Los zapatos rojos


Die roten Schuhe


Érase una vez una niña muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenía que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponían tan encarnados, que daba lástima.
En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda su buena intención. Serían para la niña, que se llamaba Karen.
Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros, y calzada con ellos acompañó el humilde féretro.
Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió compasión y dijo al señor cura:
- Dadme la niña, yo la criaré.
Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía:
- Eres más que linda, eres hermosa.
Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos.
Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie.
- ¿Son de charol, no? - preguntó la señora -. ¡Cómo brillan!
- ¿Verdad que brillan? - dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamás habría permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, después de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niña pensando mientras el obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debía ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus magníficos zapatos.
Por la tarde se enteró la anciana señora - alguien se lo dijo - de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos.
El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso.
Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un viejo soldado con una muleta y una larguísima barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si quería que le limpiase los zapatos. Karen presentó también su piececito.
- ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! - exclamó el hombre -. Ajustad bien cuando bailéis - y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen.
Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niña, y las imágenes también; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro.
Salieron los fieles de la iglesia, y la señora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: - ¡Vaya preciosos zapatos de baile! -. Y la niña no pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algún poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguían bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas.
Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podía resistir la tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora, y dijeron que ya no se curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha había sido invitada. Miró a la señora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó - ¿qué había en ello de malo? - y luego se fue al baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si quería dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que era la luna, pues parecía una cara; pero resultó ser el viejo soldado de la barba roja, que haciéndole un signo con la cabeza, le dijo:
- ¡Vaya hermosos zapatos de baile!
Se asustó la muchacha y trató de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban ajustadísimos, y, aun cuando consiguió arrancarse las medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche, especialmente, era horrible!
Bailando llegó hasta el cementerio, que estaba abierto; pero los muertos no bailaban, tenían otra cosa mejor que hacer. Quiso sentarse sobre la fosa de los pobres, donde crece el amargo helecho; mas no había para ella tranquilidad ni reposo, y cuando, sin dejar de bailar, penetró en la iglesia, vio en ella un ángel vestido de blanco, con unas alas que le llegaban desde los hombros a los pies. Su rostro tenía una expresión grave y severa, y en la mano sostenía una ancha y brillante espada.
- ¡Bailarás - le dijo -, bailarás en tus zapatos rojos hasta que estés lívida y fría, hasta que tu piel se contraiga sobre tus huesos! Irás bailando de puerta en puerta, y llamarás a las de las casas donde vivan niños vanidosos y presuntuosos, para que al oírte sientan miedo de ti. ¡Bailarás!
- ¡Misericordia! - suplicó Karen. Pero no pudo oír la respuesta del ángel, pues sus zapatos la arrastraron al exterior, siempre bailando a través de campos, caminos y senderos.
Una mañana pasó bailando por delante de una puerta que conocía bien. En el interior resonaba un cantar de salmos, y sacaron un féretro cubierto de flores. Entonces supo que la anciana señora había muerto, y comprendió que todo el mundo la había abandonado y el ángel de Dios la condenaba.
Y venga bailar, baila que te baila en la noche oscura. Los zapatos la llevaban por espinos y cenagales, y los pies le sangraban.
Luego hubo de dirigirse, a través del erial, hasta una casita solitaria. Allí se enteró de que aquélla era la morada del verdugo, y, llamando con los nudillos, al cristal de la ventana dijo:
- ¡Sal, sal! ¡Yo no puedo entrar, tengo que seguir bailando! El verdugo le respondió:
- ¿Acaso no sabes quién soy? Yo corto la cabeza a los malvados, y cuido de que el hacha resuene.
- ¡No me cortes la cabeza - suplicó Karen -, pues no podría expiar mis pecados; pero córtame los pies, con los zapatos rojos!
Reconocía su culpa, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando, con los piececitos dentro, y se alejaron campo a través y se perdieron en el bosque.
El hombre le hizo unos zuecos y unas muletas, le enseñó el salmo que cantan los penitentes, y ella, después de besar la mano que había empuñado el hacha, emprendió el camino por el erial.
- Ya he sufrido bastante por los zapatos rojos - dijo -; ahora me voy a la iglesia para que todos me vean -. Y se dirigió al templo sin tardanza; pero al llegar a la puerta vio que los zapatos danzaban frente a ella, y, asustada, se volvió.
