La dríade


Die Dryade


Estamos de camino hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar sin arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra.
Sí, nos ha tocado vivir en la época de los cuentos de hadas.
Nos hallamos en el corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes de la escalera, mullidas alfombras cubren los peldaños.
Nuestra habitación es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una gran plaza. Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que nosotros. La vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas hojas recién brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando todos los demás árboles de la plaza!. Uno de ellos ha sido borrado del número de los vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será trasplantado y prosperará el joven castaño.
Éste se encuentra todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el campo, a varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de un fornido roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco para contar sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade que moraba en él era aún una niña. Acordábase todavía del tiempo en que el diminuto árbol sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían alcanzado ya el límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo año tras año, gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia, sacudido y agitado por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la educación.
La dríade gozaba de su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los animales.
La visitaban mariposas, libélulas y moscas, en una palabra, todos los insectos voladores. Le contaban cosas del pueblo, de los viñedos y el bosque, del viejo palacio y del parque, con sus canales y el estanque, en el fondo de cuyas aguas moraban también seres vivos que, a su manera, volaban de un punto a otro por debajo de la superficie; seres pensantes y muy ilustrados, y que siempre estaban callados, de puro inteligentes.
Y la golondrina que se había zambullido en el agua explicaba cosas de los lindos peces dorados, los gordos sargos, las voluminosas tencas y las viejas y musgosas carpas. La golondrina lo describía con mucha gracia, pero añadía que uno tenía que verlo con los propios ojos, para hacerse cargo. Mas ¿cómo podía esperar la dríade ver jamás aquellas maravillas? Tenía que contentarse con contemplar la hermosa campiña y observar el ajetreo de los seres humanos.
Todo era bello y espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas de Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados con admiración en todos los tiempos.
Entonces supo la dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y conoció tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando hasta los actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo eco resuena en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo nutricio del genio, con el cráter de la libertad.
Los niños de la aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como ellos. En las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía, una por una, todas las escenas que describía el párroco.
El cielo con sus nubes era su libro de estampas.
Se sentía feliz con su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave, como todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca podía darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que alcanzaba a ver la dríade.
Francia era grande y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignificante. El país se extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades, entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar hasta París, pero a ella le estaba vedado.
Entre los niños de la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de agradable aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en el negro cabello.
- ¡No vayas a París! - le decía el viejo señor cura -. Allí te perderías, pobrecilla.
Pero ella se fue a París.
La dríade pensaba a menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la gran ciudad.
Desfilaron la primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años.
El árbol de la dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo el tibio sol. Por el camino viose venir un lujoso coche ocupado por una distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la cabeza, dijo, afligido:
- ¡Fuiste a buscar tu perdición, pobre María!
"¿Pobre? - pensó la dríade -. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha cambiado, en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre tanta magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta mirar al cielo para saber dónde está la ciudad".
Noche tras noche, miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el horizonte; en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que le ofrecían imágenes de la ciudad y de la Historia.
De igual forma que el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las nubes.
El cielo de verano, sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba varios días sin haber visto más que páginas vacías.
Era la calurosa estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada hoja, cada flor, vivía como aletargada, y los hombres también.
En esto se levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anunciaba la presencia de París.
Las nubes se amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade.
Semejantes a enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. "También ellos son servidores de Dios", había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Partióse la copa, partióse el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los brazos para recibir al mensajero de la luz.
No hay cañones que, al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable al del trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a torrentes, empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la tormenta; el aire quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los aldeanos se congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció sentidas palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de él un testimonio duradero.
- Todo se va - dijo la dríade -, se va como la nube, para no volver jamás.
Tampoco volvió el anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y desaparecido la tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no volvieron, pero vino el otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al cambiar la estación, la dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte donde, todas las tardes y noches, París brillaba como una niebla luminosa. De allí salía locomotora tras locomotora. Los trenes se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a todas las horas del día. Llegaban trenes al anochecer, a medianoche, por la mañana y en pleno día, y en cada uno de ellos viajaban hombres de todos los países del mundo. Una nueva maravilla los llamaba a París.
¿En qué consistía tal maravilla?
- Una prodigiosa floración del Arte y de la Industria - decían ­ ha brotado en la desierta arena del Campo de Marte. Un girasol gigantesco, en cuyas hojas puede aprenderse Geografía y Estadística, hasta llegar a ser docto como un decano, elevarse a las alturas del Arte y la Poesía, y reconocerse en ellas la grandeza y el poderío de los países.
- Una flor de leyenda - decían otros -, una flor de loto multicolor que despliega sus verdes hojas sobre la arena, a modo de alfombra de terciopelo; la temprana primavera la ha hecho germinar, el verano la verá en todo su esplendor, las tormentas de otoño se la llevarán y no dejarán de ella hojas ni raíces.
Frente a la Escuela Militar se extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin hierba ni planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de África, donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y maravillosos, pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las mentidas imágenes atmosféricas.
Se ha construido el palacio del Aladino de la Era moderna - decíase -. Día tras día, hora tras hora, va desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores realzan sus espaciosos salones. El "maestro sin sangre" mueve aquí sus miembros de hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del espíritu que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor de las flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller del artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados de los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París.
El grandioso conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en pequeños fragmentos, reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su integridad.
Como una gran mesa navideña, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del Arte, y en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación encontraba allí un recuerdo de la patria.
Aparecía aquí el palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras desérticas. El beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París montado en su camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios caballos de las estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la bandera de Danebrog, alzábase junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de Dalarne, con sus primorosas tallas. Chozas americanas, "cottages" ingleses, pabellones franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en derredor con arte y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes, claras aguas fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo interior creía uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas de Damasco florecían bajo un tejado. ¡Qué riqueza de colores y perfumes!
Grutas artificiales con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres, ofreciendo una vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el fondo del mar, entre peces y pólipos.
- Todo eso - decían - contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten la agotadora peregrinación.
Acude la gente desde las primeras horas de la mañana hasta la noche cerrada. Un vapor tras otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos aumenta por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas riadas de gente confluyen hacia un mismo punto: la exposición de París. Las entradas del recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del bazar de los países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de maquinaria llega un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los carillones, el órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos y enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Diríase un imperio babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo.
Así era, en efecto, decían las noticias que llegaban de allí. ¿Quién no las oía? La dríade sabía todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de las ciudades.
- ¡Volad, aves! ¡Volad a verlo y volved a contármelo! - suplicaba la dríade.
Su deseo se convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa, a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera. Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a escuchar nuestra sentencia.
- Irás a la ciudad hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su aire y de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el campo te estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade! ¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura, renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos. Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y morirán, perdido el verdor para siempre.
Así dijo y la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. "¡Iré a la ciudad de las ciudades! - exclamó -. La vida empieza, crece como la nube, nadie sabe adónde va".
Al amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa.
Presentáronse unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las raíces del árbol; adelantóse un carro tirado por caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar.
Las ramas y las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló a su vez de ardiente impaciencia.
- ¡Adelante, adelante! - decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante! - sonaba en palabras aladas y vibrantes -. La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a pastora en el campo.
El castaño yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir "adiós" o "adelante", la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había emprendido el viaje a Paris con tal exaltación.
Su "¡adiós!" fue un "¡adelante, adelante!".
Giraban las ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes; aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban, desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Sucedíanse las estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade.
En derredor todos sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía extender hacia ella sus ramas, rogándole: "¡Llévame contigo, llévame contigo!". En cada uno moraba también una dríade anhelante.
¡Qué cambio! ¡Qué viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más numerosas y más espesas. Levantábanse las chimeneas como tiestos de flores, superpuestas o alineadas en los tejados; grandes letreros con letras gigantescas y figuras multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a la cornisa, destacaban brillantes y luminosas.
- ¿Dónde empieza París? ¿Cuándo llegaré? - preguntábase la dríade. El hormiguero humano aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, sucedíanse los carruajes, peatones seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era música, canto, griterío y discursos.
La dríade, en el interior de su árbol, se encontraba en el centro de París.
El grande y pesado carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de altas casas que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos al joven castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el lugar del árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se paraban en la plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus ramas: "¡Bienvenido, bienvenido!". Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco.
La dríade sintió que descargaban su árbol del carro y lo colocaban en el hoyo que le tenían destinado. Las raíces fueron recubiertas con tierra, y encima plantaron fresco césped. Junto con el árbol fueron plantadas también matas y flores en macetas, quedando un jardincito en el centro de la plaza. El árbol muerto, víctima de las emanaciones del gas, de los vapores y del asfixiante aire ciudadano, fue cargado en el carro y retirado. Los transeúntes miraban, niños y viejos se sentaban en el banco, entre el verdor, alzando la vista para contemplar las hojas del árbol. Y nosotros, que relatamos la historia, veíamos desde un balcón aquel joven emisario de la primavera, venido de los puros aires campestres, y repetíamos las palabras del anciano sacerdote. "¡Pobre dríade!".
- ¡Qué feliz soy, qué feliz! - exclamaba ésta, jubilosa -. Pero no logro comprender ni expresar lo que siento. Todo es como me lo había imaginado, y al mismo tiempo muy distinto.
Las casas estaban allí, tan altas, tan cercanas. El sol brillaba solamente en una de las paredes, la cual se hallaba cubierta de rótulos y carteles, ante los que la gente se detenía, apretujándose. Circulaban carruajes, pesados y ligeros. Los ómnibus, esas abarrotadas casas ambulantes, corrían a gran velocidad. Entre ellos se deslizaban jinetes, y lo mismo trataban de hacer los carros y coches. La dríade se preguntó si acaso aquellas altísimas casas tan apiñadas no se esfumarían pronto como las nubes del cielo, cambiando de forma, apartándose para dejarle ver mejor la ciudad de París. ¿Dónde estaba Notre Dame, la columna Vendóme y aquella maravilla que había atraído y seguía atrayendo a tantos extranjeros?
Pero las casas no se movían de su sitio.
Había aún luz de día cuando encendieron los faroles; los mecheros de gas enviaban su resplandor desde el interior de los comercios, alumbrando hasta las ramas de los árboles; parecía el sol de verano. En lo alto fueron asomando las estrellas, las mismas que la dríade conocía del campo. Creyó sentir que venía de él una corriente de aire, puro y suave. Experimentó la sensación de ser levantada y fortalecida; veía por cada hoja del árbol, sentía por cada fibra de la raíz. En medio de aquel mundo de los humanos sentía que la miraban unos ojos dulces, mientras a su alrededor todo era confusión y ruido, colores y luz.
De las calles adyacentes llegaban sones de instrumentos musicales y las melodías del organillo que invitaban a la danza. ¡A bailar, a bailar! Convidaban a la alegría, a gozar de la vida. Era una música capaz de hacer danzar los caballos, coches, árboles y casas, si hubiesen sabido bailar. El pecho de la dríade rebosaba de entusiasmo y de júbilo.
