Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:
- Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer.
- Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.
- Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.
- ¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
"¡Sería una bonita mujer para mi hijo!", dijose el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! "Croak, croak, brekkerekekex! ", fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.
- Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:
- Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y viviréis muy felices en el cenagal.
- ¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo.
En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: "¡Qué niña más preciosa!". Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.
¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Posóse con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas: - ¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!-. ¡No tiene antenas! -observó otra-. ¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.
Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también
el abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás
decían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan
fea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa.
Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Trenzóse una cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos grandes, y ella apenas medía una pulgada. Envolvióse en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.
Junto al bosque extendíase un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado. .
-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.
Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.
- Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.
Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.
Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca.
Pulgarcita hubo de cantar, y entonó "El abejorro echó a volar" y "El fraile descalzo va campo a través". El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto.
Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana. Advirtióles que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.
El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo:
- Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!
- Habláis como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa.
Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados.
"¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!", pensó. "¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!".
El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.
- ¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.
Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; parecióle como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.
En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.
Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave.
A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando.
- ¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol.
- ¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.
Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas. Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí.
El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina.
No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría mucha pena.
- No, no puedo -dijo.
- ¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remontando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto.
- ¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.
- En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano-. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo.
- Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer.
- Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.
- Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.
- ¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
"¡Sería una bonita mujer para mi hijo!", dijose el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! "Croak, croak, brekkerekekex! ", fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.
- Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:
- Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y viviréis muy felices en el cenagal.
- ¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo.
En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: "¡Qué niña más preciosa!". Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.
¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Posóse con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas: - ¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!-. ¡No tiene antenas! -observó otra-. ¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.
Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también
el abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás
decían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan
fea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa.
Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Trenzóse una cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos grandes, y ella apenas medía una pulgada. Envolvióse en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.
Junto al bosque extendíase un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado. .
-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.
Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.
- Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.
Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.
Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca.
Pulgarcita hubo de cantar, y entonó "El abejorro echó a volar" y "El fraile descalzo va campo a través". El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto.
Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana. Advirtióles que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.
El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo:
- Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!
- Habláis como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa.
Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados.
"¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!", pensó. "¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!".
El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.
- ¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.
Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; parecióle como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.
En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.
Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave.
A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando.
- ¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol.
- ¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.
Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas. Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí.
El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina.
No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría mucha pena.
- No, no puedo -dijo.
- ¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remontando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto.
- ¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.
- En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano-. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo.
Pulgarcita tuvo que echar mano del huso, y el ratón contrató a cuatro arañas, que hilaban y tejían para ella día y noche. Cada velada venía de visita el topo, y siempre hablaba de lo mismo: que cuando terminase el verano, el sol no quemaría tanto; que la tierra dejaría de arder y de estar dura como una piedra; y que entonces se celebraría la boda. Mas Pulgarcita no se alegraba ni pizca, pues no podía sufrir al aburrido topo. Cada mañana, a la hora de salir el sol, y cada atardecer, a la hora de ponerse, se deslizaba fuera, sin hacer ruido, y cuando el viento separaba las espigas, descubriendo el cielo azul, la niña pensaba en lo precioso que debía ser todo aquel mundo de luz, y sentía un gran deseo de volver a ver a su golondrina; pero ésta nunca acudía; indudablemente, estaría muy lejos, en el verde bosque.
Al llegar el otoño, Pulgarcita tenía listo su ajuar.
- Dentro de cuatro semanas será la boda -dijo el ratón. Pero la pequeña, prorrumpiendo a llorar, manifestó que no quería al pesado topo.
- ¡Tonterías! -replicó el ratón-. No te pongas terca o te morderé con mi diente blanco. ¡Despreciar a un hombre tan guapo! ¡Ni la reina tiene un abrigo de terciopelo negro como el suyo! Y no hablemos de su cocina y su despensa, que son lo mejor de lo mejor. Tendrías que dar gracias a Dios por la suerte que tienes.
Llegó el día de la boda. El topo se presentó a buscar a Pulgarcita, para llevársela a vivir con él debajo de la tierra, donde ya no volvería a ver la luz del día, a la que él tenía horror. La pobrecilla estaba desolada. Quiso salir a despedirse del sol, que bañaba aún la puerta de la casa del ratón.
- ¡Adiós, sol de mi vida! -exclamó, y, levantando el cielo los brazos, avanzó unos pasos por el campo, segado ya y cubierto solamente por los secos rastrojos ¡Adiós, adiós! -repitió, abrazando una florecita roja que crecía en el lugar-. Saluda de mi parte a mi querida golondrina si acertares a verla.
- ¡Quivit, quivit! -oyó en aquel mismo instante encima de su cabeza, y, al levantar los ojos, divisó a la golondrina que pasaba volando. ¡Qué alegría la de Pulgarcita, cuando la reconoció! Le contó cuán a disgusto se casaba con el feo topo, y cómo tendría que vivir bajo tierra, donde no vería jamás la luz del sol. Y mientras hablaba no podía contener las lágrimas.