Pasó toda la semana afligida y llorando amargas lágrimas; pero al llegar el domingo dijo:
- Ya he sufrido y luchado bastante; creo que ya soy tan buena como muchos de los que están vanagloriándose en la iglesia -. Y se encaminó nuevamente a ella; mas apenas llegaba a la puerta del cementerio, vio los zapatos rojos que continuaban bailando y, asustada, dio media vuelta y se arrepintió de todo corazón de su pecado.
Dirigiéndose a casa del señor cura, rogó que la tomasen por criada, asegurando que sería muy diligente y haría cuanto pudiese; no pedía salario, sino sólo un cobijo y la compañía de personas virtuosas. La señora del pastor se compadeció de ella y la tomó a su servicio. Karen se portó con toda modestia y reflexión; al anochecer escuchaba atentamente al párroco cuando leía la Biblia en voz alta. Era cariñosa con todos los niños, pero cuando los oía hablar de adornos y ostentaciones y de que deseaban ser hermosos, meneaba la cabeza con un gesto de desaprobación.
Al otro domingo fueron todos a la iglesia y le preguntaron si deseaba acompañarlos; pero ella, afligida, con lágrimas en los ojos, se limitó a mirar sus muletas. Los demás se dirigieron al templo a escuchar la palabra divina, mientras ella se retiraba a su cuartito, tan pequeño que no cabían en él más que la cama y una silla. Sentóse en él con el libro de cánticos, y, al absorberse piadosa en su lectura, el viento le trajo los sones del órgano de la iglesia. Levantó ella entonces el rostro y, entre lágrimas, dijo:
- ¡Dios mío, ayúdame!
Y he aquí que el sol brilló con todo su esplendor, y Karen vio frente a ella el ángel vestido de blanco que encontrara aquella noche en la puerta de la iglesia; pero en vez de la flameante espada su mano sostenía ahora una magnífica rama cuajada de rosas. Tocó con ella el techo, que se abrió, y en el punto donde había tocado la rama brilló una estrella dorada; y luego tocó las paredes, que se ensancharon, y vio el órgano tocando y las antiguas estatuas de monjes y religiosas, y la comunidad sentada en las bien cuidadas sillas, cantando los himnos sagrados. Pues la iglesia había venido a la angosta habitación de la pobre muchacha, o tal vez ella había sido transportada a la iglesia. Encontróse sentada en su silla, junto a los miembros de la familia del pastor, y cuando, terminado el salmo, la vieron, la saludaron con un gesto de la cabeza, diciendo:
- Hiciste bien en venir, Karen -. Fue la misericordia de Dios - dijo ella.
Y resonó el órgano, y, con él, el coro de voces infantiles, dulces y melodiosas. El sol enviaba sus brillantes rayos a través de la ventana, dirigiéndolos precisamente a la silla donde se sentaba Karen. El corazón de la muchacha quedó tan rebosante de luz, de paz y de alegría, que estalló. Su alma voló a Dios Nuestro Señor, y allí nadie le preguntó ya por los zapatos rojos.
Es war einmal ein kleines Mädchen, gar fein und hübsch; aber es war arm und mußte im Sommer immer barfuß gehen, und im Winter mit großen Holzschuhen, so daß der kleine Spann ganz rot wurde; es war zum Erbarmen.
Mitten im Dorfe wohnte die alte Schuhmacherin; sie setzte sich hin und nähte, so gut sie es konnte, von alten roten Tuchlappen ein paar kleine Schuhe. Recht plump wurden sie ja, aber es war doch gut gemeint, denn das kleine Mädchen sollte sie haben. Das kleine Mädchen hieß Karen.
Just an dem Tage, als ihre Mutter begraben wurde, bekam sie die roten Schuhe und zog sie zum ersten Male an; sie waren ja freilich zum Trauern nicht recht geeignet, aber sie hatte keine anderen, und so ging sie mit nackten Beinchen darin hinter dem ärmlichen Sarge her.
Da kam gerade ein großer, altmodischer Wagen dahergefahren; darin saß eine stattliche alte Dame. Sie sah das kleine Mädchen an und hatte Mitleid mit ihm, und deshalb sagte sie zu dem Pfarrer: "Hört, gebt mir das kleine Mädchen, ich werde für sie sorgen und gut zu ihr sein!"
Karen glaubte, daß sie alles dies den roten Schuhen zu danken habe. Aber die alte Frau sagte, daß sie schauderhaft seien, und dann wurden sie verbrannt. Karen selbst wurde reinlich und nett gekleidet; sie mußte Lesen und Nähen lernen, und die Leute sagten, sie sei niedlich; aber der Spiegel sagte: "Du bist weit mehr als niedlich, Du bist schön."
