El viejo farol


Il vecchio lampione


¿Has oído la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oírla.
Era un buen farol que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y aquélla era la última noche que, desde lo alto de su poste, debía enviar su luz a la calle. Por eso su estado de ánimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su última representación, sabiendo que al día siguiente habrá de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenía miedo del día siguiente, pues no ignoraba que sería llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el "ilustre Concejo municipal" dictaminaría si era aún útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de los últimos años, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían envejecido, ella lo había cuidado, limpiado la lámpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lámpara no le habían estafado ni una gota. Y he aquí que aquélla era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento. Estos pensamientos tenían muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo ardería. Pero por su cabeza pasaron también otros recuerdos; había visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el "ilustre Concejo municipal"; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no quería despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: "Sí, también se acordarán de ti. Allí estaba aquel apuesto joven - ¡ay, cuántos años habían pasado! ­ que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besándola, levantó hasta mí la mirada, que decía: - ¡Soy el más feliz de los hombres!. - Sólo él y yo supimos lo que decía aquella primera carta de la amada. Recuerdo también otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un día un magnífico entierro; la mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el coche fúnebre tapizado de terciopelo. Lucían tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedé casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompañaban al cadáver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo miré a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidaré aquellos ojos llenos de tristeza que me miraban". Muchos pensamientos pasaron así por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el viento.
En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aun más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además, que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración.
El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.
- ¡Qué oigo! -dijo-. ¿Qué mañana te marchas? ¿Ésta es la última noche que nos encontramos? En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.
- ¡Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan!
- No lo harán todavía -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa.
- ¡Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ¿Podrías también en este caso asegurarme la memoria?
- Viejo farol, sé razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ¿Y usted qué regalo trae? - preguntó el viento.
- Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y así diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen.
Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.
- Te penetro de tal manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo -. Al farol le pareció aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él-. ¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
- ¿Qué ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa -. ¡Éste sí que ha sido un magnífico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y éste si que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría.
- Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -añadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.
Al día siguiente -bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: "El Congreso de Viena". De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.
Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro.
Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. ¡Me parece casi que los veo! -decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.
- ¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.
Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.
- Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes -decía éste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!
Por lo demás, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto.
Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:
- Voy a iluminar la casa en tu obsequio.
El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: "¡Ahora verán lo que es luz!". Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó - cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soñar - que los viejos habían muerto, y que él había ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temía también que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseía la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. Así pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosísimo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. Diéronle forma de ángel, un ángel que sostenía un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paño verde. La habitación era acogedora; había muchos libros, colgaban hermosos cuadros - era la morada de un poeta, y todo lo que decía y escribía se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados bañados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeña, cubiertas de naves mecidas por las olas...
- ¡Qué aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi debería desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como "El Congreso", con todo y ser él tan noble.
Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.
Hai mai sentito la storia del vecchio lampione? Non è molto divertente, ma la si può sempre ascoltare per una volta.
Era un buon vecchio lampione, che per moltissimi anni aveva prestato servizio, ma ora doveva essere scartato. Era l'ultima sera che stava sul palo a illuminare la strada, e gli sembrava di essere una vecchia comparsa di balletto, che balla per l'ultima volta e sa che l'indomani resterà in soffitta. Il lampione aveva una paura terribile per l'indomani mattina, perché sapeva che doveva andare per la prima volta in municipio, davanti al consiglio dei Trentasei, i quali avrebbero deciso se fosse ancora idoneo al servizio. Poi avrebbero stabilito se doveva essere mandato a illuminare in periferia o in una fabbrica in campagna, o se invece non doveva venire inviato in una fonderia per essere fuso; in questo caso sarebbe potuto diventare qualunque cosa, ma lo preoccupava il fatto che non sapeva se avrebbe conservato il ricordo di essere stato lampione di città. E in tutti i casi sarebbe stato separato dalla guardia notturna e da sua moglie, che considerava ormai come la sua famiglia. Quando lui era diventato lampione, l'altro era diventato guardia notturna. La moglie allora si dava delle arie, e solo se passava di sera davanti al lampione lo guardava, mai di giorno. Adesso, al contrario, negli ultimi anni, da quando tutti e tre - la guardia, la moglie e il lampione - erano diventati vecchi, la moglie si era presa cura di lui, gli aveva spolverato la lampada e vi aveva versato l'olio. Quella coppia era gente onesta; non avevano mai tolto al lampione una sola goccia. Era l'ultima sera per la strada, e l'indomani doveva andare al municipio; con quei due pensieri tristi ci si può immaginare come illuminasse! Ma gli venivano anche altri pensieri; aveva visto tante cose, aveva illuminato tante cose, forse tante quante ne avevano fatte i Trentasei del consiglio, ma non lo disse perché era un bravo lampione e non voleva offendere nessuno tantomeno i suoi superiori.