- ¡Cuánta dicha y belleza! - exclamaba -. ¡Estoy en París!
El día y la noche que siguieron, y el otro día y la otra noche ofrecieron el mismo espectáculo: aquel movimiento, aquella animación, siempre distintos y, sin embargo, siempre iguales.
- Ya conozco a todos los árboles y a todas las flores de la plaza. Y conozco también las casas una por una, cada balcón y cada tienda de este retirado rincón donde me han plantado, y que me oculta la enorme y populosa ciudad. ¿Dónde están los arcos de triunfo, los bulevares, la maravilla del mundo? No veo nada. Estoy como encerrada en una jaula en medio de las altas casas que conozco ya de memoria, con sus letreros, rótulos y carteles; ya no me gusta este abigarramiento. ¿Dónde está todo aquello que me contaron, que sé que existe, que tanto anhelaba ver y que encendió en mí el deseo de venir a la ciudad? ¿Qué he conseguido, qué he encontrado? Sigo sintiendo aquel ansia de antes, siento que hay una vida que quisiera captar y vivir. Es necesario que salga de aquí y me mezcle entre los vivos, que me mueva con ellos, vuele como las aves, vea y sienta, me convierta en un ser humano, goce de la mitad de un día, en vez de esta existencia que discurre durante años y años en un estado de embotamiento y abulia, en el que me consumo y hundo, caigo como el rocío del prado y desaparezco. Quiero brillar como la nube, brillar al sol de la vida, contemplar el mundo como la nube, y, como ella, surcar el cielo sin rumbo conocido.
Así suspiraba la dríade:
- ¡Quítame mis años de vida - suplicó al fin -, concédeme la mitad de la existencia de la efímera! ¡Líbrame de mi prisión! Dame la vida humana, la dicha de los hombres, aunque sea por breve plazo, por esta única noche si no puede ser más, y castígame después por mi presunción, por mí anhelo de vivir. Extíngueme, seca mi envoltura, este árbol joven y lozano, conviértelo en cenizas que el viento dispersa.
Un rumor llegó por entre las ramas del árbol, cuyas hojas temblaron como agitadas por una corriente de fuego. Una ráfaga de viento azotó la copa, y de su centro surgió una figura femenina: era la propia dríade. Apareció entre las frondosas ramas alumbradas por el gas, joven y hermosa como aquella pobre María a quien habían dicho: "La gran ciudad será tu perdición".
La dríade se sentó al pie del árbol, a la puerta de su casa, que había cerrado, y luego tiró la llave. ¡Tan joven y tan bella! Las estrellas la veían, centelleando; las lámparas de gas la veían, brillando y haciéndole señas. ¡Qué delicada y, al mismo tiempo, qué lozana era: una niña y, sin embargo, ya una mujer! Su vestido era fino como la seda, verde como las hojas recién desplegadas de la copa del árbol. En su cabello castaño había una flor semiabierta; habríase dicho la diosa de la primavera.
Sólo un momento permaneció inmóvil. Enseguida se incorporó de un brinco, grácil y ligera como una gacela echó a correr, volviendo la esquina. Corría y saltaba como el reflejo que el sol envía a un cristal y que a cada movimiento es proyectado en una dirección distinta. Quien la hubiera podido seguir fijamente con la mirada, habría gozado de un maravilloso espectáculo: en cada lugar donde se detenía, según fuera la luz y el ambiente, cambiaban su vestido y su figura.
Llegó al bulevar, bañado por el río de luz que enviaban los faroles de gas y los mecheros de tiendas y cafés. Alinéabanse allí jóvenes y esbeltos árboles, cada uno protegiendo a su propia dríade de los rayos de aquel sol artificial. Toda la acera, interminable, era como una única y enorme sala de fiestas; había allí mesas puestas con toda clase de refrescos, desde el champaña y los licores hasta el café y la cerveza. Había también una exposición de flores, estatuas, libros y telas de todos los colores.
Por entre la multitud congregada entre las altas casas miró al otro lado de la pavorosa riada humana, más allá de las hileras de árboles. Avanzaba una oleada de coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas. Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían antorchas, ora dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un cohete. ¿De dónde salía? ¿Adónde iba?
Indudablemente era la avenida principal de la gran urbe.
Resonaban aquí suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta la carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La dríade danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los rayos del sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo.
Como la radiante flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla.
Tal como hicieran las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro tras rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María, aquella niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí estaba, en la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en coche frente a la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo roble.
Seguramente estaba entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una magnífica carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros ricamente galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían damas brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por la alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María.
"¡Santa María!", cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra.
Era la iglesia de Santa Magdalena.
Las distinguidas damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios.
La dríade sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda.
La dríade se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas, como ella, hijas del deseo?
Oyóse un suspiro, hondo y doloroso. ¿Vino de un confesonario o del pecho de la dríade? Ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era aquél el lugar de su anhelo.
¡Adelante, adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida.
Volvió a encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor magnífico. "Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que aquí se vertió".
Alguien pronunció estas palabras.
Unos extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir.
Una gran losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre,
- ¡Tengo miedo! - exclamó una de las señoras que allí estaban -. No me atrevo a bajar. No me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo!
- ¿Volvernos a casa? - protestó el marido -. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la inteligencia y la voluntad de un solo hombre?
- ¡Yo no bajo! - fue la respuesta.
- La maravilla de nuestra época - habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros descendían, los siguió.
La escalera era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más al fondo, otra.
Halláronse en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; leíanse los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa. Encima, el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en la parte más alta pendía la red de las cañerías de gas y de hilos telegráficos. De distancia en distancia ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que quedaba allá arriba. A intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados carruajes que circulaban por los puentes de la entrada. ¿Dónde se había metido la dríade?
Seguramente has oído hablar de las catacumbas; ahora son restos que van desapareciendo en este nuevo mundo subterráneo, la maravilla de nuestra época, las cloacas de París. En ellas estaba la dríade, y no en la Exposición Universal del Campo de Marte.
Oyó exclamaciones de asombro y admiración.
- De aquí - decía alguien - salen la salud y la vida para los millares y millares que habitan arriba. Estamos en el tiempo del progreso, con todas sus bendiciones.
Tal era la opinión de los humanos, pero no la de los seres que habían nacido allí y allí vivían: las ratas, que protestaban con fuertes silbidos. La dríade las comprendía perfectamente, al oírlas por las grietas de una pared medio derruida.
Una vieja y gorda rata, desrabada de un mordisco, desahogaba sus sentimientos con penetrantes chillidos, y toda su familia le hacía coro.
- Me asquea ese maullido, ese maullido humano, este palabreo estúpido. ¡Vaya inventos, el gas y el petróleo! Esto no se come. Aquí todo se ha vuelto tan bonito y tan claro, que una se pasa la vida avergonzándose de sí misma, sin saber por qué. ¡Ah, si viviésemos aún en aquellos días de las luces de sebo! No están tan lejos. Era un tiempo romántico, como dicen ahora.
- ¿Qué estás diciendo? - preguntóle la dríade -. No te había, visto nunca. ¿De qué hablas?
- De los viejos días - respondió la rata -, aquellos hermosos tiempos de nuestros bisabuelos. Entonces sí valía la pena de venir aquí abajo. Era un pueblo de ratas, muy distinto de París. Madre Peste vivía aquí; mataba a los humanos, pero no a las ratas. Los bandidos y los contrabandistas bajaban aquí a refugiarse. A este lugar acudían en busca de cobijo las personalidades más interesantes, que actualmente sólo se ven en los teatros de allá arriba. El tiempo del romanticismo pasó, incluso en nuestra ciudad ratonil, pues nos ha llegado el aire fresco y el petróleo.
Así chiflaba la rata, silbando contra los nuevos tiempos y alabando los viejos, en que moraba allí Madre Peste.
Detúvose un coche, una especie de ómnibus abierto, tirado por pequeños y ágiles caballos. Los ocupantes se apearon y avanzaron por el bulevar Sebastopol - por su subsuelo, entendámonos; encima se extendía la populosa calle de aquel nombre.
El coche desapareció en la penumbra, y desapareció también la dríade, levantada a las regiones iluminadas por el gas, al aire libre. Allí, y no en el laberinto de bóvedas subterráneas, con su opresiva atmósfera, debía estar la maravilla del universo que ella andaba buscando en la breve noche de su vida. Habría de brillar más intensamente que todos los mecheros de gas, más que la luna, que en aquellas horas estaba surcando el cielo.
Sí, sin duda la veía a lo lejos; fulguraba, centelleando y haciéndole guiños como la estrella Venus en el firmamento.
Vio abrirse una puerta radiante que daba acceso a un pequeño jardín lleno de luz y melodías de baile. Llamas de gas brillaban como arriates en torno a lagunas y estanques tranquilos, donde plantas acuáticas artificiales, cortadas en planchas pintadas de hojalata, resplandecían bajo la luz, proyectando de sus cálices altos chorros de agua. Hermosos sauces llorones, verdaderos sauces de primavera, inclinaban sus frescas ramas como un velo verde, transparente y, a la vez, tupido. Entre los arbustos ardía un fuego que proyectaba un rojo resplandor sobre las diminutas glorietas de follaje, penumbrosas y calladas, de las que salían las notas de una melodía atrayente, fascinante, tentadora, que impulsaba la sangre en las venas.
Vio hermosas muchachas vestidas de fiesta, con cándidas sonrisas, la sonrisa leve y optimista de la juventud, "Marías" con rosas en el pelo, pero sin coche ni jockey. ¡Cómo ondeaban y se movían en sus fogosas danzas! ¿Qué había arriba y qué abajo? Como picadas por la tarántula, brincaban, reían, lanzaban gritos jubilosos, presas de gozoso frenesí, como si quisieran abrazar el mundo entero.
La dríade se sintió arrastrada al torbellino del baile. Calzaba su pie diminuto y delicado la chinela de seda color castaño como la cinta que, cayéndole del cabello, flotaba sobre sus desnudos hombros. El vestido de seda verde ondeaba en grandes pliegues, sin ocultar por ello la pierna bellamente formada y el lindo pie que, frente a la cabeza del bailarín, parecía describir en el aire un círculo mágico.
¿Se encontraba tal vez en el jardín de Armida? ¿Cómo se llamaba aquel lugar?
El nombre brillaba fuera, escrito en llamas de gas: "Mabille".
Notas y aplausos, cohetes y agua chapoteante, chasquidos de botellas de champaña, acompañaban la danza báquica y frenética; y en lo alto seguía la Luna su curso, con cara un tanto torcida. El cielo estaba completamente sereno, claro y radiante. Desde el "Mabille", creía uno ver su interior.
Un devorador afán de vida agitaba a la dríade, como embriagada de opio.
Sus ojos hablaban, hablaban sus labios, pero sus palabras eran ahogadas por los sones de las flautas y los violines. Su bailador le susurraba al oído algo que se mecía al ritmo del cancán, pero que ella no entendía; tampoco nosotros lo entendemos. El joven alargó los brazos para abrazarla, pero sólo encontró el aire transparente y embebido de gas.