Da reiste einmal die Königin durch das Land, und sie hatte ihre kleine Tochter bei sich, die eine Prinzessin war. Das Volk strömte zum Schlosse und Karen war auch dabei. Die kleine Prinzessin stand in feinen weißen Kleidern in einem Fenster und ließ sich bewundern. Sie hatte weder Schleppe noch Goldkrone, aber prächtige rote Saffianschuhe. Die waren freilich weit hübscher als die, welche die alte Schuhmacherin für die kleine Karen genäht hatte. Nichts in der Welt war doch solchen roten Schuhen vergleichbar!
Nun war Karen so alt, daß sie eingesegnet werden sollte. Sie bekam neue Kleider und sollte auch neue Schuhe haben. Der reiche Schuhmacher in der Stadt nahm Maß an ihrem kleinen Fuß. Das geschah in seinem Laden, wo große Glasschränke mit niedlichen Schuhen und blanken Stiefeln standen. Das sah gar hübsch aus, aber die alte Dame konnte nicht gut sehen und hatte daher auch keine Freude daran. Mitten zwischen den Schuhen standen ein paar rote, ganz wie die, welche die Prinzessin getragen hatte. Wie schön sie waren! Der Schuhmacher sagte auch, daß sie für ein Grafenkind genäht worden seien, aber sie hätten nicht gepaßt.
"Das ist wohl Glanzleder" sagte die alte Dame, "sie glänzen so."
"Ja, sie glänzen!" sagte Karen, und sie paßten gerade und wurden gekauft. Aber die alte Dame wußte nichts davon, daß sie rot waren, denn sie hätte Karen niemals erlaubt, in roten Schuhen zur Einsegnung zu gehen, aber das geschah nun also.
Alle Menschen sahen auf ihre Füße, und als sie durch die Kirche und zur Chortür hinein schritt, kam es ihr vor, als ob selbst die alten Bilder auf den Grabsteinen, die Steinbilder der Pfarrer und Pfarreresfrauen mit steifen Kragen und langen schwarzen Kleidern, die Augen auf ihre roten Schuhe hefteten, und nur an diese dachte sie, als der Pfarrer seine Hand auf ihr Haupt legte und von der heiligen Taufe sprach und von dem Bunde mit Gott, und daß sie nun eine erwachsene Christin sein sollte. Und die Orgel spielte so feierlich, die hellen Kinderstimmen sangen und der alte Kantor sang, aber Karen dachte nur an die roten Schuhe.
Am Nachmittag hörte die alte Dame von allen Leuten, daß die Schuhe rot gewesen wären, und sie sagte das wäre recht häßlich und unschicklich, und Karen müsse von jetzt ab stets mit schwarzen Schuhen zur Kirche gehen, selbst wenn sie alt wären.
Am nächsten Sonntag war Abendmahl, und Karen sah die schwarzen Schuhe an, dann die roten, – und dann sah sie die roten wieder an und zog sie an.
Es war herrlicher Sonnenschein; Karen und die alte Dame gingen einen Weg durch das Kornfeld; da stäubte es ein wenig.
An der Kirchentür stand ein alter Soldat mit einem Krückstock und einem gewaltig langen Barte, der war mehr rot als weiß, er war sogar fuchsrot. Er verbeugte sich tief bis zur Erde und fragte die alte Dame, ob er ihre Schuhe abstäuben dürfe. Und Karen streckte ihren kleinen Fuß auch aus. "Sieh, was für hübsche Tanzschuhe" sagte der Soldat, "sitzt fest, wenn Ihr tanzt." Und dann schlug er mit der Hand auf die Sohlen.
Die alte Dame gab dem Soldaten einen Schilling, und dann ging sie mit Karen in die Kirche.
Alle Menschen drinnen blickten auf Karens rote Schuhe, und alle Bilder blickten darauf, und als Karen vor dem Altar kniete und den goldenen Kelch an ihre Lippen setzte, dachte sie nur an die roten Schuhe. Es war ihr, als ob sie selbst in dem Kelche vor ihr schwämmen; und sie vergaß, den Choral mitzusingen und vergaß, ihr Vaterunser zu beten.
Nun gingen alle Leute aus der Kirche, und die alte Dame stieg in ihren Wagen. Karen hob den Fuß, um hinterher zu steigen; da sagte der alte Soldat, der dicht dabei stand: "Sieh, was für schöne Tanzschuhe." Und Karen konnte es nicht lassen, sie mußte ein paar Tanzschritte machen! Und als sie angefangen hatte, tanzten die Beine weiter; es war gerade, als hätten die Schuhe Macht über sie bekommen; sie tanzte um die Kirchenecke herum und konnte nicht wieder aufhören damit; der Kutscher mußte hinterher laufen und sie festhalten. Er hob sie in den Wagen; aber die Füße tanzten weiter, so daß sie die gute alte Dame heftig trat.