- Se acerca el frío invierno -dijo la golondrina-, me marcho a países más cálidos. ¿Quieres venirte conmigo? ¡Móntate en mi espalda! Te atas con el cinturón y huiremos del horrible topo y de su oscura madriguera; cruzaremos las montañas en busca de tierras calurosas, donde el sol es aún más brillante que aquí, donde reina un eterno verano y crecen flores magníficas. ¡Vente conmigo, mi querida Pulgarcita, que me salvaste la vida cuando yacía como muerta en el tenebroso subterráneo!
- ¡Sí, me voy contigo! -dijo Pulgarcita. Se sentó sobre el dorso del pájaro, apoyando los pies en sus alas desplegadas, ató el cinturón a una de las plumas más resistentes y la golondrina echó a volar, remontándose en el aire, a través de bosques y mares, por encima de
montañas eternamente cubiertas de nieve. La niña tiritaba en aquel aire tan frío, por lo que se escurrió bajo las calientes plumas del ave, asomando únicamente la cabeza para poder seguir admirando las bellezas que se desplegaban al fondo.
Y llegaron a las tierras cálidas, donde el sol brilla mucho más esplendoroso que aquí, el cielo parece mucho más alto, y en los ribazos y setos crecen hermosísimos racimos verdes y rojos. En los bosques penden limones y naranjas, impregna el aire una fragancia de mirtos y menta, y por los caminos corretean niños encantadores, jugando con grandes y abigarradas mariposas. Pero la golondrina proseguía su vuelo, y cada vez era el espectáculo más bello. En mitad de un bosquecillo de majestuosos árboles verdes, al borde de un lago azul, levantábase un soberbio palacio de mármol blanco, construido en tiempos antiguos. Trepaban parras por sus altas columnas, y en la cima de ellas había muchos nidos de golondrina; uno era la morada de la que transportaba a Pulgarcita.
- Ésta es mi casa -dijo el ave-. Pero si prefieres buscarte una para ti en las flores que crecen en el suelo, te bajaré hasta él y lo pasarás a las mil maravillas.
- ¡Qué hermosura! -exclamó Pulgarcita, dando una palmada con sus manitas minúsculas.
Yacía allí una gran columna blanca, que se había desplomado y roto en tres pedazos, entre los cuales crecían exquisitas flores, blancas también. La golondrina descendió con Pulgarcita a cuestas y la depositó sobre uno de sus anchos pétalos. Pero, ¡qué sorpresa! En el cáliz de la flor había un hombrecillo blanco y transparente, como de cristal; llevaba en la cabeza una lindísima corona de oro, y de sus hombros salían dos diáfanas alas; y el personajillo no era mayor que Pulgarcita. Era el ángel de la flor. En cada una moraba uno de aquellos enanitos, varón o hembra; pero aquel era el rey de todos.
- ¡Dios mío, y qué hermoso! - susurró Pulgarcita al oído de la golondrina. El principito tuvo un susto al ver al pájaro, que era enorme en comparación con él, tan menudo y delicado; pero al descubrir a Pulgarcita quedó encantado: era la muchacha más bonita de cuantas viera jamás. Se quitó de la cabeza la corona de oro y la puso en la de ella, al tiempo que le preguntaba su nombre y si quería casarse con él. Si aceptaba, sería la reina de todas las flores. ¡Qué diferencia entre este pretendiente y el hijo del sapo, y el topo de la pelliza negra! Dijo, pues, que sí al apuesto príncipe, y entonces salió de cada flor una dama o un caballero, tan gentiles que daba gozo verlos. Cada uno trajo un regalo a Pulgarcita, pero el mejor de todos fue un par de hermosas alas que le ofreció una gran mosca blanca; las aplicaron a la espalda de Pulgarcita, y en adelante también ella pudo volar de flor en flor. Hubo gran regocijo, y la golondrina, desde su nido, les dedicó sus más bellos cantos, aunque en el fondo estaba triste, pues quería de todo corazón a Pulgarcita y la apenaba tener que separarse de ella.
- Ya no te llamarás Pulgarcita -dijo a la niña el ángel de las flores-. Es un nombre muy feo, y tú eres muy bonita. Te llamaremos Maya.
- ¡Adiós, adiós! -cantó la golondrina emprendiendo de nuevo el vuelo con rumbo a Dinamarca, donde tenía un nidito encima de la ventana de la casa de aquel hombre que tantos cuentos sabe. Saludólo con su "¡quivit, quivit! ", y así es como conocemos toda esta historia.
Al llegar el otoño, Pulgarcita tenía listo su ajuar.
- Dentro de cuatro semanas será la boda -dijo el ratón. Pero la pequeña, prorrumpiendo a llorar, manifestó que no quería al pesado topo.
- ¡Tonterías! -replicó el ratón-. No te pongas terca o te morderé con mi diente blanco. ¡Despreciar a un hombre tan guapo! ¡Ni la reina tiene un abrigo de terciopelo negro como el suyo! Y no hablemos de su cocina y su despensa, que son lo mejor de lo mejor. Tendrías que dar gracias a Dios por la suerte que tienes.
Llegó el día de la boda. El topo se presentó a buscar a Pulgarcita, para llevársela a vivir con él debajo de la tierra, donde ya no volvería a ver la luz del día, a la que él tenía horror. La pobrecilla estaba desolada. Quiso salir a despedirse del sol, que bañaba aún la puerta de la casa del ratón.
