Una historia de las dunas


Eine Geschichte aus den Sanddünen


Es ésta una historia de las dunas de Jutlandia, pero no comienza allí, no, sino muy lejos de ellas, mucho más al Sur; en España. El mar es un gran camino para ir de un país a otro. Trasládate, pues, con la imaginación, a España. Es una tierra espléndida, inundada de sol; el aire es tibio y del suelo brotan las flores del granado, rojas como fuego, entre los oscuros laureles. De las montañas desciende una brisa refrescante a los naranjales y a los magníficos patios árabes, con sus doradas cúpulas y sus pintadas paredes. Los niños recorren en procesión las calles, con cirios y ondeantes banderas, y sobre sus cabezas se extiende, alto y claro, el cielo cuajado de estrellas rutilantes. Suenan cantos y castañuelas, los mozos y las muchachas se balancean bailando bajo las acacias en flor, mientras el mendigo, sentado sobre el bloque de mármol tallado, calma su sed sorbiendo una jugosa sandía y se pasa la vida soñando. Todo es como un hermoso sueño. ¡Ay; quién pudiera abandonarse a él! Pues eso hacían dos jóvenes recién casados, a los que la suerte había colmado con todos sus dones: salud, alegría, riquezas y honores.
- ¿Quién ha sido nunca más feliz que nosotros? - decían desde el fondo del corazón. Sólo un último peldaño les faltaba para alcanzar la cumbre de la dicha: que Dios les diese un hijo, parecido a ellos en cuerpo y alma.
¡Con qué júbilo lo habrían recibido! ¡Con qué amor lo cuidarían! Para él sería toda la felicidad que pueden dar el dinero y la distinción.
Pasaban para ellos los días como una fiesta continua.
- La vida es, de suyo, un don inestimable de la gracia divina - decía la esposa -; y esta bienaventuranza, el hombre la quiere mayor todavía en una existencia futura, y que dure toda la eternidad. No llego a comprender este pensamiento.
- El orgullo humano jamás se da por satisfecho - respondió el marido -. Es un temible orgullo creer que viviremos eternamente, que seremos como Dios. Éstas fueron también las palabras de la serpiente, que era el espíritu de la mentira.
- No dudarás, sin embargo, de la vida futura, ¿verdad? - preguntó la joven, y le pareció cómo si por primera vez una sombra enturbiara la luminosidad de sus pensamientos.
- La fe la promete, la iglesia la afirma - contestó el hombre -, mas precisamente en la plenitud de esta dicha de que gozo, siento y comprendo que es orgullo, una tentación de la soberbia humana, pedir otra vida después de ésta, una continuación de la felicidad. ¿No nos basta lo que se nos da aquí abajo? ¿Por qué no hemos de sentirnos satisfechos?
- Nosotros sí - dijo la joven -. Mas, ¡para cuántos miles de seres no es esta vida sino una dura prueba! ¡Cuántos son los condenados a la pobreza, a la ignominia, a la enfermedad y a la desgracia! No; de no haber otra vida después de la terrena, los bienes estarían muy mal repartidos, y Dios sería injusto.
- Aquel pordiosero de la calle siente goces tan intensos como los del Rey en su palacio - replicó el joven -. Y aquella acémila que es tratada a latigazos, que pasa hambre y se fatiga hasta reventar, ¿crees que no se da cuenta de la dureza de su vida? Siguiendo tu razonamiento, tendría también derecho a reclamar otra existencia, y decir que ha sido una injusticia el colocarla tan abajo del reino animal.
Cristo ha dicho: "en el reino de mi Padre hay muchas moradas" - contestó ella -. El reino de los cielos es infinito, tanto como el amor de Dios. También el animal es una criatura y - ésta es por lo menos mi creencia -, ninguna vida se perderá, antes todas obtendrán la bienaventuranza apropiada y suficiente a sus respectivas naturalezas.
- Pues, de momento, me basta con este mundo - exclamó el marido, abrazando a su linda mujercita. Y salió a fumar un pitillo al abierto balcón, donde el aire estaba impregnado del aroma de los naranjos y los claveles. Llegaban de la calle sones de música y castañuelas, las estrellas titilaban en el cielo y dos tiernos ojos, los de su esposa, lo miraban encendidos de amor.
- Para un momento como éste - dijo sonriendo - merece la pena nacer, gozarlo y desaparecer -. Su esposa levantó la mano con gesto de dulce repulsa. Pero se disipó la nube que había enturbiado su mente; eran demasiado dichosos.
Todas las cosas parecían porfiar en aumentarles los honores, las alegrías, la felicidad. Un cambio hubo, pero sólo de lugar, y en nada había de afectar a su fortuna y bienandanza. El joven fue nombrado embajador en la Corte imperial de Rusia; era un puesto de honor, al que le daban derecho su nacimiento y sus conocimientos. Poseía una gran fortuna, y su joven esposa le había aportado en dote otra no menos cuantiosa, pues era hija de una de las familias más acaudaladas del comercio. Precisamente aquel año, uno de sus mejores barcos zarparía con rumbo a Estocolmo; en él efectuarían la travesía la hija y el yerno del armador, para proseguir luego hasta San Petersburgo. A bordo, todo fue dispuesto con el lujo propio de un rey; blancas alfombras, seda y magnificencia por doquier.
Todo el mundo conoce una antigua balada, llamada "El príncipe de Inglaterra". También éste navegaba en un barco espléndido; sus áncoras estaban guarnecidas de oro, y las cuerdas, forradas de seda. Esta nave podía hacer pensar en la que iba a zarpar de España. También ésta era fastuosa, y fue despedida con el mismo pensamiento: "¡Quiera Dios volvernos a unir en paz y alegría!".
El viento soplaba favorable desde la costa española, y los adioses fueron breves. Con buen tiempo rendirían viaje en unas pocas semanas. Pero una vez en alta mar amainó el viento, y el mar quedó en calma; rielaban sus aguas bajo las centelleantes estrellas. Las veladas eran maravillosas en el lujoso camarote.
Al fin, todo el mundo a bordo empezó a suspirar por la llegada de un viento propicio, pero inútilmente. Cuando soplaba, era siempre contrario. Así pasaron semanas y hasta dos meses enteros. Al fin se levantó viento de Sudoeste. Y he aquí que, cuando estaban entre Escocia y Jutlandia, arreció como en la vieja canción del "Príncipe de Inglaterra":
Rugió la tempestad, se agolparon las nubes;
y el navío, no encontrando puerto ni abrigo
echó al mar su ancla de oro; mas el huracán
lo arrojó hacia las costas de Dinamarca.
Hace ya mucho tiempo de lo que os vengo contando. El rey Cristián VII ocupaba el trono de Dinamarca, y era aún muy joven. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces! Lagos y pantanos han sido transformados en exuberantes prados, y eriales desérticos, en tierras feraces. Resguardados por las casas, manzanos y rosales crecen incluso en la costa oeste de Jutlandia; hay que buscarlos bien, de todos modos, pues, huyendo de los fuertes vientos de Poniente, se refugian en lugares protegidos. A pesar de los cambios habidos, no es difícil imaginar cómo sería aquella región en tiempos de Cristián VII y aún mucho antes. Como entonces, también ahora en Jutlandia el erial se extiende durante millas enteras, con sus monumentos megalíticos, sus laberínticos caminos accidentados y arenosos. Al Oeste, donde caudalosos riachuelos se vierten en las bahías, hay praderas y cenagales limitados por altas dunas, que, con sus montañas de arena acumulada, se elevan frente al mar. Sólo de trecho en trecho son cortadas por laderas fangosas, de las que un año sí y otro también el mar se traga trozos enormes con su boca gigantesca, derribando colinas y faldas como haría un terremoto. Tal es el aspecto que presentan aún hoy día y que presentaban muchos años ha, cuando los felices esposos navegaban por aquellos mares a bordo de la rica nave.
Era un soleado domingo de últimos de septiembre. Llegaba hasta ellos el son de las campanas desde los pueblos de la bahía de Nissum. Las iglesias de aquellas tierras están construidas a modo de bloques graníticos; cada una es una peña, capaz de resistir impávida los embates del mar del Norte. La mayoría no tienen campanario; las campanas cuelgan al aire libre, entre dos vigas. En conjunto ofrecen una sensación de fría soledad.
Había terminado el servicio divino. Los fieles salían de la casa de Dios y se dirigían al cementerio. Lo mismo que ahora, no crecían en él árboles ni arbustos, y en las tumbas no había flores ni coronas. Montículos informes señalan las sepulturas. Una hierba hirsuta, azotada por el viento, invade todo el camposanto. A guisa de monumento, alguna que otra tumba está adornada con un tronco desgastado por la intemperie, tallado en forma de ataúd. ¿De dónde procede? Lo trajeron del bosque de Poniente, del mar. De él extraen los moradores de la costa las vigas trabajadas, las tablas y los troncos. El viento y las nieblas marinas no tardan en corroer las maderas de acarreo. Una de éstas yacía sobre una tumba infantil, a la que se dirigió una de las mujeres que salían del templo. Quedóse de pie contemplando la talla medio carcomida; junto a ella, a su espalda, estaba su marido. No cambiaron ni una palabra. Él la cogió de la mano, y así enlazados se alejaron de la sepultura, saliendo al pardo erial y caminando en silencio largo rato por el suelo pantanoso en dirección a las dunas.
- Ha sido un buen sermón el de hoy - dijo al fin el hombre -. Si no tuviésemos a Dios Nuestro Señor, no tendríamos nada.
- Sí - respondió la mujer -. Él manda las alegrías y las penas. Tiene derecho a hacerlo. Mañana nuestro hijito cumpliría cinco años, si lo hubiéramos podido conservar.
- No te abandones a la tristeza - le dijo él -. Se ha salvado de las penas de este mundo. Ahora está allí donde rogamos a Dios que un día nos deje llegar.
Callaron de nuevo y avivaron el paso hacia su casa, entre las dunas. De repente, de una de ellas, donde la avena loca no conseguía fijar las arenas, se elevó como una columna de humo. Era una ráfaga de viento que, al dar contra el montículo, arremolinaba en el aire las finísimas partículas de arena. Siguió un segundo embate, que lanzó contra la pared de la casa el pescado puesto a secar y colgado de una cuerda. Luego todo quedó en calma; el sol ardía.
Los dos esposos entraron en la casa. Se quitaron a toda prisa los vestidos de fiesta y corrieron hacia las dunas que parecían enormes ondas de arena paralizadas bruscamente. La hierba y la avena loca, con sus rudos tallos verdeazulados, contrastando con el blanco del suelo, ponían una nota de color en el paisaje. Acudieron algunos vecinos y se ayudaron mutuamente a retirar más adentro los botes. El viento arreciaba, y el frío se hacía más intenso. Al regresar por entre las dunas, las arenas y piedrecitas les azotaban el rostro. Las olas encrespadas avanzaban cubiertas de blanca espuma. Y el viento, al barrer sus crestas, enviaba a gran distancia el agua pulverizada.
Llegó el crepúsculo; un silbido, que crecía por momentos, llenó el aire; parecía un aullido, el lamento de mil demonios desesperados. Este horrible ruido dominaba el del mar, aunque la casa estaba muy cerca de la playa. La arena tamborileaba en los cristales de las ventanas y de vez en cuando llegaba una ráfaga que estremecía la casa hasta sus cimientos. La oscuridad era absoluta, pero a medianoche salió la luna.
El cielo se fue aclarando, sin que en el mar profundo y negruzco cediera la tempestad. Los pescadores se habían acostado temprano, pero no había manera de pegar un ojo, con aquel tiempo abominable. De pronto, alguien golpeó en la ventana, se abrió la puerta y una voz gritó:
- ¡Un gran barco ha encallado en el último arrecife!
Todos los pescadores saltaron del lecho y se vistieron rápidamente.
La luz de la luna hubiera bastado para hacer visibles todas las cosas, de no haber sido por los torbellinos de arena que cegaban los ojos. Había que agarrarse, para no ser arrastrado por el viento; había que avanzar a rastras, aprovechando el intervalo entre dos ráfagas. Del otro lado de las dunas, la espuma y el agua pulverizada se elevaban en el aire como plumas de cisne, mientras las olas se precipitaban contra la costa en furiosa catarata. Sólo un ojo muy avezado podía descubrir el barco encallado. Era un magnífico velero de tres palos. En aquel preciso momento, el mar lo levantó por encima del arrecife, a tres o cuatro brazos de tierra; arrojado hacia la orilla, quedó embarrancado en el segundo escollo. No se podía pensar en auxiliarlo, el mar estaba demasiado embravecido. Las olas batían el navío y barrían su cubierta, saltando por la banda opuesta. Los aldeanos creyeron oír voces de socorro, gritos de mortal angustia; veían ajetrearse a los tripulantes, en inútil actividad. De súbito, llegó una oleada gigantesca que, cual peñasco asolador, se precipitó contra el bauprés, y lo arrancó de cuajo, levantando la popa a gran altura sobre el agua. Se entrevió entonces cómo dos personas saltaban al mar, cogidas del brazo. Unos minutos después, una de las olas más furiosas que fue a romper en las dunas, arrojó a la playa un cuerpo: una mujer. La dieron por muerta. Unas mujeres la recogieron y creyeron observar en ella un soplo de vida. Por encima de las dunas la llevaron a la casa de los pescadores. Era hermosa y delicada; seguramente una dama de alcurnia.
La depositaron sobre el pobre lecho. Las sábanas eran toscas, y para abrigo había un basto paño de lana.
Volvió en sí, aunque presa de una delirante calentura. No sabía nada de lo ocurrido, ni dónde se encontraba, afortunadamente para ella, pues lo que tenía de más querido estaba ahora en el fondo del mar. Era como en la antigua balada:
El barco, todo en pedazos, que partía el corazón.
Restos del naufragio, maderos y astillas, fueron arrojados a tierra; de todos los viajeros, ella era la única superviviente. El viento seguía aullando y barriendo la costa. La infeliz tuvo unos instantes de reposo, pero muy pronto empezó a sentir dolores que la forzaron a gritar angustiosamente. Abrió sus hermosos ojos y pronunció unas palabras que nadie pudo comprender.
Y he aquí que, en premio a sus sufrimientos y luchas, vióse con un niño recién nacido en brazos. Debía de haber reposado en la lujosa mansión, en una soberbia cama con cortinas de seda. Habría sido recibido con júbilo, destinado a una vida rica y gozosa, pero Dios Nuestro Señor lo hizo venir al mundo en aquel rincón oscuro. Ni un beso recibió de su madre.
La mujer del pescador puso a la criatura en el pecho de la madre, sobre un corazón que había dejado de latir: la dama había muerto. El niño, llamado a crecer entre la dicha y las riquezas, había sido arrojado por el mar a las dunas, para compartir el destino y los duros días de los pobres pescadores.
Y otra vez nos vuelve a la memoria la vieja canción del príncipe, pues también él hubo de pasar por la vida afrontando sus rudos combates.
El barco había naufragado al sur del fiordo de Nissum. Hacía ya mucho tiempo que no se practicaba en Jutlandia la bárbara costumbre de saquear a los náufragos. En lugar de ello, eran auxiliados con amor y espíritu de sacrificio, sentimientos que en nuestra época
se han manifestado de manera patente y nobilísima. La madre moribunda y el infeliz recién nacido habrían sido objeto de cuidados y atenciones dondequiera que los hubiese arrojado el mar; pero en ninguna parte hubieran encontrado la cordial acogida que les dispensó la pobre mujer del pescador, que aún la víspera visitara con el corazón dolorido la tumba donde reposaba el hijito que aquel día habría cumplido cinco años, si Dios le hubiese concedido más larga vida.
Nadie sabía quién era la mujer muerta, ni de dónde venía. Los restos del naufragio no arrojaron ninguna luz.
En España, la noble mansión no recibió jamás cartas ni noticias acerca de la hija y el yerno. No habían llegado al puerto de destino. En las últimas semanas se habían desencadenado fuertes tempestades. Esperaron durante meses y meses. "¡Perdidos! ¡Todos muertos!". Esto era lo que sabían.
Y, sin embargo, allá en las dunas danesas, en la casa de los pescadores, vivía un retoño de los españoles.
Donde Dios da de comer para dos, siempre quedan migajas para un tercero, y en la costa hay siempre un plato de pescado para llenar una boca hambrienta. Al pequeño lo llamaron Jorge.
- Debe de ser judío - decían -, ¡es tan moreno! -. También podría ser italiano, o español - opinó el párroco.
Para la mujer del pescador, los tres pueblos venían a confundirse en uno mismo, y se contentó con hacerlo bautizar. Creció el niño, la sangre noble cobró energías a pesar de la humilde comida; se hizo un muchacho robusto, en la mísera casita. Fue su lengua la danesa, tal como la hablan los jutlandeses. La semilla del granado español se transformó en un tallo de ballueca en la costa de Jutlandia. ¡A tanto puede llegar un hombre! Con todas las fibras de su infantil corazón agarróse a la nueva patria. Hubo de sufrir hambre y frío, la opresión y las privaciones de la pobreza, pero también experimentó sus goces y alegrías.
La infancia tiene sus puntos luminosos, cuyos rayos iluminarán toda la vida posterior. ¡Cómo jugó el niño, y cómo se divirtió! Por espacio de millas y millas se extendía ante él la playa, cubierta de juguetes: guijarros de todos los colores: unos, rojos como corales, amarillos otros como ámbar, o blancos y redondos como huevos de pájaro; los había de todos los colores, limados y pulimentados por el agua. Y, además, esqueletos de peces, plantas acuáticas secadas por el viento, varecs de un blanco reluciente, largos y estrechos como cintas: todo era un goce para los ojos y un instrumento para el juego. El muchacho era despierto y avispado, en él dormitaban muchas y grandes aptitudes. ¡Qué bien recordaba las historias y las canciones que había oído, y qué diestras eran sus manos! Con piedras y conchas construía barcos completos, así como cuadros dignos de servir de adorno a las paredes de la casa. A pesar de ser aún tan pequeño, sabía expresar sus ideas transportándolas a una madera tallada, como decía su madre adoptiva. Poseía además una hermosa voz, y las melodías acudían espontáneamente a su lengua. Muchas cuerdas resonaban en su pecho, cuyos sones habrían encontrado eco en el mundo, de haberse criado el niño en un lugar distinto de la casa de pescadores del Mar del Norte.
Un día encalló un barco, y las olas arrojaron a la orilla una caja llena de exóticos bulbos de tulipanes. Algunos fueron recogidos y plantados en un tiesto, creyendo que serían comestibles; otros quedaron en la playa, donde se pudrieron. Ninguno llegó a desplegar la magnificencia de colores, la belleza que encerraba. ¿Sería más afortunado el pequeño Jorge? Las plantas pronto terminaron su carrera, pero él tenía por delante muchos años de lucha.
Ni a él ni a ninguno de sus compañeros se les ocurría jamás pensar que su jornada fuera monótona; ¡había tantas cosas que hacer, que ver y que oír! El mar era un gran libro abierto, que cada día presentaba una página distinta: calma, marejada, viento y tormenta; los naufragios señalaban los momentos culminantes. La ida a la iglesia equivalía a una visita dominguera, pero, entre los concurrentes a la casa del pescador había uno particularmente simpático, que se presentaba con toda regularidad dos veces al año: el hermano de la madre, un pescador de anguilas que residía a unas millas más al Norte. Llegaba con un carro pintado de rojo, cargado de anguilas; el vehículo parecía una caja cerrada, adornada con tulipanes pintados en azul y blanco. Era arrastrado por dos bueyes overos, en los que Jorge podía montar.
El vendedor de anguilas era un guasón, un alegre huésped que siempre llegaba provisto de una enorme botella de aguardiente. Cada uno era obsequiado con una copa, o, a falta de ésta, con una taza; el propio Jorge, a pesar de su corta edad, recibía un dedalito de licor. Era necesario para poder digerir la grasa anguila, decía el pescador; y contaba la historia, siempre la misma, y si el auditorio se reía, repetíala enseguida a los mismos oyentes. Es ésta una costumbre de todas las personas parlanchinas, y como Jorge, tanto de niño como luego de hombre, solía contarla también y le hallaba muchas aplicaciones; bueno será que la oigamos.
