La casa vieja


Das alte Haus


Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas en la viga, se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero.
Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban:
"¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además tiene pomos de latón. ¡Habráse visto!".
Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario.
El chiquillo oyó cómo sus padres decían:
- El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo.
El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano:
- Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo.
El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres.
Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; diríase que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más hinchados que lo normal. "¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá!", tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidas de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: "¡He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!".
Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas.
El dorado se desluce
pero el cuero queda,
decían las paredes.
Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados. "¡Siéntese! ¡Tome asiento! -decían-. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!".
Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano.
- Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mío -dijo el viejo-. Y mil gracias también por tu visita.
"¡Gracias, gracias!", o bien "¡crrac, crrac!", se oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querían ver al niño.
En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni "gracias" ni "crrac", pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste preguntó al viejo:
-¿ De dónde lo has sacado?
- Del ropavejero de enfrente -respondió el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió.
Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas; pero ellos no lo notaron.
- En casa dicen -observó el niño- que vives muy solo.
- ¡Oh! -sonrió el anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No tengo por qué quejarme.
Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas!
El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos.
- ¡No lo puedo resistir! -exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda-. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás chiquillos estáis siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo? ¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un árbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. ¡No puedo resistirlo!
- No debes tomarlo tan a la tremenda -respondió el niño-. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos.
- Sí, pero yo no los veo ni los conozco -insistió el soldado de plomo-. No puedo soportarlo.
- Pues no tendrás más remedio -dijo el chiquillo.
Volvió el anciano con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño ya no se acordó más del soldado.
Regresó a su casa contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la visita.
Los trompeteros de talla tocaron: "¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá!"; entrechocaron los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron las sedas, "habló" el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran menos.
- ¡No puedo resistirlo! -exclamó el soldado-. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Os veía a todos allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuvieseis aquí; volvía a ser un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños colocados delante de la mesa, cantabais vuestra canción, la de todas las mañanas, con las manitas juntas. Vuestros padres estaban también con aire serio y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a vuestra hermanita María, que no ha cumplido aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba. Todos estabais allí muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura; pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo. Dime, ¿cantáis todavía los domingos? Cuéntame algo de Marita, y ¿qué tal le va a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que no puedo resistirlo!
- Lo siento, pero ya no me perteneces -dijo el niño-. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No lo comprendes?
Entró el viejo con una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda, éste se puso a cantar una canción.
- ¡Ella sí sabía cantarla! -dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado.
- ¡Quiero ir a la guerra, quiero ir a la guerra! -gritó el soldado de plomo con todas sus fuerzas; y se precipitó al suelo.
- ¿Dónde se habrá metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él-. Ya lo encontraré -dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso abierto.
Pasó el día, y el niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento, conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie: el viejo había muerto.
Al anochecer, un coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las manos, envió un beso al ataúd.
Algunos días después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios. Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó colgando ya para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por el cuadro.
En primavera derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas decrépitas. Todo se lo llevaron.
- ¡Ya era hora! -exclamaron las casas vecinas.
En el solar que había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito, con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza de sus pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían acordarse.
Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. - ¡Ay! -. ¿Qué es esto? Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante.
¡Era él! -imaginaos-, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado!
La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo.
- Deja que lo vea -dijo el joven, riendo y meneando la cabeza-. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño -. Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven.
- Es muy posible que sea el mismo soldado -dijo-. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo.
- No sé dónde está -contestó él-, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían ya muerto, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo.
- ¡Qué solo debió de sentirse! -dijo ella.
- ¡Espantosamente solo! -exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado!
- ¡Muy bien! -gritó algo muy cerca; pero aparte el soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó:
El dorado se desluce
pero el cuero queda.
Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así.