- ¡Adiós, sol de mi vida! -exclamó, y, levantando el cielo los brazos, avanzó unos pasos por el campo, segado ya y cubierto solamente por los secos rastrojos ¡Adiós, adiós! -repitió, abrazando una florecita roja que crecía en el lugar-. Saluda de mi parte a mi querida golondrina si acertares a verla.
- ¡Quivit, quivit! -oyó en aquel mismo instante encima de su cabeza, y, al levantar los ojos, divisó a la golondrina que pasaba volando. ¡Qué alegría la de Pulgarcita, cuando la reconoció! Le contó cuán a disgusto se casaba con el feo topo, y cómo tendría que vivir bajo tierra, donde no vería jamás la luz del sol. Y mientras hablaba no podía contener las lágrimas.
- Se acerca el frío invierno -dijo la golondrina-, me marcho a países más cálidos. ¿Quieres venirte conmigo? ¡Móntate en mi espalda! Te atas con el cinturón y huiremos del horrible topo y de su oscura madriguera; cruzaremos las montañas en busca de tierras calurosas, donde el sol es aún más brillante que aquí, donde reina un eterno verano y crecen flores magníficas. ¡Vente conmigo, mi querida Pulgarcita, que me salvaste la vida cuando yacía como muerta en el tenebroso subterráneo!
- ¡Sí, me voy contigo! -dijo Pulgarcita. Se sentó sobre el dorso del pájaro, apoyando los pies en sus alas desplegadas, ató el cinturón a una de las plumas más resistentes y la golondrina echó a volar, remontándose en el aire, a través de bosques y mares, por encima de
montañas eternamente cubiertas de nieve. La niña tiritaba en aquel aire tan frío, por lo que se escurrió bajo las calientes plumas del ave, asomando únicamente la cabeza para poder seguir admirando las bellezas que se desplegaban al fondo.
Y llegaron a las tierras cálidas, donde el sol brilla mucho más esplendoroso que aquí, el cielo parece mucho más alto, y en los ribazos y setos crecen hermosísimos racimos verdes y rojos. En los bosques penden limones y naranjas, impregna el aire una fragancia de mirtos y menta, y por los caminos corretean niños encantadores, jugando con grandes y abigarradas mariposas. Pero la golondrina proseguía su vuelo, y cada vez era el espectáculo más bello. En mitad de un bosquecillo de majestuosos árboles verdes, al borde de un lago azul, levantábase un soberbio palacio de mármol blanco, construido en tiempos antiguos. Trepaban parras por sus altas columnas, y en la cima de ellas había muchos nidos de golondrina; uno era la morada de la que transportaba a Pulgarcita.
- Ésta es mi casa -dijo el ave-. Pero si prefieres buscarte una para ti en las flores que crecen en el suelo, te bajaré hasta él y lo pasarás a las mil maravillas.
- ¡Qué hermosura! -exclamó Pulgarcita, dando una palmada con sus manitas minúsculas.
Yacía allí una gran columna blanca, que se había desplomado y roto en tres pedazos, entre los cuales crecían exquisitas flores, blancas también. La golondrina descendió con Pulgarcita a cuestas y la depositó sobre uno de sus anchos pétalos. Pero, ¡qué sorpresa! En el cáliz de la flor había un hombrecillo blanco y transparente, como de cristal; llevaba en la cabeza una lindísima corona de oro, y de sus hombros salían dos diáfanas alas; y el personajillo no era mayor que Pulgarcita. Era el ángel de la flor. En cada una moraba uno de aquellos enanitos, varón o hembra; pero aquel era el rey de todos.
- ¡Dios mío, y qué hermoso! - susurró Pulgarcita al oído de la golondrina. El principito tuvo un susto al ver al pájaro, que era enorme en comparación con él, tan menudo y delicado; pero al descubrir a Pulgarcita quedó encantado: era la muchacha más bonita de cuantas viera jamás. Se quitó de la cabeza la corona de oro y la puso en la de ella, al tiempo que le preguntaba su nombre y si quería casarse con él. Si aceptaba, sería la reina de todas las flores. ¡Qué diferencia entre este pretendiente y el hijo del sapo, y el topo de la pelliza negra! Dijo, pues, que sí al apuesto príncipe, y entonces salió de cada flor una dama o un caballero, tan gentiles que daba gozo verlos. Cada uno trajo un regalo a Pulgarcita, pero el mejor de todos fue un par de hermosas alas que le ofreció una gran mosca blanca; las aplicaron a la espalda de Pulgarcita, y en adelante también ella pudo volar de flor en flor. Hubo gran regocijo, y la golondrina, desde su nido, les dedicó sus más bellos cantos, aunque en el fondo estaba triste, pues quería de todo corazón a Pulgarcita y la apenaba tener que separarse de ella.
- Ya no te llamarás Pulgarcita -dijo a la niña el ángel de las flores-. Es un nombre muy feo, y tú eres muy bonita. Te llamaremos Maya.