Nadaban en el río las anguilas, y la madre dijo a sus hijas, un día que le pidieron permiso para remontar solas la corriente un breve trecho: "No os alejéis demasiado, que si lo hacéis, vendrá el horrible pescador de anguilas y os cogerá a todas". Pero ellas se alejaron demasiado, y de las ocho hijas sólo tres regresaron a casa, lamentándose:
"Estábamos a unos pasos de la puerta, cuando se ha presentado el feo pescador y ha ensartado a nuestras cinco hermanas". "¡Ya volverán!", las consoló la madre. "No - contestaron las hijas -, pues les arrancó la piel, las cortó a pedazos y las frió". "¡Ya volverán! - repitió tercamente la madre -. ¡Pero es que después de comérselas bebió aguardiente!", exclamaron las hijas. "¡Ay, ay! ¡Entonces no volverán jamás! - aulló la madre -. ¡El aguardiente entierra a las anguilas!".
- Y por eso hay que beber siempre un vasito de aguardiente, después de comer anguilas - terminaba el comerciante.
Este cuento tuvo una especial significación y trascendencia en la vida de Jorge. También él deseaba "remontar el río un breve trecho", es decir, irse por esos mundos en un barco, y su madre le decía, como la madre anguila:
- ¡Hay muchos hombres perversos, muchos malos pescadores!
Pero alejarse un poquitín del otro lado de las dunas, adentrarse un poquitín en el erial, eso sí podía hacerlo. En su vida infantil había cuatro días felices y alegres que proyectaban en su recuerdo una luz maravillosa. Toda la belleza de Jutlandia, todo el gozo, todo el sol de la patria se contenían en ellos. Iba a asistir a un convite, aunque fuera un convite fúnebre.
Había fallecido un pariente acomodado de la familia del pescador; su finca estaba en el interior, "al Este, rumbo al Norte", como se dice en la jerga marinera. Habían de asistir el padre y la madre, y Jorge los acompañaría. Partiendo de las dunas, a través de eriales y turberas, llegaron a los verdes prados por los que abre su cauce el río Skjärum, aquel río tan rico en anguilas donde vivía la anguila madre con sus hijas, aquellas mismas que los hombres malos ensartan y cortan a pedazos. Sea como fuere, a menudo los hombres no proceden mucho mejor con sus semejantes. Allí mismo, al borde del río, se levantaban las ruinas del castillo que, hace más de quinientos años, hizo construir el caballero Bugge, mencionado por una vieja canción popular. Fue asesinado por unos bandidos; y él mismo, a pesar de hacerse llamar "El Bueno", ¿no había intentado dar muerte al arquitecto que le edificara su castillo, con la torre y sus gruesos muros? El muro podía verse aún, pero alrededor todo eran escombros. Allí había dicho el caballero Bugge a su escudero, cuando el arquitecto acababa de despedirse: - Síguelo y dile: "¡Maestro, la torre se cae!". Si se vuelve, lo matas y le quitas el dinero que le di; pero si no se vuelve, déjalo que se marche en paz -. Obedeció el criado, y el arquitecto no se volvió, sino que dijo: La torre no se cae, pero un día vendrá del Oeste un hombre envuelto en un manto azul, que la derribará -. Y, en efecto, así sucedió cien años después, cuando irrumpió el Mar del Norte y echó la torre abajo. Pero el que a la sazón era dueño del castillo, Predbjörn Gyldenstjerne, construyó otro más arriba, al final de la pradera, y éste aún sigue en pie y se llama Nörre-Vosborg.
Por allí hubo de pasar Jorge con sus padres adoptivos. Durante las veladas invernales había oído contar muchas cosas sobre aquellos lugares, y ahora podía contemplar con sus ojos el castillo con su doble foso, los árboles y arbustos del jardín. Majestuoso alzábase el muro, cubierto de helechos, pero lo más hermoso eran los altos tilos, que, esbeltos y elegantes, alcanzaban hasta el remate del tejado, impregnando el aire de suavísimos aromas. Del lado de Noroeste había en un ángulo del jardín un gran arbusto con flores blancas como nieve en medio del verdor estival. Era un saúco, el primero que Jorge veía. El saúco y los tilos siguieron vivos en su recuerdo, evocando el perfume y la belleza de Dinamarca, que persistieron ya en su alma para siempre.
El viaje prosiguió sin interrupción y con comodidades cada vez mayores, pues justo frente al castillo, allí donde estaba el florido saúco, encontraron acomodo en un coche. Coincidieron en aquel lugar con otros invitados, quienes los admitieron en su carruaje; cierto que hubieron de sentarse en la parte trasera y sobre una caja de madera con aplicaciones de hierro, pero mejor es esto que ir a pie. El camino cruzaba el escabroso erial. Los bueyes que tiraban del vehículo se paraban cada vez que un manchón de hierba fresca asomaba entre los brezos. El sol calentaba, y resultaba maravilloso ver, a gran distancia, una nube de humo que se balanceaba de arriba abajo y, sin embargo, era más diáfana que el aire. Era como si los rayos de luz, en constante movimiento, bailasen encima del erial.
- Es Lokemann, que apacienta sus rebaños - dijeron; y bastó aquello para que Jorge creyera entrar en el encantado país de las aventuras; y, sin embargo, estaba en el mundo real.
¡Qué calma reinaba allí! Grande, inmenso, extendiese el erial, semejante a una preciosa alfombra. Los brezos se hallaban en plena floración, los enebros, con su verde de ciprés, y los tiernos vástagos del roble sobresalían como grandes ramilletes. Todo invitaba a revolcarse por el suelo, de no haber sido por las muchas víboras ponzoñosas que tenían allí sus madrigueras. Hablóse de ellas y de los numerosos lobos que en otros tiempos pululaban en aquellos parajes; de ahí le venía al condado el nombre de Wolfsburg. El viejo que llevaba las riendas contó escenas de la época de su padre, cuando los caballos tenían que sostener con frecuencia duras luchas con los toros salvajes, hoy extintos. Una mañana había visto allí un lobo al que un caballo hirió mortalmente a patadas; pero el vencedor había salido del lance con la carne de las patas hecha jirones.
Avanzaban rápidamente por la pedregosa landa y las espesas arenas, y así llegaron a la casa mortuoria, llena ya de forasteros, por dentro y por fuera. Había muchos carruajes alineados, y caballos y bueyes pacían en buena paz y compañía en el magro pastizal. Altas dunas se elevaban, exactamente como al borde del Mar del Norte, detrás de los cortijos, extendiéndose en todas direcciones. ¿Cómo habían llegado hasta allí, a tres millas tierra adentro, tan altas y pujantes como las de la costa? El viento las había levantado y arrastrado; también ellas tenían su historia.
Se cantaron himnos fúnebres, y algunos de los presentes derramaron lágrimas. Aparte este detalle, parecióle a Jorge que todo discurría muy alegremente. Fueron servidas en gran abundancia comidas y bebidas, aquellas magníficas y grasas anguilas que requerían un vaso de aguardiente.
Ayuda a la digestión - había dicho el pescador. Y todos estaban de acuerdo en que la buena digestión es una gran cosa.
Jorge entraba y salía sin cesar. Al tercer día se movía allí tan a sus anchas como en la casa del pescador, allá en las dunas, donde había pasado toda su vida. El erial tenía también sus tesoros, aunque distintos de los de la playa: una orgía de brezos, fresas y arándanos, que lo invadían todo; tan espesos estaban, que por mucho cuidado que uno pusiera, los pisaba, por lo que el rojo jugo goteaba de las plantas.
Alzábase aquí un túmulo, allí otro; columnas de humo se encaramaban en el aire. Era el "incendio de hierbas", como lo llamaban, que al atardecer se veía a gran distancia.
Llegó el cuarto día, y con él terminó el festín funerario. Era hora de volverse desde las dunas del interior a las de la costa.
- Las nuestras son las verdaderas - dijo el padre -. Éstas no tienen fuerza.
Trataron de cómo se habrían trasladado hasta allí, y se vio que la cosa era perfectamente comprensible. En la orilla había sido hallado un cadáver, los campesinos lo habían transportado al cementerio, y desde aquel momento empezaron las ventoleras y las irrupciones del mar. Un entendido en la materia aconsejó que abriesen la tumba y viesen si el sepultado se chupaba el pulgar; si era así, se trataría de un hombre del mar, y el océano embestía para llevarse lo que era suyo. Abrieron la tumba y, efectivamente, el muerto se chupaba el dedo; lo cargaron, pues, enseguida en una carreta tirada por dos bueyes, que, como picados de tábanos, echaron a andar hacia el mar, a través del erial y las tierras pantanosas. Entonces cesaron las irrupciones del mar y de la arena, pero las dunas se quedaron allí. Todo esto lo escuchó Jorge y lo guardó en la memoria, como recuerdo de los más bellos días de su infancia, los días de la fiesta funeraria.
Después de las magnificencias entrevistas, crecieron sus deseos de correr mundo, de ver nuevas tierras y nuevos hombres. No había cumplido aún los catorce años, era todavía un niño, cuando se alistó de grumete en un barco, para conocer lo que brinda el mundo. Sufrió borrascas y malos tiempos, supo lo que eran la maldad y los hombres duros. Poca comida y frías noches fueron su paga, y hubo de probar el chicote y los porrazos. Algo se sublevaba en su noble sangre española y le hacía venir palabras airadas a la boca espumeante; mas pronto aprendió que lo mejor era reprimirse. Sentía entonces lo que debe sentir la anguila cuando la desuellan, la cortan a pedazos y la echan a la sartén.
"Algún día cambiarán las cosas", decíale una voz interior. Visitó la costa española, patria de sus padres, e incluso la ciudad donde ellos habían vivido ricos y felices. Pero nada sabía de su tierra ni de sus parientes, como tampoco su familia sabía nada de él.
El sucio grumete no obtuvo siquiera permiso para desembarcar; sólo el último día, hallándose el barco anclado en la orilla, pudo saltar a tierra. Había que hacer unas compras, y le encargaron que llevase los paquetes a bordo.
Y ahí tenéis a nuestro Jorge, miserablemente vestido, como si sus prendas hubiesen sido lavadas en el foso y secadas en la chimenea. El habitante de las dunas visitaba por primera vez una gran ciudad. ¡Qué altas eran las casas, y qué estrechas y abarrotadas las calles! Las gentes iban y venían de todos lados; verdaderos remolinos de ciudadanos y campesinos, de monjes y de soldados. Por doquier había ruido y griterío. Oíase el concierto de cencerros de los numerosos asnos y mulos y, dominando el barullo, el repicar de campanas en las iglesias. Resonaban aquí cantos y acordes, allí martillazos y golpes, pues todos los artesanos manejaban sus herramientas en la puerta o en la acera. Para colmo, ardía el sol de tal modo y el aire era tan bochornoso, que uno creía haber entrado en un horno en el que roncaban y zumbaban miles de escarabajos y abejorros, abejas y moscas; Jorge estaba completamente desconcertado. De pronto vio ante sí la gran puerta de la catedral. Brillaban luces en la penumbra de las naves, y el aroma del incienso impregnaba el aire. Hasta el mendigo más desharrapado podía subir la escalinata y entrar en el templo. El marinero a quien acompañaba Jorge penetró también en la catedral, y con él entró nuestro mocito. Cuadros de rico colorido destacaban radiantes del fondo dorado. La Virgen con el Niño, aparecía entronizada en el altar, entre flores y cirios, cantaban los sacerdotes, con sus capas de oro y seda, y hermosos monaguillos, ricamente revestidos, agitaban incensarios de plata. ¡Qué magnificencia! Jorge se sentía subyugado. La iglesia y la fe de sus padres produjeron en él una impresión singular e hicieron sonar en su alma un acorde que le llenó de lágrimas los ojos.
Salieron de la iglesia para ir al mercado. El muchacho hubo de cargar con una parte de las compras. El camino no era corto, él se sentía fatigado y se detuvo a descansar frente a una casa grande y suntuosa, adornada con columnas de mármol, estatuas y anchas escaleras. Apoyó la carga contra el muro. Pero salió un portero todo galoneado, y amenazándole con su bastón incrustado de plata, lo echó, a él, al nieto de la casa; pero nadie lo sabía, y él, menos que
nadie.
Y volvió a bordo. De nuevo hubo de sufrir repulsas y oír duras palabras, todo ello acompañado de poco dormir y mucho trabajar; era la escuela de la experiencia, por la que debía pasar. Y debe ser bueno sufrir penalidades en la juventud, según dicen... con tal que la edad madura aporte su compensación.
Terminó el plazo de su contrato; el barco ancló nuevamente en el Golfo de Ringkjöbing. Jorge desembarcó y se dirigió a las dunas natales, a su casa. Durante su ausencia, su madre había muerto. El invierno que siguió fue muy riguroso; tempestades de nieve barrieron el mar y la tierra, y apenas se podía estar fuera. ¡Qué mal repartidas están las cosas en este mundo! Aquí, fríos y nevadas, mientras en España lucía un sol ardoroso. Y cuando el mozo, estando en su tierra, veía, en un día claro de helada, las bandadas de cisnes pasar volando sobre el mar en dirección al Sur, parecíale que allí se respiraba el aire más puro y que también el verano debía de ser hermosísimo. En su imaginación vio florecer el erial y cuajarse de jugosas bayas maduras; vio los tilos y el saúco del viejo castillo rebosantes de flores; quería volver allí.
Llegaron las primeras brisas primaverales, empezó la temporada de pesca, y Jorge tomó parte en ella. Durante el último año se había espigado; se había desarrollado en estatura y en vigor. Rebosaba de vida, sabía nadar y se movía en el agua como un pez. Con frecuencia le habían prevenido que se guardara de los bancos de caballas: atacan al mejor nadador, lo arrastran al fondo y lo devoran. Mas no era éste el destino de Jorge.
Sus más próximos vecinos de las dunas tenían un hijo llamado Morten, con quien Jorge mantenía amistad. Los dos se contrataron en un velero noruego y fueron juntos a Holanda; nunca había habido disensiones entre ellos. Sin embargo, éstas pueden producirse fácilmente, y cuando se es vivo de genio, no es raro que, aun sin querer, éste se exprese en gestos violentos. Eso le ocurrió a Jorge un día en que tuvieron una discusión a bordo, en realidad por una minucia. Estaban en el camarote comiendo de una fuente de barro colocada entre los dos. Jorge tenía en la mano su cuchillo, y maquinalmente amenazó con él a Morten. Se puso pálido como la cera, y los ojos le brillaron de manera insospechada. Morten se limitó a decir:
- ¡Vaya! Eres de los que manejan el cuchillo.
Jorge bajó lentamente la mano; permaneció callado, terminó su comida y se fue a su trabajo. A la vuelta salió al encuentro de Morten y le dijo:
- ¡Pégame en la cara, lo he merecido! Es como si dentro de mí hubiese un puchero hirviendo, que a veces se saliera.
- No hablemos más de eso - respondió Morten; y desde entonces volvieron a ser amigos. Cuando, más tarde, de regreso a las dunas jutlandesas, se habló de todo lo que les había sucedido, salió también a colación aquella riña. Jorge se exaltaba a veces, pero su alma era noble.
- Salta a la vista que no es jutlandés - decía Morten.
Los dos eran jóvenes y sanos, altos y robustos, pero Jorge era el más ágil y diestro.
En Noruega, los campesinos suben en verano a las chozas de las montañas, para que sus ganados pazcan en los altos prados; en la costa occidental de Jutlandia los pescadores levantan cabañas en medio de las dunas; están hechas con restos de naufragios, y cubiertas con turba y una capa de brezos. Alrededor de las paredes hay dispuestas literas, y allí duermen y viven los pescadores ya desde comienzos de la primavera. Cada uno trae consigo una muchacha, que cuida de preparar cebo para los anzuelos, recibir con cerveza caliente a los que vuelven fatigados de la pesca, y prepararles la comida. Ellas descargan también el pescado de los botes y lo abren; no les falta trabajo.
Jorge, su padre, otros dos o tres pescadores y sus respectivas muchachas se alojaban en la misma choza. Morten residía en la contigua.
Una de las mozas, llamada Elsa, y Jorge, se conocían desde pequeños. Los dos se entendían perfectamente; sus ideas coincidían en muchas cosas, y sólo en su exterior eran muy distintos. Él tenía la piel morena; ella, blanca como la nieve, y cabello rubio de lino; sus ojos eran azules como el agua del mar bajo el sol.
Un día que habían salido juntos y Jorge le tenía cogida la mano, ella le dijo:
- Jorge, he de pedirte un favor. Déjame ser tu moza, pues tú eres para mí como un hermano; ahora sirvo a Morten, y esto no puede ser, pues somos novios; pero no quiero que se diga por ahí.
Al oír estas palabras parecióle a Jorge que se hundían las arenas bajo sus pies. Por toda respuesta se limitó a bajar la cabeza, gesto que equivale a una afirmación. No era necesario más, pero de repente sintió el mozo en su alma que no podía soportar a Morten. Cuanto más cavilaba y reflexionaba - y nunca había pensado antes de aquel modo en Elsa -, más claramente veía que Morten le había robado lo único que quería, y esto era Elsa, naturalmente; no se había dado cuenta hasta entonces.
Cuando el mar está algo agitado y regresan los pescadores a la orilla, es de ver cómo saltan con sus botes sobre los bancos de arena. Al llegar ante el banco, uno de los hombres se sitúa de pie en la proa, mientras los otros tienen la mirada fija en él, sentados y manteniendo los remos horizontales, inmóviles hasta que el otro les hace la señal de que llega la gran ola que levantará la embarcación; y, en efecto, queda ésta tan alta que desde tierra puede verse la quilla. Un instante después es cubierta por la ola, que oculta a los tripulantes y el palo. Creeríase que el mar lo ha tragado todo, pero otro instante después reaparece como un monstruo marino que trepa a la cresta de la ola; los remos se mueven como patas articuladas. El segundo y el tercer banco de arena son salvados como el primero; luego los pescadores saltan al agua, sacan el bote a tierra aprovechándose de los sucesivos embates del mar, que les da recios empujones, y así hasta que la embarcación queda firmemente varada en la playa.
Un pequeño error frente a los bancos de arena, un solo titubeo, y el naufragio es inevitable.
- Así habríamos terminado de una vez yo y Morten -. Esta idea se le ocurrió a Jorge estando en alta mar, un día que su padre adoptivo se había sentido repentinamente enfermo. La fiebre lo hacía temblar. Faltaba un breve trecho hasta el banco más exterior, cuando Jorge se levantó de un brinco.
- Déjame, padre - gritó, dirigiendo la mirada a Morten y a las olas; pero mientras los demás accionaban los remos con todas sus fuerzas y llegaba la gran ola, miró al rostro pálido de su padre y no se sintió con valor para llevar a cabo su perverso propósito. El bote llegó felizmente a tierra, pero el mal pensamiento seguía hirviéndole en la sangre. Volvía a fermentar en él la amargura. La antigua riña de sus tiempos de grumete cobró nueva vida en su memoria; gustosamente la hubiera tomado como pretexto para una nueva pelea, pero no sabía cómo encauzar la cosa. Morten le había robado el bien más precioso; ésta era su convicción, y ello bastaba para odiarlo. A algunos de los pescadores el hecho no les pasó inadvertido, pero Morten nada observó; como de costumbre, mostróse servicial y locuaz, demasiado incluso.
El padre adoptivo de Jorge hubo de acostarse. Ya no volvió a levantarse; murió una semana después, y Jorge heredó la casa de las dunas. Era muy pequeña, pero algo es algo. No tenía tanto Morten.
- Seguramente no volverás a contratarte, Jorge, sino que te quedarás con nosotros - preguntóle un viejo pescador.
No era ésta la idea de Jorge, antes bien deseaba salir algo más a correr mundo. Nuestro viejo amigo, el vendedor de anguilas, tenía un tío en Gammel-Skagen que se dedicaba a negocios de pesca, pero era al mismo tiempo un comerciante acomodado y propietario de un barco. Tenía fama de campechano, y servirlo era a la vez honroso y lucrativo. Gammel-Skagen se halla en el extremo septentrional de Jutlandia, en el lugar de la península que más distaba de las dunas donde vivía Jorge. Y aquello era precisamente lo que más seducía al muchacho; no pensaba quedarse en casa ni para asistir a la boda de Morten y Elsa, señalada para dentro de pocas semanas.
Era una tontería marcharse, opinó el viejo pescador. Ahora Jorge era propietario de una casa, y Elsa preferiría sin duda casarse con él.
La réplica del mozo fue tan concisa, que no pudo sacarse de ella nada en claro. Pero el pescador llevó a Elsa a su casa, y si bien la chica no se mostró muy explícita, dijo:
- Ahora tienes casa; vale la pena pensarlo.
Por su parte, Jorge le estuvo dando muchas vueltas a la cosa.
Con frecuencia, el mar se alborota y embravece, pero más aún se alborota y embravece el corazón humano. Muchos pensamientos, graves y amargos, cruzaron por la mente de Jorge, quien preguntó a Elsa:
- Si Morten tuviese una casa como yo, ¿por quién de los dos te decidirías?