Drüben in der Straße stand ein altes, altes Haus, das war fast dreihundert Jahr alt, so konnte man an einem Balken lesen, an dem die Jahreszahl zugleich mit Tulpen und Hopfenranken eingekerbt war. Da standen ganze Verse in der Schreibweise alter Tage, und über jedem Fenster war ein fratzenhaftes Gesicht in den Balken eingeschnitten. Das obere Stockwerk hing weit über das untere, und unter dem Dache war eine Bleirinne mit Drachenköpfen. Das Regenwasser sollte aus dem Rachen herauslaufen, aber es lief aus dem Bauche, denn es war ein Loch in der Rinne.
Alle anderen Häuser in der Straße waren so neu und so nett, mit großen Scheiben und glatten Wänden, und man konnte wohl sehen, daß sie nichts mit dem alten Haus zu tun haben wollten. Sie dachten wohl: "Wie lange soll das Gerümpel hier noch der Straße zur Schande stehen bleiben. Der Erker steht so weit heraus, daß niemand aus unseren Fenstern sehen kann, was auf der anderen Seite geschieht! Die Treppe ist so breit, wie bei einem Schloß und so hoch wie bei einem Kirchturm. Das Eisengeländer sieht ja aus, wie die Tür zu einem alten Erbbegräbnis, dazu hat es noch Messingknöpfe. Das ist geschmacklos!"
Gerade gegenüber in der Straße standen auch neue und nette Häuser, und sie dachten wie die anderen. Aber am Fenster saß hier ein kleiner Knabe mit frischen, roten Wangen, mit klaren, strahlenden Augen, dem das alte Haus am besten gefiel sowohl im Sonnenschein wie im Mondschein. Wenn er nach der Mauer hinüber sah, wo der Kalk abgebröckelt war, konnte er sitzen und sich die wunderbarsten Bilder ausdenken: wie wohl die Straße früher ausgesehen haben mochte mit Treppen, Erkern und spitzen Giebeln. Er konnte Soldaten mit Hellebarden sehen, und Dachrinnen, die wie Drachen und Lindwürmer herumliefen. – Das war so recht ein Haus zum Betrachten. Und drüben wohnte ein alter Mann; der ging in Kniehosen, hatte einen Rock mit großen Messingknöpfen und eine Perrücke, bei der man sehen konnte, daß es eine wirkliche Perrücke war. Jeden Morgen kam ein alter Diener zu ihm, der aufräumte und Gänge besorgte. Sonst war der alte Mann in den Kniehosen ganz allein in dem alten Hause. Zwischendurch kam er wohl einmal ans Fenster und sah hinaus, und der kleine Knabe nickte zu ihm hinüber; der alte Mann nickte wieder, und so wurden sie Bekannte, und so wurden sie Freunde, obwohl sie niemals miteinander gesprochen hatten. Aber das war auch unnötig.
Der kleine Knabe hörte seine Eltern sagen: "Der alte Mann da drüben hat es gut, aber er ist so schrecklich allein!"
Am nächsten Sonntag nahm der kleine Knabe etwas, wickelte es in ein Stück Papier, ging vor die Tür, und als der Diener, der die Gänge besorgte, vorbeikam, sagte er zu ihm: "Hör, willst Du dem alten Mann da drüben das von mir bringen? Ich habe zwei Zinnsoldaten, dies ist der eine; er soll ihn haben, denn ich weiß, daß er so schrecklich allein ist."
Und der alte Diener sah ganz vergnügt aus, nickte und trug den Zinnsoldaten hinüber in das alte Haus. Darauf kam von drüben ein Bote mit der Anfrage, ob der kleine Knabe wohl Lust hätte, selbst einmal herüber zu kommen und Besuch zu machen. Dazu bekam er von seinen Eltern Erlaubnis, und so kam er in das alte Haus hinüber.