- ¡Adiós, adiós! -cantó la golondrina emprendiendo de nuevo el vuelo con rumbo a Dinamarca, donde tenía un nidito encima de la ventana de la casa de aquel hombre que tantos cuentos sabe. Saludólo con su "¡quivit, quivit! ", y así es como conocemos toda esta historia.
Er was eens een vrouw die zo graag een kindje wilde hebben, maar zij wist absoluut niet waar ze dat kindje vandaan zou halen; en daarom ging ze naar een oude heks en zei: "Ik wou zo verschrikkelijk graag een kindje hebben, wil je me niet vertellen hoe ik eraan kom?"
"Wel zeker, dat is zo moeilijk niet!" zei de heks. "Hier heb je een gerstekorrel en wel van een heel ander soort dan die op de akker groeit of die de kippen eten. Stop die in een bloempot, dan zul je eens wat zien!"
"Dank je!" zei de vrouw en ze gaf de heks twaalf stuivers. Ze ging toen naar huis en plantte de gerstekorrel. Onmiddellijk kwam er een prachtig mooie, grote bloem op die er uitzag als een tulp, maar ze zat stijf dicht, alsof ze nog in knop was.
"Dat is een mooie bloem!" zei de vrouw en ze kuste haar op de mooie, rode en gele bladeren, maar op hetzelfde ogenblik dat ze kuste, ging de bloem met een grote knal open. Nu kon je zien dat het een echte tulp was, maar midden in de bloem, op de groene stempel, zat een klein fijn meisje, zij was niet langer dan een duim en daarom heette ze Duimelijntje.
Een mooi gelakte notendop was haar wieg, blauwe viooltjes waren haar matrasje en rozenblaadjes haar dekentjes, daar sliep ze 's nachts, maar overdag speelde ze op de tafel waarop de vrouw een bord had neergezet en om dat bord legde ze een grote krans van bloemen met hun steeltje in het water en daarop dreef ook een groot tulpenblad. Daarop mocht Duimelijntje van de ene kant van het bord naar de andere varen; zij had twee witte paardenharen om mee te roeien. Dat was een prachtig gezicht! Zij kon ook zingen, zo fijn en zo liefelijk als niemand nog ooit had gehoord.
Op een nacht dat ze in haar mooie bedje lag, sprong er een lelijke pad door het raam: er was een ruit stuk. De pad was afzichtelijk en groot en nat en zij sprong pardoes op de tafel, waar Duimelijntje lag te slapen onder het rode rozenblad.
"Dat zou een uitstekende vrouw voor mijn zoon zijn!" zei de pad en toen pakte ze de notendop, waar Duimelijntje in sliep en sprong ermee het raam uit de tuin in.
Daar stroomde een grote, brede rivier, de oever was moerassig en modderig en hier woonde de pad met haar zoon. Och!, hij had net zo'n afzichtelijk en gemeen gezicht als zijn moeder "koax, koax, brekke-ke-kex!" dat was alles wat hij kon zeggen toen hij het lieve, kleine meisje in de notedop zag.
"Praat niet zo hard, anders wordt ze wakker!" zei de oude pad, "ze kon eens weglopen, want ze is zo licht als zwanendons! We zetten haar in de rivier op een plompenblad. Net een eiland voor wie zo licht en zo klein is. Dan kan ze niet weglopen en wij brengen onderwijl hier in de modder de mooie kamer in orde, daar kunnen jullie je dan inrichten!"
Buiten in de rivier groeiden er heel wat plompen met hun brede, groene bladeren die op het water lijken te drijven; het verste blad was ook het grootste; daar zwom de oude pad heen en ze zette de notendop met Duimelijntje erop.
Het stakkerdje werd vroeg in de morgen wakker en toen zij merkte waar ze was, begon ze bitter te huilen, want aan alle kanten van het grote, groene blad was water: zij kon helemaal niet meer aan land komen.
De oude pad zat in de modder haar mooie kamer op te sieren met biezen en gele plompen - het moest er netjes uitzien voor de nieuwe schoondochter - en toen zwom zij met haar lelijke zoontje naar het blad in de rivier, waar Duimelijntje op zat. Zij wilden haar mooie bedje halen, dat moest in het bruidsvertrek worden neergezet, vóór zij daar zelf kwam. De oude pad boog diep voor haar in het water en zei: "Hier zie je mijn zoon, hij zal met je trouwen en jullie zult daar in de modder heerlijk samen wonen!"
"Koax, koax! brekke-ke-kax!" dat was alles wat het zoontje kon zeggen.
En toen namen ze het mooie bedje en ze zwommen daarmee weg. Maar Duimelijntje zat helemaal alleen op het groene blad te huilen, want ze wilde niet bij die lelijke oude pad wonen en met haar afschuwelijke zoontje trouwen. De visjes die beneden in het water zwommen hadden de pad wel gezien en ook gehoord wat ze zei, en daarom staken ze hun kop boven water, want ze wilden dat kleine meisje toch wel eens zien. Zodra ze haar in het oog kregen vonden ze haar zo lief, en ze vonden het zo jammer dat ze nu weg moest naar die lelijke pad. Nee, dat zou niet gebeuren. Beneden in het water knaagden ze met hun tanden rondom de groene steel van het blad waarop ze stond, en toen dreef het blad de rivier af, weg met Duimelijntje, zover dat de pad er niet kon komen.