Una corriente aérea se llevó a la dríade como si fuese un pétalo de rosa. Vio ante sí una llama en el aire, una luz cegadora en lo alto de una torre. La brillante hoguera venía del término de su anhelo, del rojo faro de la "Fata Morgana" del Campo de Marte, al que fue transportada por el viento primaveral. Rodeó la torre; los obreros creyeron que era una mariposa llegada antes de tiempo y que caía moribunda.
Brillaba la luna, luces de gas y faroles alumbraban los grandes salones y pabellones, así como los túmulos plantados de césped y las rocas creadas por el ingenio humano, de las cuales la fuerza del "Maestro sin sangre" hacía brotar cascadas. Allí se abrían las cuevas del mar, las profundidades de los lagos, el imperio de los peces: el visitante se encontraba en el fondo del estanque, en los abismos marinos, en la escafandra de cristal del buzo. El agua ejercía su presión de todos lados sobre las resistentes paredes vítreas. Los pólipos, intestinos vivientes largos como el brazo, flexibles, ondeantes, temblorosos, atacaban, se levantaban, agarrados al fondo del mar.
Una voluminosa platija permanecía cautelosa a corta distancia, estirándose perezosa; el cangrejo se arrastraba cual monstruosa araña por encima de ella, mientras las langostas merodeaban con inquieta prisa, cual si fuesen las mariposas del mar.
En las aguas dulces vivían nenúfares y juncos floridos; los peces dorados se habían dispuesto en fila, semejantes a rojas vacas en el pasto, todos con la cabeza en la misma dirección, con objeto de recibir la corriente en la boca. Gordas tencas miraban con sus ojos estúpidos la pared de cristal; sabían que se hallaban en la Exposición de París; sabían que habían efectuado el viaje en toneles llenos de agua, un viaje en ferrocarril bastante penoso, durante el cual se habían mareado, como los hombres se marean en el mar. Habían venido a ver la Exposición, y al mirar ahora desde su palco de agua dulce o salobre, veían el hormigueo humano que de la mañana a la noche desfilaba por delante. Todos los países del Globo habían enviado y expuesto a sus habitantes, para que las viejas tencas y bremas, las alegres percas y las musgosas carpas los vieran y pudieran dar su visto bueno a las diversas especies.
- Son animales escamosos - decía un pequeño y viscoso albur -. Cambian de escamas dos o tres veces al día y emiten sonidos; a esto lo llaman "hablar". Nosotros no cambiamos las escamas y nos entendemos de una manera menos ruidosa, mediante vibraciones de los ángulos de la boca y mirando fijamente. Estamos mucho más adelantados que los hombres.
- Pero han aprendido a nadar - replicó un pececillo de agua dulce -. Yo soy del gran lago interior; allí van los hombres en la estación calurosa y se zambullen en el agua, pero antes se quitan las escamas, para poder nadar. De las ranas han aprendido a avanzar a empellones con las patas traseras, y a remar con las delanteras; pero no resisten mucho. ¡Pretenden igualarse a nosotros, los infelices!
Y los peces venga mirar con ojos desencajados. Creían que todo aquel hormiguero humano que vieran a la clara luz del día, sólo daba vueltas alrededor de ellos; estaban persuadidos de ver siempre las mismas figuras que sus sentidos habían captado la primera vez.
Una pequeña perca, de piel lindamente moteada y envidiable lomo redondeado, aseguraba que bajo aquellas figuras podía aún adivinarse el "barro humano original".
También yo lo veo, y bien claro - dijo una tenca ictérica -; veo perfectamente la bella y bien formada figura humana; aquella dama de allá, - por ejemplo, tenía nuestra boca y nuestros ojos saltones, con dos globos detrás, y delante un paraguas plegado; pero ahora va llena de lentejuelas y frivolidades. Debiera quitarse todo eso presentarse como Dios nos creó; entonces parecería una tenca respetable, en la medida en que a un humano le es dado parecerlo.
- ¿Y qué se ha hecho de aquel que llevaba cogido del anzuelo? - Ya en el charabán; llevaba papel, tinta y pluma, y tomaba nota de todo. ¿Qué sería? Lo llamaban chupatintas.
- ¡Todavía corre por ahí! - dijo una musgosa carpa virgen, de voz melancólica, completamente ronca. Una vez se había tragado un anzuelo y lo llevaba pacientemente, clavado en la garganta.
- Chupatintas - dijo - significa, en el lenguaje de los peces, una especie de sepia humana.
Tales eran los coloquios de los peces. De pronto, en medio de la gruta submarina artificial resonaron martillazos y canciones de los obreros, que debían aprovechar la noche para terminar las instalaciones. La dríade los oyó cantar, en el ensimismamiento de su sueño de una noche de verano. Allí estaba, para reemprender el vuelo y desaparecer. "Éstos son peces dorados - dijo, saludándolos con un gesto de la cabeza -. ¡Al fin os he visto! Os conozco. ¡Cuánto tiempo ha que os conozco! La golondrina me habló de vosotros allá en mi tierra. ¡Qué lindos sois, qué brillantes y graciosos! Me gustaría besaros a todos. Y también conozco a los demás. Ésa es, sin duda, la gorda carpa; aquél, la exquisita brema, y ahí veo las viejas y musgosas carpas doradas. Os conozco, aunque vosotros no sepáis quién soy".
Los peces la contemplaban con ojos desencajados sin comprender una palabra, fija la mirada en la luz crepuscular.
La dríade no estaba ya allí, sino al aire libre, donde los diversos países, el del pan de centeno, la costa del bacalao, el imperio de la piel de Rusia, la ribera del Agua de Colonia y la tierra oriental de la esencia de rosas vertían sus perfumes, extraídos de la flor de la maravilla universal.
Cuando, tras una noche de baile, regresamos a casa medio dormidos, las melodías que oímos resuenan aún claramente en nuestros, oídos y las vamos canturreando. Y de la misma manera como en el ojo del asesinado queda grabada, durante un tiempo más o menos, largo, la imagen del objeto que vio por última vez, así también en aquella noche persistían el bullicio y esplendor del día. No se habían extinguido. La dríade lo observaba y sabía que al día siguiente todo seguiría igual.
Hallábase la ninfa entre las fragantes rosas, creyendo reconocer las de su patria. También veía la roja flor de granado que Marujita solía llevar en su cabello negro.
Recuerdos de su infancia cruzaban por su mente como relámpagos. Sus ojos bebían con avidez el paisaje mientras una inquietud febril la empujaba por las maravillosas salas.
Encontrábase fatigada, y su cansancio iba creciendo por momentos. Sentía un imperioso deseo de reposar sobre los blandos almohadones y alfombras orientales del interior, o de inclinarse sobre el agua con el sauce llorón y sumergirse en ella.
Pero la efímera no conoce el reposo. El día contaba sólo unos pocos minutos.
Sus pensamientos temblaban lo mismo que sus miembros. Dejóse caer sobre el césped, junto al agua espumeante.
- Tú que brotas de la Tierra eternamente viva - dijo -, humedece mi lengua, alíviame.
- No soy una fuente viva - respondió el agua -. Sólo fluyo, cuando lo quiere la máquina.
- ¡Dame tu frescor, verde hierba! - rogó la dríade -. ¡Dame una de tus perfumadas flores!
- Morimos cuando nos arrancan - respondieron las hierbas y las flores.
- ¡Dame un beso, fresca brisa! ¡Un solo beso de vida!
- Pronto se sonrojarán las nubes al beso del sol - dijo el viento -, y entonces tú estarás entre los muertos, arrebatada como lo será todo este esplendor y magnificencia antes de que termine el año. Entonces podré yo volver a jugar aquí con la ligera y movediza arena, arremolinar el polvo sobre la tierra, en el aire. ¡Polvo, todo es polvo y nada más!
La dríade sintió una angustia, como la mujer que, habiéndose cortado una arteria en el baile, siente que se desangra, pero quiere revivir. Incorporóse, dio unos pasos hacia delante y volvió a desplomarse frente a un pequeño templo. La puerta estaba abierta, y los cirios ardían en el altar y resonaba el órgano.
¡Qué música! Nunca había oído la dríade acordes como aquéllos, y, sin embargo, parecíale percibir entre ellos voces conocidas. Venían de lo más hondo de la creación entera. Creía oír el rumor del viejo roble, creía escuchar al anciano señor cura hablando de grandes gestas, de nombres famosos y de los dones que las criaturas de Dios podrían ofrecer a una época venidera, deberían ofrecer, si querían lograr una vida permanente.
Las notas del órgano cobraron volumen, y un canto se elevó entre ellas:
- Tu afán y tus turbios deseos te desarraigaron del lugar que Dios te había asignado. ¡Esto fue tu perdición, pobre dríade! Los acordes se suavizaron y palidecieron, como si muriesen entre sollozos.
Aparecieron en el cielo las nubes rosadas, y el viento zumbó:
- Marchaos los muertos, que ya sale el Sol.
El primer rayo hirió a la dríade. Su cuerpo se irisó como la burbuja de jabón cuando estalla y se transforma en una gota de agua; una lágrima que cae al suelo y se evapora.
¡Pobre dríade! Una gota de rocío, una lágrima sólo. El sol alumbró el espejismo del Campo de Marte, iluminó el gran París y la pequeña plaza plantada de árboles, con el surtidor chapoteante en medio de las altas casas. El castaño, que la víspera parecía la imagen rebosante de vida de la primavera, estaba allí con las ramas colgantes y las hojas marchitas. Se había muerto, decía la gente. La dríade había volado de él, como la nube, sin que nadie supiera adónde.
Yacía en el suelo una flor de castaño quebrada y marchita; ni el agua bendita de la iglesia había podido devolverle la vida. Los pies de los hombres la pisoteaban en la arena.
Todo esto ha sucedido.
Yo mismo lo vi. Fue en tiempo de la Exposición de París del año 1867; en nuestra época, la época grandiosa y maravillosa de los cuentos de hadas.
Wir reisen zur Pariser Ausstellung:
Jetzt sind wir da! Das war ein Flug, eine Fahrt, ganz ohne Zauberei; wir fahren mit Dampf auf der Landstraße dahin.
Unsere Zeit ist die Zeit des Märchens.
Wir sind mitten in Paris in einem großen Hotel. Blumen schmücken die Treppen bis oben hinaus, über die Stufen sind weiche Teppiche gebreitet.
Unser Zimmer ist gemütlich. Die Balkontür nach einem großen Platz hinaus steht offen. Da untern wohnt der Frühling, er ist nach Paris gefahren und zur selben Zeit eingetroffen wie wir, er kam in Gestalt eines großen jungen Kastanienbaumes mit eben ausgeschlagenen feinen Blättern; wie ist er in Lenzschönheit gekleidet vor allen andern Bäumen auf dem Platz! Einer von ihnen ist ganz ausgetreten aus der Zahl der lebenden Bäume und liegt, mit den Wurzel ausgerissen, an die Erde geworfen, da. Wo er gestanden hat, soll jetzt der frische Kastanienbaum gepflanzt werden und wachsen.