Ricordava molte cose e ogni tanto una fiamma si levava da dentro, come avesse la sensazione che qualcuno si sarebbe sempre ricordato di lui. Ora era quel bel giovane, oh, quanti anni fa! Arrivò con una lettera scritta su carta rosa, così delicata e con i bordi d'oro, scritta così bene, da una mano femminile la lesse due volte, la baciò e poi guardò in alto verso di me e con gli occhi mi disse: Sono l'uomo più felice! Sì, solo lui e io sapevamo che cosa c'era scritto nella prima lettera della sua amata. Ricordo altri due occhi, che strano, come si può saltare da un pensiero all'altro! Qui nella strada c'era uno splendido funerale, una bella giovinetta si trovava nella bara, sul carro di velluto c'erano molti fiori e molte corone, e tante fiaccole illuminavano che io rimasi stordito. Il marciapiede era pieno di gente, tutti seguivano il carro, ma quando le fiaccole furono fuori dalla mia vista e mi guardai intorno, c'era ancora una persona vicino al palo, e piangeva; non dimenticherò mai quegli occhi addolorati che guardavano verso di me!
Così vennero in mente tanti altri pensieri al vecchio lampione, che quella sera illuminava per l'ultima volta. La sentinella che smonta conosce il suo successore, e può scambiare due parole; il lampione invece non conosceva il suo sostituto e non poteva quindi neppure dargli qualche consiglio, sulla pioggia e sull'umidità, su quanto la luna illumina il marciapiede, o su come soffia il vento.
Sulla passerella del rigagnolo si trovavano tre tipi che si erano presentati al lampione perché pensavano toccasse a lui affidare l'incarico a qualcun altro; uno di loro era una testa d'aringa che luccicava al buio e pensava che ci sarebbe stato un bel risparmio di olio, se fosse stata messa sul palo del lampione il secondo era un pezzo di legno marcio, che pure un poco brilla, e, come diceva lui stesso, sempre più di un baccalà oltretutto era l'ultimo pezzo di legno di un albero che era stato uno splendore nel bosco. Il terzo era una lucciola, da dove venisse, il lampione non riuscì a immaginarlo, ma ormai c'era e faceva anche luce; ma il legno marcio e la testa d'aringa giurarono che questa brillava solo in certi periodi e quindi non andava presa in considerazione.
Il vecchio lampione disse che nessuno di loro illuminava abbastanza per fare da lampione, ma nessuno gli credette; quando poi seppero che non toccava al lampione affidare l'incarico a qualcuno, dissero che ne erano felici, dato che lui era troppo vecchio per poter scegliere.
Intanto dall'angolo della strada sopraggiunse il vento e si mise a fischiare nello sfiatatoio del lampione, dicendo: "Cos'è che ho sentito? Te ne vai domani? È quindi l'ultima sera che ti incontro qui? Oh, allora devi avere un regalo! Adesso ti soffi ero nel cranio, così non solo ricorderai benissimo e con precisione ciò che hai visto e sentito, ma quando leggeranno o racconteranno qualcosa nelle tue vicinanze, sarai così lucido da vedere tutto!".
"È fin troppo" esclamò il vecchio lampione. "Grazie mille! Purché non venga fuso."
"Non accadrà adesso" disse il vento. "Ora ti rinfresco la memoria. Se avrai altri regali come questo, passerai una piacevole vecchiaia."
"Purché non venga fuso!" ripetè il lampione. "Mi assicuri che anche in questo caso non perderò la memoria?"