Duimelijntje voer een heel eind en de vogeltjes in de struiken zagen haar en zongen: "Wat een lief klein meisje!"
Het blad dreef verder en verder, en zo reisde Duimelijntje naar het buitenland. Een teer wit vlindertje vloog voortdurend om haar heen en streek ten slotte op het blad neer. Het vond Duimelijntje zo lief en die was zo blij, want nu kon de pad niet bij haar komen. Het was ook zo mooi waar zij nu voer: de zon scheen op het water, dat schitterde als glanzend goud. Toen nam zij haar gordel, zij bond het ene eind om de vlinder en het andere aan het blad; zo kwam ze heel wat vlugger vooruit.
Op hetzelfde ogenblik kwam er een grote kever aanvliegen. Hij kreeg haar in het oog, sloeg zijn klauwtjes om haar slank lijfje en vloog met haar in een boom. Maar het groene blad dreef de rivier af en de vlinder vloog mee, want hij was aan het blad vastgebonden en kon niet loskomen.
Lieve hemel, wat schrok dat arme Duimelijntje toen de kever met haar in de boom vloog. Maar ze was toch nog banger om die mooie, witte vlinder die ze aan het blad had vastgebonden; als hij nu eens niet los kon komen moest hij doodhongeren. Maar daar gaf de kever niets om. Hij ging met haar op het grootste blad van de boom zitten, gaf haar honing uit de bloemen te eten en zei dat ze erg lief was, al leek ze dan ook helemaal niet op een kever. Toen kwamen alle andere kevers die in de boom woonden hen opzoeken; ze keken naar Duimelijntje, en de keverjuffers staken hun voelhoorns uit en zeiden: "Ze heeft maar twee benen; "t is niet veel bijzonders." - "Ze heeft niet eens voelhoorns," zei een ander. "Ze is zo dun om haar middel, jakkes! Ze is net een mens!
Wat is ze lelijk!" zeiden alle kevermeisjes, en toch was Duimelijntje zo lief! Dat vond de kever die haar had geroofd ook wel, maar toen alle andere zeiden dat ze lelijk was, geloofde hij het ten slotte ook en hij wilde niets meer van haar weten! Zij kon gaan waar ze wilde. Ze vlogen met haar uit de boom en zetten haar op een madeliefje; daar zat ze nu te huilen, omdat ze zo lelijk was dat de kevers haar niet wilden hebben. En tóch was ze het liefste dat je je kon denken, zo teer en doorschijnend als een rozenblaadje.
Wat is ze lelijk!" zeiden alle kevermeisjes, en toch was Duimelijntje zo lief! Dat vond de kever die haar had geroofd ook wel, maar toen alle andere zeiden dat ze lelijk was, geloofde hij het ten slotte ook en hij wilde niets meer van haar weten! Zij kon gaan waar ze wilde. Ze vlogen met haar uit de boom en zetten haar op een madeliefje; daar zat ze nu te huilen, omdat ze zo lelijk was dat de kevers haar niet wilden hebben. En tóch was ze het liefste dat je je kon denken, zo teer en doorschijnend als een rozenblaadje.
De hele zomer door leefde het arme Duimelijntje helemaal alleen in het grote bos. Ze vlocht een bed van grassprietjes en hing dat onder een groot hoefblad, zodat ze niet nat kon regenen, zij at honing uit de bloemen en dronk van de dauw die elke morgen op de bladeren lag. Zo verliepen de zomer en de herfst maar toen kwam de winter, die lange, koude winter. Alle vogels die zo mooi voor haar hadden gezongen vlogen weg; de bomen en de bloemen verdorden, het grote hoefblad waar ze onder had gewoond schrompelde ineen: er bleef niets van over dan een gele, verdorde steel. Zij had het zo verschrikkelijk koud, want haar kleren waren stuk en zij was zo teer en klein, dat arme Duimelijntje, ze móést wel doodvriezen. Het begon te sneeuwen en iedere sneeuwvlok die op haar neerviel, was voor haar zo zwaar als voor ons een hele lade vol - want wij zijn groot en zij was maar een duim lang. Toen wikkelde ze zich in een dor blad, maar dat gaf geen warmte, zij rilde van de koude.
Vlak bij het bos waar zij leefde, lag een groot korenveld, maar het koren was al lang weg, alleen de naakte, droge stoppels staken uit de bevroren grond. Voor haar leek het of ze door een groot bos liep: o, wat rilde ze van de kou. Toen kwam ze aan de deur van de veldmuis. Dat was een klein gaatje onder de korenstoppels. Daar woonde de veldmuis, lekker warmpjes, en had haar hele salon vol graankorrels, en bovendien een prachtige eetkamer en keuken. Het arme Duimelijntje stond in de deur, net als ieder ander bedelmeisje, en smeekte om een klein stukje graankorrel, want ze had in geen twee dagen iets te eten gehad.
"Jij, arme stakker!" zei de veldmuis, want het was eigenlijk wel een oude, goede veldmuis, "kom jij maar binnen in mijn warme kamer en eet maar wat!"