Noch steht er, hoch aufgerichtet, auf dem schweren Wagen, der ihn heute morgen nach Paris brachte, mehrere Meilen weit vom Lande her. Dort hatte er seit Jahren dicht neben einer mächtigen Eiche gestanden, unter der oft der alte, prächtige Geistliche saß, der zu den lauschenden Kindern sprach und ihnen erzählte. Der junge Kastanienbaum hörte alles mit an; die Dryade, die in seinen Zweigen wohnte und die ja noch ein Kind war, konnte zurückdenken bis zu der Zeit, wo der Baum so klein war, daß er nur ein wenig über die hohen Grashalme und Farnkräuter aufragte. Die waren schon so groß, wie sie werden konnten, aber der Baum wuchs und nahm mit jedem Jahr zu, trank Luft und Sonnensein, bekam Tau und Regen und wurde, was notwendig war, von den starken Winden gerüttelt und geschüttelt. Das gehört mit zur Erziehung.
Die Dryade freute sich ihres Daseins, freute sich über den Sonnenschein und den Vogelgesang, am meisten aber über die Stimme der Menschen, sie verstand ihre Sprache ebenso gut, wie sie die der Tiere verstand.
Schmetterlinge, Libellen und Fliegen, ja alles, was fliegen konnte, stattete ihr einen Besuch ab; plaudern konnten sie alle; sie erzählten von dem Dorf, den Weinbergen, dem Walde, dem alten Schloß mit seinem Park, in dem Kanäle waren und Teiche. Dort unten im Wasser wohnten auch lebende Wesen, die auf ihre Weise, unter dem Wasser, von Ort zu Ort fliegen konnten, Wesen mit Kenntnissen und Nachdenken; sie sagten nichts, so klug waren sie.
Und die Schwalbe, die ins Wasser hinabgetaucht war, erzählte von den schönen Goldfischen, von den fetten Brachsen, den dicken Schleien und den alten, bemoosten Karauschen. "Die Schwalbe machte eine sehr genaue Beschreibung, aber man sieht es doch besser selber," meinte sie; aber wie sollte jemals die Dryade die Wesen zu sehen bekommen! Sie mußte sich damit begnügen, über die schöne Landschaft hinauszusehen und die geschäftige Menschwirksamkeit zu spüren.
Schön war es, am schönsten aber doch, wenn der alte Geistliche hier unter der Eiche stand und von Frankreich erzählte, von den großen Taten von Männern und Frauen, deren Namen voller Bewunderung durch alle Zeiten hindurch genannt werden.
Die Dryade hörte von dem Hirtenmädchen Jeanne d'Ard, von Charlotte Corday, sie hörte von uralten Zeiten, von Heinrichs des Vierten und von Napoleons Zeit und, bis in die Jetztzeit hinauf, von Tüchtigkeit und Größe; sie hörte Namen, und in einem jeden war ein Klang, der in das Herz des Volkes drang: Frankreich ist das Land der Welt, der Erdboden der Klugheit mit dem Krater der Freiheit!
Die Dorfkinder lauschten andächtig, die Dryade nicht weniger; sie war ein Schulkind mit den andern. Sie sah in der Gestalt der segelnden Wolken Bild auf Bild von dem, was sie hatte erzählen hören. Der Wolkenhimmel war ihr Bilderbuch.
Sie fühlte sich so glücklich in dem schönen Frankreich, hatte aber doch ein Gefühl, daß die Vögel, daß jedes Tier, das fliegen konnte, weit begünstigter sei als sie. Selbst die Fliege konnte sich umsehen, konnte weit umherfliegen, weit über den Gesichtskreis der Dryade hinaus.
Frankreich war so ausgedehnt und herrlich, aber sie sah nur einen kleinen Fleck davon, weltweit erstreckte sich das Land mit Weinbergen, Wäldern und großen Städten, und von diesen allen war Paris die herrlichste und mächtigste. Dahin konnten die Vögel gelangen, sie aber nie.
Unter den Dorfkindern war auch ein kleines, zerlumptes, ärmliches Mädchen, das aber wunderschön anzusehen war; immer sang und lachte die Kleine und wand rote Blumen in ihr schwarzes Haar.
"Gehe nicht nach Paris!" sagte der alte Geistliche. "Arme Kleine! Wenn du dahin kommst, so wird es dein Verderben sein!"
Und doch ging sie dahin.
Die Dryade dachte oft an sie, sie hatten ja beide dasselbe Verlangen und dieselbe Sehnsucht nach der großen Stadt.
Es ward Frühling, Sommer, Herbst, Winter; einige Jahre vergingen.
Der Baum der Dryade trug seine ersten Kastanienblüten, die Vogel zwitscherten in dem herrlichen Sonnenschein umher. Da kam die Landstraße entlang eine stattliche Kutsche mit einer vornehmen Dame, sie lenkte selber die leichtspringenden schönen Pferde; ein geputzter kleine Jockey saß hintenauf. Die Dryade erkannte sie wieder, der alte Geistliche erkannte sie wieder, schüttelte den Kopf und sagte betrübt:
"Du kamst in die große Stadt! Das ward dein Verderben, arme Marie!"
"Die und eine Arme!" dachte die Dryade. "Nein, welch eine Verwandlung! Sie ist gekleidet wie eine Herzogin! Das geschah in der Stadt der Verzauberung! Ach, wäre ich doch da, in all dem Glanz und der Pracht! Selbst die Wolken werden in der Nacht davon beleuchtet, das sehe ich, wenn ich den Blick dahin wende, wo, wie ich weiß, die Stadt liegt."
Ja, dahin, nach der Richtung, sah die Dryade jeden Abend, jede Nacht. Sie sah den strahlenden Nebel am Horizont; sie entbehrte ihn in hellen, mondklaren Nächten; sie entbehrte die segelnden Wolken, die ihr Bilder von der Stadt und aus der Geschichte zeigten.
Das Kind greift nach dem Bilderbuch, die Dryade griff nach der Wolkenwelt, ihrem Gedankenbuch.
Der sommerwarme, wolkenlose Himmel war ihr ein leeres Blatt, und jetzt hatte sie seit mehreren Tagen nichts weiter gesehen.
Es war warme Sommerzeit mit sonnenheißen Tagen ohne einen Lufthauch; jedes Blatt, jede Blume lag wie im Schlaf, auch die Menschen schienen zu schlafen.
Da türmten sich Wolken auf, und zwar in einer Richtung, wo in der Nacht der strahlende Nebel verkündete: hier ist Paris.
Die Wolken ballten sich zusammen, formten sich zu einer ganzen Gebirgslandschaft, schoben sich durch die Luft über das ganze Land, so weit die Dryade zu sehen vermochte.
Gleich mächtigen, schwarzblauen Felsblöcken lagen die Wolken in Schichten übereinander hoch in der Luft. Die Blitzstrahlen fuhren heraus. "Auch sie sind Diener das Herrn," hatte der alte Geistliche gesagt. Und es kam ein blendender Blitz, ein Aufzucken des Lichtes, als wolle die Sonne selber den Felsblock sprengen, der Blitz schlug nieder und zersplitterte die alte, mächtige Eiche bis zur Wurzel; ihre Krone teilte sich, der Stamm teilte sich, zerspalten fiel er als breite er sich aus, um den Sendboten des Lichts zu empfangen.
Keine Erzkanonen vermögen bei der Geburt eines Königskindes so durch die Luft und über das Land zu schallen wie das Dröhnen des Donners hier bei dem Heimgang der alten Eiche. Der Regen strömte herab, der erfrischende Wind lüftete aus, das Unwetter war vorüber, es war so sonntagsfestlich. Die Leute aus dem Dorf versammelten sich um die gefällte alte Eiche; der alte Geistliche sprach ehrende Worte, ein Maler zeichnete den Baum selbst zur bleibenden Erinnerung.
"Alles fährt dahin," sagte die Dryade, "Fährt dahin wie die Wolke und kehrt nimmer wieder!"
Der alte Geistliche kam nicht wieder hierher: das Schuldach war zusammengestürzt, der Katheder war weg. Die Kinder kamen nicht mehr hierher, aber der Herbst kam, der Winter kam, und auch der Frühling kam, und in allen den wechselnden Zeiten sah die Dryade nach der Richtung hinüber, wo jeden Abend und jede Nacht, fern am Horizont, Paris gleich einem schimmernden Nebel leuchtete. Und aus dem Nebel heraus flog eine Lokomotive nach der andern, sausend, brausend, zu allen Zeiten, des Abends, um Mitternacht und am Morgen, und während des ganzen hellen Tages kamen die Züge, und aus einem jeden und in einen jeden hinein strömten Menschen aus allen Ländern der Welt; ein neues Weltwunder hatte sie nach Paris gelockt.
Wie offenbarte sich dies Wunder?
"Eine Prachtblüte der Kunst und Industrie," hieß es, "ist auf dem pflanzenlosen Sand des Marsfeldes emporgesproßt: Eine Riesensonnenblume, aus deren Blättern man Geographie, Statistik lernen, zu Kunst und Poesie emporgehoben, des Landes Größe und Umfang erkennen kann." - "Eine Märchenblüte" sagten andere, "eine bunte Lotuspflanze, die ihre grünen Blätter wie Sammetteppiche über den Sand ausbreitet, ist im frühen Lenz emporgesproßt, die Sommerzeit wird sie in ihrer ganzen Prachtenfaltung sehen, die Stürme des Herbstes werden sie verwehen, es wird weder Blatt noch Wurzel davon übrigbleiben."
Vor der Militärschule dehnt sich die Kriegsarena zur Friedenszeit, das Feld ohne Gras, ohne Strohhalm aus, ein Stück Sandsteppe, aus der Wüste Afrikas ausgeschnitten, in der die Fata Morgana ihre seltsamen Luftschlösser und hängenden Gärten sehen läßt. Auf dem Marsfelde standen sie jetzt weit prächtiger, weit wunderbarer, denn sie waren durch Menschenklugheit Wirklichkeit geworden.
"Aladins Schloß ist erbaut, hieß es. "Tag für Tag, Stunde auf Stunde entfaltet es seine reiche Herrlichkeit mehr und mehr. Von Marmor und Farben prangen die unendlichen Hallen. Meister "Blutlos" bewegt hier seine Stahl- und Eisenglieder in dem großen Ringsaal der Maschinen. Kunstwerke in Metall, in Stein, in Gewebe verkünden das Leben des Geistes, das sich in allen Ländern der Welt regt. Bildersäle, Blumenpracht, alles was Geist und Hand in den Werkstätten der Natur schaffen kann, ist hier zur Schau gestellt; selbst die Erinnerungen des Altertums aus alten Schlössern und Torfmooren haben sich hier eingestellt."