Die Messingknöpfe am Treppengeländer glänzten viel stärker als sonst. Man hätte glauben mögen, daß sie des Besuches wegen poliert worden wären. Und es war, als ob die geschnitzten Trompeter – denn es waren geschnitzte Trompeter an der Tür, die in den Tulpen standen – aus Leibeskräften bliesen; ihre Backen sahen viel dicker aus als zuvor. Ja, sie bliesen: "Tratteratra. Der kleine Knabe kommt. Tratteratra!" und dann ging die Türe auf. Den ganzen Gang entlang hingen alte Porträts, Ritter in Harnischen und Frauen in Seidenkleidern. Und die Harnische rasselten und die seiden Kleider raschelten! Dann kam eine Treppe, die ging ein großes Stück hinauf und ein kleines hinab und dann war man auf einem Altan, der freilich sehr altersschwach und voller großer Löcher und Risse war, aber daraus hervor wuchsen Gras und Blätter; denn der ganze Altan, der Hof und die Mauern waren mit soviel Grün bewachsen, daß es wie ein Garten aussah. Aber es war nur ein Altan. Hier standen alte Blumentöpfe, die Gesichter und Eselsohren hatten. Die Blumen darin wuchsen aber ganz wie sie selbst wollten. In dem einen Topf liefen die Nelken nach allen Seiten über den Rand, das heißt das Grüne, Schößling neben Schößling, und ganz deutlich sagten sie: "Die Luft hat mich gestreichelt, die Sonne hat mich geküßt und mir am Sonntag eine kleine Blume versprochen, eine kleine Blume am Sonntag."
Und dann kamen sie in eine Kammer hinein, wo die Wände mit Schweinsleder bezogen waren, darauf waren goldene Blumen gedruckt.
"Vergoldung vergeht, aber Schweinsleder besteht" sagten die Wände.
Und Lehnstühle standen da mit hohen Rücken, über und über geschnitzt, und mit Armen an beiden Seiten. "Sitz nieder! Sitz nieder!" sagten sie; "O, wie es in mir knackt! Nun bekomme ich die Gicht wie der alte Schrank. Gicht im Rücken. O!"
Und dann kam der kleine Knabe in die Stube hinein, wo der Erker war und wo der alte Mann saß.
"Schönen Dank für den Zinnsoldaten, mein kleiner Freund" sagte der alte Mann. "Und Dank, daß Du zu mir herüberkommst!"
"Dank, Dank," oder "Knack, Knack," sagte es in allen Möbeln. Da waren so viele, daß sie sich fast im Wege standen, um den kleinen Knaben anzusehen.
Mitten an der Wand hing eine Malerei mit einer wunderschönen Dame, so jung, so froh, aber ganz so gekleidet, wie vor alten Zeiten, mit Puder im Haar und Kleidern, die ganz steif um sie herum standen. Sie sagte weder "Dank" noch "Knack," aber sah mit ihren freundlichen Augen den kleinen Knaben an, der sogleich den alten Mann fragte: "Wo hast Du sie her bekommen?"
"Drüben vom Trödler" sagte der alte Mann. "Da hängen soviele Bilder. Keiner kennt sie mehr und macht sich etwas daraus, denn alle sind nun begraben. Aber in alten Tagen habe ich sie gekannt; nun ist sie tot schon seit fast einem halben Jahrhundert"
Und unter der Malerei hing unter Glas ein verwelkter Blumenstrauß. Der hatte gewiß auch ein halbes Jahrhundert gesehen, so alt war er. Und der Perpendikel an der großen Uhr ging hin und her und der Zeiger drehte sich und alle Dinge in der Stube wurden immer älter, aber das merkten sie nicht.
"Sie sagen zuhause," sagte der kleine Knabe, "daß Du so schrecklich einsam bist."
"O," sagte er, "die alten Gedanken mit allem, was sie so mit sich führen können, kommen und besuchen mich, und nun kommst Du ja auch. Mir geht es ganz gut."