Endlich zogen sie ihr die Schuhe ab, und die Beine kamen zur Ruhe.
Daheim wurden die Schuhe in den Schrank gesetzt, aber Karen konnte sich nicht enthalten, sie immer von neuem anzusehen.
Nun wurde die alte Frau krank, und es hieß, daß sie nicht mehr lange zu leben hätte. Sie sollte sorgsam gepflegt und gewartet werden, und niemand stand ihr ja näher als Karen. Aber in der Stadt war ein großer Ball und Karen war auch dazu eingeladen. Sie schaute die alte Frau an, die ja doch nicht wieder gesund wurde, sie schaute auf die roten Schuhe, und das schien ihr keine Sünde zu sein. – Da zog sie die roten Schuhe an – das konnte sie wohl auch ruhig tun! – aber dann ging sie auf den Ball und fing an zu tanzen.
Doch als sie nach rechts wollte, tanzten die Schuhe nach links, und als sie den Saal hinauf tanzen wollte, tanzten die Schuhe hinunter, die Treppe hinab, über den Hof durch das Tor aus der Stadt hinaus. Tanzen tat sie, und tanzen mußte sie, mitten in den finsteren Wald hinein.
Da leuchtete es zwischen den Bäumen oben, und sie glaubte, daß es der Mond wäre; denn es sah aus wie ein Gesicht. Es war jedoch der alte Soldat mit dem roten Barte. Er saß und nickte und sprach: "Sieh, was für hübsche Tanzschuhe."
Da erschrak sie und wollte die roten Schuhe fortwerfen; aber sie hingen fest. Sie riß ihre Strümpfe ab; aber die Schuhe waren an ihren Füßen festgewachsen. Und tanzen tat sie und tanzen mußte sie über Feld und Wiesen, in Regen und Sonnenschein, bei Tage und bei Nacht; aber in der Nacht war es zum Entsetzen.
Sie tanzte zum offenen Kirchhofe hinein, aber die Toten dort tanzten nicht; sie hatten weit Besseres zu tun als zu tanzen. Sie wollte auf dem Grabe eines Armen niedersitzen, wo bitteres Farnkraut grünte, aber für sie gab es weder Rast noch Ruhe. Und als sie auf die offene Kirchentür zutanzte, sah sie dort einen Engel in langen weißen Kleidern; seine Schwingen reichten von seinen Schultern bis zur Erde nieder. Sein Gesicht war strenge und ernst, und in der Hand hielt er ein Schwert, breit und leuchtend:
"Tanzen sollst Du" sagte er, "tanzen auf Deinen roten Schuhen, bist Du bleich und kalt bist, bis Deine Haut über dem Gerippe zusammengeschrumpft ist. Tanzen sollst Du von Tür zu Tür, und wo stolze, eitle Kinder wohnen, sollst Du anpochen, daß sie Dich hören und fürchten! Tanzen sollst Du, tanzen" - "Gnade" rief Karen. Aber sie hörte nicht mehr, was der Engel antwortete, denn die Schuhe trugen sie durch die Pforte auf das Feld hinaus, über Weg und über Steg, und immer mußte sie tanzen.
Eines Morgens tanzte sie an einer Tür vorbei, die ihr wohlbekannt war. Drinnen ertönten Totenpsalmen; ein Sarg wurde herausgetragen, der mit Blumen geschmückt war. Da wußte sie, daß die alte Frau tot war, und es kam ihr zum Bewußtsein, daß sie nun von allen verlassen war, und Gottes Engel hatte sie verflucht.
Tanzen tat sie und tanzen mußte sie, tanzen in der dunkeln Nacht. Die Schuhe trugen sie dahin über Dorn und Steine, und sie riß sich blutig. Sie tanzte über die Heide hin bis zu einem kleinen, einsamen Hause. Hier, wußte sie, wohnte der Scharfrichter, und sie pochte mit dem Finger an die die Scheibe und sagte:
"Komm heraus – Komm heraus – Ich kann nicht hineinkommen, denn ich tanze."
Und der Scharfrichter sagte: "Du weißt wohl nicht, wer ich bin? Ich schlage bösen Menschen das Haupt ab, und ich fühle, daß mein Beil klirrt!"