- Pero Morten no tiene ninguna, ni la tendrá.
- Supón que la tuviera.
- En tal caso, elegiría a Morten. Ya sabes que me decidí antes por él. Pero de esto no se puede vivir. Sería una falsa ilusión.
Jorge se pasó la noche reflexionando sobre aquella conversación. Inquietábale algo que no sabía definir en concreto. De súbito, brotó una idea en su mente; creció poco a poco y se hizo más fuerte que su amor por Elsa.
Por la mañana se fue al encuentro de Morten, después de pensar muy bien lo que le diría y lo que hacía.
Ofrecióle venderle la casa en condiciones ventajosísimas; él se contrataría en un barco, lo tenía decidido. Al oírlo Elsa, de puro contenta le dio un beso en la boca, pues era a Morten a quien prefería.
Jorge pensaba partir de madrugada. Al anochecer de la víspera le habían entrado ganas de visitar de nuevo a Morten. En el camino se topó en las dunas con el viejo pescador, el cual trató de disuadirle de su propósito de marcharse. Por lo visto, dijo, Morten debía entender en hechizos, puesto que todas las mozas se prendaban de él tan locamente. Jorge no hizo caso de sus palabras y se encaminó a la casa donde vivía Morten. Al llegar a la puerta oyó que en el interior hablaban muy alto; Morten no estaba solo. Jorge se quedó indeciso; no deseaba encontrarse con Elsa, y, pensándolo bien, creyó que no le gustaría escuchar de nuevo palabras de gratitud de su rival; por eso se volvió.
A la mañana siguiente, al romper el día, cargóse el hato a la espalda, cogió el capacho con las vituallas y se puso en ruta, siguiendo las dunas. Era menos cansado que tomar por el duro camino arenoso, aparte que se ahorraba un buen trecho, pues quería ir primeramente a Fjaltring para visitar al vendedor de anguilas.
El mar azul estaba terso como un espejo, el suelo aparecía cubierto de conchas y moluscos; sus juguetes de infancia se quebraban bajo sus pies. Mientras así caminaba, le empezó a sangrar la nariz ­ un incidente nimio que, sin embargo, puede tener enorme importancia en ciertos casos. Cayéronle en la manga algunas gotas de sangre, que él se secó. Pasada la pequeña hemorragia, tuvo la sensación de que se le habían aligerado la cabeza y el corazón. En la arena florecía un pequeño pie de col marina; rompió un tallo y se lo puso en el sombrero. Quería estar de buen humor; por algo se lanzaba a esos mundos de Dios, "a remontar el río", como aquellas anguilas. "¡Cuidado con los hombres malos, que os ensartarán, os desollarán, os cortarán a pedazos y os echarán a la sartén!", repitióse para sí mismo, sonriendo. ¡Bah! Ya procuraría salir con la piel entera. Buen ánimo es buena defensa.
Estaba ya el sol alto en el cielo cuando llegó al estrecho paso que conduce del Mar del Norte al fiordo de Nissum. Al mirar a su espalda vio dos hombres a caballo, a quienes seguían otros a pie; parecían llevar mucha prisa. Mas la cosa no le afectaba, y prosiguió su camino.
La barca estaba en la orilla opuesta, Jorge llamó a gritos al barquero hasta que vino a recogerlo; pero no se encontraba aún a mitad del río, cuando se presentaron los dos jinetes que con tanta rapidez cabalgaban, y se pusieron a gritar, amenazar y ordenar en nombre de la ley. Jorge no comprendía lo que se llevaban entre manos, pero creyó que lo más prudente, era volver, y cogió él mismo un remo para ayudar al barquero. Inmediatamente saltaron los hombres a la barca, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, encontróse maniatado.
- ¡Tu crimen te costará la vida! - dijéronle -. Por suerte te hemos cogido.
Se le acusaba nada menos que de asesinato. Morten había sido encontrado con el cuello atravesado por un cuchillo. Uno de los pescadores se había topado con Jorge, cuando éste se dirigía a casa de Morten. Se sabía, además, que no era la primera vez que el mozo había levantado el cuchillo contra su compañero. Sin duda era él el homicida, y convenía ponerlo a buen recaudo. En realidad debieran haberío conducido a Ringkjöbing, pero estaba muy lejos. Puesto que soplaba viento Oeste, en menos de media hora atravesarían el Golfo, y de este modo sólo les quedaría la cuarta parte del camino hasta Vosborg, donde había una fortaleza, con muralla y foso. En el bote iba un hermano del mayordomo del castillo, el cual opinó que seguramente se les permitiría encerrar de momento a Jorge en el calabozo que había ocupado la gitana Langemargrete en espera de su ejecución.
Nadie prestó oído a la defensa del prisionero; aquellas gotas de sangre de su camisa eran un testimonio de más fuerza que todo lo que él pudiera decir. Él sabía su inocencia, pero no consiguió justificarse y se resignó a su suerte.
Desembarcaron precisamente junto al viejo muro tras el cual se había levantado el castillo del caballero Bugge, allí donde Jorge, con sus padres adoptivos, había pasado un día, camino del funeral. Aquellos cuatro días dichosos eran el punto luminoso de su infancia. Por la misma ruta del prado fue conducido a Vosborg. El saúco se hallaba en plena floración, y los altos tilos esparcían su fragancia; parecióle como si hubiese estado allí la víspera.
En el ala izquierda del castillo hay la entrada a los departamentos inferiores, debajo de la alta escalera. Desde ésta se entraba en un subterráneo de bajo techo abovedado, prisión de Langemargrete antes de ser llevada al cadalso. Había devorado cinco corazones de niños, y estaba persuadida de que con dos más se habría vuelto invisible. En el muro se abría un pequeño y estrecho orificio de ventilación, pero los tilos de fuera no podían enviar hasta allí su delicioso aroma. Todo era duro, tosco y mohoso en el lugar; sólo había un camastro, pero una buena conciencia es una blanda almohada, y Jorge pudo dormir con sueño dulce y apacible.
La gruesa puerta de tablas estaba cerrada y asegurada además por una barra de hierro. Mas la pesadilla de la superstición se filtra tanto en las mansiones señoriales como en las casas de los pescadores, pasando aunque sea por el agujero de la cerradura; y así se, deslizó al calabozo donde Jorge pensaba en Langemargrete y en sus crímenes. Sus últimos pensamientos habían llenado aquel espacio la noche que precedió a su ejecución. Acordóse de todas las artes de brujería practicadas en tiempos pretéritos, cuando residía allí el señor de Svanwedel; era del dominio público que el perro mastín del puente era encontrado cada mañana colgado con su propia cadena de la balaustrada. Todo aquello pasó por la imaginación de Jorge, pero un rayo de sol le llegó de fuera: el recuerdo del saúco florido y de los tilos.
Sin embargo, no permaneció allí mucho tiempo; fue conducido a Ringkjöbing, donde le esperaba una prisión no menos rigurosa.
Aquellos tiempos eran muy distintos de los nuestros. Los pobres lo pasaban muy mal. Cortijos e incluso pueblos enteros eran confiscados en favor de los dominios señoriales. Bajo aquel régimen se investía a cocheros y criados con autoridad para exponer en la picota a pobres gentes inculpadas de un leve descuido, amén de condenarlas a la pérdida de la yunta o a la pena de azotes. Todavía entonces se practicaba en el país uno o otro, de aquellos procedimientos de castigo, y en Jutlandia, a poca distancia de Copenhague, la ley se aplicaba a menudo con la mayor arbitrariedad. En el caso de Jorge, lo de menos fue la demora con que se tramitó su proceso.
El frío era terrible en la cárcel. ¿Cuándo terminaría todo aquello? A pesar de su inocencia, sufría penalidades y miserias: ¡era su destino! Sobrábale tiempo para pensar en la suerte que le había correspondido en esta vida. ¿Por qué había de ser víctima de tanta desgracia y tanto sufrimiento? Lo sabría "en la otra vida", la que nos espera sin lugar a duda. Era una fe que le habían inculcado en la pobre casa de sus padres adoptivos. La fe que no había logrado iluminar y confortar el corazón de su padre en la magnificencia y el esplendor de España, era para el hijo una luz de esperanza en aquel frío y oscuro calabozo; una gracia de Dios, que no engaña jamás.
Empezaron a dejarse sentir las tempestades de primavera. El bramido del Mar del Norte se oye a bastantes millas tierra adentro, pero sólo cuando la tormenta ha amainado. Retumba como si centenares de pesados carros rodasen por un camino duro y socavado. El estruendo penetraba, amortiguado, hasta la prisión de Jorge, aportando una variación a su vida. Las antiguas melodías no calaban más profundamente en su corazón que aquellos rumores del mar encrespado y libre, por el que puede irse de un extremo a otro del mundo, volando con los vientos, y en el que se viaja siempre con la casa a cuestas, como el caracol. En el mar se pisa siempre el suelo propio, el suelo de la patria, incluso estando en el extranjero.
¡Cómo escuchaba el sordo rodar de las olas! ¡Cómo se mecían en su mente sus recuerdos! ¡Libre, ser libre, aunque fuera descalzo y con una burda camisa remendada! Ardía en su corazón el antiguo fuego de su juventud, que lo forzaba a arremeter a puñetazos contra la pared.
Transcurrieron semanas, meses, un año entero; y he aquí que un día las autoridades detuvieron a un bribón de mala fama, un chalán al que llamaban "Niels el ladrón", y de súbito se hizo luz sobre la gran injusticia cometida con Jorge.
Al norte de la Bahía de Ringkjöbing habían coincidido en una taberna Niels y Morten, la tarde que precedió a la partida de Jorge. Bebieron unos vasos, no tantos como para que un hombre perdiera la cabeza, pero sí suficiente para desatar la lengua de Morten, ya de suyo suelta en demasía. El mozo se dio importancia, jactándose de que había comprado una casa y que iba a casarse, y al preguntarle Niels dónde tenía el dinero necesario, el otro había contestado con altivez, golpeándose el bolsillo:
- Está donde debe estar.
Aquella jactancia le costó la vida. Al salir de la taberna, Niels lo siguió y le atravesó el cuello con un cuchillo, para robarle un dinero que Morten no tenía.
Poner toda la historia en claro fue cosa larga; para nosotros basta saber que Jorge recobró la libertad. ¿Qué le dieron, empero, como compensación por todo lo que había sufrido durante aquel año: cárcel, frío y malos tratos? Le dijeron que era para él una suerte el que fuese inocente, y que podía seguir su camino. El alcalde le entregó diez marcos para el viaje, y varios ciudadanos lo obsequiaron con cerveza y comida. ¡También allí había buenas personas! No todas se "ensartan, despellejan y echan a la sartén". Pero lo mejor de todo fue que el comerciante Brönne, de Skagen, el mismo con quien Jorge había querido contratarse un año antes, acertó a pasar aquellos días por Ringkjöbing en viaje de negocios. Tuvo noticia del caso, consideró lo ocurrido, comprendió lo que había sufrido Jorge, y resolvió brindarle mejor suerte, para que viera que no faltaban personas de buen corazón.
De la cárcel pasó nuestro mozo a la libertad, al cielo, al amor, a la cordialidad. El destino le permitía también saborear esos bienes.
La copa de la vida no contiene sólo amargura; ninguna persona de buen corazón sería capaz de ofrecer a un semejante sólo el cáliz del sufrimiento, y ¡cuánto menos Dios, que es todo amor!
- Entierra y olvida todo eso - le dijo Brönne -; pasaremos una gruesa raya sobre el año transcurrido. Quemaremos el calendario, y dentro de dos días nos marcharemos a Skagen; verás que pueblo tan tranquilo, bendito y alegre. Dicen que es un rincón del mundo; pero es un rincón venturoso, con ventanas abiertas a todos los vientos.
¡Aquél si que fue un viaje! ¡Qué alivio, salir del aire frío de la cárcel para gozar del calor del sol! El páramo aparecía cubierto de brezos floridos, como una alfombra de flores; el zagal, sentado en un túmulo, tocaba la flauta tallada en un hueso de oveja. Mostróse la Fata Morgana, aquel maravilloso espejismo del desierto, con sus jardines flotantes y sus brillantes bosques, y aquella misteriosa ola aérea que dicen que es Lokemann apacentando sus rebaños. Remontaron el fiordo de Lim en dirección a Skagen. De allí habían partido aquellos hombres de luengas barbas, los longobardos, cuando, bajo el reinado de Snio, llegó el hambre a ser tan dura, que tomaron la desesperada resolución de sacrificar a todos los niños y ancianos; pero al fin se impuso la idea de una noble y rica matrona, Gambaruk, que propuso como mejor remedio que todos los hombres jóvenes salieran del país. Jorge sabía la historia, pues tenía cierta instrucción, y si bien no conocía el país de los longobardos allende los altos Alpes, tenía cierta idea de su aspecto; por algo había estado, cuando era muchacho, en el Sur, en España. Acordábase de los montones de frutas, de las rojas flores de granado, del zumbido y rumor de aquellas colmenas que eran las grandes ciudades. Mas, por encima de todo, lo más bello era su patria, y la patria de Jorge era Dinamarca.
Finalmente, llegaron a Vendilskaga, como se llama a Skagen en los antiguos documentos noruegos e islandeses. En una extensión de varias millas, sólo de trecho en trecho interrumpida por dunas y tierras de labor, yace desparramada - y lo estaba ya entonces ­ la vieja Skagen, con sus arrabales, hasta el faro de Grenen. Las casas y los cortijos se alzaban, como las vemos aún hoy día, esparcidas entre las colinas de arena de formas cambiantes. Hasta muy lejos se ofrece a la mirada un verdadero desierto, donde el viento se revuelca en la arena y donde se oyen los estridentes chillidos de las gaviotas, golondrinas de mar y cisnes salvajes. A una milla al sudoeste de Grenen se halla "La colina", o la Vieja Skagen, donde residía el comerciante Brönne y donde viviría en adelante Jorge. La casa estaba embreada, los edificios anejos tenían por tejado botes invertidos; con restos de naufragios se habían construido pocilgas, y no había cercados; ¿para qué?. Pero suspendidos de cuerdas colgaban, en largas hileras superpuestas, peces abiertos en canal secándose al viento. Toda la orilla aparecía cubierta de arenques podridos. Con sólo echar la red al agua, se cogían carretadas de peces, más de los que se podían consumir. Los que sobraban eran devueltos al mar o se dejaban pudrir en la orilla.
La esposa y la hija del comerciante, junto con el resto de la familia, salieron gozosos a recibir al padre y señor. Hubo fuertes apretones de manos, griterío y ajetreo. La hija era de muy bien ver, bonita de cara y de ojos vivaces.
La casa era confortable y espaciosa. Sirvieron fuentes de pescado, platijas dignas de la mesa de un rey; vino de las viñas de Skagen, que no son otras que el vasto mar; los racimos llegan ya prensados a tierra, en barriles y en botellas.
Cuando, más tarde, madre e hija supieron quién era Jorge y lo mucho que había debido padecer a pesar de su inocencia, lo miraron con ojos en los que se reflejaba una sincera amistad y dulzura, especialmente los de la hija, la encantadora Clara. Nuestro mozo encontró en Alt-Skagen un hogar íntimo y feliz que fue un bálsamo para su corazón, maltrecho por tan duras experiencias, entre ellas, la amarga del amor, que endurece o ablanda. En el de Jorge, sensible y joven aún, quedaba un lugarcito vacío; por eso fue una suerte que la señorita Clara se dispusiera a embarcarse para Christiansand, en Noruega, dentro de tres semanas, para pasar el invierno en casa de una tía.
El domingo anterior a su partida fueron todos a la iglesia para recibir la sagrada comunión. El templo era grande y suntuoso; escoceses y holandeses lo habían construido varios siglos atrás, a poca distancia de la actual ciudad. Estaba ahora un poco ruinoso, y el camino que a él conducía, en continuas subidas y bajadas por las espesas arenas, resultaba muy fatigoso; pero la gente aceptaba aquella molestia con tal de acudir a la casa de Dios, cantar un himno y escuchar un sermón. Las apiladas arenas movedizas pasaban ya por encima de la cerca del cementerio, pero las sepulturas quedaban aún resguardadas de la invasión de las arenas.
Era la iglesia más espaciosa de la orilla norte del fiordo de Lim. En el altar mayor estaba entronizada una imagen, de tamaño natural, de la Virgen María con el Niño en brazos, coronada de oro. En el coro habían sido esculpidos los Apóstoles, y en lo alto de la pared veíanse los retratos de los antiguos alcaldes y consejeros de Skagen, con sus nombres. El púlpito estaba adornado con preciosas labores de talla. El sol penetraba, risueño, en la iglesia, proyectando sus rayos sobre las arañas de latón y el barquito que colgaba del techo.
Sobrecogió a Jorge un sentimiento de infantil piedad como aquel día en que, casi un niño, se encontró en la rica iglesia española. Pero ahora tenía conciencia de pertenecer a la comunidad.
Terminada la plática se distribuyó la comunión; Jorge participó con los demás del pan y del vino, y casualmente fue a arrodillarse al lado de Clara. Sin embargo, sus pensamientos estaban tan absortos en Dios y la sagrada ceremonia, que no se dio cuenta de quién era su vecina hasta que ésta se hubo levantado. Vio que por sus mejillas rodaban gruesas lágrimas.
Dos días más tarde, la muchacha embarcó rumbo a Noruega. Jorge siguió trabajando en la casa y en las labores de pesca; en aquellos tiempos se cogía aún más pescado que hoy. Cada domingo, cuando se hallaba en la iglesia y dirigía la mirada a la imagen de la Virgen en el altar, sus ojos se detenían un instante en el sitio donde Clara se había arrodillado junto a él, y pensaba en la muchacha, en lo buena que con él había sido.
Llegó el otoño, con su lluvia y sus nieves. Subieron las aguas e inundaron el recinto de la ciudad; la arena no podía absorber toda el agua, y había que vadear o acudir a las barcas. Las tempestades arrojaron barcos y más barcos contra los fatales arrecifes; estallaron tormentas de nieve y de arena, la cual se acumuló alrededor de las casas hasta el extremo de que sus moradores tenían que salir por la chimenea. En aquella región estas cosas no tienen nada de extraordinario; las habitaciones eran confortables y calientes, en las estufas crepitaban la turba y la madera procedente de los naufragios, y el comerciante Brönne, cómodamente sentado, leía un viejo cronicón, la historia del príncipe Hamlet de Dinamarca, que de Inglaterra había venido a Jutlandia y trabado una batalla en las cercanías de Bovberg. Su tumba estaba en Ramme, a unas pocas millas de la residencia de nuestro viejo conocido, el vendedor de anguilas. Allí, en la landa, los túmulos se alzaban por centenares, formando una especie de gigantescos cementerios; el propio Brönne había visitado la tumba de Hamlet. Hablábase de los viejos tiempos, de los vecinos ingleses y escoceses, y a Jorge le gustaba cantar la canción del "Príncipe de Inglaterra", la que hablaba del magnífico barco y de cómo estaba adornado:
El navío brillaba como ascua de oro,
en él estaba escrita la palabra de Dios,
El príncipe, inflamado de amor,
apretaba en sus brazos a la princesa.
Esta estrofa era la que más le gustaba a Jorge cantar, y, al hacerlo, sus ojos, ya de suyo negros y lustrosos, brillaban maravillosamente.
Los cantos alternaban con lecturas, en la casa reinaba el bienestar, y la vida de familia se extendía incluso a los animales domésticos; todos estaban perfectamente atendidos. Brillaban los bruñidos platos de estaño, del techo colgaban embutidos y jamones; se estaba bien provisto para el invierno. Hoy podemos ver un espectáculo parecido en muchas granjas ricas de la costa occidental; abundantes vituallas limpieza y pulcritud extremas, inteligencia y buen humor, en mayor grado todavía que en aquellos tiempos. La hospitalidad se practica allí como en la tienda del árabe.
Desde aquellos cuatro remotos días de la infancia en que había sido invitado a la fiesta funeraria, Jorge no había vuelto a vivir una época tan venturosa como entonces; y eso que Clara se hallaba ausente, aunque no del pensamiento ni de las conversaciones.
En abril había de zarpar un barco para Noruega, y Jorge pensaba embarcarse en él. Aquella perspectiva contribuyó no poco a aumentar su alegría. Por otra parte, al decir de la señora Brönne, su aspecto físico había ganado mucho; daba gusto mirarlo.
- ¡Y también da gusto mirarte a ti, abuela! - dijo el viejo comerciante -. Jorge ha traído vida a nuestras veladas de invierno, y a nuestra madrecita también. Estás hoy más joven y más guapa que nunca. Por algo fuiste la moza más bonita de Viborg, y esto es mucho decir, pues en ninguna parte he visto muchachas más lindas.