Der überwältigend große, bunte Anblick muß klein gemacht, muß zu einem Spielzeug zusammengedrängt werden, um wiedergegeben, aufgefaßt und als Ganzes gesehen werden zu können. Gleich einem großen Weihnachtstisch trug das Marsfeld ein Aladinschloß der Kunst und Industrie, und rund darum herum waren Nippesgegenstände aus allen Ländern aufgestellt; jede Nation erhielt eine Erinnerung an ihre Heimat.
Hier stand das Königsschloß Ägyptens, dort die Karawanserei des Wüstenlandes; der Beduine, der auf dem Kamel aus seinem Sonnenlande kam, jagte vorüber; hier breiteten sich russische Ställe mit feurigen, prächtigen Pferden aus den Steppen aus; das kleine, strohgedeckte dänische Bauernhaus stand mit seiner Danebrogflagge neben Gustav Wasas prächtigem holgeschnitztem Hause aus Dalarne; amerikanische Hütten, englische Cottages, französische Pavillons, Kioske, Kirchen und Theater lagen wunderlich zerstreut, und zwischen dem allen der frische, grüne Rasen, das klare rinnende Wasser, blühende Sträucher, seltene Bäume, Glashäuser, wo man sich in die tropischen Wälder versetzt glauben mußte; ganze Rosengärten prangten unter Dach und Fach, als seien sie aus Damaskus geholt; welche Farben, selch ein Duft! Tropfsteinhöhlen, künstlich aufgeführt, umschlossen Süß- und Salzwasserseen, gewährten einen Blick in das Reich der Fische; man stand unten auf dem Meeresgrund zwischen Fischen und Polypen.
Das alles, so hieß es, trägt jetzt das Marsfeld und bietet es dar, und über diese reichgedeckte Festtafel hin bewegt sich gleich geschäftlichen Ameisenschwärmen das ganze Menschengewimmel, zu Fuß oder in kleinen Wagen gezogen, denn alle Beine halten eine so ermüdende Wanderung nicht aus.
Hier hinaus strömen die Menschen vom frühen Morgen bis zum späten Abend. Ein überfülltes Dampfschiff nach dem anderen gleitet die Seine hinab, die Wagenzahl nimmt fortwährend zu, die Menschenmenge zu Fuß und zu Pferd ist in beständiger Zunahme begriffen, Straßenbahnen und Omnibusse sind vollgestopft, gepfropft, mit Menschen garniert; alle diese Ströme bewegen sich einem Ziel zu: der Pariser Ausstellung! An allen Eingängen prangen die Flaggen Frankreichs, rings um das Basargebäude wehen die Fahnen aller Nationen; es saust und summt aus der Maschinenhalle, von den Türmen herab klingen die Melodien der Glockentürme, in den Kirchen spielen die Orgeln, und in das alles mischen sich heisere, näselnde Gesänge aus den morgenländischen Cafés. Es ist wie ein babylonisches Reich, ein babylonisches Zungengewirr, ein Weltwunder.
Ja, so war es, so lauteten die Beschreibungen, die man darüber hörte. Und wer hörte sie nicht? Die Dryade wußte alles, was hier von dem "neuen Wunder" in der Stadt der Städte gesagt ist.
"Fliegt, ihr Vögel! Fliegt hin, um zu sehen, kommt wieder und erzählt!" so lautete das Flehen der Dryade.
Die Sehnsucht schwoll zum Wunsch, ward zum Lebensgedanken. Und als in der stillen. schweigenden Nacht der Vollmond schien, da flog ein Funke aus seiner Scheibe heraus, die Dryade sah ihn, er fiel und leuchtete wie eine Sternschnuppe, und vor dem Baum, dessen Zweige erbebten wie in einem Sturmwind, stand eine mächtige, strahlende Gestalt, die redete in weichen und doch so starken Tönen wie eine Posaune des Jüngsten Tages, die zum Leben wachküßt, und zum Gericht ruft.
"Du sollst hingelangen in die Stadt der Verzauberung, du sollst dort Wurzeln schlagen, sollst die sausenden Strömungen dort spüren und die Luft und den Sonnenschein. Aber deine Lebenszeit wird alsdann verkürzt werden, die Reihe von Jahren, die deiner hier draußen im Freien harrte, wird verkürzt werden, wird da drinnen zu einer geringen Summe von Jahren einschrumpfen. Arme Dryade, es wird dein Verderben sein! Dein Sehnen wird wachsen, dein Verlangen, dein Begehren wird stärker werden! Der Baum selbst wird dir ein Gefängnis werden, du wirst dein schützendes Heim verlassen, wirst deine Natur verlassen, wirst ausfliegen und dich unter die Menschen mischen, und da sind deine Jahre eingeschrumpft zu der halben Lebenszeit der Eintagsfliege, nur eine einzige Nacht wirst du leben; dein Lebenslicht wird ausgeblasen werden, die Blätter des Baumes werden welken und verwehen und nie wiederkehren."
So klang es, so sang es, und der Lichtschimmer schwand, nicht aber das Sehnen und Verlangen der Dryade; sie zitterte voller Erwartung in wildem Fieber der Vorfreude.
"Ich werde in die Stadt der Städte kommen!" jubelte sie. "Das Leben beginnt, schwillt zur Wolke an, niemand weiß, wohin es geht!"
Bei Tagesgrauen, als der Mond bleich ward und die Wolken erröteten, schlug die Stunde der Erfüllung, die Worte des Gelöbnisses wurden eingelöst.
Es kamen Leute mit Stangen und Spaten; sie gruben rings um die Wurzeln des Baumes, tief hinab, tief darunter; ein von Pferden gezogener Wagen fuhr vor, der Baum mit den Wurzeln und dem Erdklumpen, den die Wurzeln umschlangen, wurde in die Höhe gehoben, in Binsenmatten gewickelt wie in einen warmen Fußsack, und dann ward er auf den Wagen geladen und festgebunden, er sollte auf Reisen gehen, nach Paris, dort sollte er wachsen und bleiben, in Frankreichs stolzer Stadt, in der Stadt der Städte.
Die Zweige und Blätter des Kastanienbaumes bebten im ersten Augenblick der Erregung, die Dryade bebte in der Wollust der Erwartung.
"Fort! Fort!" klang es in jedem Pulsschlag. "Fort! Fort!" klang es in bebenden hinschwebenden Worten. Die Dryade vergaß, ihrer Heimat Lebewohl zu sagen, Abschied zu nehmen von den wogenden Grashalmen und den unschuldigen Gänseblümchen, die zu ihr aufgesehen hatten wie zu einer großen Dame in des lieben Gottes Blumengarten, wie zu einer jungen Prinzessin, die hier draußen im Freien die Rolle einer Hirtin spiele.
Der Kastanienbaum lag auf dem Wagen, er nickte mit seinen Zweigen. "Lebe wohl" oder "Fort von hier!," die Dryade wußte es nicht. Sie träumte von dem wunderbar Neuen und doch so Bekannten, das sich entrollen sollte. Kein Kinderherz in unschuldiger Freude, kein sinnlich wallendes Blut hat gedankenerfüllter wie sie die Reise nach Paris angetreten.
Das "Lebewohl!" war ja "Fort von hier!"
Die Wagenräder drehten sich um ihre Achse, das Ferne ward nah, lag bald überholt; die Gegenden wechselten, wie die Wolken wechseln; neue Weinberge, Wälder, Dörfer, Villen und Gärten tauchten auf, kamen zum Vorschein, rollten vorüber. Der Kastanienbaum bewegte sich vorwärts und mit ihm die Dryade. Lokomotiven entsandten Wolken, die Gestalten bildeten, und diese erzählten von Paris, woher sie kamen, wohin die Dryade wollte.
Alles ringsumher mußte und mußte ja begreifen, wohin ihr Weg ging; es war ihr, als strecke jeder Baum an dem sie vorüberkam, seine Zweige nach ihr aus, als flehe er: "Nimm mich mit - nimm mich mit!" In jedem Baum saß ja auch eine sehnsuchtsvolle Dryade.
Welch ein Wechsel! Welch ein Flug! Es war, als schössen die Häuser aus der Erde auf, mehr und mehr, immer düsterer. Die Schornsteine ragten auf wie Blumentöpfe, die aufeinander und nebeneinander auf die Dächer gestellt waren; große Inschriften mit ellenlangen Buchstaben, gemalte Schilder, schimmerten an den Häusern von unter bis unters Dach.
"Wo fängt Paris an, und wann bin ich da?" fragte sie die Dryade. Das Menschengewimmel nahm beständig zu, Leben und Geschäftigkeit wurden immer reger, ein Wagen folgte dem andern, den Fußgängern folgten Reiter, und ringsumher lag ein Laden neben dem andern, ertönte Musik, Gesang, Geschrei und Geplauder.
Die Dryade in ihrem Baum war mitten in Paris.
Der große, schwere Wagen hielt auf einem kleinen, mit Bäumen bepflanzten Platz; ringsumher lagen hohe Häuser, in denen jedes Fenster seinen Balkon hatte, von dort oben sahen die Laute auf den jungen, frischen Kastanienbaum herab, der gefahren kam und nun hier an Stelle des ausgegangenen, ausgerissenen Baumes, der an der Erde lag, eingepflanzt werden sollte. Auf dem Platz standen die Menschen still und sahen mit Lächeln und Freude das Frühlingsgrün an; die älteren Bäume, die erst in Knospen standen, grüßten mit rauschenden Zweigen: "Willkommen! Willkommen!," und der Springbrunnen, der seine Strahlen in die Luft emporschleuderte und sie in die breite Kumme niederplätschern ließ, entsandte durch den Wind Tropfen zu dem neu angekommenen Baum hinüber, als wolle er ihm einen Willkommenstrunk bieten.
Die Dryade fühlte, wie ihr Baum von dem Wagen gehoben und an seinen künftigen Platz gestellt wurde. Die Wurzeln des Baumes wurden in der Erde geborgen, frischer Rasen ward darübergelegt; blühende Büsche und Töpfe mit blühenden Gewächsen wurden um den Baum gepflanzt; es entstand ein ganzer Gartenfleck mitten auf dem Platz. Der abgestorbene, ausgerissene Baum, der hier drinnen von Gasluft, Speisenduft und der erstickenden Stadtluft getötet war, wurde auf den Wagen gelegt und weggefahren. Die Volksmenge sah das alles mit an, Kinder und alte Leute saßen auf der Bank im Grünen und sahen zwischen die Blätter des eben gepflanzten Baumes hinaus. Und wir, die wir davon erzählen, standen auf dem Balkon, sahen hinab in den jungen Lenz von da draußen aus der frischen Landluft und sagten, was der alte Geistliche gesagt haben würde: "Arme Dryade!"
"Glückselig bin ich, glückselig!" sagte die Dryade. "Und doch, ich kann es nicht recht begreifen, kann nicht recht aussprechen, was ich empfinde; alles ist so, wie ich es mir gedacht habe, und doch ist es nicht so, wie ich es dachte!"