Omdat ze een goede indruk van Duimelijntje had zei ze: "Je kunt van de winter best bij mij blijven, maar je moet mijn huis netjes houden en mij verhaaltjes vertellen, want daar houd ik zo van!" Duimelijntje deed wat de goede, oude veldmuis van haar verlangde en had het buitengewoon goed.
Nu krijgen we gauw bezoek!" zei de veldmuis, "mijn buurman komt mij eens in de week bezoeken. Hij woont nog mooier dan ik, in grote kamers en hij draagt een heerlijke, zwarte pels. Als je hem tot man kreeg was je goed af, maar hij kan niet zien. Je moet hem de aardigste verhaaltjes vertellen die je kent!"
Maar daar had Duimelijntje geen zin in. Zij wilde niets van die buurman weten: hij was een mol. Hij kwam in zijn zwarte pels op bezoek. Hij was zo rijk en zo geleerd, zei de veldmuis, zijn huis was dan ook twintigmaal zo groot als dat van de veldmuis. En geleerd was hij, maar van de zon en van mooie bloemen hield hij helemaal niet, daar sprak hij alleen maar kwaad van want hij had ze nooit gezien.
Duimelijntje moest zingen en ze zong zowel van "Kevertje vlieg!" als van "Daar gaat een patertje langs de kant," en toen werd de mol verliefd op haar om haar mooie stem, maar hij zei geen woord. Hij was een bescheiden man.
Hij had pas een lange gang gegraven dwars door de grond, van zijn huis naar het hunne, en daar mochten de veldmuis en Duimelijntje nu wandelen wanneer ze wilden. Maar hij drukte hen op het hart, toch vooral niet bang te worden van het dode vogeltje dat in de gang lag, een vogeltje met veren en snavel en al, dat zeker kort geleden gestorven was toen de winter begon en juist daar, waar hij zijn gang gemaakt had, begraven lag.
De mol nam nu een stukje vermolmd hout in de mond, want dat schijnt als vuur in het donker, en liep toen vooruit en lichtte hen voor in de lange, donkere gang. Toen ze op de plaats kwamen waar het dode vogeltje lag, zette de mol zijn brede neus tegen de zoldering en stootte de aarde naar boven, zodat er een groot gat kwam, waardoor het daglicht naar beneden kon schijnen. Midden op de grond lag een dode zwaluw, haar mooie vleugels waren stevig tegen haar zijden gedrukt, kop en poten had zij onder haar veren getrokken; het arme dier was zeker van de kou gestorven. Duimelijntje had zo'n medelijden met het vogeltje, ze hield zoveel van ze, ze hadden toch immers de hele zomer voor haar gezongen en gekwinkeleerd. Maar de mol trapte naar haar met zijn korte pootjes en zei: "Nu piept zij niet meer! Wat moet dat droevig zijn als vogeltje geboren te worden. Goddank, dat geen van mijn kinderen ooit zo iets wordt, zo'n vogeltje heeft niets dan zijn "twiet-twiet" en moet 's winters doodhongeren!"
"Ja, dat mag u als verstandig man wel zeggen," zei de veldmuis. "Wat heeft dat vogeltje aan al zijn "twiet-twiet" als het winter wordt? Het moet verhongeren en doodvriezen; dat komt van al die grootsigheid!"
Duimelijntje zei niets, maar toen de beide anderen het vogeltje de rug toedraaiden boog zij zich neer, streek de veren die over het kopje lagen terug en kuste het op de gesloten oogjes. Misschien is 't wel het vogeltje, dat zo mooi voor me zong van de zomer! dacht ze, wat heeft dat lieve, mooie beestje me een plezier gedaan!
De mol maakte nu het gat weer dicht waar het daglicht doorheen scheen en begeleidde de dames weer naar huis. Maar 's nachts kon Duimelijntje helemaal niet slapen; zij stond op en vlocht van hooi een mooi dekentje, droeg dat naar beneden en spreidde het over het dode vogeltje uit, zij legde zachte watten die zij in de kamer van de veldmuis had gevonden aan beide zijden van het diertje, opdat het goed warm lag in de koude aarde. "Vaarwel, mooi, klein vogeltje!" zei ze, "vaarwel, en dank voor je heerlijke gezang van de zomer, toen alle bomen groen waren en de zon zo warm scheen op ons beiden!"
Toen legde zij haar hoofdje tegen het borstje van de vogel, maar ineens schrok ze heel erg want het was, alsof er binnenin iets klopte. Het was het hartje van de vogel. De zwaluw was niet dood, zij lag bezwijmd en nu ze weer warm was kwam er weer leven in haar.
In het najaar vliegen alle zwaluwen weg naar warme landen, maar is er eentje te laat dan krijgt zij het zo koud dat zij dood neervalt en blijft liggen waar zij gevallen is, waar de koude sneeuw haar toedekt.
Duimelijntje beefde, zo was ze geschrokken, want de vogel was groot, heel groot, in vergelijking met haar die slechts een duim lang was. Maar ze vatte moed, legde de watten dichter om de arme zwaluw heen en haalde een kruizemuntblad dat ze zelf tot dekbed had gehad en legde dit over de kop van de vogel.