"Vecchio lampione, sii ragionevole!" rispose il vento, soffiando. Intanto spuntò la luna. "Che cosa gli regala?" chiese il vento.
"Io non regalo niente" rispose la luna. "Io sono calante e i lampioni non hanno mai brillato per me, anzi io ho illuminato al posto loro!" e intanto si nascose dietro le nuvole per non essere disturbata. Poi cadde una goccia d'acqua proprio sullo sfiatatoio, era come una goccia di grondaia, ma raccontò che veniva dalle grigie nuvole e che era un regalo, forse il migliore. "Io penetro in te e tu avrai la capacità, in una sola notte, quando lo desideri, di arrugginire tutto, così da sfasciarti e diventare polvere." Ma il lampione pensava che quello fosse un brutto regalo, e lo stesso pensava il vento. "Chi offre di meglio? chi offre di meglio?" soffiò più forte che potè; allora cadde una stella luminosa, che brillò formando una lunga striscia.
"Che cos'è?" gridò la testa d'aringa. "Non è caduta una stella? Credo che sia entrata nel lampione! Va bene, se l'incarico è ricercato anche da persone così altolocate, allora possiamo andarcene subito!" e così fecero sia lei che gli altri. Il vecchio lampione brillò con una strana intensità. "Che bel regalo!" disse. "Le chiare stelle, che mi hanno sempre recato piacere e che brillano così deliziose, come io mai ho saputo fare nonostante sia sempre stata la mia massima aspirazione, hanno notato proprio me, povero vecchio lampione, e ne hanno mandata una con un regalo per me: la capacità di far vedere anche a coloro che amo tutto ciò che io ricordo o vedo chiaramente. Solo questa è la vera gioia, perché quando non la si può dividere con gli altri, non è gioia completa!"
"È un pensiero molto elevato" disse il vento "ma forse non sai che per questo occorre una candela di cera. Se non viene accesa una candela di cera dentro di te, nessuno degli altri potrà vedere qualcosa. Le stelle non ci hanno pensato, perché credono che tutto quanto brilla contenga almeno una candela di cera. Ma ora sono stanco" concluse il vento "vado a coricarmi!" e così fece.
Il giorno dopo, beh! Il giorno dopo lo possiamo saltare; la sera dopo il lampione si trovava su una poltrona, ma dove? a casa della vecchia guardia notturna. Egli aveva chiesto ai Trentasei del Consiglio, per il suo lungo servizio prestato, di poter conservare il vecchio lampione; loro avevano riso della sua richiesta, ma glielo avevano dato e così il lampione si trovò sulla poltrona vicino alla stufa, e gli sembrò quasi di essere cresciuto, dato che la occupava quasi tutta. I due vecchi stavano cenando e gettavano occhiate affettuose al lampione che avrebbero voluto a tavola con loro. La loro stanza, è vero, era in un seminterrato, a circa due metri sotto il livello stradale e per arrivarci bisognava attraversare un androne con l'impiantito di selci; ma faceva caldo, perché avevano messo strisce di stoffa alla porta; la casa era pulita e ordinata, c'erano tende al letto e alle finestrelle, e sul davanzale due strani vasi di fiori. Christian il marinaio li aveva portati a casa dalle Indie orientali o occidentali: erano due elefanti d'argilla, senza schiena perché al posto della schiena c'era la terra dove crescevano, in uno splendidi porri - l'orticello dei due vecchi - e nell'altro, un bellissimo geranio in fiore - il loro giardinetto. Alla parete era appeso un grande quadro a colori, raffigurante "Il Congresso di Vienna" con tutti i re e gli imperatori in una volta sola. Un orologio a muro con pesanti pendoli faceva tic! tac! sempre troppo in fretta, ma era meglio che corresse piuttosto che andasse adagio, dicevano i vecchi. Essi cenarono, mentre il vecchio lampione stava, come già detto, sulla poltrona vicino alla stufa. Al lampione sembrò che il mondo fosse stato messo sottosopra. Ma quando la vecchia guardia guardò verso di lui e cominciò a parlare di quello che loro due avevano vissuto insieme, con la pioggia e l'umidità, durante le chiare brevi notti estive o quando la neve cadeva così fìtta che era bello tornare a casa, nel sotterraneo, allora tutto tornò normale per il vecchio lampione, che rivedeva tutto come se stesse ancora accadendo; sì, il vento gli aveva soffiato dentro proprio bene!