Die Häuser waren so hoch, standen so nahe; die Sonne beschien nur eine einzige Wand, und die war mit Anschlägen und Plakaten bekleistert, vor denen die Leute stehenblieben und sich drängten. Wagen jagten vorüber, leichte und schwere; Omnibusse, diese überfüllten fahrenden Häuser, rummelten über den Platz; Reiter sprengten vorbei, Karren und Equipagen verlangten das gleiche Recht. "Würden sich," dachte die Dryade, "die hochgewachsenen Häuser, die so nahe standen, nicht auch bald auf- und davonmachen, ihre Gestalt verändern, so wie die Wolken des Himmels es können, zur Seite gleiten, damit sie in Paris hinein und darüber hinwegsehen konnte? Notre-Dame mußte sich zeigen, die Vendomesäule und das Wunderwerk, das alle die vielen Fremden hierhergerufen hatte und noch immer rief."
Die Häuser rührten sich nicht vom Fleck.
Es war noch Tag, als die Laternen angezündet wurden; aus den Läden leuchteten die Gasstrahlen, verbreiteten Licht zwischen die Zweige der Bäume; es war wie Sommersonnenschein. Die Sterne oben am Himmel kamen zum Vorschein, es waren dieselben, die die Dryade in ihrer Heimat gesehen hatte; sie glaubte, einen Lufthauch von da draußen zu spüren, so rein und mild. Sie fühlte sich gehoben, gestärkt und spürte eine Sehkraft durch jedes Blatt des Baumes, eine Empfindung in den äußersten Spitzen der Wurzeln. Sie fühlte sich in der lebenden Menschwelt, von milden Augen gesehen; ringsumher herrschten Gewimmel und Lärm, Farben und Licht.
Aus der Seitenstraße ertönten Blasinstrumente und zum Tanz anregende Melodien des Leierkastens. Ja, zum Tanz! Zum Tanz! Zu Freude und Lebensgenuß riefen die Töne.
Es war eine Musik, so daß Menschen, Pferde, Wagen, Bäume und Häuser dazu tanzen mußten, wenn sie tanzen konnten. Ein Freudenrausch stieg in der Brust der Dryade auf.
"Wie lieblich und herrlich!" jubelte sie. "Ich bin in Paris!"
Der Tag, der kam, und die Nacht, die auf diesen Tag folgte, und abermals der nächste Tag und die nächste Nacht boten denselben Anblick dar, dasselbe Treiben, dasselbe Leben, wechselvoll und doch immer dasselbe.
"Jetzt kenne ich jeden Baum, jede Blume hier auf dem Platz! Ich kenne jedes Haus, jeden Balkon und jeden Laden hier, wo man mich in diesen kleinen engen Winkel gestellt hat, der die mächtige Stadt meinen Blicken entzieht. Wo sind die Triumphbogen, die Boulevards, die Wunderwerke der Welt? Nichts von alledem sehe ich. Eingeschlossen wie in einem Käfig stehe ich zwischen den hohen Häusern, die ich nun mit ihren Inschriften, Plakaten und Schildern auswendig weiß, alles ist nur ein Honig-um-den-Mund-Streichen, das mir nicht mehr behagt. Wo ist doch nur alles das, wovon ich hörte, wovon ich weiß, wonach ich mich sehnte und weswegen ich hierher wollte? Was habe ich erfaßt, gewonnen, gefunden? Ich sehne mich ebenso wie ehedem, und doch weiß ich, es gibt ein Leben, das ich ergreifen, in dem ich leben muß! Ich will in die Reihen der Lebenden! Will mich dort tummeln, fliegen wie ein Vogel, sehen und fühlen, ich will ganz Mensch sein, will einen halben Tag des Lebens wählen statt eines jahrelangen Lebens in der Müdigkeit und Langeweile des Alltagslebens, in dem ich hinwelke, sinke, falle wie die Nebel der Wiese und verschwinde. Strahlen will ich wie die Wolke, strahlen in der Sonne des Lebens, auf das Ganze hinabsehen, wie die Wolke, hinfahren wie sie, niemand weiß, wohin!"
Das war der Seufzer der Dryade, der sich im Gebet emporschwang:
Nimm die Jahre meines Lebens, gib mir das Leben der Eintagsfliege! Erlöse mich aus meinem Gefängnis, gewähre mir für eine kurze Weile Menschenleben, Menschenglück, nur diese eine Nacht, wenn es nicht anders sein kann, und strafe mich dann nur für meinen kühnen Lebensmut, für die Sehnsucht meines Lebens! Lösche mich aus, laß mein Heim, den frischen, jungen Baum, hinwelken, möge er gefällt werden, zu Asche verbrennen, in alle Winde verwehen!"
Es sauste in den Zweigen des Baumes, ein kitzelndes Gefühl, ein Zittern durchrieselte jedes Blatt, als ströme ein Feuer hindurch oder gehe davon aus, ein Windstoß sauste durch die Krone des Baumes, und aus seiner Mitte erhob sich eine Frauengestalt, die Dryade selber. Im selben Augenblick saß sie unter den gasbestrahlten blätterreichen Zweigen, jung und schön wie die arme Marie, zu der gesagt worden war: "Die große Stadt wird dein Verderben!"
Die Dryade saß am Fuße des Baumes, vor ihrer Haustür, die sie abgeschlossen und deren Schlüssel sie weggeworfen hatte. So jung, so schön! Die Sterne sahen sie, die Sterne blinkten, die Gasflammen sahen sie, strahlen, winkten! Wie schlank und doch wie fest war sie, ein Kind und doch eine erwachsene Jungfrau, Ihre Kleidung war seidenfein, grün wie die eben entfalteten frischen Blätter in der Kröne des Baumes; in ihrem nußbraunen Haar hing eine halberschlossene Kastanienblüte; sie glich der Göttin des Frühlings.
Nur eine kurze Minute saß sie regungslos still, dann sprang sie auf, und mit einer Geschwindigkeit wie die der Gazelle stürzte sie davon, bog um die Ecke, sie lief, sie sprang wie das Aufblitzen eines Spiegels, der in der Sonne getragen wird, das Aufblitzen, das bald hierhin, bald dahin geworfen wird; und hätte man genau zusehen können, hätte man sehen können, was da zu sehen war, wie wunderbar! An jeder Stelle, wo sie einen Augenblick verweilte, verwandelte sich ihr Gewand, ihre Gestalt, der Eigenschaft des Ortes, des Hauses entsprechend, dessen Lampe sie beschien.
Sie erreichte den Boulevard; hier strömte ihr ein Lichtmeer von Gasflammen aus Laternen, Läden, Cafés entgegen. Hier standen Reihen von Bäumen, junge und schlanke, ein jeder behauste seine Dryade, schützte sie vor den Strahlen des künstlichen Sonnenlichts. Der ganze, unendlich lange Bürgersteig war wie ein einziger großer Gesellschaftssaal, hier standen gedeckte Tische mit allen möglichen Erfrischungen, Champagner, Chartreuse bis hinab zu Kaffee und Bier, hier war eine Ausstellung von Blumen, von Bildern, Statuen, Büchern und bunten Stoffen.
Von dem Gewimmel unter den hohen Häusern sah sie hinaus über den schreckeinjagenden Strom außerhalb der Baumreihe: da wogte eine Flut von rollenden Wagen, Kabrioletts, Kutschen, Omnibussen, Droschken, Reitern und aufmarschierenden Regimentern. Es kostete Leben und Glieder, wenn man nach dem gegenüberliegenden Ufer hinüberkreuzen wollte. Jetzt leuchtete eine bewegliche Flamme auf, jetzt hatte wieder das Gaslicht die Herrschaft gewonnen, plötzlich stieg eine Rakete auf, woher, wohin?
Ja, das war die große Landstraße der Welt!
Hier ertönten weiche italienische Melodien, dort spanische Lieder, begleitet von den Schlägen der Kastagnetten, am stärksten aber, das Ganze übertäubend, schallten die Spieldosenmelodien, die kitzelnde Cancanmusik, die Orpheus nicht kannte und die nie von der schönen Helena gehört wurde, selbst die Schubkarre mußte auf ihrem einen Rad tanzen, wenn sie tanzen konnte. Die Dryade tanzte, schwebte, flog, wechselte die Farben wie der Kolibri im Sonnenlicht, jedes Haus und seine Welt da drinnen verliehen ihr den Reflex.
Gleich der strahlenden Lotusblüte, die von ihrer Wurzel losgerissen, von dem Strome davongeführt und auf seinen Wirbeln getragen wird, so trieb sie dahin, und wo sie stillstand, war sie immer wieder eine neue Erscheinung, daher vermochte niemand, ihr zu folgen, sie wiederzuerkennen, zu beschauen.
Wie Wolkenbilder flog alles an ihr vorüber, Gesicht neben Gesicht, aber nicht ein einziges kannte sie, nicht eine Gestalt aus ihrer Heimat sah sie. Da blitzten in ihren Gedanken zwei strahlende Augen auf, sie dachte an Marie, an die arme Marie. An das zerlumpte, fröhliche Kind mit der roten Blume in dem schwarzen Haar. Sie war ja in der Weltstadt, reich, strahlend, so wie damals, als sie am Hause des Pfarrers, an dem Baum der Dryade und an der alten Eiche vorübergefahren war.
Sie war sicher hier in dem betäubenden Lärm, war vielleicht eben ausgestiegen aus der harrenden, prächtigen Kutsche; elegante Wagen hielten hier mit galonierten Kutschern und seidenbestrumpften Dienern. Die Herrschaften, die ausstiegen, waren ausnahmslos Frauen, reichgekleidete Damen. Sie schritten durch die offenen Gitterpforten, die hohe, breite Treppe hinan, die zu einem Gebäude mit Marmorsäulen führte. War dies etwa das Weltenwunderwerk? Dort war sicher Marie!
"Sancta Maria!" sangen sie da drinnen, der Räucherduft wogte hervor unter den hohen, gemalten und vergoldeten Bogen, wo Dämmerung herrschte. Es war die Magdalenenkirche.
Schwarzgekleidet, in den köstlichsten Stoffen, nach der letzten, höchsten Mode, schritt hier die vornehme weibliche Welt über den blanken Fußboden. Das Wappen zierte den Silberbeschlag des in Sammet gebundenen Gebetbuches und das stark parfümierte feine Taschentuch mit den kostbaren Brüsseler Spitzen. Einige von den Frauen knieten im stillen Gebet vor den Altären, andere suchten die Beichtstühle auf.
Die Dryade empfand eine Unruhe, eine Angst, als sei sie an einen Ort geraten, den sie nicht betreten dürfe. Hier war das Heim des Schweigens, die Halle der Heimlichkeiten; alles wurde geflüstert und lautlos anvertraut.
Die Dryade sah sich selber in Seide und Schleier vermummt, sie glich in der Erscheinung den andern Frauen des Reichtums und Adels; ob wohl eine jede von Ihnen ein Kind der Sehnsucht war, so wie sie?
Da ertönte ein Seufzer, so schmerzlich tief; kam er aus der Ecke des Beichtstuhls oder aus der Brust der Dryade? Sie zog den Schleier fester um sich. Sie atmete Kirchenräucherduft und nicht die frische Luft. Hier war nicht die Stätte ihrer Sehnsucht.