De volgende nacht sloop zij weer naar beneden en toen was de zwaluw springlevend maar zo moe dat zij maar een ogenblikje haar ogen kon opendoen en naar Duimelijntje kijken, die daar stond met een stukje vermolmd hout in de hand, want ander licht had ze niet.
"Dank je wel, lief kindje!" zei de zieke zwaluw tot haar. "Ik ben zo heerlijk warm geworden! Ik word weer gauw sterk genoeg om weg te vliegen naar de warme zonneschijn!"
"O," zei ze, "het is buiten zo koud, het sneeuwt en het vriest! Blijf toch in je warme bed, ik zal je wel verplegen!" Toen bracht zij de zwaluw water in een bloemblad en de vogel dronk en vertelde haar hoe ze haar ene vleugel had gescheurd aan een doornstruik en hoe ze daarom niet zo hard kon vliegen als de andere zwaluwen, die ver weg gingen naar de warme landen. Ze was ten slotte op de grond gevallen, maar verder kon ze zich niets herinneren en ze wist helemaal niet hoe ze hier gekomen was.
De hele winter door bleef ze daarbeneden, en Duimelijntje was lief voor haar en hield heel veel van haar; noch de mol, noch de veldmuis merkte er iets van, want ze mochten de arme zwaluw niet lijden.
Zodra het voorjaar kwam en de warme zonnestralen op de aarde schenen nam de zwaluw afscheid van Duimelijntje die het gat opende dat de mol aan de bovenkant had gemaakt. De zon scheen zo heerlijk naar binnen dat de zwaluw vroeg of zij niet mee naar buiten wilde. Ze kon toch op haar rug zitten en ze zouden ver weg naar het groene bos vliegen. Maar Duimelijntje wist dat de oude veldmuis verdrietig zou zijn wanneer ze haar zo verliet.
"Nee, ik kan niet!" zei Duimelijntje. "Vaarwel, vaarwel!"
"Goed, lief meisje!" zei de zwaluw en vloog naar buiten in de zonneschijn! Duimelijntje keek haar na en de tranen kwamen haar in de ogen, want ze hield zoveel van de arme zwaluw. "Twiet-twiet!" zong de vogel en ze vloog het groene bos in.
Duimelijntje was erg bedroefd. Ze mocht niet eens naar buiten in de zonneschijn; het graan dat op de akker was gezaaid, tegenover het huis van de veldmuis, schoot zo hoog op dat het een dicht bos was voor het arme ding, dat maar een duim lang was.
"Nu moet je van de zomer aan je uitzet naaien!" zei de veldmuis tot haar, want de buurman, die vervelende mol in zijn zwarte pels, had een aanzoek om haar hand gedaan. "Je moet wol en linnen hebben! Je moet iets krijgen om op te zitten en op te liggen, wanneer je de vrouw van de mol wordt!"
Duimelijntje werd aan het spinnewiel gezet, en de veldmuis huurde vier spinnen om dag en nacht te spinnen en te weven. Elke avond kwam de mol op bezoek en hij praatte dan altijd over later, wanneer de zomer voorbij was en de zon helemaal niet zo warm meer was, nu brandde zij de grond zo hard als steen; ja, wanneer de zomer voorbij was, zou hij met Duimelijntje bruiloft vieren. Maar ze was niet blij want ze hield helemaal niet van die vervelende mol. Iedere morgen wanneer de zon opkwam, en iedere avond wanneer ze onderging, sloop ze de deur uit; en wanneer dan de aren door de wind uit elkaar woeien kon ze de blauwe hemel zien en ze dacht eraan, hoe licht en hoe mooi het daarbuiten was. Dan verlangde ze er zo naar dat ze opnieuw die lieve zwaluw zou zien; maar die kwam nooit meer, die vloog zeker ergens ver weg boven het mooie, groene bos.
Toen het najaar werd had Duimelijntje haar hele uitzet klaar.
"Over vier weken zal de bruiloft zijn!" zei de veldmuis tot haar. Maar Duimelijntje huilde en zei dat ze niet met die vervelende mol wilde trouwen.
"Dwaasheid!" zei de veldmuis, "wees nu niet koppig want anders bijt ik je met mijn witte tanden! Je krijgt een heel bijzondere man! Zo"n zwarte pels heeft zelfs de koningin niet! En zijn kelder en zijn keuken zijn goed voorzien! Dank God voor zo'n man!"
Toen zouden ze dan bruiloft houden! De mol was al gekomen om Duimelijntje te halen; diep in de grond zou ze met hem wonen en nooit buiten in de warme zon komen, want daar kon hij niet tegen. Het arme kind was erg bedroefd, nu moest ze die lieve zon vaarwel zeggen die ze bij de veldmuis in de deur toch nog mocht zien.
"Vaarwel, helle zon!" zei ze en ze strekte haar armen hoog in de lucht en liep ook een klein eindje buiten het huis van de veldmuis: nu was het graan geoogst en alleen de dorre stoppels op het veld stonden. "Vaarwel, vaarwel!" zei ze en sloeg haar armpjes om een kleine ronde bloem. "Groet de kleine zwaluw van mij, wanneer je haar te zien krijgt!"