Jorge no hizo ningún comentario, habría sido indiscreto; pero pensó en una doncella de Skagen, y embarcó para ir a su encuentro. El viento era favorable, y la travesía sólo duró un día, tras el cual el buque ancló en el puerto de Christiansand
Una mañana, el comerciante Brönne se encaminó al faro que se levanta a considerable distancia de Alt-Skagen, en las inmediaciones de Grenen. Cuando llegó a la torre, los carbones del disco giratorio estaban ya apagados, y el sol brillaba encima del horizonte. Por espacio de una milla entera desde el extremo del cabo, se extendían bancos de arena bajo la superficie del agua. Frente a ellos veíanse numerosos barcos, entre los cuales el anciano, armado de su anteojo, creyó distinguir el "Karen Brönne", como se llamaba el suyo. Y, efectivamente, así era; estaba de arribada, con Clara y Jorge a bordo. El faro y el campanario de Skagen se les antojaban una garza real y un cisne sobre el mar azul. Clara, sentada en cubierta, veía asomar poco a poco las dunas. Si el viento no cambiaba, en una hora podrían estar en casa; tan cerca estaban de ella y de la felicidad; pero no lo estaban menos de la angustia y de la muerte.
De repente rompióse una plancha del barco, y el agua se precipitó en el casco. La tripulación corrió a cegar la vía, pusiéronse en marcha todas las bombas, izáronse las velas y la bandera de socorro. Estaban aún a una milla de la costa, se veían botes pesqueros, pero a gran distancia; el viento los impelía hacia tierra, y las olas ayudaban a su acción, pero no lo bastante; el barco se hundía. Jorge rodeó fuertemente a Clara con el brazo derecho.
¡Con qué expresión la miró a los ojos cuando, en el nombre de Dios, se arrojó con ella al mar! La muchacha lanzó un grito, pero de una cosa estaba segura: que él no la abandonaría. Lo que decía la balada:
"El príncipe inflamado de amor,
apretaba en sus brazos a la princesa",
lo hizo Jorge a la hora de la angustia y del peligro. Le fue ahora de gran servicio el ser un excelente nadador: avanzaba sirviéndose de los pies y de una mano, mientras con la otra sostenía firmemente a la muchacha. Cuando necesitaba descansar, se colocaba verticalmente en el agua, procurando no agotar las fuerzas para poder alcanzar la tierra. Oyó que ella exhalaba un suspiro; sintió que la agitaba un temblor espasmódico, y la sujetó aún con más fuerza. Una ola pasó sobre ellos y una corriente los volvió a la superficie. Era el agua tan profunda, tan límpida, que por un momento creyó ver en el fondo una bandada de centelleantes caballas; o ¿sería el propio leviatán que se disponía a tragárselos? Las nubes proyectaban su sombra en el agua, y de nuevo brillaron los rayos del sol. Aves chillonas volaban en grandes bandadas sobre sus cabezas, y los patos salvajes que, pesados y soñolientos, se abandonaban al impulso del viento huyeron remontándose en el aire asustados por la presencia del nadador. Pero Jorge se daba cuenta de que sus fuerzas menguaban; estaban aún a varias brazas de la tierra. Sin embargo, venía socorro, un bote se acercaba; sólo que bajo el agua - veíalo él claramente - había una blanca figura que lo miraba fijamente con expresión salvaje. Una ola lo levantó, la figura se precipitó sobre él, sintió un golpe, hízose la noche a su alrededor, perdió el sentido...
En el banco de arena yacía un barco zozobrado, cubierto por el mar. El blanco mascarón de proa apoyábase contra el áncora, y su cortante hierro llegaba hasta el nivel del agua. Jorge, impulsado con creciente fuerza por la corriente, había chocado contra él. Cayó desmayado con su preciosa carga, pero la ola siguiente los volvió a levantar, a él y a la muchacha.
Los marineros los subieron al bote; la sangre fluía copiosa por la cara de Jorge, que parecía muerto, a pesar de lo cual seguía teniendo abrazada a la doncella con tanta fuerza, que costó mucho soltar el brazo y la mano. Ella yacía en el fondo del bote, lívida e inanimada. Los tripulantes pusieron proa a Skagen.
Recurrióse a todos los recursos para volver a Clara a la vida, pero en vano: estaba muerta. Durante un buen trecho el mozo había nadado sosteniendo un cadáver; por una muerta se había extenuado y rendido.
Jorge, que respiraba aún, fue trasladado a la casa más próxima de las dunas. Una especie de cirujano que se encontraba en el lugar, pero que por su verdadera profesión era herrero y comerciante mayorista, le hizo a Jorge la primera cura, hasta que al día siguiente vino el médico de Hjörring.
Su cerebro había sido lesionado; el muchacho estuvo delirando y profiriendo gritos salvajes por espacio de tres días, al término de los cuales quedó en estado de plena inconsciencia. Su vida parecía pender de un hilo, y, en opinión del médico, lo mejor que podía desearse a Jorge era que aquel hilo se quebrara.
- Roguemos a Dios que se lo lleve. Nunca volverá a ser una persona como las demás.
Pero la vida se impuso, el hilo no quiso quebrarse; sólo el hilo del recuerdo se rompió. Las facultades de su espíritu se hundieron en las tinieblas. Nada más terrible que verlo reducido a un cuerpo viviente, un cuerpo que pugnaba por recuperar su salud.
Jorge quedó en la casa del comerciante Brönne.
- Ha contraído su enfermedad haciendo un esfuerzo sobrehumano para salvar a nuestra hija - dijo el anciano -; ahora es nuestro hijo.
Llamaban a Jorge idiota, y, sin embargo, no era ésta la expresión adecuada. Era como un instrumento cuyas cuerdas se habían aflojado, perdiendo la capacidad de vibrar; sólo en momentos esporádicos, durante breves minutos, recobraban su tensión, y entonces resonaban. Resonaban viejas melodías, acordes inconexos, encantadoras imágenes; luego volvía a quedar con la mirada fija, aturdido. Es de suponer que no sufría; sus negros ojos perdían el brillo, parecían un cristal ennegrecido, empañado. "Jorge, ¡pobre idiota!", decía la gente.
Tal era aquel que en el seno de su madre parecía destinado a una vida terrena tan rica y feliz, que "era soberbia y orgullo desmedidos" desear otra futura, y no digamos ya creer en ella. ¿Así pueden perderse todas las altas aptitudes del alma? Sólo días duros, dolores
y desilusiones fueron su destino. Fue una magnífica semilla que, arrancada de su rica tierra, cayó en la arena para marchitarse en ella.
Mas aquel ser creado a imagen de Dios, ¿no poseía un valor más alto? ¿No sería todo simplemente un juego del azar? No, Dios, en su misericordia, lo compensaría en otra vida por todo lo que en ésta había sufrido. "El Señor es misericordioso, y su bondad no tiene fin". Estas palabras, sacadas de los salmos de David, salieron de los labios piadosos de la anciana esposa del comerciante, y desde el fondo de su corazón creyente, la mujer pedía a Dios que redimiese pronto a Jorge de sus sufrimientos y lo acogiera en la gloria eterna.
Clara estaba enterrada en el cementerio sobre cuyo muro había saltado ya la arena. Parecía como si Jorge no se acordase en absoluto de ello. No entraba en el campo de sus recuerdos, limitado a fragmentos de tiempos remotos. Cada domingo acompañaba a la familia a la iglesia, donde permanecía sentado con su mirada inexpresiva. Un día, mientras cantaban, exhaló un suspiro, sus ojos se iluminaron y se clavaron en el altar, en el sitio donde un año antes se arrodillara al lado de su amiga muerta. Pronunció su nombre, palideció, y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
Acompañáronlo fuera del templo, y él dijo que se sentía bien; no parecía que le hubiese ocurrido nada, no se acordaba en absoluto: Así dijo aquel ser tan duramente probado por Dios, aquel ser que parecía sufrir una maldición divina. Pero, ¿quién puede dudar de que el Señor, nuestro creador, es infinitamente sabio y misericordioso? Nuestro corazón y nuestro entendimiento lo comprenden, y la Biblia lo afirma: "Su bondad es eterna e infinita".
Allá en España, donde, entre naranjos y laureles, las doradas cúpulas árabes son acariciadas por tibias brisas, vivía en la suntuosa mansión un anciano sin hijos, un riquísimo comerciante. Por las calles pasaban en procesión niños, con cirios y ondeantes pendones. ¡cuánto no habría dado de su fortuna por tener aún a sus hijos, a su hija o al nietecito que tal vez nunca había visto la luz del mundo y, por tanto, no podía ver la de la eternidad del paraíso! ¡Pobre niño!
Un niño, si, a pesar de que contaba ya 30 años, pues Jorge los había cumplido en el Viejo Skagen.
Las arenas habían colmado los fosos y rebasado el muro del cementerio, pero la gente quería, pese a todo, enterrar a sus muertos al lado de sus antepasados, de sus parientes y seres queridos. El comerciante Brönne y su esposa descansaban allí, junto a su hija, bajo la blanca arena.
Acercábase la primavera: venía el tiempo de las tormentas; las dunas humeaban, el mar encrespaba sus olas; las aves pasaban volando en grandes bandadas, como nubes tempestuosas, chillando sobre los médanos. En los arrecifes y bajíos se sucedían los naufragios.
Una tarde - Jorge se encontraba solo en la habitación - empezó de pronto a hacerse luz en su alma, apoderóse de él aquella sensación de inquietud que tan frecuentemente experimentara de niño, impulsándolo a lanzarse a las dunas o al erial. "¡A casa, a casa!", exclamó. Nadie lo oyó. Y emprendió el camino de su casa, por entre las dunas, azotado el rostro por un torbellino de arenas y piedrecitas. Dirigióse a la iglesia; la arena amontonada contra el muro subía ya hasta la mitad de la ventana. Habían quitado la que estaba acumulada ante la entrada; la puerta del templo no estaba cerrada con llave, era fácil abrirla, y Jorge entró.
Un viento furioso aullaba sobre la ciudad de Skagen, un huracán como no recordaba nadie de los vivientes. Pero Jorge estaba en la casa de Dios, y mientras en el exterior todo iba sumiéndose en la noche, en él se hacía la luz, aquella luz del alma que nunca se extingue del todo. Sintió cómo la pesada piedra que gravitaba sobre su cabeza caía sin ruido. Creyó oír los sones del órgano, pero era la tempestad y el mar embravecido. Sentóse en una silla del coro y se encendieron las luces, una por una, en tal profusión como sólo en España lo viera. Y todos los retratos de los antiguos consejeros y alcaldes se animaron; saliendo de la pared, donde tantos años llevaban, fueron a sentarse también en el coro. Abriéronse las puertas de la iglesia, y entraron en ella todos los muertos, vestidos con los mejores ropajes de sus respectivas épocas, al son de una hermosa música, y ocuparon sus puestos en los sitiales. Resonó entonces un coral, semejante al mar encrespado. Estaban presentes sus padres adoptivos de las dunas de Huusbyer y el viejo comerciante Brönne y su esposa, y a su lado, junto a Jorge, sentóse su dulce hija, quien alargó la mano a Jorge, y los dos se dirigieron al altar donde otrora se arrodillaran, y el sacerdote juntó sus manos y los unió en santo matrimonio. Sonaron entonces las trompetas, maravillosas como voces infantiles saturadas de anhelo y de júbilo, que pronto se transformaron en un crescendo de órgano, verdadero huracán de acordes majestuosos y nobles, deliciosos al oído y, sin embargo, poderosos como para hacer saltar las losas funerarias.
El barco que colgaba del techo, sobre el coro, descendió hasta los desposados, magnífico, con velas de seda y vergas doradas, las cuerdas trenzadas con seda y el ancla de oro rojo, tal y como se dice en la antigua canción. Y los novios subieron a bordo, seguidos de toda la comunidad; para todos hubo sitio y parte en la fiesta. Las paredes y bóvedas de la iglesia florecieron como el saúco y los fragantes tilos, de ramas y hojas murmurantes. Se inclinaron, se abrieron, y el barco, elevándose, hízose con ellos a la mar de los etéreos espacios. Cada cirio era una estrellita, y los vientos hacían coro con los cantos piadosos, que decían: "¡Por el amor, hacia la gloria! ¡Ni una vida se perderá! ¡Felices y contentos! ¡Aleluya!".
Y estas palabras fueron también las últimas que pronuncio en este mundo; quebróse el lazo que sujetaba el alma inmortal. Sólo un cuerpo muerto quedó en la oscura iglesia, sobre la cual bramaba la tempestad, arremolinando las arenas a su alrededor.
Al día siguiente era domingo, y los feligreses y el párroco acudieron al templo. El camino se había vuelto aún más escabroso, casi intransitable. Al llegar a la iglesia encontráronse con una enorme montaña de arena, mucho más alta que la puerta. El sacerdote leyó una breve oración y dijo que, puesto que el mismo Dios había cerrado el acceso a aquella santa casa, debían volverse y erigir una nueva en otro lugar.
Entonaron todos un himno y regresaron a sus hogares.
No encontraron a Jorge ni en la ciudad ni entre las dunas, donde lo estuvieron buscando. Supusieron que se lo habrían llevado las olas que hablan llegado hasta la cima de las arenas.
Pero su cuerpo estaba sepultado en un colosal sarcófago: la antigua iglesia. Dios, por medio de la tempestad, había cubierto de tierra su tumba; una espesa capa de arena yacía, y sigue yaciendo, allí. Había cubierto la poderosa bóveda. Plantas de médano y rosales silvestres crecen sobre el templo frente a cuyo campanario pasa el caminante; aquel campanario que es como una ingente losa sepulcral, visible desde millas de distancia, que saliendo de la arena, señala el cielo. Ningún rey tuvo una tumba más grandiosa. Nadie interrumpe la paz del muerto; nadie supo ni sabe la historia; a mí me la contó el viento con su canto entre las dunas.
Es ist eine Geschichte aus den jütländischen Sanddünen, die aber nicht in Jütland anhebt, sondern weit weg von dieser nördlichen Halbinsel, im Süden, in Spanien beginnt; das Meer ist die Straße zwischen den Ländern; versetze dich in Gedanken dorthin, hin nach dem sonnigen Spanien! Dort ist es warm und wunderherrlich, dort wachsen die feuerroten Granatblüten zwischen dunklen Lorbeerbäumen; von den Bergen weht ein frischer, labender Wind herab über die Orangengärten, über die prächtigen maurischen Hallen mit ihren goldenen Kuppeln und farbigen Wänden; durch die Straßen ziehen Kinder in Prozessionen mit Lichtern und flatternden Fahnen, und über Ihnen, hoch und klar, erhebt sich der Himmel mit funkelnden Sternen; Gesang und Kastagnetten erklingen, Burschen und Mädchen schwingen sich im Tanz unter blühenden Akazien, während der Bettler auf dem behauenen Marmorstein sitzt, sich an der saftigen Wassermelone labt und das Leben halb träumend genießt; es ist wie ein herrlicher Traum das Ganze, und sich dem hinzugeben - ja, das taten so recht zwei junge Neuvermählte, und ihnen waren auch alle Güter der Erde gegeben: Gesundheit, froher Sinn, Reichtum und Ehre.
"Wir sind so glücklich, wie nur irgend jemand es sein kann!" sprachen sie aus vollster Herzensüberzeugung; doch noch eine Stufe des Glücks konnten sie erklimmen, wenn nämlich Gott ihnen ein Kind, einen Sohn, ihnen ähnlich an Körper und Seele, schenken wollte.
Das glückliche Kind würde mit Jubel begrüßt werden, die größte Sorgfalt und Liebe finden, all des Wohlseins und Reichtums teilhaftig werden, den eine einflußreiche Familie zu spenden vermag. Wie ein Fest verstrichen ihnen die Tage.
"Das Leben ist ein Gnadengeschenk der Liebe, eine fast unbegreiflich große Gabe!" sprach die junge Frau, "und die Fülle der Glückseligkeit soll im jenseitigen Leben noch wachsen, und zwar ewig und immer - ich fasse diesen Gedanken nicht!"
"Und der Gedanke ist in der Tat auch Übermut des Menschen!" versetzte der Mann. "Es ist im Grunde ein entsetzlicher Stolz, zu glauben, daß man ewig lebt - werden soll wie Gott! Waren es doch auch die Worte der Schlange, und sie war der Lüge Urheberin."
"Du zweifelst doch nicht an einem Leben im Jenseits?" fragte die junge Frau, und es war, als gleite zum ersten Mal ein Schatten durch ihr sonniges Gedankenreich.
"Der Glaube verheißt es, die Priester sagen es!" sprach der junge Mann, "aber gerade in all meinem Glück fühle und erkenne ich, daß es ein Stolz, ein übermütiger Gedanke wäre, ein anderes Leben nach diesem, eine fortgesetzte Glückseligkeit zu verlangen - ist uns nicht in dem Erdendasein so viel gegeben, daß wir wohl zufrieden sein können und sein müssen?"
"Ja, uns ward es gegeben!" sagte die junge Frau, "allein wie vielen Tausenden ward nicht dieses Leben zu einer schweren Prüfung; wie viele sind nicht in diese Welt hineingeworfen worden, gleichsam zur Armut nur, zur Schande, zur Krankheit und zum Unglück; nein, wenn es kein Leben nach diesem gäbe, dann wäre alles auf Erden zu ungleich verteilt, dann wäre Gott nicht die Gerechtigkeit!"
"Der Bettler dort unten hat Freuden, die er ebenso sehr schätzt, die ihn ebenso groß dünken, wie der König sie in seinem reichen Schloß hat!" versetzte der Mann, "und glaubst du nicht, daß das Arbeitstier, das geprügelt wird, hungert und sich zu Tode schleppt, seine schweren Lebenstage empfindet! Das Tier könnte auch ein jenseitiges ewiges Leben fordern, es ein Unrecht heißen, daß es nicht in ein höheres Reich der Schöpfung gestellt wurde!"
"In meines Vaters Haus sind viele Wohnungen, hat Christus gesagt"; antwortete die junge Frau, "das Himmelreich ist das Unendliche, wie Gottes Liebe unendlich ist - auch das Tier ist ein Geschöpf Gottes, und ich glaube fest daran, daß kein Leben verloren gehen wird, sondern all die Glückseligkeit genießen wird, die es empfangen kann und die ihm genügt."
"Mir aber genügt nun diese Welt!" rief der Mann und umschlang sein schönes, liebliches Weib, rauchte eine Zigarre auf dem offenen Altan, wo die kühle Luft erfüllt war mit dem Duft der Orangen und Nelken; Musik und Kastagnetten erklangen von der Straße herauf, die Sterne flimmerten von oben herab, und zwei Augen voller Liebe, die Augen seines Weibes, schauten ihn mit dem ewigen Leben der Liebe an.
"Eine solche Minute," sprach er, "ist es wohl wert, daß man geboren wird, empfindet und - verschwindet!" und er lächelte; die junge Frau hob die Hand mit mildem Vorwurf - und der Schatten auf ihrer Welt war wieder verschwunden, sie waren gar zu glücklich.
Und alles schien sich ihnen zu fügen, sie schritten voran in Ehre, in Wohlsein und Freude; ein Wechsel fand zwar statt, aber nur ein Ortswechsel, keiner im Genuß und in des Lebensfreude und Lust. Der junge Mann wurde von seinem König als Gesandter an den kaiserlichen Hof in Rußland geschickt, es war ein Ehrenamt, seine Geburt und seine Kenntnisse gaben ihm ein Recht zu diesem Posten; ein großes Vermögen besaß er, seine junge Frau hatte ihm ein nicht geringeres eingebracht, sie war die Tochter eines reichen, angesehenen Kaufmannes. Eines der größten, besten Schiffe dieses Kaufherrn sollte gerade in diesem Jahr nach Stockholm gehen, es wurde bestimmt, daß es die lieben Kinder, Tochter und Schwiegersohn, nach St. Petersburg führen solle, und an Bord ward alles prächtig eingerichtet, reiche Teppiche für die Füße, Seide und Luxus überall.
Ein altes Heldenlied heißt: "Des Königs von England Sohn"; der segelte auch an Bord eines prächtigen Schiffes, der Anker ward ausgelegt mit rotem Gold, jedes Tau mit Seide durchflochten - an dieses Schiff mußte man unwillkürlich denken, wenn man das aus Spanien sah, denn hier war dieselbe Pracht, und derselbe Abschiedsgedanke drängte sich einem auf, der Gedanke:
Gott lasse uns alle in Freuden
einst wieder zusammenfinden!