Quei vecchietti erano davvero gentili e pieni di energia, non oziavano neppure un'ora; la domenica pomeriggio tiravano fuori ora un libro, ora un altro, di solito una descrizione di viaggi, e il vecchio leggeva a voce alta dell'Africa, dei grandi boschi e degli elefanti che giravano liberi; la vecchia ascoltava attentamente e dava un'occhiata agli elefanti di argilla che erano vasi di fiori.
"Me li posso immaginare" diceva. Allora il lampione desiderava di cuore che ci fosse una candela di cera da mettergli dentro e da accendere, perché così anche lei avrebbe visto tutto molto chiaramente, proprio come il lampione stesso vedeva i grandi alberi, i rami fìtti che si attorcigliavano tra loro, gli uomini neri, nudi, a cavallo e le mandrie di elefanti che con le zampe enormi calpestavano canne e cespugli.
"A che cosa servono le mie capacità, se non c'è neppure una candela di cera?" sospirava il lampione "qui hanno solo olio o candele di sego, e non mi basta!"
Un giorno arrivò nel seminterrato un pacchetto di candele di cera usate, i pezzi più grossi vennero bruciati, quelli più piccoli usati dalla vecchia per incerare il filo con cui cuciva. Adesso c'erano le candele di cera, c'erano, ma a nessuno venne in mente di metterne un pezzettino nel lampione.
"Me ne sto qui con le mie virtù!" esclamò il lampione "ho tutto dentro di me, ma non posso dividerlo con nessuno! Loro non sanno che potrei trasformare queste bianche pareti nei più bei tappeti, in ricchi boschi, in tutto quello che desiderano! Non lo sanno!"
Il lampione, del resto sempre ben pulito, se ne stava in un angolo dove cadevano tutti gli sguardi; la gente diceva che era una anticaglia, ma ai due vecchi non importava. Loro erano affezionati al lampione.
Un giorno, era il compleanno della guardia notturna, la vecchia si avvicinò al lampione e sorrise in modo strano dicendo: "Voglio illuminarlo per lui!" così il lampione cigolò nel suo coperchio, perché pensò: "Ora illuminerò le loro menti!," ma lei usò l'olio e non la candela di cera, così lui brillò per tutta la sera, ma sapeva ormai che il regalo ricevuto dalle stelle, il regalo più bello di tutti, sarebbe rimasto un tesoro morto per questa vita.
Allora sognò, perché quando si hanno certe capacità, si può anche sognare; sognò che i due vecchi erano morti e che lui era finito in una fonderia e doveva essere fuso; era molto impaurito, proprio come quando era dovuto andare dai Trentasei del Consiglio ma, pur avendo la facoltà di arrugginire e trasformarsi in polvere, se l'avesse voluto, non lo fece e così finì nella fornace e diventò un bellissimo candeliere di ferro, dove si poteva mettere una candela di cera. Aveva la forma di un angelo con un mazzetto di fiori e in mezzo ai fiori venne posta una candela di cera, poi il candeliere fu collocato su una scrivania verde, in una stanza così bella, con tanti libri e con molti quadri appesi: era la casa di un poeta e tutto quello che lui pensava o scriveva prendeva forma intorno a lui; la stanza si trasformava in profondi boschi scuri, in prati illuminati dal sole, dove la cicogna passeggiava, oppure nel ponte di una nave in mezzo al mare ingrossato!
"Che capacità possiedo!" disse il vecchio lampione quando si svegliò. "Desidero quasi essere fuso! Ma, no, non deve accadere finché vivono i due vecchi. Mi vogliono bene per quello che sono. Sono come un figlio per loro, mi hanno tenuto da conto e mi hanno dato l'olio. E io mi trovo proprio bene qui come 'Il Congresso' che pure è una cosa così distinta!"
Da quel momento ebbe una maggior pace interiore, e se l'era meritata, quel buon vecchio lampione!