Und dann nahm er vom Bücherbrett ein Buch mit Bildern. Darin waren ganze Aufzüge, die wunderlichsten Karossen, die man heute nicht mehr zu sehen bekommt, Soldaten wie auf den Spielkarten und Bürger mit wehenden Fahnen. Die Schneider hatten eine mit einer Schere, die von zwei Löwen gehalten wurde, und die Schuhmacher hatten eine ohne Stiefel, aber mit einem Adler, der zwei Köpfe besaß, denn die Schuhmacher müssen alles so haben, daß sie sagen können: das ist ein Paar. – Ja, das war ein Bilderbuch.
Und der alte Mann ging in die andere Stube, um Eingezuckertes und Äpfel und Nüsse zu holen; – es war wirklich prächtig hier drüben in dem alten Hause.
"Ich kann es nicht aushalten!" sagte der Zinnsoldat, der auf der Kommode stand; "hier ist es so einsam und traurig; nein, wenn man einmal Familienleben kennen gelernt hat, kann man sich hier nicht eingewöhnen. – Ich kann das nicht aushalten! Der ganze Tag ist so lang und der Abend noch länger. Hier ist es nicht wie drüben bei Dir, wo Deine Mutter und Dein Vater so fröhlich miteinander sprachen, und wo Du und alle Ihr süßen Kinder einen so prächtigen Spektakel machtet! Nein, wie allein der alte Mann ist. Glaubst Du, er bekommt einen Kuß? Glaubst Du, jemand macht ihm freundliche Augen oder einen Weihnachtsbaum? Er bekommt gar nichts, nur ein Begräbnis – Ich kann das nicht aushalten!"
"Du mußt es nicht so schwer nehmen!" sagte der kleine Knabe, "mir kommt es hier herrlich vor, und alle die alten Gedanken mit dem, was sie so mit sich führen können, kommen ja auch und machen Besuch."
"Ja, die sehe ich nicht, und die kenne ich nicht" sagte der Zinnsoldat. "Ich kann das nicht aushalten!"
"Das mußt Du" sagte der kleine Knabe.
Und der alte Mann kam mit dem vergnügtesten Gesicht und mit dem herrlichsten Eingemachten und Äpfeln und Nüssen, und da dachte der kleine Knabe nicht mehr an den Zinnsoldaten.
Glücklich und froh kam der kleine Knabe heim. Es vergingen Wochen und Tage, es wurde zu dem alten Hause und von dem alten Hause hinübergenickt, und dann kam der kleine Knabe wieder hinüber.
Und die geschnitzten Trompeter bliesen: "Tratteratra. Da ist der kleine Knabe. Tratteratra" Und Schwerter und Rüstungen auf den alten Ritterbildern rasselten und die Seidenkleider raschelten, das Schweinsleder sprach und die alten Stühle hatten Gicht im Rücken: "au!" Es war ganz genau wie beim ersten Mal, denn hier drüben war ein Tag und eine Stunde ganz wie die andere.
"Ich kann das nicht aushalten!" sagte der Zinnsoldat. "Ich habe Zinn geweint! Hier ist es allzu traurig laß mich lieber in den Krieg ziehen und Arme und Beine verlieren! Das ist doch eine Abwechslung. Ich kann das nicht aushalten! – nun weiß ich, was das heißt, Besuch von seinen alten Gedanken zu bekommen, mit dem was sie mit sich führen können. Ich habe von meinen Besuch gehabt, und Du kannst mir glauben, es ist kein Vergnügen auf die Dauer. Ich war zuletzt nahe daran, von der Kommode zu springen. Euch alle da drüben sah ich so deutlich, als ob Ihr wirklich hier wäret; es war wieder der Sonntagmorgen – Du weißt doch noch. Alle Ihr Kinder standet vor dem Tische und sangt Eure Lieder, wie Ihr sie jeden Morgen singt. Ihr standet andächtig mit gefalteten Händen, und Vater und Mutter waren ebenso feierlich, und dann ging die Tür auf, und die kleine Schwester Maria, die noch nicht zwei Jahre alt war, und die immer tanzte, wenn sie Musik oder Gesang hörte, was für eine Art es auch sein mochte, wurde hereingeschoben. Sie sollte es nun eigentlich nicht – aber sie fing an zu tanzen, konnte jedoch nicht recht in den Takt kommen, denn die Töne waren so lang, und so stand sie erst auf dem einen Bein und bog den Kopf ganz nach vorn über, und dann auf dem andern Bein und den Kopf noch weiter vornüber, aber es wollte nicht recht gehen. Ihr standet alle ganz ernst da, obgleich es recht schwer hielt damit; ich aber lachte innerlich, und deshalb fiel ich vom Tische herunter und bekam eine Beule, mit der ich jetzt noch gehe, denn es war nicht recht von mir, zu lachen. Aber das Ganze zieht jetzt wieder innerlich an mir vorüber und noch manches andere, was ich so erlebt habe. Das werden wohl die alten Gedanken sein, mit allem, was sie mit sich führen können. Sag mir, singt Ihr noch immer an den Sonntagen? Erzähle mir ein bischen von der kleinen Maria. Und wie geht es meinem Kameraden, dem andern Zinnsoldaten? Ja, er ist wirklich glücklich. Ich kann das nicht aushalten."