Und der Wind blies schön seewärts an der spanischen Küste, der Abschied war nur ein kurzer; in wenigen Wochen würden sie das Ziel ihrer Reise erreichen können; aber als sie auf die hohe See kamen, legte sich der Wind, das Meer ward blank und still, die Sterne des Himmels strahlten, es waren gleichsam Festabende, die in der reichen Kajüte verstrichen.
Endlich wünschte man doch, daß es ein wenig Luft und Fahrtwind geben möge, aber er blies nicht, und erhob sich ja einmal der Wind, da war es immer Gegenwind; so vergingen Wochen, ja volle zwei Monde, erst dann stellte sich der rechte Wind ein, er blies aus Südwest; das Schiff fuhr auf der hohen See zwischen Schottland und Jütland, und der Wind nahm zu, ganz wie in der alten Weise von "Des Königs von England Sohn."
Da gab es ein Wetter und Wolkenguß,
kein Land, keinen Schutz sie fanden,
und sie warfen ihr Ankergold -
doch der Wind blies westeinwärts auf Dänemark.
Das ist nun lange her. König Christian der Siebente saß damals auf dem dänischen Thron und war noch ein junger Mann. Vieles ist seit der Zeit geschehen, vieles hat gewechselt und sich verändert; See und Moorland haben sich in grünende Wiesen verwandelt, Heide ist Ackerland geworden, und im Schutz der Westjüten-Hütten wachsen Apfelbäume und Rosen, wenn man sie auch freilich suchen muß, denn sie ducken sich vor dem scharfen Westwind.
Man kann sich im westlichen Jütland so recht in die alte Zeit zurückversetzen, weiter zurück als in die Regierungszeit Christian des Siebten; wie damals, so erstreckt sich auch jetzt in Jütland die braune Heide meilenweit hin mit ihren Hünengräbern, ihren Luftspiegelungen, mit den sich kreuzenden holprigen und sandigen Wegen; westwärts, wo große Bäche in die Fjorde münden, breiten sich Wiesen und Moorland aus, umzäunt von hohen Sanddünen, die einer Alpenkette gleich sich mit ausgezackten Gipfeln gegen das Meer hin erheben, sie werden nur von hohen Lehmabhängen unterbrochen, von welchen die Fluten Jahr für Jahr Riesenbissen abbeißen, so daß die jähen Küstenufer, wie durch Erdbeben erschüttert, einstürzen. So sieht es dort noch am heutigen Tage aus, so war es auch vor vielen Jahren, damals, als die zwei Glücklichen draußen auf dem reichen Schiff segelten.
Es war in dem letzten Tagen des Septembers, es war Sonntag und sonniges Wetter, das Läuten der Kirchenglocken am Fjord von Nissum rollte dahin in der Luft wie eine tönende Kette; die Gotteshäuser dort sind fast nur aus behauenen Feldsteinen erbaut, jedes ist ein Stückchen Felsen; die Nordsee könnte über sie dahinbrausen, und sie würden stehenbleiben; an den meisten fehlte der Turm und die Glocken hingen dann im Freien zwischen zwei Balken. Der Gottesdienst war zu Ende; die Gemeinde trat aus der Kirche auf den Friedhof, wo damals wie heutzutage weder Baum noch Busch zu erblicken war, nicht eine Blume war dort gepflanzt, nicht ein Kreuz auf die Gräber hingelegt; knorrige Hügel zeigen an, wo die Toten eingesenkt sind, schneidendes Gras, vom Winde gepeitscht, überwuchert den ganzen Kirchhof; irgendein einzelnes Grab hat vielleicht ein Grabmal aufzuweisen, das heißt, einen, fast verwitterten Holzblock, zugehauen in der Form eines Sarges; der Holzblock ist dann aus dem Walde der jütländischen Westgegend geholt, und der Wald dieser Gegend ist das wilde Meer, dort wachsen für den Küstenbewohner die behauenen Balken, Bohlen und Hölzer, welche die Brandung ihm ans Land führt. Der Wind und die Seenebel verwittern bald das Holz; ein solcher Holzblock war hier auf ein Kindergrab von lieben Händen hingetragen, und eine der Frauen, die aus der Kirche kamen, schritt auf das Grab zu; sie blieb vor dem Grab stehen und ließ ihre Blicke auf dem verwitterten Grabmal ruhen; wenige Augenblicke später trat ihr Mann zu ihr heran; beide sprachen kein Wort, er ergriff aber ihre Hand, und sie wanderten vom Grab auf die braune Heide hinaus, über Moor und Wiese dahin auf die Sanddünen zu: lange Zeit gingen Sie schweigend nebeneinander her.
"Das war heute eine gute Predigt," sprach der Mann, "hätte man nicht den lieben Gott, man hätte gar nichts!"
"Ja," versetzte die Frau, "er schenkt Freude und Betrübnis, und er hat das Recht dazu! Morgen wäre unser kleiner Knabe fünf Jahre alt geworden, hätten wir ihn behalten dürfen."
Es Kommt nichts dabei heraus, daß du trauerst, Frauchen," sagte der Mann. "Ist der Knabe doch gut davongekommen! Er ist ja dort, wo wir durch unser Gebet hinkommen wollen!"
Und darauf sprachen sie nichts weiter und gingen auf ihr Haus zwischen den Sanddünen zu; plötzlich erhob sich von einer dieser Dünen, an der das Strandgras den Sand nicht mit seinen langen Wurzelgeflecht festhielt, gleichsam eine dicke Rauchwolke, ein Windstoß bohre sich in die Dünen und wirbelte die feinen Sandteilchen hoch auf, noch ein Windstoß, und all die mit Fischen zum Trocknen behangenen, ausgespannten Schnüre schlugen mit Macht gegen die Wand des Häuschens, und alles war wieder still; die Sonne strahle warm herab.
Mann und Frau traten ins Haus; bald hatten sie sich ihrer Sonntagskleider entledigt, und wieder hinaustretend, eilten sie nun über die Dünen, die wie ungeheure Wogen aus Sand, plötzlich in ihrer Bewegung aufgehalten, dastanden; der Sandhafer und das Dünengras mit ihren blaugrünen Halmen gaben dem weißen Sand etwas Farbe. Ein paar Nachbarn kamen noch hinzu, man war einander behilflich, die Boote höher auf den Sand hinaufzuziehen; der Wind blies jetzt gewaltiger als zuvor, er war scharf und kalt, und als die zurück über die Dünen eilten, wehten ihnen Sand und scharfe Steinchen ins Gesicht, die Wellen türmten sich mit weißen Schaumkronen hoch auf, und der Wind schnitt den Kamm ab, daß der Schaum weit umherspritzte.
Der Abend kam heran, in der Luft tönte ein heranschwellendes Sausen, heulend, klagend, wie eine Heerschar verzweifelter Geister, es übertönte das dröhnende Rollen des Meeres, obwohl das Fischerhaus ganz in seiner Nähe lag. Der Sand prasselte an die Fensterscheiben, und zuweilen kam ein Windstoß so gewaltig heran, daß das Häuschen gleichsam in seinem Grund erbebte. Es war finster, doch gegen Mitternacht würde der Mond aufgehen.
Die Luft klärte sich auf, aber der Sturm raste in seiner ganzen gewaltigen Macht über das tief aufgewühlte Meer dahin. Die Fischersleute hatten schon längst ihr Lager aufgesucht, allein bei dem Unwetter war nicht daran zu denken, ein Auge zu schließen; da klopfte es an das Fenster, die Tür tat sich auf, und jemand sagte:
"Ein großes Schiff liegt fest auf dem äußersten Riff!" Mit einem Sprung waren die Fischersleute vom Lager auf und in den Kleidern.
Der Mond war aufgegangen, es wäre hell genug gewesen, um zu sehen, hätte man die Augen wegen der Wirbel des Flugsandes auftun können; es war ein Wind, daß man sich gleichsam auf denselben legen konnte; nur mit großer Mühe, zwischen den Windstößen dahinkriechend, gelangte man über die Dünen hinweg, und hier nun flog wie Schwanendaunen in der Luft der Salzige Gischt und Schaum vom Meere hoch empor, das sich wie ein rollender, kochender Wasserfall gegen die Küste wälzte. Ein geübtes Auge gehörte dazu, um das Fahrzeug draußen zu erblicken; es war ein prächtiger Zweimaster; gerade jetzt hoben die Fluten es über das Riff; drei, vier Kabellängen außerhalb der gewöhnlichen Brandung, es trieb gegen das Land an, lief auf das zweite Riff auf und saß fest. Hilfe zu bringen war eine Unmöglichkeit, die See war zu gewaltig, sie schlug gegen das Schiff und rollte immerfort über dasselbe hinweg. Man glaubt die Notschreie, die Angstrufe der dem Tode Geweihten zu vernehmen, man gewahrte die emsige, hilflose Tätigkeit an Bord. Jetzt rollte eine Woge heran, die wie ein zermalmendes Felsstück auf den Bugspriet stürzte, der wurde dem Schiff entrissen. Das Heck hob sich hoch über die Flut. Zwei Menschen sprangen zu gleicher Zeit, einander umschlingend, in die Fluten - ein Augenblick - und eine der größten Wellen, die gegen die Dünen rollten, warf einen Körper auf die Küste - es war ein Weib, eine Leiche, wie die Schiffer dachten; ein paar von den Frauen erfaßten sie, glaubten noch Leben in ihr zu spüren, man brachte die Fremde über die Dünen hinweg in die Fischerhütte. Wie schön und fein war sie, gewiß eine vornehme Dame. Sie legten sie in das ärmliche Bett, aber es war schön warm.
Das Leben kehrte ihr wieder, aber im Fieber; sie wußte nichts von dem, was geschehen war oder wo sie sich befand, und so war es ja gerade gut, denn alles, was ihr lieb und wert war, lag auf dem Meeresgrund; es erging Schiff und Menschen draußen, wie es das Heldenlied von "Des Königs von England Sohn" singt.
Es war ein Grauen zu sehen -
in Stücke klein das Schiff verwehen.
Wrackstücke und Späne trieben an Land, sie war die einzig Überlebende von allen an Bord. Noch fegte der Wind heulend über die Küste. Einige kurze Augenblicke schien sie zu ruhen, aber bald traten Schmerzein ein, und ein Angstschrei tönte von ihren Lippen, sie schlug ihre wunderbar schönen Augen auf, sprach einige Worte, aber niemand hier verstand sie.
Und sieh, als Lohn für Kampf und Schmerzen hielt sie in ihren Armen ein neugeborenes Kind, ein Kind, das auf einem Prachtlager, umwallt von seidenen Vorhängen in dem reichen Hause hätte ruhen sollen! Es hätte mit Jubel begrüßt werden sollen zu einem Leben reich an allen Gütern der Erde, und jetzt hatte es Gott in diesem armen Winkel geboren werden lassen!
Die Fischersfrau legte das Kind an die Brust der Mutter, aber es lag an einem Herzen, daß nicht mehr schlug, sie war tot. Das Kind, dessen Amme Reichtum und Glück hätte sein sollen, war in die Welt hineingeworfen, in die Sanddünen von der See hineingespült worden, um das Los und die schweren Tage der Armen zu kosten. Und wieder kommt uns hier in den Sinn das alte Lied von dem englischen Königssohn, in welchem auch der damals durch Ritter und Knappen üblichen Ausplünderung der vom Schiffbruch Erretteten gedacht wird.
Eine Strecke südlich von dem Nissumfjord war das Schiff gestandet. Die harten, unmenschlichen Zeiten, in denen die Bewohner der Westküste Jütlands den Schiffbrüchigen Böses zufügten, wie man erzählt, waren damals schon längst vorüber; Liebe und Mitgefühl, Aufopferung für die Schiffbrüchigen waren dort zu finden, wie sie in unserer Zeit zu finden sind und in edlen Zügen hervorleuchten; die sterbende Mutter und das elende Kind hätten überall, wohin der Wind sie auch geweht hätte, Sorgfalt und Pflege gefunden, aber nirgends inniger als bei der armen Fischersfrau, die noch gestern schweren Herzens an dem Grab gestanden hatte, welches ihr Kind barg, das heute fünf Jahre alt geworden wäre, wenn Gott ihm zu leben vergönnt hätte. Niemand wußte, wer das fremde tote Weib war oder wohl sein könnte. Die Wrackstücke des Schiffes sprachen kein Wort hiervon.
Nach Spanien, in das reiche Haus, kam niemals ein Brief oder eine Botschaft über das Geschick der Tochter und des Schwiegersohnes, sie waren nicht an dem Ort ihrer Bestimmung angelangt, heftige Stürme hatten während der letztverflossenen Wochen gerast; man harrte Monate. "Total gescheitert; alle untergegangen!" das erfuhr man endlich. Aber in den Dünen bei Huusby, in dem Fischerhause, hatte die reiche spanische Familien nun einen kleinen Sprößling.
Wo Gott zweien Nahrung beschert, findet der dritte wohl auch eine Mahrzeit, und in der Tiefe des Meeres gibt es schon ein weiteres Gericht Fische für einen hungrigen Magen. Jürgen nannte man den Knaben.
"Er ist gewiß ein Judenkind," hieß es, "er sieht so schwarz aus!" Es könnte auch ein Italiener oder Spanier sein, sagte der Pfarrer. Der Fischersfrau schien es aber, als seien diese drei Nationen ganz gleich, und sie tröstete sich mit dem Gedanken, daß das Kind als Christ getauft war.
Der Knabe gedieh, das adelige Blut blieb warm und kräftigte sich bei der ärmlichen Kost, er wuchs heran in dem geringen Haus; der dänische Dialekt, wie ihn der Westjüte spricht, wurde seine Sprache. Der Granatkern aus dem Boden Spaniens wurde eine Strandhaferpflanze auf der Küste von Westjütland. So kann es einem Menschen ergehen! An diese Heimat klammerte er sich mit den erstjährigen Wurzeln seines Lebens. Hunger und Kälte, Drangsal und Not armer Leute sollte er kennenlernen, aber auch der Armen Freude genießen.
Das Kindesalter hat für jeden seine Lichthöhen, die später durchs ganze Leben hindurchsrahlen. Wie hatte er doch vollauf Freude am Spiel; die ganze Küste, meilenweit, lag voll Spielzeug, sie war ein Mosaik aus Steinen, rot wie Korallen, gelb wie Bernstein und weiß und gerundet, als seien es Vogeleier, in allen Farben und alle geschliffen und geglättet vom Meer. Selbst das gebleichte Fischskelett, die im Winde getrockneten Wasserpflanzen des Seetangs, schimmerndweiß, lang und schmal, wie leinene Bänder, flatternd zwischen den Steinen, waren wie alles zum Spielen und zur Freude für das Auge und den Gedanken da; und der Knabe war ein aufgeweckter Kopf, viele und große Fähigkeiten wohnten in ihm. Wie leicht behielt er im Gedächtnis die Geschickten und Lieder, die er hörte, und wie fingerfertig war er! Aus Steinen und Muschelschalen setzte er ganze Schiffe und Bilder zusammen, mit denen man die Stube ausputzen konnte; er könne seine Gedanken merkwürdig in einen Stecken schnitzen, sagte die Pflegemutter, und der Knabe sei doch noch sehr jung und klein! Herrlich klang seine Stimme, jede Melodie floß sogleich von seiner Zunge. Viele Saiten waren in der Brust gespannt, die hätten in die Welt hinausklingen können, wenn er anderswohin gestellt worden wäre als in das Fischerhaus an der Nordsee.
Eines Tages strandete wieder ein Schiff hier; unter anderem schwamm eine Kiste mit seltenen Blumenzwiebeln ans Land; einige wurden in den Kochtopf getan, man glaubte, sie seien genießbar, andere lagen und vermoderten im Sande, sie gelangten nicht zu ihrer Bestimmung, die Farbenpracht zu entfalten, die ihnen innewohnte - würde es wohl Jürgen besser ergehen? Die Blumenzwiebeln hatten bald ihre Rolle ausgespielt, er hatte noch die Jahre seiner Lehrzeit vor sich.
Weder ihm noch irgend einem andern fiel es auf, wie einsam und einförmig der Tag auf ihrer Scholle verstrich, gab es doch vollauf zu tun und zu sehen. Das Meer selber war ein großes Lehrbuch, jeden Tag bot es ein neues Blatt dar. Meeresstille, Brandung, Kühle und Sturm, Strandungen waren die Glanzpunkte; der Kirchenbesuch war ein Festbesuch, doch von den Festbesuchen zeichnete sich im Fischerhaus selber namentlich einer aus, der besonders willkommen war, er wiederholte sich zweimal jährlich, es war der Besuch des Bruders von Jürgens Pflegemutter, des Aalbauern aus Fjaltring, oben in der Nähe des Bowberges; er kam in einem rotangestrichenen Wagen, gefüllt mit Aalen, der Wagen war verschlossen und verdeckt wie eine Kiste und bemalt mit blauen und weißen Tulpen; er wurde von zwei fahlgelben Ochsen gezogen, und Jürgen durfte diese Ochsen lenken.
Der Aalbauer war ein guter Kopf, ein fröhlicher Gast, er führte ein Lägel voll Branntwein mit sich. Jedermann bekam aus demselben ein Schnapsglas oder eine Tasse voll, wenn es an Schnapsgläsern fehlte, selbst Jürgen bekam einen großen Fingerhut voll, damit er den fetten Aal verdauen könne, sagte der Aalbauer und erzählte dann immer wieder dieselbe Geschichte, und wenn man ihm darob zulächelte, erzählte er sie denselben Zuhörern sofort noch einmal. Da Jürgen während seiner ganzen Kindheit und selbst später aus dieser Geschichte des Aalbauern mehrere Redensarten gebrauchte und überhaupt die Geschichte vielfach zur Anwendung brachte, so müssen wie sie wohl einmal mitanhören.
"In die Bucht gingen die Aale, und die Aalmutter sagte zu ihren Töchtern, die sie um Erlaubnis baten, die Bucht eine kleine Strecke hinaufwandern zu dürfen: "Geht nicht zu weit, der häßliche Aalstecher könnte leicht kommen und euch alle wegschnappen!" Aber sie gingen zu weit hinaus, und von acht Töchtern kehrten nur drei zur Aalmutter wieder zurück, und diese jammerten: "Wir waren bloß ein wenig vor die Tür gegangen, als gleich der häßliche Aalstecher kam und fünf unserer Geschwister zu Tode stach." - "Die kommen schon wieder!" sprach die Aalmutter.- "Nein," sagten die Töchter, "Denn er verspeiste sie." - "Sie kommen schon wieder!" sagte die Aalmutter. - "Aber er trank Branntwein darauf!" versetzten die Töchter. - "Au, au" dann kehren sie nimmer wieder!" heulte die Aalmutter, "der Branntwein begräbt die Aale." - "Und deshalb muß man immer ein Glas Branntwein zu dem Gericht trinken!" sagte der Aalbauer.
Und diese Geschichte wurde der Flittergoldfaden, der humoristische Faden im Leben Jürgens. Auch er wollte gern ein wenig vor die Tür gehen und ein wenig die Bucht hinauf, das heißt, mit einem Schiff in die Welt hinaus, und die Mutter sprach wie der Aalbauer, "es gibt so viele schlechte Menschen, Aalstecher!" Doch ein wenig über die Sanddünen hinaus, nur ein wenig in die Heide hinein mußte er, und das gelang ihm denn auch. Vier fröhliche Tage, die lichtesten seiner Kindheit, rollten herauf, die ganze Herrlichkeit und Schönheit Jütlands, alle Freuden, aller Sonnenschein der Heimat lag in ihnen; er sollte zu einem Festgelage - ein Leichenschmaus war es allerdings.
