klogeste; en fløj her og en fløj der, og mødtes de, så kendtes de på "pip!" og tre skrab med det venstre ben. Den ældste af dem, det var nu sådan en gammel en, hun havde ingen rede og hun havde ingen unger; hun ville så gerne en gang til en stor by og så fløj hun til København. -
Der lå et stort hus med mange kulører; det lå lige ved slottet og kanalen, hvor der var skibe med æbler og potter. Vinduerne var bredere for neden end for oven, og kiggede spurvene derind, så var hver stue, syntes dem, ligesom om de så ned i en tulipan, alle mulige kulører og snirkler, og midt i tulipanen stod hvide mennesker; de var af marmor, nogle var også af gips, men det kommer ud på et for spurveøjne. Oven på huset stod en metalvogn med metalheste for, og sejrens gudinde, også af metal, kørte dem. Det var Thorvaldsens Museum.
"Hvor det skinner! hvor det skinner!" sagde spurvefrøknen, "det er nok det skønne! pip! her er det dog større end en påfugl!" hun huskede endnu på fra lille af, hvad der var det største skønne, moderen kendte. Og hun fløj lige ned i gården; der var også prægtigt, der var malet palmer og grene op ad væggene, og midt i gården stod en blomstrende stor rosenbusk; den hældede sine friske grene med de mange roser hen over en grav; og hun fløj derhen, for der gik flere spurve, "pip!" og tre skrab med det venstre ben; den hilsen havde hun mange gange gjort i år og dag, og ingen havde forstået den, for de, som er skilt ad, de træffes ikke hver dag; den hilsen var blevet til vane, men i dag var der to gamle spurve og en unge, der sagde "pip!" og skrabede med det venstre ben.
"Ih se god dag, god dag!" det var tre gamle fra spurvereden og så en lille en af familien. "Skal vi træffes her!" sagde de. "Det er et fornemt sted, men her er ikke meget at æde. Det er det skønne! pip!"
Og der kom mange folk fra sidekamrene, hvor de prægtige marmorskikkelser stod, og de gik hen til graven, der gemte den store mester, som havde formet marmorstøtterne, og alle som kom, stod med lysende ansigter om Thorvaldsens grav, og enkelte opsamlede de affaldne rosenblade og gemte disse. Der var folk langvejs fra; de kom fra det store England, fra Tyskland og Frankrig; og den skønneste dame tog en af roserne, lagde den ved sit bryst. Da troede spurvene at roserne regerede her, at det hele hus var bygget for deres skyld, og det syntes de var rigtignok lidt for meget, men da menneskene alle sammen gjorde af roserne, så ville de ikke stå tilbage. "Pip!" sagde de, fejede gulvet med deres hale, og så med det ene øje på roserne; længe så de ikke, før de var visse på at det var de gamle naboer; og det var det også. Maleren, som havde tegnet rosenbusken ved det nedbrændte hus, havde siden ud på året fået lov til at grave den op, og da givet bygmesteren den, thi ingen roser var dejligere; og han havde sat den på Thorvaldsens grav, hvor den, som billedet på det skønne, blomstrede og gav sine røde, duftende blade at bæres som erindring til fjerne lande.
"Har I fået ansættelse herinde i byen?" spurgte spurvene. Og roserne nikkede; de kendte de grå naboer og blev så glade ved at se dem.
"Hvor det er velsignet at leve og blomstre, at se gamle venner og hver dag milde ansigter! Her er ligesom om det hver dag var en stor helligdag!"
"Pip!" sagde spurvene, "jo det er de gamle naboer! deres herkomst fra gadekæret husker vi! pip! hvor de er kommet til ære! Somme kommer da også sovende til det. Og hvad rart der er ved sådan en rød klat, ved jeg ikke! - Og der sidder da et vissent blad, for det kan jeg se!"
Og så nippede de i det, så at bladet faldt af, og friskere og grønnere stod træet, og roserne duftede i solskinnet på Thorvaldsens grav, til hvis udødelige navn deres skønhed sluttede sig.