"Du bist weggeschenkt!" sagte der kleine Knabe. "Du mußt bleiben. Kannst Du das nicht einsehen?"
Und der alte Mann kam mit einem Kasten, worin es viele Dinge zu sehen gab, seltsame, kleine Häuschen, Balsambüchsen und alte Karten, so groß und dick vergoldet, wie man sie jetzt gar nicht mehr sieht. Und es wurden große Schubladen aufgezogen und das Klavier wurde geöffnet; das hatte eine Landschaft inwendig auf dem Deckel und war ganz heiser, als der alte Mann darauf spielte. Er summte dabei eine alte Weise.
"Ja, die konnte sie singen" sagte er, und dann nickte er zu dem Porträt hinüber, das er beim Trödler gekauft hatte, und des alten Mannes Augen leuchteten auf.
"Ich will in den Krieg! Ich will in den Kriegt" rief plötzlich der Zinnsoldat so laut er konnte und stürzte sich auf den Fußboden.
Ja, wo war er geblieben? Der alte Mann suchte, der kleine Knabe suchte, aber fort war er und fort blieb er. "Ich werde ihn schon finden!" sagte der Alte, aber er fand ihn nie mehr! Der Fußboden hatte allzu große Löcher und Ritzen. Der Zinnsoldat war durch eine Spalte gefallen, und dort lag er im offenen Grabe.
Und der Tag verging, und der kleine Knabe kam heim, und die Woche verging und noch viele Wochen. Die Fenster waren ganz zugefroren. Der kleine Knabe mußte sitzen und darauf blasen, um ein Guckloch zu dem alten Haus hinüber zu bekommen. Dort war der Schnee in alle Schnörkel und Inschriften hineingefegt. Er lag dicht über der Treppe, gerade, als sei niemand dort zuhause. Und es war auch niemand zuhause, der alte Mann war tot.
Am Abend hielt ein Wagen davor, und zu ihm herunter trug man ihn in seinem Sarge. Er sollte draußen auf dem Lande in seinem Erbbegräbnis beerdigt werden. Da fuhr er nun, aber niemand folgte, alle seine Freunde waren ja tot. Nur der kleine Knabe warf dem Sarge viele Kußhände nach, als er fortfuhr.
Einige Tage später war Auktion in dem alten Hause, und der kleine Knabe sah von seinem Fenster aus, wie man die alten Ritter und die alten Damen, die Blumentöpfe mit den langen Ohren, die alten Stühle und die alten Schränke wegtrug. Einiges kam hierhin, einiges dorthin. Das Porträt von ihr, das er beim Trödler gefunden hatte, kam wieder zum Trödler und dort blieb es hängen; denn nun kannte sie niemand mehr, und niemand kümmerte sich um das alte Bild.