Ein wohlhabender Verwandter der Fischerfamilie war gestorben; das Gehöft lag tief im Lande, ostwärts, einen Strich gegen Norden, wie es hieß. Vater und Mutter mußten dorthin, Jürgen sollte mit. Von den Dünen kamen sie über Heide und Moorland an die grüne Wiese, wo der Skjernfluß sich seine Bahn bricht, der Fluß mit den vielen Aalen, wo Aalmutter mit ihren Töchtern wohnte, die von schlechten Menschen gefangen und zerschnitten wurden: doch besser hatten die Menschen gar oft gegen ihre Mitmenschen nicht gehandelt; auch Herr Ritter Bugge wurde von bösen Menschen ermordet, und wie gut man ihn auch nannte, wollte er doch den Baumeister totschlagen, wie es in einer alten Legende heißt, der ihm sein Schloß mit den dicken Mauern und Türmen errichtet hatte, wo Jürgen mit seinen Pflegeeltern stand, wo der Fluß in die Bucht fällt. Die Auffahrt auf den Schloßwall war noch übriggeblieben, rote, zerbröckelte Mauerstücke lagen ringsumher. Hier hatte Ritter Bugge, als der Baumeister ihn verlassen hatte, zu seinem Knappen gesagt: "Geh ihm nach und sage: Meister, der Turm wackelt! Wendet er sich um, so schlägst du ihn tot und nimmst ihm das Geld ab, das ich ihm gab, wendet er sich aber nicht um, so läßt du ihn in Frieden ziehen!" Der Knappe gehorchte, und der Baumeister antwortete und sah sich nicht um: "Der Turm wackelt beileibe nicht, aber dereinst wird aus dem Westen ein Mann in einem blauen Mantel kommen, der wird ihn zum Wackeln bringen!" Und so geschah es hundert Jahre später, die Nordsee brach ein, und der Turm brach zusammen, doch der damalige Besitzer des Schlosses, Prebjörn Gyldenstjerne, baute höher hinauf, wo die Wiese aufhört, ein neues Schloß und das steht heute noch, es ist Nörre Vosborg.
An diesem vorüber ging die Reise Jürgens und seiner Pflegeeltern; während der langen Winterabende hatte man ihm davon erzählt, jetzt sah er den Herrenhof mit seinen doppelten Gräben, mit Bäumen und Gebüsch; der Wall, mit Farnkräutern überwuchert, erhob sich innerhalb des Grabens; aber das schönste waren die hohen Linden, die bis an die Dachfenster reichten und die Luft mit süßem Duft erfüllten. In einer Ecke des Garten nach Nordwesten zu stand ein großer Busch mit Blüten, gleich Winterschnee im Sommergrün; es war ein Holunderbusch, der erste, welchen Jürgen so hatte blühen sehen; den und die Linden vergaß er nie, die Kinderseele barg diese Erinnerungen voll Duft und Herrlichkeit für den alten Mann.
Von Nörre Vosborg an, wo der Holunder blühte, ging es bequemer weiter, denn sie trafen andere Gäste, die auch zu der Leichenfeier wollten und die zu Wagen waren; zwar mußten die drei hinten im Wagen auf einer kleinen Kiste sitzen, aber es war doch besser, als zu gehen, meinten sie. Die Reise ging nun zu Wagen über die holperige Heide dahin; die Ochsen, die den Wagen zogen, blieben dann und wann stehen, wo ein frischer Rasenfleck zwischen dem Heidekraut zum Vorschein kam, die Sonne schien warm, und wunderlich war es zu sehen, wie weit in der Ferne gleichsam ein Rauch wogte, und dieser Rauch war doch klarer als die Luft, er war durchsichtig, es war, als rollten und tanzten die Lichtstrahlen über die Heide dahin.
"Das ist der Lokemann, der seine Schafherde treibt," hieß es, und das war genug gesagt, um die Phantasie Jürgens zu wecken, ihm schien es, als führen sie nun in das Land der Märchen hinein und waren doch in der Wirklichkeit. Wie war es hier still! Weit und groß dehnte sich die Heide aus, aber gleich einem köstlichen Teppich; das Heidekraut blühte, die zypressengrünen Wacholderbüsche und die frischen Eichenschößlinge ragten gleich Buketts in der Heide hervor; wie einladend, um sich hier zu tummeln, wären nur nicht die vielen giftigen Nattern dagewesen, von denen sprach man und von den vielen Wölfen, die es hier gegeben hatte, weshalb auch der Kreis noch Wolfsborg-Kreis hieß. Der alte Mann, der die Ochsen lenkte, erzählte, wie zu Lebzeiten seines Vaters die Pferde hier oft einen harten Kampf gegen die jetzt ausgerotteten wilden Tiere hatten bestehen müssen und daß er eines Morgens, als er hierher kam, um die Pferde zu holen, eines von ihnen gefunden hatte, das mit beiden Vorderhufen auf einem Wolf stand, den es getötet hatte, wie aber auch das Fleisch von den Beinen des Pferdes ganz heruntergebissen gewesen war.
Zu schnell ging der Weg über die Heide und den tiefen Sand. Sie hielten vor dem Trauerhaus, woselbst es vollauf Gäste gab, drinnen und draußen; Wagen reihte sich an Wagen, Pferde und Ochsen grasten auf der mageren Weide; große Sanddünen, wie zu Hause an der Nordsee, erhoben sich hinter dem Gehöft und erstreckten sich weit und breit. Wie waren die hier heraufgekommen, drei Meilen ins Land hinein und ebenso hoch und groß wie die an der Meeresküste? Der Wind hatte sie gehoben und getragen, sie hatten auch ihre Geschichte.
Psalmen wurden gesungen, geweint wurde auch von einigen alten Leuten, sonst war alles fröhlich und vergnügt, wie es Jürgen schien, Essen und Trinken gab es in Hülle und Fülle, die herrlichsten fetten Aale, und auf diese muß man Branntwein gießen, "das fesselt den Aal," hatte der Aalbauer gesagt, und die Worte wurden freilich hier zur Tat.
Jürgen ging hier ein und aus; am dritten Tage fühlte er sich wie zu Hause, wie in dem Fischerhaus an den Sanddünen, wo er seine früheren Tage alle verlebt hatte. Hier auf der Heide war freilich ein ganz anderer Reichtum, hier wucherten Blumen und Preiselbeeren und Heidelbeeren, so groß und so süß und in solchen Mengen, daß sie beim Auftreten zerquetscht wurden, so daß das Heidekraut von dem roten Saft troff.
Hier ein Hünengrab, dort ein zweites; Rauchsäulen hoben sich in die stille Luft, es sei der Heidebrand, hieß es, der leuchtete schön am späten Abend. Jetzt kam der vierte Tag heran, und mit dem ging der Leichenschmaus zu Ende - nun ging es wieder von den Landdünen in die Stranddünen.
"Unsere sind doch die richtigen!" sagte der alte Fischer, Jürgens Pflegevater, "Diese hier haben keine Macht."
Und man sprach davon, wie die Sanddünen so ins Land hineingekommen waren, und das war alles sehr begreiflich. An der Küste war eine Leiche aufgefunden worden, die Bauern hatten sie auf dem Kirchhof begraben,da begann der Sandsturm, das Meer brach gewaltsam ein; ein kluger Mann im Kirchspiel riet, das Grab zu öffnen und nachzusehen, ob nicht der Begrabene da liege und an seinem Daumen lutsche, denn dann wäre es ein Meermann, den sie begraben hätten, und das Meer würde nicht ruhen, bis es ihn wieder geholt habe; das Grab wurde geöffnet - und richtig, er lag da und lutschte an dem Daumen, und nun legten sie ihn auf einen Karren, spannten zwei Ochsen vor denselben, und wie von einer Natter gebissen jagten sie nun dahin mit dem Meermann über Heide und Moorland in das Meer hinaus, da hielt der Flugsand inne, aber die Dünen liegen noch da. Dies alles hörte und behielt Jürgen im Gedächtnis aus den glücklichsten Tagen seiner Kindheit, den Tagen des Leichenschmauses.
Wie herrlich war das, hinauszukommen in fremde Gegenden und fremde Menschen zu sehen, und er sollte noch weiter kommen. Er war keine vierzehn Jahre als, noch ein Kind; er ging auf ein Schiff, kam hinaus, um zu erfahren, was die Welt gibt: böses Wetter, starken Seegag, bösen Sinn, harte Menschen lernte er kennen, er wurde Schiffsjunge! Schlechte Kost, kalte Nächte, Prügel und Faustschläge gab es; da spürte er etwas in seinem hochadeligen spanischen Blut, das gleichsam aufwallte und mit bitteren Worten ihm die Lippen schäumen machte - aber es war doch wohl das klügste, sie wieder zu verschlucken, und das war ein Gefühl, wie es dem Aal zumute sein muß, wenn er gehäutet, zerschnitten und in die Bratpfanne gelegt, wird.
"Ich komme wieder!" sprach es in seinem Innern. Er sah die spanische Küste, das Vaterland seiner Eltern, die Stadt selbst, wo sie in Wohlstand und Glück gelegt hatten, sah er, aber er wußte nicht von Heimat und Familie, seine Familie wußte noch viel weniger von ihm.
Der arme Schiffsjunge durfte auch nicht an Land gehen - doch am letzten Tag, an dem das Schiff hier im Hafen lag, kam er ans Land; es sollten verschiedene Einkäufe gemacht werden, und er sollte sie an Bord tragen.
Da stand Jürgen in schlechten Kleidern, die sahen aus, als seien sie im Graben gewaschen und im Schornstein getrocknet worden; zum ersten Mal sah er, der Dünenbewohner, eine große Stadt. Wie waren doch die Häuser hoch, die Straßen ganz mit Menschen überfüllt, einige drängten hier-, andere dorthin, es war wie ein ganzer Mahlstrom von Städtern und Bauern, von Mönchen und Soldaten, ein Schreien und Rufen, ein Klingeln von Esel- und Mauleselglöckchen, die Kirchenglocken läuteten sogar dazwischen! Sang und Klang, Hämmern und Klopfen durcheinander; jeder Berufsstand hatte seine Werkstatt im Hausflur oder auf dem Bürgersteig, und dazu brannte die Sonne so heiß, die Luft war so schwül, es war, als befände man sich in einem Backofen voll Mistkäfern, Maikäfern, Bienen und Fliegen, es summte und brummte; Jürgen wußte weder wo er ging, noch wo er stand. Da erblickte er aber gerade vor sich das mächtige Portal des Doms, die Lichter strahlten heraus aus den dunklen Wölbungen, und ein Duft von Weihrauch strömte ihm entgegen. Selbst der ärmste Bettler in Lumpen wagte sich die Treppe hinan in den Tempel. Der Matrose, dem Jürgen mitgegeben war, nahm den Weg durch die Kirche, und Jürgen stand im Heiligtum. Bunte Bilder strahlen auf goldenem Grund; die Gottesmutter mit dem Jesuskind stand auf dem Altar, umgeben von Lichtern und Blumen, Priester in festlichen Gewändern sangen; und schön geschmückte Chorknaben schwenkten die silbernen Räuchergefäße, welche Herrlichkeit, welche Pracht sah er hier, es durchströmte seine Seele, es überwältigte ihn; die Kirche und der Glaube seiner Eltern umfingen ihn und schlugen einen Akkord in seiner Seele an, so daß ihm Tränen in die Augen traten.
Von der Kirche ging es auf den Marktplatz, hier bekam er eine Menge Eßwaren zu tragen; der Weg bis zum Hafen war nicht kurz, müde und überwältigt von den wechselnden Eindrücken ruhte er einige Augenblicke aus vor einem prächtigen Haus mit marmornen Säulen, Statuen und breiten Treppenaufgängen; hier lehnte er seine Last an die Mauer, da trat ein betreßter Türsteher hervor, erhob seinen silberbeschlagenen Stock gegen ihn und jagte ihn fort, ihn - den Enkel des Hauses; aber das wußte niemand dort, er selber am allerwenigsten. Und nachher ging es wieder an Bord; Knuffe und harte Worte, wenig Schlaf und viel Arbeit - so hatte er denn auch das versucht! Und es soll gar gut sein, in der Jugend Böses zu leiden, sagt man - ja, wenn das Alter dann Gutes bringt.
Seine Verdingzeit auf dem Schiff war abgelaufen, das Fahrzeug lag wieder bei Ringkjöbing in Jütland, er kam an Land und nach Hause in die Sanddünen bei Huusby, allein die Pflegemutter war gestorben, während er auf der Reise gewesen war.
Ein strenger Winter folgte dem Sommer, Schneestürme jagten über Meer und Land dahin, man hatte Mühe, irgendwohin zu gelangen. Wie unterschiedlich war doch alles in dieser Welt verteilt! Hier heftige Kälte und Schneestürme, während im spanischen Land brennende Sonnenglut und starke Hitze herrschten; und doch, wenn es hier in der Heimat einen recht frostklaren Tag gab und Jürgen die Schwäne in Scharen über das Meer landeinwärts nach Vosborg hinausziehen sah, schien es ihm doch, als wenn man hier am leichtesten atme, und auch hier war herrlicher Sommer! In Gedanken sah er dann die Heide blühen und wuchern mit reifen, saftigen Beeren, sah den Holunder und die Linden bei Vosborg in Blüte stehen; dorthin mußte er doch noch einmal.
Der Frühling kam heran, die Fischerei begann, Jürgen war dabei ein tüchtiger Gehilfe; er war gewachsen im verflossenen Jahr und war flink bei der Arbeit, er war voll Leben, er konnte schwimmen, Wasser treten, sich wenden und tummeln draußen in den Fluten, oft warnte man ihn, sich vor den Schwärmen der Makrelen zu hüten; die packen den besten Schwimmer, ziehen ihn hinab, fressen ihn auf, und fort ist er; aber das wurde nicht Jürgens Los.
Beim Nachbarn in der Düne war ein Knabe namens Martin, mit dem Jürgen sich gut vertrug; beide nahmen auf ein und demselben Schiff nach Norwegen Dienst, gingen auch zusammen nach Holland, und sie hatten nie Zank miteinander, aber Zank kann es einmal leicht geben, und ist man von Natur aus heftig, so zeigt man leicht etwas zu starke Gebärden, und das tat Jürgen einmal bei einer Gelegenheit, als sie an Bord in Streit gerieten über gar nichts. Sie saßen gerade hinter der Kajüte und aßen aus einem tönernen Teller, welchen sie zwischen sich gestellt hatten; Jürgen hielt sein Taschenmesser in der Hand, zückte es gegen Martin und wurde dabei kreideweiß und blicke bös aus den Augen. Und Martin sagte nur: "Ach so, du bist einer von denen, die das Messer ziehen!"
Kaum war das gesagt, so fiel auch die Hand Jürgens herab, er erwiderte keine Silbe, aß weiter und ging darauf an seine Arbeit; als sie sich wieder ausruhten, trat er auf Martin zu und sagte:
"Schlage mich nur geradezu ins Gesicht! Ich habe es verdient! Ich habe so etwas wie einen Topf in mir, der überkocht!" - "Laß das man gut sein!" sprach Martin, und darauf waren sie fast doppelt so gute Freunde wie vorher, ja, als sie später nach Hause in die Dünen kamen und ihre Erlebnisse erzählten, wurde auch dieses erzählt, und Martin sagte, Jürgen sei zwar heftig, aber ein guter Kerl. Jung und gesund waren sie beide, wohlgewachsen und stark, aber Jürgen war der gewandtere.
In Norwegen ziehen die Bauersleute auf die Berge und führen das Vieh auf die Höhen, um es dort zu weiden; an der Westküste Jütlands hat man zwischen den Sanddünen Hütten errichtet, die aus Wrackteilen gezimmert und mit Heidetorf und Heidekraut gedeckt sind, Schlafstellen befinden sich rings an den Wänden, in ihnen schläft und wohnt das Fischervolk während der ersten Frühlingszeit. Jeder Fischer hat seine Gehilfin, seine Schaffnerin wie sie genannt wird, deren Tun besteht darin, den Köder an die Fischhaken zu stecken, die Fischer, wenn sie an Land kommen, mit Warmbier zu empfangen, ihnen Essen zu bereiten, wenn sie ermüdet und hungrig in die Hütte zurückkehren. Ferner schleppen die Schaffnerinnen die Fische vom Boote weg, schneiden sie auf, nehmen sie aus und haben viel zu tun.
Jürgen, sein Vater, ein paar andere Fischer und deren Schaffnerinnen hatten eine Hütte gemeinsam; Martin wohnte in der Nachbarhütte. Eins von den Mädchen, namens Else, hatte Jürgen von Kindheit an gekannt, sie sahen sich gern und hatten in vielen Dingen denselben Sinn, aber im Äußeren waren sie ganz und gar verschieden: er war braun, sie war weiß und hatte flachsgelbes Haar und Augen so blau wie das Meer bei Sonnenschein. Eines Tages, als sie zusammen gingen und Jürgen ihre Hand in der seinigen hielt, recht fest und innig hielt, sagte sie zu ihm:
"Jürgen, ich habe etwas auf dem Herzen! Laß mich Schaffnerin bei dir sein, denn du bist mir wie ein Bruder. Martin aber, der mich gemietet hat - er und ich sind Liebesleute, doch das brauchst du den andern nicht zu erzahlen."
Und es war Jürgen, als wenn der Flugsand sich unter ihm bewegte, er sagte kein Wort, nickte aber mit dem Kopf und das bedeutete so viel wie "ja"; mehr war nicht nötig, aber er fühlte mit einem Mal in seinem Herzen, daß er Martin nicht ausstehen konnte, und je länger er darüber nachsann, so hatte er früher nie an Else gedacht, desto klarer wurde es ihn, daß Martin ihm das einzige, das er lieb hatte, gestohlen hatte, und was war wirklich Else, jetzt war es ihm plötzlich klar.
Ist die See einigermaßen bewegt und kehren die Fischer in ihrem großen Boot zurück, dann sieh einmal, wie sie über die Riffe hinwegsetzen: einer der Leute steht aufrecht im Vorderteil des Bootes, die andern geben auf ihn acht, sitzen an den Rudern, die sie vor dem Riff so gebrauchen, als wollten sie nicht an Land, sondern in die See hinaus, so lange, bis endlich derjenige, der im Boot aufrecht steht, ihnen ein Zeichen gibt, daß jetzt die größere Woge herankommt, die das Boot über das Riff hebt; und das Boot wird nun auch hochgehoben, dermaßen gehoben, daß man vom Land aus seinen Kiel erblickt, im nächsten Augenblick ist das ganze Fahrzeug von den hohen Wellen gänzlich dem Auge entrückt, weder Boot noch Leute noch Mast sind zu sehen, man könnte glauben, das Meer habe sie alle verschlungen; wenige Augenblicke aber, und sie tauchen so empor, als krieche ein großes Seetier die Woge hinan, die Ruderstangen bewegen sich, als habe das Tier Beine; beim zweiten und dritten Riff geht es wie beim ersten, und nun springen die Fischer ins Wasser, ziehen das Boot ans Land, jeder Wellenschlag ist ihnen behilflich und bringt es einen guten Ruck vorwärts, bis sie es endlich aus dem Bereich der Brandung heraus haben.
Ein falscher Befehl vor dem Riff, nur ein Zaudern, und sie scheitern unfehlbar. "Dann wäre es mit mir vorbei und auch mit Martin!" Der Gedanken überkam Jürgen draußen auf See, wo gerade sein Pflegevater ernstlich erkrankt war. Das Fieber packte ihn; es war wenige Ruderschläge vor dem Riff, Jürgen sprang vom Sitz auf und stellte sich in das Vorderteil.
"Vater, laß mich vor!" sprach er, und sein Blick schweifte über Martin und über die Wogen dahin, aber als jede Ruderstange sich bei den kräftigen Zügen bewegte und er an die größte Woge herankam, da sah er das blasse Antlitz seines Vaters und - konnte nicht seiner bösen Eingebung gehorchen. Das Boot kam gut über das Riff und aufs Land; allein der böse Gedanke blieb ihm im Blut, und dieser ließ jede kleine Faser der Bitterkeit wieder hochkommen, die in seiner Erinnerung aus der Zeit der Kameradschaft zurückgeblieben war, doch zusammenzuspinnen vermöchte er die Faser nicht, und so unterließ er es, Martin hatte ihn beraubt, das fühlte er, und das genügte freilich, ihn zu hassen. Einige der Fischer bemerkten das wohl, Martin selber nicht, er war wie früher dienstwillig uni gesprächig, das letztere ein wenig zu sehr.
Jürgens Vater mußte das Bett hüten, und es wurde sein Totenbett. Die Woche darauf starb er - und nun bekam Jürgen als Erbe das Hauschen hinter den Dünen, zwar ein geringes Haus, aber immerhin etwas; so viel besaß Martin nicht.
"Jetzt wirst du doch keinen Seedienst mehr nehmen, Jürgen? Wirst wohl jetzt immer bei uns bleiben!" sprach einer der alten Fischer. Das war aber nicht nach Jürgens Sinn, er dachte gerade daran, sich wieder ein wenig in der Welt umzuschauen. Der Aalbauer aus Fjaltring hatte einen Ohm in Alt-Skagen, der war Fischer, aber zugleich ein wohlhabender Kaufmann, der Schiffe zur Seite hatte; der sollte ein recht lieber, alter Mann sein, in dessen Dienst zu treten, wäre wohl nicht übel. Alt-Skagen liegt im hohen Norden Jütlands, so weit von den Huusby-Dünen entfernt, wie man hierzulande nur kommen kann, und das war es gerade, was Jürgen am meisten gefiel, er wollte nicht einmal bis zur Hochzeit Elses und Martins hierbleiben, die sollte in einigen Wochen stattfinden.