"Schlag mir nicht das Haupt ab" sagte Karen, "denn dann kann ich nicht meine Sünde bereuen! Aber haue meine Füße mit den roten Schuhen ab."
Nun bekannte sie ihre ganze Sünde, und der Scharfrichter hieb ihr die Füße mit den roten Schuhen ab: aber die Schuhe tanzten mit den kleinen Füßchen über das Feld in den tiefen Wald hinein.
Und er schnitzte ihr Holzbeine und Krücken, lehrte sie die Psalmen, die die armen Sünder singen, und sie küßte die Hand, die die Axt geführt hatte, und ging von dannen über die Heide.
"Nun habe ich genug um die roten Schuhe gelitten" sagte sie, "nun will ich in die Kirche gehen, damit es auch gesehen wird." Und sie ging, so schnell sie es mit den Holzfüßen konnte, auf die Kirchentür zu. Als sie aber dorthin kam, tanzten die roten Schuhe vor ihr her, und sie entsetzte sich und kehrte um.
Die ganze Woche hindurch war sie betrübt und weinte viele bittere Tränen. Als es aber Sonntag wurde, sagte sie: "So, nun habe ich genug gelitten und gestritten. Ich glaube wohl, daß ich ebenso gut bin wie viele von denen, die in der Kirche sitzen und prahlen!" Und dann machte sie sich mutig auf. Doch kam sie nicht weiter als bis zur Pforte; da sah sie die roten Schuhe vor sich hertanzen, und sie entsetzte sich sehr, kehrte wieder um und bereute ihre Sünde von ganzem Herzen.
Dann ging sie zum Pfarrhause und bat, ob sie dort Dienst nehmen dürfe; sie wolle fleißig sein und alles tun, was sie könne; auf Lohn sehe sie nicht, wenn sie nur ein Dach übers Haupt bekäme und bei guten Menschen wäre. Und die Pfarrersfrau hatte Mitleid mit ihr und nahm sie in Dienst. Und sie war fleißig und nachdenklich. Stille saß sie und hörte zu, wenn am Abend der Pfarrer laut aus der Bibel vorlas. All die Kleinen liebten sie sehr; aber wenn sie von Putz und Staat sprachen und daß es herrlich sein müsse, eine Königin zu sein, schüttelte sie mit dem Kopfe.
Am nächsten Sonntag gingen alle zur Kirche, und sie fragten sie, ob sie mitwolle, aber sie sah betrübt mit Tränen in den Augen auf ihre Krücken herab, und so gingen die anderen ohne sie fort, um Gottes Wort zu hören; sie aber ging allein in ihre kleine Kammer. Die war nicht größer, als daß ein Bett und ein Stuhl darin stehen konnte, und hier setzte sie sich mit ihrem Gesangbuche hin. Und als sie mit frommem Sinn darin las, trug der Wind die Orgeltöne aus der Kirche zu ihr herüber, und sie erhob unter Tränen ihr Antlitz und sagte: "O Gott, hilf mir."
Da schien die Sonne so hell, und gerade vor ihr stand Gottes Engel in den weißen Kleidern, er, den sie in der Nacht in der Kirchentür gesehen hatte. Aber er hielt nicht mehr das scharfe Schwert, sondern einen herrlichen grünen Zweig, der voller Rosen war. Mit diesem berührte er die Decke, und sie hob sich empor, und wo er sie berührt hatte, leuchtete ein goldener Stern. Und er berührte die Wände, und sie weiteten sich. Nun sah sie die Orgel und hörte ihren Klang, und sie sah die alten Steinbilder von den Pfarrern und Pfarrersfrauen.
Die Gemeinde saß in den geschmückten Stühlen und sang aus dem Gesangbuch. – Die Kirche war selbst zu dem armen Mädchen in die kleine, enge Kammer gekommen, oder war sie etwa in die Kirche gekommen? Sie saß im Stuhl bei den anderen aus dem Pfarrhause, und als der Psalm zuende gesungen war, blickten sie auf und nickten ihr zu und sagten: "Das war recht, daß Du kamst, Karen."
"Es war Gnade" sagte sie.
Und die Orgel klang, und die Kinderstimmen im Chor ertönten sanft und lieblich! Der klare Sonnenschein strömte warm durch die Fenster in den Kirchenstuhl, wo Karen saß; ihr Herz war so voll Sonnenschein, Frieden und Freude, daß es brach. Ihre Seele flog mit dem Sonnenschein auf zu Gott, und dort war niemand, der nach den roten Schuhen fragte.