En el mar remoto


Am äußersten Meer


Varios grandes barcos habían sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los límites más septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde podían avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriéndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habían tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora había llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor todo era un único bloque de hielo, en el que los barcos habían quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habían construido casas en forma de colmena, algunas grandes como túmulos, y otras, más pequeñas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedía un tenue brillo; la noche era allí como un largo crepúsculo llameante. En los períodos de mayor claridad se presentaban grupos de indígenas de singularísimo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traían pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servían, además, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cúpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frío con una intensidad desconocida incluso en los más rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavía otoño, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aún de sus árboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El más joven tenía consigo el mejor y más preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponía debajo de la cabeza; ya desde niño sabía lo que en ella estaba escrito. Leía un trozo cada día, y estando en el lecho le venían con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: "Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar más remoto, Tu mano me guiaría hasta allí, y Tu diestra me sostendría". Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueño, la revelación del espíritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; él lo sentía, parecíale como si resonasen viejas y queridas melodías, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veía cómo un gran resplandor se filtraba a través de la nívea cúpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un ángel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos.
Como del cáliz de un lirio salía el ángel de las páginas de la Biblia, extendía los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendían en derredor, al sol apacible de un bello día de otoño; el nido de la cigüeña estaba vacío, pero colgaban todavía frutos de los manzanos silvestres, aunque habían caído ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeña jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenía él su hogar; el pájaro silbaba como le habían enseñado, y la abuela le ponía mijo en la jaula, según viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigía un saludo a la abuela, quien le correspondía con un gesto de la cabeza, mostrándole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se había recibido aquella misma mañana; venía de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto - en manos de Dios -. Y las dos mujeres reían y lloraban a la vez, y él, que todo lo veía y oía desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espíritu bajo las alas del ángel, reía con ellas y con ellas lloraba. En la carta se leían aquellas mismas palabras de la Biblia: "En el mar más remoto, su diestra me sostendrá". Sonó en derredor una sublime música, como salida de un coro celeste, mientras el ángel extendía sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido... Se desvaneció el sueño; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguía bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazón, Dios estaba con él, y también la patria, "en el mar remoto".
Ein paar große Schiffe waren hoch hinauf nach dem Nordpol ausgesandt, um zu erforschen, wie weit das Land dort in das Meer reichte und festzustellen, wie weit Menschen dort vordringen könnten. Schon seit Jahr und Tag waren sie unter großen Beschwerlichkeiten zwischen Nebel und Eis dort oben umher gesteuert. Nun hatte der Winter begonnen, die Sonne verschwand, lange, lange Wochen würden hier zu einer einzigen Nacht werden. Alles ringsum war ein einziges Stück Eis, und fest lag darin das Schiff vertäut, der Schnee lag hoch und aus dem Schnee selbst wurden bienenkorbähnliche Hütten errichtet, einige waren groß, wie unsere Hünengräber, andere nicht größer, als daß sie zwei oder vier Männer fassen könnten. Aber dunkel war es nicht; die Nordlichter glänzten rötlich und blau, es war wie ein ewiges großes. Der Schnee leuchtete, die Nacht hier war eine lange schimmernde Dämmerung. In der hellsten Zeit kamen Scharen von Eingeborenen herbei, wunderlich anzusehen mit ihren behaarten Pelzröcken und Schlitten, die aus Eisstücken gezimmert waren. Felle in großen Haufen brachten sie mit, und die Schneehütten erhielten dadurch warme Teppiche. Die Felle dienten als Decken und Betten, wenn sich die Matrosen ihr Lager unter der Schneekuppel zurechtmachten, während es draußen fror, daß der Schnee knirschte, wie wir es auch in der strengsten Winterszeit nicht kennen lernen. Bei uns waren noch Herbsttage, daran dachten sie mitunter dort oben. Sie erinnerten sich der Sonnenstrahlen in der Heimat und des rotgelben Laubes, das an den Bäumen hing. Die Uhr zeigte, daß es Abend und Schlafenszeit war, und in einem von den Schneehütten streckten sich schon zwei zur Ruhe aus. Der Jüngere hatte seinen besten, reichsten Schatz von zuhause mit, den ihm die Großmutter vor der Abreise gegeben hatte. Es war die Bibel. Jede Nacht lag sie unter seinem Kopfe, er wußte seit seiner Kindheit, was darin stand; jeden Tag las er ein Stück und auf seinem Lager kam ihm oft tröstend der Gedanke an das heilige Wort: "Ginge ich auf Flügeln der Morgenröte und wäre am äußersten Meer, so würde doch Deine Hand mich führen und Deine Rechte mich halten!" Und unter diesen gläubigen Worten der Wahrheit schloß er seine Augen und der Schlaf kam mit seinen Träumen, des Geistes Offenbarungen in Gott. Die Seele blieb lebendig auch unter der Ruhe des Körpers; er vernahm es wie Melodien von altbekannten, lieben Liedern; es wehte so mild, so sommerwarm, und von seinem Lager sah er es über sich leuchten, als würde die Schneekuppel von außen her durchstrahlt; er hob sein Haupt, das strahlende Weiße war nicht die Wand oder die Decke, es waren die großen Schwingen an eines Engels Schultern, und er blickte empor in sein milde leuchtendes Antlitz. Aus der Bibel Blätter, wie aus dem Kelch einer Lilie, erhob sich der Engel, er breitete seine Arme weit aus und die Wände der Schneehütte versanken ringsum wie ein luftiger Nebelschleier. Der Heimat grüne Felder und Hügel mit den rotbraunen Wäldern lagen rundum im stillen Sonnenglanzte eines herrlichen Herbsttages. Das Nest der Störche stand leer, aber noch hingen die Äpfel an dem wilden Apfelbaum, ob auch die Blätter längst gefallen waren. Die roten Hagebutten leuchteten, und der Star flötete in dem kleinen grünen Bauer über dem Fenster des Bauernhauses, wo das Heim seiner Heimat war. Der Star flötete, wie er es gelernt hatte, und die Großmutter hing Vogelmiere in den Käfig, wie es der Enkel immer getan hatte. Und die Tochter des Schmieds stand so jung und schön am Brunnen und zog das Wasser herauf, sie nickte der Großmutter zu, und die Großmutter winkte und zeigte einen Brief von weit, weit her. Heute Morgen war er aus den kalten Ländern gekommen, hoch oben vom Nordpole her, wo der Enkel war - in Gottes Hand. Und sie lachten und weinten, und er, der unter Eis und Schnee in der Welt des Geistes unter den Schwingen des Engels alles dies sah und hörte, lachte und weinte mit ihnen. Und aus dem Brief selbst wurden laut die Bibelworte vorgelesen: "Am äußersten Meer würde doch Deine Hand mich führen und Deine Rechte mich halten!" - Wie herrlicher Orgelklang ertönte es ringsum und der Engel senkte seine Schwingen wie einen Schleier um den Schlafenden. Der Traum war zuende - es war dunkel in der Schneehütte, aber die Bibel lag unter seinem Haupte, und Glaube und Hoffnung lagen in seinem Herzen; Gott und die Heimat waren mit ihm - "am äußersten Meere!"