Das sei unklug, die Gegend zu verlassen, meinte der alte Fischer, Jürgen habe ja jetzt ein Haus, Else würde noch geneigt sein, ihn lieber zu nehmen als Martin.
Jürgen antwortete hierauf so unzusammenhängend, daß es nicht leicht war, aus seiner Rede klug zu werden, aber der Alte führte Else zu ihm; sie sprach wenig, aber das sagte sie: "Du hast jetzt ein Haus, das muß bedacht werden." Und Jürgen bedachte vieles. Das Meer hat schwere Wogen, das Menschenherz hat noch schwerere, viele Gedanken, starke und schwache, gingen Jürgen wirr durch den Kopf und Sinn und er fragte Else:
"Wenn nun Martin ein Haus hätte, so wie ich, wen nähmst du dann am liebsten?" - "Aber Martin hat keins und wird auch keins kriegen!" - "Aber denken wir uns, daß er eins bekäme!" - "Ja, dann nähme ich wohl Martin, denn so ist mir jetzt ums Herz - aber davon kann man doch nicht leben!"
Und Jürgen dachte darüber nach, die ganze Nacht. Etwas gärte in seinem Innern, er selber vermochte nicht recht, es sich klar zu machen, aber er hatte einen Gedanken, der stärker war als seine Liebe zu Else; und so ging er zu Martin, und was er dort sagte und tat, war wohl überlegt, er überließ Martin unter den billigsten Bedingungen das Haus, er selber wollte wieder zur See gehen, weil es ihn so gelüstete. Und Else küßte ihn mitten auf den Mund, als sie das erfuhr, denn sie zog ja Martin allen vor.
In früher Morgenstunde wollte Jürgen fort. Am Abend vorher, es war schon spät, überkam ihn die Lust, Martin noch einmal zu besuchen, er ging, und zwischen den Dünen begegnete ihm der alte Fischer, dem seine Abreise nicht gefiel. Der Alte witzelte über Martin und meinte, das gehe nicht mit rechten Dingen zu, daß alle Mädchen den so gern hätten. Jürgen schlug diese Rede in den Wind, sagte dem Alten Lebewohl und ging auf das Haus zu, wo Martin wohnte, darinnen vernahm er lautes Gerede, Martin war nicht allein; Jürgen wurde deshalb schwankend in seinem Vorsatz, mit Else mochte er am wenigsten zusammentreffen, und wenn er es sich recht überlegte, mochte er auch nicht, daß Martin sich noch einmal bei ihm bedankte, und er kehrte wieder um.
Am folgenden Morgen, vor Tagesanbruch, schnürte er seinen Ranzen, nahm sein hölzernes Eßkästchen zur Hand und schritt zwischen den Sanddünen hindurch auf den Strandweg zu; der Weg war hier leichter zu gehen, als der schwere Sandweg und außerdem kürzer, denn er wollte erst nach Fjaltring bei Bowberg, wo der Aalbauer wohnte, dem er einen Besuch versprochen hatte.
Das Meer lag blank und blau vor ihm, Muschelschalen und Muscheln, das Spielzeug seiner Kindheit, knirschten ihm untern den Füßen. Während er so dahinschritt, begann plötzlich seine Nase zu bluten, ein geringfügiges Ereignis, das aber auch seine Bedeutung haben kann; ein Paar große Blutstropfen fielen auf seinen Ärmel, er wischte sie ab, stillte das Blut wieder, und es schien ihm, als habe der Blutverlust ihm ordentlich Kopf und Sinn erleichtert. Im Sande glühte hin und wieder der Meerkohl, er brach einen Stengel davon ab und steckte ihn auf seinen Hut; fröhlich und guter Dinge wollte er sein, ging es doch in die weite Welt, "ein wenig vor die Tür, die Bucht hinaus," wie die jungen Aale gesagt hatten. "Hütet euch vor den bösen Menschen, die euch fangen, das Fell abziehen, entzweischneiden und in die Bratpfanne legen!" wiederholte er in seinem stillen Sinn und lächelte dabei, er würde schon mit heiler Haut durch die 'Welt kommen, frischer Mut ist eine gute Wehr!
Die Sonne stand schon hoch, als er sich der schmalen Einfahrt des Nissumfjordes näherte, er blickte zurück und sah eine weite Strecke hinter sich zwei Reiter heransprengen, noch von anderen Leuten begleitet, allein das ging ihn nichts an.
Die Fähre lag auf der entgegengesetzten Seite des Fjordes; Jürgen rief den Fährmann heraus, und als dieser mit dem Boot herüberkam, stieg er ein; doch ehe er noch die halbe Strecke der Überfahrt zurückgelegt hatte, kamen die Männer, die so eilig hinter ihm geritten waren, heran, riefen dem Fährmann zu, drohten und nannten den Namen der Obrigkeit. Jürgen begriff nicht, wozu, aber er meinte, es sei das beste, umzukehren, nahm selber die eine Ruderstange zur Hand und ruderte zurück; in demselben Augenblick, als das Boot wieder am Land anlegte, sprangen die Leute auch hinein, und eh er es sich versah, schlangen sie einen Strick um seine Hände. "Deine böse Tat wird dich das Leben kosten!" sprachen sie, "Gut, daß wir dich haben!" Nichts Geringeres als einen Mord warfen sie ihm vor; man hatte Martin tot mit einem Messerstich durch den Hals, aufgefunden; einer der Fischer war gestern abend spät Jürgen begegnet, der zu Martin ging, es war nicht das erste Mal, daß Jürgen das Messer gegen Martin erhoben hatte, das wußte man, er mußte der Mörder sein; die Stadt und das Gericht waren weit entfernt, der Wind blies ihnen entgegen, aber um zur Fahrstelle und über die Bucht zu gelangen, brauchten sie keine halbe Stunde, von dort war es nur eine Viertelmeile nach Nörre Vosborg, dem großen Schloß mit Wällen und Gräben. Ein Fischer, ein Bruder des Großknechts dort, war einer der Reiter, und der meinte, man könnte wohl erwirken, daß Jürgen bis auf weiteres in das Loch auf Vosborg gesteckt würde, wo die Zigeunerin Langenmarthe bis zu ihrer Hinrichtung gesessen hatte.
Was Jürgen zu seiner Verteidigung sagte, wurde nicht beachtet; ein paar Blutstropfen auf seinem Hemdärmel sprachen schwer gegen ihn. Jürgen war sich aber seiner Unschuld bewußt, und da es hier und sogleich zu keiner Rechtfertigung kommen konnte, so ergab er sich in sein Schicksal.
Man ging nun an Land, gerade an der Stelle, wo Ritter Bugges Schloß gestanden hatte, wo Jürgen mit seinen Pflegeeltern nach dem Fest, der Begräbnisfeier, umhergegangen war, die viel seligsten, lichtvollsten Tage seiner Kindheit verlebt hatte. Er wurde denselben Weg über die Wiese nach Vosborg hinangeführt, und wieder blühte hier der Holunder, die hohen Linden dufteten, ihm war, als sei er gestern hier gewesen.
In den beiden Flügeln des Schlosses führt eine Treppe unter dem Aufgang hinüber, von da aus gelangt man in einen niedrigen, gewölbten Keller; hier hatte Langenmarthe gesessen, von hier aus war sie aufs Hochgericht gewandert; sie hatte fünf Kinderherzen gegessen und war in dem Wahne gewesen, daß sie, wenn sie noch zwei mehr bekommen hätte, denn fliegen und sich unsichtbar hätte machen können. In der Mitte des Kellers befand sich ein kleines enges Luftloch ohne Fenster; die duftenden Linden vermochten nicht, hier hinein eine Labung zu senden, drinnen war alles dunkel und moderig; eine Pritsche nur stand hier, aber ein gutes Gewissen ist ein gutes Ruhekissen, ja, und deshalb konnte Jürgen auch gut ruhen.
Die aus dicken Bohlen gezimmerte Tür war geschlossen, eine eiserne Stange außen vorgeschoben; allein der Kobold des Aberglaubens schleicht sich durch ein Schlüsselloch, auf den Herrenhof so gut wie in die Fischerhütte, warum nicht hier herein, wo Jürgen saß und an Langenmarthe und ihre Untaten dachte; ihre letzten Gedanken, die Nacht vor der Hinrichtung hatten diesen Raum erfüllt; ihm kam all der Zauber in den Sinn, der hier in alten Zeiten gespukt hatte, als der Herr Schwanwedel hier hauste, und es war ja bekannt genug, daß heutzutage noch der Kettenhund, der auf der Brücke stand, jeden Morgen über dem Geländer an der Kette erhängt gefunden wurde. Dies alles erfüllte und durchschauerte Jürgen, doch ein Sonnenstrahl, ein labender Gedanke drang auch an diesen Ort von außen in sein Inneres, es war die Erinnerung an den blühenden Holunder und die duftenden Linden. Lange blieb er hier nicht sitzen; man führte ihn in die Stadt Ringkjöbing, wo sein Gefängnis ebenso streng war.
Jene Zeiten waren nicht unsere; gegen den gemeinen Mann verfuhr man hart, es war nur kurz nach den Zeiten, wo Bauerngehöfte und Bauerndörfer in neuen Rittergütern aufgingen, und bei diesem Regiment wurden Kutscher und Bediente oft Gerichtsamtmänner und hatten es in der Gewalt, den Geringen und Armen oft wegen eines kleinen Vergehens zum Verlust von Hab und Gut und zum Auspeitschen zu verurteilen; noch fanden sich hier und dort Richter dieser Art, und in Jütland, weit von der Hauptstadt und dem aufgeklärten, wohlgesinnten Lenker der Regierung entfernt, wurde das Gesetz zuweilen noch gehandhabt, wie es eben ging, und das war noch das kleinste Ungemach, das Jürgen betreffen konnte, daß man seine Untersuchung in die Länge zog.
Kalt und schaurig war sein Aufenthaltsort; wann würde diese Lage wohl ein Ende haben? Unverschuldet war er in Trübsal und Elend geraten, das war sein Los! Zeit hatte er jetzt, über sein Los in dieser Welt nachzudenken und weshalb wohl gerade ihm ein solches beschieden war; ja, das würde sich im jenseitigen Leben erst aufklären, in dem Leben nach diesem, das uns gewißlich erwartet; der Glaube war fest in ihm geworden in der armen Fischerhütte, das, was in der Fülle und dem Sonnenschein Spaniens in seines Vaters Gedanken nicht hineingeleuchtet hatte, wurde ihm in der Dürftigkeit und Finsternis ein Licht des Trostes, ein Gnadenmittel Gottes, und das trügt nie.
Die Frühlingsstürme stellten sich ein. Man hört das Rollen und Dröhnen der Nordsee meilenweit ins Land hinein, aber erst wenn der Sturmwind aufhört; es klingt, als wenn schwere Wagen zu Hunderten über einen harten unterhöhlten Weg dahinfahren; Jürgen vernahm diese Töne in seinem Gefängnis, und es war ihm eine Abwechslung, keine Melodie hätte ihm mehr zu Herzen gehen können als gerade diese Töne, das rollende Meer, das freie Meer, auf welchem man durch die Welt getragen wird, mit den Winden dahinfliegt und, wohin man auch gerät, sein eigen Haus bei sich führt, wie die Schnecke immer auf eigenem, auf heimatlichem Grund und Boden steht, selbst in fremdem Land.
Wie lauschte er auf das tiefe Dröhnen, wie tauchten ihm die Erinnerungen herauf: "Frei, frei!" Wie glücklich, frei zu sein, selbst ohne Schuhe und mit zerlumpten Hemd!" Dann und wann flammte es bei solchen Gedanken auf in seinem Innern, und er schlug mit geballter Faust gegen die dicke Wand.
Wochen, Monate, ein ganzes Jahr war verstrichen, da ergriff man einen Herumtreiber, Nils Dieb, der "Roßhändler" wurde er auch genannt, und nun kamen die besseren Zeiten, es wurde bekannt, welches Unrecht Jürgen hatte erdulden müssen.
In der Nähe von Ringkjöbing bei einem Häusler, der einen Ausschank hatte, waren an dem Nachmittag vor Jürgens Abreise von der Heimat, und vor dem Mord, Nils Dieb und Martin zusammengetroffen; es wurden ein paar Gläser getrunken, und die sollten wohl keinem Mann in den Kopf steigen, aber sie genügten doch, um bei Martin die Redseligkeit zu steigern, er schnitt auf, erzählte, daß er ein Haus bekommen habe und heiraten wolle, und als Nils fragte, wo das Geld dazu sei, schlug Martin hochmütig auf die Tasche und sagte: "Das Geld ist da, wo es sein soll!."
Diese Prahlerei kostete ihm das Leben; als er sich nach Hause begab, ging Nils ihm nach und jagte ihm ein Messer durch die Kehle, um dem Ermordeten das Geld zu nehmen, das nicht vorhanden war.
Dies wurde weitläufig auseinandergesetzt; uns genügt es nun, zu wissen, daß Jürgen wieder frei kam, aber was erhielt er als Ersatz dafür, daß er Jahr und Tag im Gefängnis gelitten hatte, vor allem Verkehr mit Menschen ausgestoßen gewesen war? Man sagte ihm, es sei noch sein Glück, daß er unschuldig war, er könne jetzt gehen. Der Bürgermeister gab ihm zwei Taler Reisegeld, und mehrere Bürger der Stadt setzten ihm Essen und Bier vor; es gab doch noch gute Menschen! Nicht alle "schinden und braten." Aber das beste war doch, daß Kaufmann Brönne aus Skagen, derselbe, bei dem Jürgen vor einem Jahr Dienst nehmen wollte, sich gerade in diesen Tagen in Geschäften in der Stadt Ringkjöbing aufhielt; Brönne erfuhr den ganzen Zusammenhang. Herz hatte der Mann, er begriff, was Jürgen empfunden und gelitten haben mußte, und er nahm sich nun vor, das wieder gutzumachen und Jürgen spüren zu lassen, daß es auch noch gute Menschen gebe.
Es ging jetzt aus dem Gefängnis in die Freiheit, ins Himmelreich zu Liebe und Herrlichkeit; auch diesen Gang sollte er wandern; kein Becher des Lebens ist reiner Wermut, kein guter Mensch könnte einem anderen Menschen den einschenken, sollte denn Gott, die Alliebe selber, es können?
"Lassen wir das alles nun begraben und vergessen sein!" sagte der Kaufmann Brönne; "ziehen wir einen recht dicken Strich unter das letzte Jahr, ja, wir wollen den Kalender sogar verbrennen! Und in zwei Tagen reisen wir in das friedliche, liebe und fröhliche Skagen! Ein abgelegener Winkel, sagen sie, ist Skagen; ein lieber guter Ofenwinkel ist es, mit offenen Fenstern in die weite Welt hinaus."
Das war eine Reise! Das hieß wieder Atemholen! Aus der kalten Gefängnisluft in den warmen Sonnenschein hinaus. Die Heide stand über und über mit blühendem Ginster in vollem Flor, und der Hirtenknabe saß auf dem Hünengrab und blies seine Flöte, die er sich aus einem Schafsknochen geschnitzt hatte. Fata morgana, die reizende Lufterscheinung der Wüste, zeigte sich mit hängenden Gärten und schwimmenden Wäldern und auch die wunderlich leichte Luftwallung, der Höhenrauch, von dem es hier heißt, es sei Lokemann, der seine Herde treibt.
Hinauf durch das Land der Wendeln, hinauf nach Skagen ging es, von wo die Männer mit den langen Bärten, die Langobarden, ausgewandert waren, damals, als unter König Snio alle Kinder und alten Leute getötet werden sollten, das edle Weib Gambaruck aber den Vorschlag machte, die jungen Leute sollten lieber auswandern; dies alles war Jürgen bekannt, so gelehrt war er, und kannte er auch nicht das Land der Langobarden hinter den hohen Alpen, so wußte er doch, wie es dort aussehen mußte, war er doch als Knabe selber im Süden, in Spanien gewesen, er gedachte der dort aufgetürmten Südfrüchte, der roten Granatblüten, des Summens, Brummens und Glockenklanges in dem großen Bienenkorb, der Stadt dort, aber am schönsten ist es doch in dem Lande der Heimat; Jürgens Heimat war Dänemark.
Endlich erreichten Sie "Wendilskaga," wie Skagen in alten norwegischen und isländischen Schriften heißt. Schon damals dehnten sich Alt-Skagen und die West- und Oststadt meilenweit hin mit Sanddünen und Ackerland bis zu dem Leuchtturm in der Nähe von "Skagens Horn"; die Häuser lagen dort wie jetzt, hingestreut zwischen aufgewehten, wechselnden Sandhügeln, eine Wüste, wo der Wind in dem losen Sand spielt und wo Möwen und wilde Schwäne sich hören lassen, daß es ins Ohr schneidet! Im Südwesten, eine Meile vom Meer, liegt Alt-Skagen, und hier wohnte Kaufmann Brönne, hier sollte Jürgen nun leben. Das große Wohnhaus war mit Teer angestrichen, die kleineren Wirtschaftshäuser hatten jedes ein umgestülptes Boot als Dach, der Schweinestall war aus Wrackstücken gezimmert, eine Umzäunung gab es hier nicht, war doch auch nichts da zu umzäunen, aber an Leinen in langen Reihen, eine über der anderen, hingen aufgeschnittene Fische, um im Winde zu trocknen. Das ganze Meerufer war mit verdorbenen Heringen überhäuft, das Netz war kaum ins Meer geworfen, als auch schon die Heringe fuderweise an Land gezogen wurden, es gab dort zuviel davon, man warf sie wieder ins Meer oder ließ sie am Strand liegen.
Frau und Tochter des Kaufmanns, ja, auch die Hausleute kamen dem zurückkehrenden Alten jubelnd entgegen, da war ein Händedrücken, ein Rufen, ein Reden, und die Tochter, welch liebes Gesicht und welche lieblichen Augen hatte sie! Im Hause war's gemütlich und geräumig. Goldbutten, die ein König als ein Prachtgericht angesehen hätte, kamen auf den Tisch, Wein aus den Weinbergen Skagens, dem großen Meer, wurde aufgetragen, die Trauben rollten gekeltert an Land in Fässern und auch in Flaschen.
Als Mutter und Tochter nachher erfuhren, wer Jürgen war und wie unschuldig er gelitten hatte, blickten sie ihn noch freundlicher an, und am freundlichsten strahlten die Augen der lieblichen Jungfrau Clara. Jürgen fand eine liebe Heimat in Alt-Skagen, es tat seinem Herzen wohl, und sein Herz hatte ja viel ertragen müssen, auch den bitteren Kelch der Liebe, der verhärtet oder erweicht, ja nach den Umständen; Jürgens Herz war noch weich, es war jung, es hatte noch Raum übrig, und deshalb war es gewiß sehr gut, daß es sich so traf, daß Jungfrau Clara in drei Wochen mit dem Schiff des Vaters nach Christiansand in Norwegen hinauffahren sollte, um eine Tante zu besuchen und den ganzen Winter dort zu verweilen.
Am Sonntag vor der Abreise waren alle in der Kirche zum heiligen Abendmahl; die Kirche war groß und schön, Schotten und Holländer hatten sie vor Jahrhunderten gebaut, sie lag eine kleine Strecke von der Stadt entfernt, etwas beschädigt war sie, und der Weg in dem tiefen Sande war beschwerlich, doch man schritt gern dahin, um in Gottes Haus zu gelangen, Psalmen zu singen und die Predigt zu hören. Der Sand lag bis über die Ringmauer des Kirchhofs hin, aber die Gräber hielt man noch immer frei vom Sand.
Es war die größte Kirche nördlich den Limfjords. Jungfrau Maria mit goldener Krone auf dem Haupt und dem Jesuskind im Arme stand wie lebendig auf dem Altar, die heiligen Apostel waren im Chor ausgemeißelt, an der Wand dort hingen Porträts von den alten Bürgermeistern und Ratsherren des Städtchens Skagen; die Kanzel war Schnitzwerk. Die Sonne schien belebend in die Kirche hinein, und ihr Glanz fiel über den blanken messingnen Kronleuchter und das kleine Schifflein, das von der Decke herabhing.
Jürgen war überwältigt von einem heiligen kindlichen Gefühl wie damals, da er als Knabe in den reichen Dom in Spanien gestanden hatte, hier aber war das Gefühl doch anders, weil er sich bewußt war, ein Glied der Gemeinde zu sein. Nach der Predigt folgte das heilige Abendmahl, er genoß das Brot und den Wein, und es fügte sich so, daß er neben Jungfrau Clara kniete; allein seine Gedanken waren so ausschließlich auf Gott und die heilige Handlung gerichtet, daß er erst, als sie sich erhob, seine Nachbarin bemerkte; er sah Tränen über ihre Wangen rollen.