Im Frühjahr riß man auch das Haus nieder, denn es sei nur ein altes Gerümpel, sagten die Leute. Von der Straße aus konnte man gerade in die Stuben mit dem Schweinslederbezug hineinsehen, der zerfetzt und heruntergerissen wurde. Und all das Grüne hing vom Altan wild um die fallenden Balken herab. – Und dann wurde dort aufgeräumt.
"Das half!" sagten die Nachbarhäuser.
Und es wurde ein herrliches, neues Haus dort gebaut mit großen Fenstern und weißen, glatten Mauern. Aber vorne, wo eigentlich das alte Haus gestanden hatte, wurde ein kleiner Garten angelegt, und zu des Nachbarhauses Mauern hinauf wuchsen wilde Weinranken. Vor den Garten kam ein großes eisernes Gitter mit eiserner Tür; das sah gar stattlich aus. Die Leute standen still und schauten hinein. Und die Spatzen hingen sich dutzendweil an die Weinranken und nahmen einander das Wort vom Munde, so gut sie konnten, aber es war nicht das alte Haus, worüber sie sprachen, denn darauf konnten sie sich nicht besinnen. Es waren nun schon so viele Jahre darüber hingegangen, daß der kleine Knabe zu einem großen Manne herangewachsen war, ja, zu einem tüchtigen Mann, an dem seine Eltern Freude hatten. Er hatte sich eben verheiratet und war mit seiner kleinen Frau hier in das Haus gezogen, wo der Garten war. Und er stand dort bei ihr, während sie eine Feldblume pflanzte, die sie gar niedlich fand. Sie pflanzte sie mit ihrer kleinen Hand und klopfte die Erde mit den Fingern fest. – Au, was war das? Sie hatte sich gestochen. Da saß etwas Spitzes gerade oben auf der weichen Erde.
Es war – ja denk nur. Es war der Zinnsoldat, er, der bei dem alten Mann da oben fortgekommen war, der inzwischen bei Zimmerholz und Schutt herumgebummelt, sich tüchtig getummelt und zuletzt viele Jahre lang in der Erde gelegen hatte.
Und die junge Frau wischte den Soldaten zuerst mit einem grünen Blatte, dann mit ihrem feinen Taschentuch ab; das hatte einen so lieblichen Duft. Und es war dem Zinnsoldaten, als erwache er aus einer Ohnmacht.
"Laß mich sehen!" sagte der junge Mann, dann lachte er und schüttelte den Kopf. "Ja, er kann es wohl nicht gut sein, aber er erinnert mich an eine Geschichte mit einem Zinnsoldaten, die geschah, als ich noch ein kleiner Knabe war." Und dann erzählte er seiner Frau von dem alten Hause und dem alten Manne und dem Zinnsoldaten, den er ihm hinübergeschickt hatte, weil er so schrecklich allein war. Und er erzählte es ganz genau so, wie es wirklich gewesen war, so daß der jungen Frau Tränen in die Augen stiegen über das alte Haus und den alten Mann.
"Es kann doch sein, daß es derselbe Zinnsoldat ist!" sagte sie. "Ich will ihn aufbewahren und alles behalten, was Du mir erzählt hast. Aber des alten Mannes Grab mußt Du mir zeigen!"
"Ja, das weiß ich nicht," sagte er, "und niemand weiß es. Alle seine Freunde waren tot, niemand kümmerte sich darum, und ich war ja ein kleiner Knabe."
"Wie schrecklich allein muß er gewesen sein." sagte sie.
"Schrecklich allein!" sagte der Zinnsoldat, "aber es ist herrlich, nicht vergessen zu sein."
"Herrlich!" rief etwas dicht daneben; aber niemand außer dem Zinnsoldaten sah, daß es ein Fetzen von dem schweinsledernen Bezuge war. Er war ohne alle Vergoldung und sah aus wie nasse Erde, aber eine Meinung hatte er, und die sprach er aus:
"Vergoldung vergeht, Aber Schweinsleder besteht." Doch das glaubte der Zinnsoldat nicht.