"Twiet-twiet!" klonk het op hetzelfde ogenblik boven haar hoofd. Ze keek op, het was de kleine zwaluw die juist voorbijkwam.
Zodra ze Duimelijntje zag was ze erg blij. En het meisje vertelde de vogel hoe naar ze het vond om met die lelijke mol te trouwen en dat ze nu diep onder de grond moest wonen, waar de zon nooit scheen. Ze moest er zo erg om huilen.
"Nu begint de koude winter," zei de kleine zwaluw, "ik vlieg ver weg naar de warme landen, wil je met me mee? Je kunt op mijn rug zitten! Bind je maar vast met je gordel, dan vliegen we weg van die lelijke mol en zijn donkere huis, ver weg over de bergen naar warme landen, waar de zon warmer schijnt dan hier, waar het altijd zomer is en waar prachtige bloemen staan. Vlieg maar mee, jij lieve, kleine Duimelijntje, jij hebt mijn leven gered toen ik, ziek van de kou, in die donkere aardgang lag!"
"Ja, ik ga met je mee!" zei Duimelijntje en ze ging op de rug van de vogel zitten, met haar voeten op diens uitgespreide vleugels; zij bond haar gordel vast aan een van de stevigste veren en toen vloog de zwaluw hoog de lucht in, over bossen en over meren, hoog over de hoogste bergen waar altijd sneeuw ligt, en Duimelijntje rilde in die koude lucht. Maar toen kroop ze onder de warme veren van de vogel en alleen haar hoofdje stak naar buiten om al die pracht daarbeneden te aanschouwen. Toen kwamen ze in de warme landen. Daar scheen de zon heel wat helderder dan hier. De hemel was tweemaal zo hoog, en overal groeiden de heerlijkste groene en blauwe wijndruiven. In de bossen hingen citroenen en sinaasappelen aan de takken, het rook er naar mirte en kruizemunt, en op de weg liepen de liefste kinderen met grote, bonte vlinders te spelen. Maar de zwaluw vloog nog verder weg en het werd mooier en mooier. Onder de heerlijkste, groene bomen aan een blauw meer stond een stralend wit, marmeren slot uit oude tijden, waar wingerdranken zich slingerden om de hoge zuilen; en heel in de hoogte waren er talloze zwaluwnesten en in een ervan woonde de zwaluw die Duimelijntje droeg.
"Hier is mijn huis!" zei de zwaluw, "maar wil je nu beneden een van die prachtige bloemen uitzoeken die er groeien, dan zal ik je daar neerzetten; en je zult 't heerlijk hebben, zo heerlijk als je maar wilt!"
"Dat is prettig!" zei ze, en ze klapte in haar beide handjes. Daar op de grond lag een grote, witte marmeren zuil die omgevallen was en in drie stukken gebroken, maar tussen de brokstukken groeiden de schoonste witte bloemen. De zwaluw vloog naar beneden met Duimelijntje en zette haar op een van de brede bladeren; maar wat stond zij nu verbaasd!
Daar zat, midden in de bloem, een jongen, wit en doorzichtig alsof hij van glas was. Hij had een mooi gouden kroontje op het hoofd en prachtige vleugels aan de schouders, hijzelf was niet groter dan Duimelijntje. Hij was de engel van de bloem. In iedere bloem woonde zo'n jongen of zo'n meisje, maar deze was de koning van hen allen samen.
"Lieve hemel, wat is hij mooi!" fluisterde Duimelijntje tot de zwaluw. De kleine prins schrok erg van de zwaluw die bij hem - zo klein en teer - vergeleken een reuzenvogel was, maar toen hij Duimelijntje zag werd hij zo vrolijk: zij was het liefste meisje dat hij ooit had gezien. Daarom nam hij zijn gouden kroontje van het hoofd en hij zette het op het hare, vroeg hoe ze heette en of ze zijn vrouw wilde worden, dan zou ze koningin zijn van alle bloemen! Ja, dat was nu nog eens een heel andere man dan die paddenzoon of die mol met zijn zwarte pels. Ze gaf dan ook de prins haar jawoord en uit iedere bloem kwam een dame of een heer, zo elegant dat het een lust was om te zien. Allemaal brachten ze Duimelijntje geschenken, maar het mooiste van alles was een paar allerliefste vleugeltjes van een grote witte vlieg; ze werden op Duimelijntjes rug bevestigd en toen kon zij van bloem tot bloem vliegen. Alles was blij en de kleine zwaluw zat boven in haar nest en zong voor hen zo goed ze kon, maar in haar hart was ze toch bedroefd want ze hield zoveel van Duimelijntje en had nooit van haar willen scheiden.
"Jij moet niet meer Duimelijntje heten!" zei de engel van de bloem tot haar, "dat is een lelijke naam, en je bent zo mooi! We zullen je Maja noemen!"
Vaarwel, vaarwel!" zei de kleine zwaluw en vloog weer weg, ver weg van de warme landen naar Denemarken; daar had ze boven een venster een klein nestje, waar iemand woont die sprookjes kan vertellen.
Voor hem zong de zwaluw "twiet-twiet!" en van haar hebben we het hele verhaal.