Fort! Fort! In fliegender Eile, ohne Rast! Die Eintagsfliege hat keine Ruhe, ihr Fliegen ist Leben.
Sie war wieder da draußen unter strahlenden Gaskandelabern bei prachtvollen Springbrunnen. "Alle Wasserströme vermögen doch nicht das unschuldige Blut abzuspülen, das hier vergossen ist."
Die Worte wurden gesagt.
Hier standen fremde Leute, die sprachen laut und lebhaft, wie niemand zu sprechen wagte in dem großen Hochsaal der Geheimnisse, von woher die Dryade kam.
Eine große Steinplatte wurde gedreht, in die Höhe gehoben; sie verstand das nicht; sie sah den offenen Abstieg in die Tiefe der Erde; da hinein verschwanden sie aus der sternklaren Luft, aus den sonnenstrahlenden Gasflammen, aus all dem lebenden Leben.
"Ich ängstige mich davor!" sagte eine von den Frauen, die hier standen. "Ich habe nicht den Mut, da hinabzusteigen, ich mache mir auch nichts daraus, die Herrlichkeit da unten zu sehen! Bleib bei mir!"
"Sollen wir denn nach Hause reisen, Paris verlassen, ohne das Merkwürdigste gesehen zu haben, das eigentliche Wunderwerk der Jetztzeit, das durch die Klugheit und den Willen eines einzigen Mannes ins Leben gerufen ist?" entgegnete der Mann. "Ich gehe nicht mit hinab!" lautete die Antwort.
"Das Wunderwerk der Jetztzeit!" ward da gesagt. Die Dryade hörte es, verstand es; das Ziel ihrer heißesten Sehnsucht war erreicht, und hier war der Eingang, er führte in die Tiefe hinab, unter Paris. Das hatte sie nicht gedacht, aber jetzt hörte sie es, sie sah die Fremden hinabsteigen, und sie schloß sich ihnen an.
Die Treppe war aus gegossenem Eisen, schraubenförmig, breit und bequem. Eine Lampe leuchtete da unten und noch tiefer wieder eine.
Sie standen in einem Labyrinth von unendlich langen, sich kreuzenden Hallen und Bogengängen; alle Straßen und Gassen von Paris waren hier zu sehen wie in einem matten Spiegelbild, die Namen waren zu lesen, jedes Haus da oben hatte hier seine Nummer, seine Wurzel, die sich unter die menschenleeren, asphaltierten Bürgersteige schob, die sich um einen breiten Kanal mit einem fremden, sich vorwärtswälzenden Schlamm klemmte. Ein wenig höher ward über Bogen das frische, rinnende Wasser geführt, und ganz oben hingen, einem Netz gleich, Gasröhren, Telegraphendrähte. Lampen leuchteten in Zwischenräumen wie Widerscheinbilder aus der Weltstadt dort oben. Hin und wieder hörte man ein polterndes Rummeln, das waren schwere Wagen, die über die Einstiegdeckel fuhren.
Wo war die Dryade?
Du hast von den Katakomben gehört; sie sind nur ein verschwindender Strich in dieser neuen, unterirdischen Welt, dem Wunderwerk der Jetztzeit; den Kloaken unter Paris. Hier stand die Dryade und nicht draußen in der Weltausstellung auf dem Marsfelde.
Ausrufe der Verwunderung, Bewunderung, Anerkennung hörte sie.
"Von hier unten," so wurde gesagt, "wachsen jetzt Gesundheit und lange Lebensjahre zu Tausenden und Abertausenden da oben hinauf! Unsere Zeit ist die Zeit des Forschritts mit allen seinen Segnungen!"
Das war die Ansicht der Menschen, das waren die Worte der Menschen, nicht aber war es die Ansicht der Geschöpfe, die hier bauten, wohnten und geboren waren, der Ratten; sie pfiffen aus dem Spalt in einem Stück alten Mauerwerkes so deutlich, so hörbar, so verständlich für die Dryade.
Eine große männliche Ratte mit abgebissenem Schwanz pfiff durchdringlich ihr Empfinden, ihre Beklommenheit, ihre einzig richtige Meinung, und die Familie gab bei jedem Worte ihre Zustimmung zu erkennen.
"Mir wird schlimm und übel vor dem Menschenmiauen, den Worten der Unwissenheit! Ja, jetzt ist es hier herrlich mit Gas und Petroleum, ich fresse dergleichen nicht. Es ist so fein hier geworden und so hell, daß man dasitzt und sich über sich selber schämt und nicht weiß, weswegen man sich schämt. Ach, lebten wir doch in der Zeit des Talglichts! Sie liegt ja gar nicht so weit zurück! Das war eine romantische Zeit, wie man zu sagen pflegt!"
"Was erzählst du da? fragte die Dryade. "Ich habe dich noch nie gesehen. Wovon redest du?"
"Von der schönen alten Zeit," sagte die Ratte, "von den herrlichen Tagen der Urgroßvater- und Urgroßmutterraten; dazumal war es eine große Begebenheit, hier herunterzukommen. Hier war ein ganz anderes Rattennest als in ganz Paris! Die Pestmutter wohnte hier unten; sie tötete Menschen, nie aber Ratten. Räuber und Schmuggler atmeten frei hier unten. Hier war eine Zufluchtsstätte für die interessantesten Persönlichkeiten, die man jetzt nur auf den melodramatischen Theatern da oben sieht. Auch in unserm Rattennest ist die Zeit der Romantik vorüber; wir haben hier unten frische Luft bekommen und Petroleum."
So pfiff die Ratte! Sie pfiff auf die neue Zeit zu Ehren für die alte mit der Pestmutter.
Da hielt ein Wagen, eine Art offener Omnibus, mit kleinen flinken Pferden bespannt; die Gesellschaft setzte sich hinein, fuhr davon, über den Boulevard Sébastopol, aber unter der Erde; unmittelbar darüber erstreckte sich der bekannte menschenwimmelnde oben in Paris.
Der Wagen verschwand im Halbdunkel, die Dryade verschwand, in den Lichtkreis der Gasflamme, in die frische, freie Luft hinaufgehoben; dort und nicht unten in den sich kreuzenden Wölbungen mit ihrer dumpfen Atmosphäre war das Wunder zu finden, das Weltwunder, das sie in ihrer kurzen Lebensnacht suchte; es mußte stärker strahlen als alle Gasflammen hier oben, stärker als der Mond, der jetzt aus den Wolken auftauchte.
Ja, sicherlich! Und sie sah es in der Ferne, es strahlte vor ihr, es blinkte, winkte wie der Venusstern am Himmel.
Sie sah ein offenes Strahlentor, das in einen kleinen Garten voller Lust und Tanzmelodien führte. Gasflammen schimmerten dort als Rabatten und kleine, stille Seen und Teiche, wo künstliche Wasserpflanzen, aus Blechplatten ausgeschnitten, gebogen und angemalt, in all dem Lichtschimmer prangten und ellenhohe Wasserstrahlen aus ihren Kelchen emporsandten. Schöne Trauerweiden, wirkliche, lenzfrische Trauerweiden, senkten ihre frischen Zweige gleich einem grünen durchsichtigen und doch verhüllenden Schleier herab. Zwischen den Büschen brannte ein Feuer, sein roter Schein beleuchtete kleine, dämmerige, verschwiegene Lauben, die von Tönen durchbraust waren, von einer Melodie, die das Ohr kitzelte, betörend, lockend, die das Blut durch die Pulse der Menschen jagte.
Junge Frauen sah sie, schön, festlich gekleidet, mit dem Lächeln der Unschuld, dem leichten, lachenden Sinn der Jugend, eine "Marie" mit einer Rose im Haar, aber ohne Equipage und Jockey. Wie wogten sie umher, wie schwangen sie sich in wilden Tänzen! Was war oben, was war unten? Wie von der Tarantel gestochen sprangen sie, lachten sie, lächelten sie, glückselig bereit, die ganze Welt zu umfangen.
Die Dryade fühlte sich mit fortgerissen in dem Tanz. Ihren kleinen Fuß umschloß der seidene Stiefel, kastanienbraun wie das Band, das aus ihrem Haar auf die unbedeckte Schulter herabflatterte. Das seidengrüne Kleid wogte in großen Falten, verbarg aber nicht das schöngeformte Bein mit dem niedlichen Fuß, der vor dem Gesicht des tanzenden Jünglings Zauberkreise in die Luft zu schreiben schien.
War sie in Amidas Zaubergarten? Wie hieß der Ort?
Draußen erstrahlte der Name in Gasflammen: "Mabille."
Töne und Händeklatschen, Raketen und rieselnde Wasser knallten um die Wette mit dem Champagner hier drinnen, der Tanz war bacchantisch wild, und über dem Ganzen segelte der Mond, freilich mit etwas schiefem Gesicht. Der Himmel war ohne Wolken, klar und rein, man glaubte, von Mabille aus in den Himmel hineinsehen zu können.
Eine verzehrende, kitzelnde Lebenslust durchbebte die Dryade, sie fühlte sich wie in einem Opiumrausch. Ihre Augen sprachen, die Lippen sprachen, aber man hörte die Worte nicht vor dem Klang der Flöten und Violinen. Ihr Tänzer flüsterte ihr Worte ins Ohr, sie wogten im Takt des Cancans; sie verstand sie nicht, wir verstehen sie nicht. Er streckte seine Arme nach ihr aus, umschlang sie und faßte nur die durchsichtige, gaserfüllte Luft.
Die Dryade wurde von dem Luftstrom getragen, wie der Wind ein Rosenblatt trägt. Hoch oben vor sich erblickte sie eine Flamme, ein blinkendes Licht, auf der Spitze eines Turmes. Das Feuer schien herab von dem Ziel ihres Sehens, schien von dem roten Leuchtturm auf dem Marsfelde, der "Fata Morgana." Dahin wurde sie von dem Frühlingswind getragen. Sie umkreiste den Turm; die Arbeiter glaubten, es sei ein Schmetterling, den sie da hinabschweben sahen, um sein zu frühes Kommen mit dem Tode zu büßen.
Der Mond leuchtete, die Gasflammen und Laternen leuchteten in den großen Hallen und in den zerstreut liegenden "Gebäuden der ganzen Welt," warfen ihren Schein über die Rasenhügel und die durch Menschenschlauheit hergestellten Felsblöcke, über die der Wasserstrahl durch "Meister Blutlos'" Kraft herabstürzte. Die Höhlen der Meerestiefen und die Tiefen des Süßwassersees, die Reiche der Fische erschlossen sich hier, man war auf dem Boden des tiefen Teiches, man war unten im Meer in der gläsernen Taucherglocke. Das Wasser preßte gegen die dicken Glaswände, die nach außen und nach oben darüberlagen. Die Polypen, klafterlang, geschmeidig, sich windend wie Aale, bebende Därme, Arme, griffen um sich, hoben sich empor, wuchsen am Meeresboden fest.