Zwei Tage später verließ sie Skagen und ging nach Norwegen; er blieb zurück und machte sich im Hause und in der Wirtschaft nützlich; er ging auf Fischfang, und da waren Fische, damals in noch größerer Menge als jetzt; die Scharen der Makrelen leuchteten in finsteren Nächten und zeigten selber an, wo sie zogen, der Knurrhahn knurrte, und die Kohlkrabbe heulte, wenn sie gejagt wurde, die Fische sind nicht so stumm, wie man von ihnen sagt; Jürgen aber war stumm mit dem, was er im Herzen trug - aber einmal würde das wohl auch ans Tageslicht gelangen.
Jeden Sonntag, wenn er in der Kirche saß und sein Blick sich auf die Muttergottes am Altar richtete, haftete sein Auge auch eine Weile auf der Stelle, wo Jungfrau Clara an seiner Seite gekniet hatte, und er gedachte ihrer und wie herzlich und gut sie gegen ihn gewesen war.
Der Herbst kam mit Regen- und Schneewetter, das Wasser blieb auf den Wegen stehen, der Sand konnte all das Wasser nicht einsaugen, man mußte von Haus zu Haus waten, wenn nicht sogar im Kahn fahren; die Stürme warfen ein Schiff nach dem andern auf die todbringenden Riffe, Schnee- und Sandstürme rasten, der Sand flog um die Häuser herum und legte sich hoch an ihnen hinaus, so daß die Bewohner oben aus dem Schornstein hinauskriechen mußten, aber hier oben an der Nordsee Strand war das nichts Bemerkenswertes; im Zimmer war es gemütlich, gab es Schutz und Wärme, Heidetorf und Wrackstücke knisterten im Ofen, und Kaufmann Brönne las laut vor aus einer alten Chronik, las von dem Dänenprinzen Hamlet, der von England aus hier bei Bowberg an Land gegangen und eine Schlacht geliefert hatte; bei Ramme sei sein Grab, nur einige Meilen von dem Ort entfernt, wo der Aalbauer wohnte; Hünengräber zu Hunderten erhoben sich dort auf der Heide, ein großer Kirchhof. Kaufmann Brönne war dort gewesen am Grabe Hamlets; von alten Zeiten sprach man, von den Nachbarn, den Engländern und Schotten, und Jürgen sang das Lied von "Des Königs von England Sohn," von dem prächtigen Schiff:
Vergoldet war es von Bord zu Bord,
und geschrieben darauf stand Gottes Wort.
Und gemalt es stand, wie der Königssohn
seine Braut umarmte um Minnelohn.
Diesen letzten Vers namentlich sang Jürgen mit inniger Stimme, seine Augen leuchteten dabei, sie waren ja ohnedies schwarz und strahlend von Geburt an. Und so verstrich die Winterzeit bei Lesen und Singen; Wohlstand war da und ein wahres Familienleben bis zu den Haustieren herab, und alles war gut gehalten; die Küche blitzte von Kupfer und Zinn und weißen Tellern, und von der Decke herab hingen Würste, Schinken, Wintervorrat vollauf; ja, das alles ist noch heute zu sehen, drüben in vielen reichen Bauerngehöften der jütländischen Westküste, vollauf Essen und Trinken, geschmückte reine Zimmer, kluge Köpfe, fröhliche Gemüter, Gastfreundschaft ist dort zu Hause wie in dem Zelt des Arabers.
Nie wieder hatte Jürgen, seit er als Kind vier Tage bei der Begräbnisfeier gewesen war, eine so angenehme Zeit verlebt, und doch war Jungfrau Clara abwesend, nur nicht in den Gedanken und der Rede.
Im April sollte ein Schiff nach Norwegen abgehen, Jürgen sollte mit demselben fahren. Er war freilich jetzt voll Leben und Humor, und gut sah er aus, wohlgenährt, sagte Mutter Brönne, es sei eine Freude, ihn anzusehen.
"Es ist auch eine Freude, dich anzusehen!" sagte der alte Kaufmann, "Jürgen hat Leben in die Winterabende gebracht und in dich auch, Mutter! Du bist jünger geworden dieses Jahr, du siehst gut und nett aus! Du warst aber auch das schönste Mädchen in Wiborg, und das will viel heißen, denn dort habe ich immer die Mädchen am schönsten gefunden."
Jürgen sprach nichts dazu, das schickte sich nicht, aber er dachte an ein Mädchen aus Skagen; und zu ihr segelte er hinauf, das Schiff steuerte auf Christiansand zu und günstiger Wind führte ihn schnell zu dieser Stadt.
Eines Morgens ging Kaufmann Brönne zum Leuchtturm hinaus, der weit von Alt-Skagen steht, die Kohlen dort oben waren schon längst erloschen, die Sonne stand bereits hoch, als er den Turm erstieg; eine ganze Meile von der äußersten Spitze des Landes aus erstrecken sich die Sandbänke unter Wasser, von diesen zeigten sich heute viele Schiffe, und unter ihnen glaubte er mit Hilfe des Fernrohres "Karen Brönne," so hieß das Schiff, zu erkennen, und ganz richtig, es war dabei, herzusegeln, Clara und Jürgen waren an Bord. Die Kirche und der Leuchtturm Skagens zeigten sich ihnen als ein Reiher und ein Schwan auf dem blauen Gewässer. Clara saß auf Deck und sah die Sanddünen allmählich emportauchen; blieb der Wind stehen, so konnten sie in etwa einer Stunde die Heimat erreichen; so nahe waren sie ihr und der Freude - so nahe waren sie dem Tod und seiner Angst.
Eine Planke im Schiff zersprang, das Wasser drang herein; gestopft und gepumpt wurde sofort, alle Segel wurden gesetzt, die Notflagge gehißt; sie waren aber noch eine ganze Meile vom Land entfernt, Fischerboote waren zwar zu sehen, aber in der Ferne, der Wind stand landeinwärts, die Strömung war ihnen auch günstig, doch das genügte alles nicht, das Schiff sank. Jürgen schlang seinen rechten Arm um Clara und preßte sie fest an sich.
Mit welchem Blick schaute sie ihm ins Auge, als er sich im Namen des Herrn mit ihr ins Wasser stürzte; sie stieß einen Schrei aus, aber die fühlte sich doch sicher, er würde sie nicht sinken lassen.
Was das alte Lied sang:
Und gemalt es stand, wie der Königssohn
seine Braut umarmt um Minnelohn
das tat Jürgen in der Stunde der Gefahr und Angst; wie nützte es ihm jetzt, ein guter Schwimmer zu sein, er arbeitete sich vorwärts mit den Füßen und einem Arm, den andern hielt er fest um das junge Mädchen geschlungen, er ruhte aus auf dem Wasser, er trat Wasser, er machte all die Bewegungen, die er kannte, damit er Kraft übrig behalte, das Land zu erreichen. Er hörte, wie Clara einen lauten Seufzer ausstieß, spürte, wie ein Zucken sie durchfuhr und er drückte sie fester an sich; dann und wann rollte eine Woge über sie dahin, eine andere Hob sie empor, das Wasser war so tief, so klar, einen Augenblick schien es ihm, als sähe er eine blitzende Makrelenschar dort unten, oder war es Leviathan selber, der sie zu verschlingen drohte? Die Wolken waren Schatten über die Wasserfläche, dann kamen blendende Sonnenstrahlen; schreiende Vögel in großen Scharen zogen über ihn hin, und die wilden Enten, die schwer und schläfrig sich von der Strömung treiben ließen, fuhren erschrocken beim Anblick des Schwimmers auf; aber seine Kräfte nahmen ab, das fühlte er, von Land war er noch ein paar Kabellängen entfernt, doch die Hilfe kam heran, es näherte sich ein Boot - aber unter dem Wasser stand, er sah es deutlich, eine weiße, ihn anstarrende Gestalt - eine Welle hob ihn empor, die Gestalt näherte sich - er fühlte einen Stoß, es ward Nacht, alles verschwamm vor seinen Augen.
Auf der Sandbank lag des Wrack eines Schiffes, die See ging darüber hin, die weiße Galionsfigur lehnte an einem Anker, das scharfe Eisen ragte gerade bis an den Wasserspiegel herauf; Jürgen war dagegen gestoßen, die Strömung hatte ihn mit doppelter Kraft herangetrieben; ohnmächtig versank er mit seiner Last, aber die nächste Woge hob ihn und das junge Mädchen wieder empor.
Die Fischer erhaschten sie und zogen sie ins Boot hinein, das Blut strömte über Jürgens Antlitz herab, er war wie tot, aber das Mädchen hielt er so fest umklammert, daß man es mit Gewalt aus Arm und Hand herauswinden mußte; totenblaß, leblos lag Clara in dem Boot ausgestreckt, das nun aufs Land zusteuerte.
Alle Mittel wurden angewendet, Clara ins Leben zurückzurufen, sie blieb tot; schon lange war er draußen auf den Fluten mit einer Leiche umhergeschwommen, hatte sich angestrengt und ermattet um einer Toten willen
Jürgen atmete noch, die Fischer trugen ihn in das nächste Haus auf den Sanddünen; eine Art Chirurg, der dort wohnte, der übrigens zugleich Schmid und Kleinhändler war, legte Jürgen einen Notverband an, bis man am folgenden Tag den Arzt aus der nächsten Stadt holte.
Das Gehirn des Kranken war angegriffen, er raste, er stieß wilde Schreie aus, aber am dritten Tag blieb er still und ermattet auf dem Lager liegen, sein Leben schien nur an einem Faden zu hängen; der Arzt sagte, es wäre am besten, wenn dieser Faden reißen würde. "Beten wir zu Gott, daß er ihn zu sich nimmt. Er wird nie wieder ein Mensch werden."
Doxh das Leben ließ nicht von ihm ab, der Faden wollte nicht reißen; aber der Faden der Erinnerung riß, der Faden aller Geisteskräfte war durchschnitten, das was das Entsetzliche, ein lebendiger Körper blieb; ein Körper, der gesunden, aber wie ein Gespenst umherwandeln sollte. Jürgen blieb im Haus des Kaufmanns Brönne. "Seine Krankheit hat er sich geholt, als er unser Kind retten wollte," sprach der alte Mann, "er ist jetzt unser Sohn."
Die Leute nannten Jürgen albern, allein das war nicht der rechte Ausdruck; er war wie ein Instrument, bei dem die Saiten zu locker gespannt sind, nicht mehr klingen können - nur einzelne Augenblicke, wenige Minuten bekamen sie eine Spannkraft, und alsdann ertönten sie wieder - alte Melodien klangen, einzelne Takte; Bilder rollten sich auf und schwinden wieder in Nebel hin, er saß aufs neue vor sich hinstarrend, gedankenlos da; wir dürfen glauben, daß er dabei nicht litt; die dunklen Augen verloren dann ihren Glanz, sie schienen nur ein schwarzes, angelaufenes Glas zu sein. "Der arme blöde Jürgen!" sagten die Leute.
Er war es, der unter dem Herzen seiner Mutter einem Erdenleben entgegengetragen wurde so reich, daß es Übermut, ja Stolz wein würde, ein jenseitiges Leben zu wünschen, geschweige denn an ein solches zu glauben. All die großen Geistesanlagen waren demnach verloren Nur harte Tage, Schmerz und Enttäuschung waren ihm geworden; eine Prachtzwiebel war er gewesen, aus ihrem reichen Erdboden herausgerissen und auf den Sand hingeworfen, um dort zu verdorren. Das in Gott geschaffene Bild sollte keinen besseren Wert haben? Das Ganze sollte nur ein Spiel des Zufalls sein? Nein! Der alliebende Gott mußte und würde ihm Ersatz in einem anderen Leben geben für das, was er hier erlitt und vermißte. "Der Herr ist barmherzig, und seine Güte währet ewiglich!" Diese Worte aus Davids Psalter sprach im Glauben und in Ergebung die alte, fromme Frau des Kaufmanns, und das Gebet ihres Herzens ging dahin, daß Gott Jürgen bald abrufen möge, damit er eingehen könne zum ewigen Leben.
Auf dem Kirchhof, wo der Sand über die Mauer hinweht, lag Clara begraben; es schien, als sei Jürgen sich dessen nicht bewußt, es gehörte nicht in seine Gedankensumme, die wußte nur Wrackstücke aus einer vergangenen Zeit. Jeden Sonntag ging er mit den Alten zur Kirche und saß dort still mit gedankenlosem Blick; eines Tages, während des Psalmengesanges, stieß er einen lauten Seufzer aus, seine Augen leuchteten, sie waren dem Altar, der Stelle zugewandt, wo er vor Jahr und Tag mit seiner toten Freundin zusammen gekniet hatte, er nannte ihre Namen und wurde blaß wie eine Leiche, Tränen rollten über seine Wangen.
Man geleitete ihn aus der Kirche, und er sagte den Umstehenden, er befinde sich wohl, er sei nicht krank gewesen, er, der von Gott Geprüfte, in die Welt Hinausgeworfene, erinnerte sich dessen nicht. Und Gott, unser Schöpfer, ist weise und voller Liebe, wer kann das bezweifeln? Unser Herz und unser Verstand bestätigen es: "Seine Güte währet ewiglich!"
In Spanien, wo zwischen Orangen- und Lorbeerbäumen die maurischen Kuppeln von warmen Luftwellen umwogt sind, wo Gesang und Kastagnetten ertönen, saß in dem prächtigen Haus ein kinderloser Greis, der reichte Kaufmann des Ortes; durch die Straßen zogen Kinder in Prozessionen mit flatternden Fahnen und flammenden Lichten. Wieviel hätte dieser Greis von seinem Reichtum gegeben, um seine Kinder an sein Herz drücken zu können, seine Tochter oder deren Kind, das vielleicht nie das Licht der Welt erblickt hatte, geschweige denn das der Ewigkeit des Paradieses? "Armes Kind!" Ja, armes Kind! Ein Kind zwar und doch an die dreißig Jahre alt - so alt war Jürgen hier oben in Alt-Skagen geworden.
Der Flugsand hatte sich über die Gräber des Kirchhofs gelegt, ganz um die Mauer der Kirche herum, aber hier bei den Vorangegangenen, bei ihren Verwandten und Lieben, wollten und mußten die Toten doch bestattet werden. Kaufmann Brönne und seine Gattin ruhten hier bei ihren Kindern unter dem weißen Sande.
Es war Frühjahr, die Zeit der Stürme; die Sanddünen rauchten und wirbelten empor, das Meer warf hohe Wogen, die Vögel jagten schreiend in Scharen, wie Wolken im Sturm, über die Dünen dahin; ein Schiffbruch folgte dem andern an den Riffen von Skagens Horn bis zu den Huusby-Dünen.
Eines Nachmittags saß Jürgen allein im Zimmer; da wurden seine Sinne plötzlich klarer, ein Gefühl der Unruhe, das ihn oft in jüngeren Jahren in die Dünen und auf die Heide hinausgetrieben hatte, bemächtigte sich seiner.
"In die Heimat! In die Heimat!" sprach er; niemand hörte ihn; er ging aus dem Haus, auf die Dünen zu; Sand und Steinchen wehten ihm ins Gesicht, wirbelten um ihn herum. Er schritt immer weiter, auf die Kirche zu; der Sand lag hoch an der Mauer, halb über die Fenster hinauf, aber vor dem Eingang war der Sand weggeschaufelt, die Kirchentür war nicht verschlossen und leicht zu öffnen; Jürgen trat in die Kirche.
Der Sturm fuhr heulend über das Städtchen Skagen dahin; es war ein Orkan wie seit Menschengedenken nicht, ein entsetzliches Unwetter, aber Jürgen befand sich im Gotteshaus, und während es draußen finstre Nacht war, leuchtete es in seinem Innern, es war das Licht der Seele, das nimmer erlöschen kann; den schweren Stein, der in seinem Kopf lag, fühlte er wie mit einem Knall zerspringen. Ihm schien die Orgel zu tönen, allein es war der Sturm und das dröhnende Meer; er ließ sich auf einem der Kirchenstühle nieder und siehe, die Lichter flammten auf, Licht an Licht; ein Reichtum entfaltete sich, wie er einen solchen nur im Lande Spanien erblickt hatte, und all die Bilder von den alten Ratsherren und Bürgermeistern wurden lebendig, sie traten aus der Wand heraus, so wie seit langen Jahren gehangen hatten, sie setzten sich unters Tor der Kirche; Tore und Türen der Kirche flogen auf, und eintraten die Toten alle, festlich gekleidet wie zu ihrer Zeit, sie schritten bei schöner Musik dahin und füllten die Plätze der Kirche; da brauste das Psalmlied wie ein dröhnendes Meer, und seine alten Pflegeeltern aus dem Huusby-Dünen waren hier und der alte Kaufmann Brönne und seine Gattin, und ihnen zur Seite, dicht neben Jürgen, saß ihre freundliche, liebliche Tochter Clara, sie reichte Jürgen die Hand, und beide schritten nun zum Altar hin, wo sie früher gekniet hatten, und der Pfarrer legte ihre Hände ineinander, weihte sie dem Leben in Liebe. - Da brauste der Klang der Posaunen, wundervoll wie eine Kinderstimme voll Sehnen und Lust, schwoll an zum Orgelklang, zu einem Orkan von vollen, erhebenden Tönen, lieblich und beseligend anzuhören und doch mächtig zum Zersprengen der Gräber Gestein.
Und das Schifflein, das im Chor von der Decke herabhing, ließ sich nieder vor beiden, wurde wunderbar groß, prachtvoll, mit seidenen Segeln und goldenen Rahen, die Anker waren aus rotem Gold, und jedes Tau war mit Seide durchflochten, wie es in dem alten Liede hieß. Und das Brautpaar ging an Bord und die ganze Gemeinde der Kirche mit ihn, und dort war Platz und Herzlichkeit für sie alle. Und die Wände und Bögen der Kirche blühten wie der Holunder und die duftenden Linden, und lieblich schaukelten und fächerten die duftenden Zweige und Blätter Kühlung, bogen sich auseinander, trennten sich, und das Schiff erhob sich und segelte mit ihnen durch das Meer, durch die Luft, jedes Kirchenlicht war ein Stern, und der Wind stimmte ein Psalmlied an, und alle sangen mit dem Winde: "In Liebe zur Herrlichkeit!" - "Kein Leben soll verlorengehen!" - "Voll seliger Freude! Halleluja!"
Und diese Worte waren auch die letzten, die Jürgen in dieser Welt sprach. Das Band zerriß, daß die unsterbliche Seele zurückhielt - nur ein toter Körper lang in der finsteren Kirche, über die der Sturm dahinbrauste, sie mit Flugsand umwirbelnd.
Am folgenden Morgen war Sonntag, die Gemeinde und der Pfarrer begaben sich zum Gottesdienst. Der Weg zur Kirche war mühsam gewesen, der Sand hatte den Weg fast ungangbar gemacht, und jetzt, wo sie endlich am Ziel waren, lag ein großer Sandhügel hoch aufgetürmt vor dem Eingang zur Kirche, die Kirchentür war verschüttet. Der Pfarrer sprach ein kurzes Gebet und sagte, Gott habe die Tür dieses seines Hauses verschlossen, die Gemeinde müsse zurückkehren und dem Herrn anderswo ein neues Haus errichten. So sangen sie ein Psalmlied unter freiem Himmel und wanderten zurück in die Häuser.
Jürgen war nirgends aufzufinden, weder in der Stadt Skagen noch in den Dünen, wie sehr man ihn auch suchte; die Wellen, die den Sand hinaufgerollt waren, hatten ihn wohl mit sich in die Fluten hinabgezogen, so meinte man. Sein Körper lag bestattet in dem größten Sarkophag, in der Kirche selbst; Gott hatte im Sturm eine Handvoll Erde auf seinen Sarg geworfen, die schwere Sandschicht lag darauf und liegt noch heute dort.
Der Flugsand hat die mächtigen Gewölbe überdeckt, Dünenweißdorn und wilde Rosen wachsen über die Kirche hin, über die der Wanderer jetzt zum Turm hinschreitet, der, ein riesiger Leichenstein auf dem Grabe, aus dem Sande emporragend, meilenweit zu sehen ist; keinem Könige setzte man einen prächtigeren Stein. Niemand stört die Ruhe der Toten; niemand wußte es, und auch niemand weiß es, erst jetzt kennen wir sein Grab - der Sturm hat mir in den Sanddünen davon gesungen.