Eine große Scholle lag bedenklich nahe, breitete sich übrigens bequem und behaglich aus; der Taschenkrebs krabbelte wie eine ungeheure Spinne über sie hin, während sich die Krabben mit einer Geschwindigkeit, einer Hast emporschwangen, als seien sie die Motten, die Schmetterlinge des Meeres.
In dem Süßwassersee wuchsen Wasserrosen, Röhricht und Schilf. Die Goldfische hatte sich in Reih und Glied aufgestellt wie rote Kühe auf dem Felde, alle mit den Köpfen nach derselben Richtung, um die Strömung ins Maul hineinzubekommen. Dicke, fette Schleie glotzten mit dummen Augen durch die Glaswände; sie wußten, daß sie auf der Pariser Ausstellung waren; sie wußten, daß sie in mit Wasser gefüllten Tonnen die ziemlich beschwerliche Reise hierher gemacht hatten und auf der Eisenbahn landkrank geworden waren, so wie die Menschen auf dem Meere seekrank werden. Sie waren gekommen, um die Ausstellung zu sehen, und sahen sie aus ihrer eigenen Süßwasser- oder Salzwasserloge, sahen das Menschengewimmel, das sich vom Morgen bis zum Abend vorüberbewegte. Alle Länder der Welt hatten ihre Menschen ausgestellt, damit die alten Schleie und Brachsen, die flinken Barsche und die bemoosten Karpfen diese Geschöpfe sehen und ihre Ansicht über dergleichen austauschen konnten.
"Es sind Schaltiere!" sagte eine schlammige kleine Bleie. "Sie wechseln die Schale zwei-, dreimal im Tage und geben Mundlaute von sich, Sprache nennen sie das. Wir wechseln nicht und machen uns auf eine leichtere Weise verständlich: Bewegungen der Mundwinkel und Glotzen mit den Augen! Wir haben viel vor den Menschen voraus!"
"Schwimmen haben sie aber doch gelernt!" sagte ein kleiner Süßwasserfisch. "Ich komme aus dem großen See, da baden die Menschen in der heißen Zeit, zuvor aber legen sie die Schalen ab, und dann schwimmen sie. Die Frösche haben es sie gelehrt; stoßen mit den Hinterbeinen und Rudern mit den Vorderbeinen; lange halten sie es aber nicht aus. Sie wollen uns gleichen, aber das gelingt ihnen nicht! Arme Menschen!"
Und die Fische glotzten; sie glaubten, daß das ganze Menschengewimmel, das sie in dem starken Tageslicht gesehen hatten, sich hier noch bewegte; ja, sie waren überzeugt, noch dieselben Gestalten zu sehen, die ihnen sozusagen zuerst auf die Auffassungsnerven gefallen waren.
Ein kleiner Barsch mit hübsch getigerter Haut und beneidenswert rundem Rücken versicherte, daß der "Menschenmorast" noch da sei; er sehe ihn noch. "Ich sehe ihn auch, ich sehe ihn so deutlich!" sagte ein gelbsuchtgoldiger Schlei. "Ich sehe so deutlich die schöne, gutgewachsene Menschengestalt, "hochbeinige Frau" oder wie sie sie nannten; sie hatte unsere Mundwinkel und Glotzaugen, hinten zwei Ballons und vorne einen Regenschirm, großes Entenflott-Gehängsel, Tingel-Tangel. Sie sollte das Ganze nur ablegen, so gehen wie wir, so wie sie geschaffen ist, und sie würde aussehen wie ein redlicher Schlei, soweit die Menschen das fertigbringen können!"
"Wo blieb der Mensch wohl ab, den sie an der Angel zogen?"
"Er fuhr in einem Stuhlwagen, saß mit Papier und Tinte und Feder da, schrieb alles auf, schrieb alles nieder. Was bedeutete er? Sie nannten ihn Rezensent."
"Er fährt noch da!" sagte eine bemooste, jungfräuliche Karausche, die die Prüfung der Welt in der Kehle hatte, so daß sie heiser davon war; sie hatte einstmals einen Angelhaken verschluckt und schwamm nun geduldig damit im Halse herum.
"Rezensent!" sagte sie. "Das ist vom Fischstandpunkt aus, verständlich ausgedrückt, eine Art Tintenfisch unter den Menschen."
So redeten die Fische auf ihre Weise. Aber mitten in der künstlich errichteten wassertragenden Grotte ertönten Hammerschläge und Gesang der Arbeiter: sie mußten die Nacht mit zu Hilfe nehmen, damit alles vollendet werde. Sie sangen in dem Sommernachtstraum der Dryade; sie selber stand hier drinnen, um wieder von dannen zu fliegen und zu verschwinden.
"Das sind die Goldfische!" sagte sie und nickte ihnen zu. "So bekam ich euch denn doch zu sehen! Ja, ich kenne euch! Ich habe euch lange gekannt! Die Schwalbe hat mir von euch erzählt in unserer Heimat! Wie schön seid ihr, wie schimmernd, wie liebreizend! Ich könnte euch alle nacheinander küssen! Auch die andern kenne ich! Das da ist gewiß die fette Karausche, dies hier der leckere Brachsen, und diese da sind die bemoosten Karpfen! Ich kenne euch, aber ihr kennt mich nicht!"
Die Fische glotzten, sie verstanden nicht ein einziges Wort; sie sahen in das dämmernde Licht hinaus.
Die Dryade war nicht mehr da, sie stand im Freien, wo die "Wunderblume der Welt" ihren Duft aus den verschiedenen Ländern ausströmte, aus dem Schwarzbrotland, von der Stockfischküste, dem Juchtenlederreich, dem Eaude-Cologne-Flußufer, dem Rosenölmorgenland.
Wenn wir nach einer Ballnacht halbwach heimfahren, klingen die Melodien, die wir gehört haben, noch deutlich in unseren Ohren; wir könnten eine jede singen. Und wie in dem Auge des Getöteten der letzte Blick von dem, was das Auge gesehen, nach eine Zeitlang photographisch dort verweilen soll, so weilten auch hier in der Nacht noch das Getümmel und der Schein des Lebens am Tage, es war nicht verbraust, nicht erloschen; die Dryade fühlte das und wußte: so braust es auch noch morgen am Tage weiter.
Die Dryade stand zwischen den duftenden Rosen, glaubte sie aus ihrer Heimat wiederzukennen. Rosen aus dem Schloßpark und aus dem Pfarrgarten. Auch die rote Granatblüte sah sie hier; eine solche hatte Marie in ihrem kohlschwarzen Haar getragen.
Erinnerungen aus der Heimat ihrer Kindheit draußen auf dem Lande blitzten in ihre Gedanken hinein. Das Schauspiel ringsumher sog sie mit der Begierde der Augen ein, während fieberhafte Unruhe sie erfüllte, sie durch die wunderbaren Säle trieb.
Sie fühlte sich ermüdet, und diese Müdigkeit nahm zu. Sie hatte ein Bedürfnis, sich auszuruhen auf den weichen morgenländischen Kissen und Teppichen hier drinnen oder sich mit der Trauerweide hinabzuneigen zu dem klaren Wasser und darin unterzutauchen.
Aber die Eintagsfliege kennt keine Ruhe. In wenigen Minuten war ihr Tag zu Ende.
Ihre Gedanken zitterten, ihre Glieder bebten, sie sank im Gras an dem rinnenden Wasser nieder.
"Du entspringst der Erde mit ewigem Leben!" sagte sie. "Letze meine Zunge, schenke mir Erquickung!"
"Ich bin kein lebendiges Wasser!" entgegnete der Bach. "Mich macht eine Maschine springen!"
"Gib mir von deiner Frische, du grünes Gras!" bat die Dryade. "Gib mir eine von den duftenden Blumen!"
"Wir sterben, wenn wir abgerissen werden!" sagten Gras und Blumen.
"Küsse mich, du frischer Luftstrom! Nur einen einzigen Lebenskuß!"
"Bald küßt die Sonne die Wolken rot," sagte der Wind, "und da bist du unter den Toten, bist hingefahren, wie alle Herrlichkeit hier hinfährt, ehe das Jahr um ist; dann kann ich wieder mit dem leichten, losen Sand hier auf dem Platz spielen, kann Staub über die Erde blasen, Staub in die Luft blasen, Staub, nichts als Staub!"
Die Dryade empfand eine Angst wie die Frau, die im Bade die Pulsader durchgeschnitten hat und verblutet, aber im Verbluten noch zu leben wünscht. Sie erhob sich, trat einige Schritte vor und sank vor einer kleinen Kirche wieder nieder. Die Tür stand offen, auf dem Altar brannten Lichter, die Orgel ertönte. Welch eine Musik! Solche Töne hatte die Dryade noch nie gehört, und doch war es ihr, als höre sie bekannte Stimmen darin. Die kamen aus der Herzenstiefe der ganzen Schöpfung. Sie glaubte das Sausen der alten Eiche zu vernehmen, sie glaubte den alten Geistlichen zu hören, der von großen Taten erzählte, von berühmten Namen und von dem, was Gottes Geschöpfe einer künftigen Zeit als Geschenk geben könnten, geben müßten, um selber dadurch ein bleibendes Leben zu erringen.
Die Töne der Orgel schwollen und klangen, sprachen im Gesang: "Dein Sehnen, deine Lust rissen sich mit der Wurzel aus dem dir von Gott angewiesenen Platz aus. Das ward dein Verderben, arme Dryade!"
Orgeltöne, weiche und sanfte, klangen wie von Tränen erstickt, starben hin in Tränen.
Am Himmel schimmerten die Wolken rot. Der Wind sauste und sang: "Fahret hin, ihr Toten, jetzt geht die Sonne auf!"
Der erste Strahl fiel auf die Dryade. Ihre Gestalt erschien in Farben, wechselnd wie die Seifenblase, wenn sie zerplatzt, verschwindet, ein Tropfen wird, eine Träne, die zur Erde fällt und verschwindet.
Arme Dryade! Ein Tautropfen, nur eine Träne, gekommen, verschwunden!
Die Sonne schien auf die "Fata Morgana" des Marsfeldes herab, schien herab auf das große bunte Paris, auf den Platz mit den Bäumen und dem plätschernden Springbrunnen zwischen den hohen Häusern, wo der Kastanienbaum stand, aber mit herabhängenden Zweigen und welken Blättern, der Baum, der gestern noch so lebensfrisch aufragte wie der Frühling selber.
Jetzt sei er eingegangen, sagte man.
Die Dryade war eingegangen, war hingefahren wie die Wolke, niemand weiß, wohin.
An der Erde lag eine welke, geknickte Kastanienblüte, das Weihwasser der Kirche vermochte sie nicht ins Leben zurückzurufen; der Menschenfuß zertrat sie bald im Kies.
Dies alles ist geschehen und erlebt. Wir sahen es selber, in der Ausstellungszeit in Paris 1867, in unserer Zeit, in der großen, wunderbaren Zeit des Märchens.