El bisabuelo


Oldefar


¡Era tan cariñoso, listo y bueno, el bisabuelo! Nosotros sólo veíamos por sus ojos. En realidad, por lo que puedo recordar, lo llamábamos abuelo; pero cuando entró a formar parte de la familia el hijito de mi hermano Federico, él ascendió a la categoría de bisabuelo; más alto no podía llegar. Nos quería mucho a todos, aunque no parecía estar muy de acuerdo con nuestra época.
- ¡Los viejos tiempos eran los buenos! - decía -; sensatos y sólidos. Hoy todo va al galope, todo está revuelto. La juventud lleva la voz cantante, y hasta habla de los reyes como si fuesen sus iguales. El primero que llega puede mojar sus trapos en agua sucia y escurrirlos sobre la cabeza de un hombre honorable.
Cuando soltaba uno de estos discursos, el bisabuelo se ponía rojo como un pavo; pero al cabo de un momento reaparecía su afable sonrisa, y entonces decía:
- ¡Bueno, tal vez me equivoque! Soy de los tiempos antiguos y no consigo acomodarme a los nuevos. ¡Dios quiera encauzarlos y guiarlos!
Cuando el bisabuelo hablaba de los tiempos pasados, yo creía encontrarme en ellos. Con el pensamiento me veía en una dorada carroza con lacayos; veía las corporaciones gremiales con sus escudos, desfilando al son de las bandas y bajo las banderas, y me encontraba en los alegres salones navideños, disfrazado y jugando a prendas. Cierto que en aquella época ocurrían también muchas cosas repugnantes y horribles, como el suplicio de la rueda, y el derramamiento de sangre; pero todos aquellos horrores tenían algo de atrayente, de estimulante. Y también oía muchas cosas buenas: sobre los nobles daneses que emanciparon a los campesinos, y el príncipe heredero de Dinamarca, que abolió la trata de esclavos.
Era magnífico oír al bisabuelo hablar de todo aquello y de sus años juveniles, aunque el período mejor, el más sobresaliente y grandioso, había sido el anterior.
- ¡Bárbaro, era! - exclamó mi hermano Federico -. ¡Dios sea loado! Pero ya pasó. - Y se lo dijo al bisabuelo. No estuvo bien, y, sin embargo, yo sentía gran respeto por Federico, mi hermano mayor, que habría podido ser mi padre, según decía él. Y decía también muchas cosas divertidas. De estudiante llevó siempre las mejores notas, y en el despacho de mi padre se aplicó tanto, que muy pronto pudo entrar en el negocio. Era el que tenía más trato con el bisabuelo, pero siempre discutían. No se comprendían ni llegarían nunca a comprenderse, afirmaba toda la familia; pero yo, con ser tan pequeño, no tardé en darme cuenta de que el uno no podía prescindir del otro.
El bisabuelo escuchaba con ojos brillantes cuando Federico hablaba o leía en voz alta acerca del progreso de las ciencias, de los descubrimientos de las fuerzas naturales, de todo lo notable que ocurría en nuestra época.
- Los hombres se vuelven más listos, pero no mejores - decía el bisabuelo -. Inventan armas terribles para destruirse mutuamente.
- Así las guerras son más cortas - replicaba Federico -, No hay que aguardar siete años para que venga la bendita paz. El mundo está pletórico, y a veces le conviene una sangría.
Un día Federico le contó un suceso ocurrido en una pequeña ciudad. El reloj del alcalde, es decir, el gran reloj del Ayuntamiento, señalaba las horas a la población, y, aunque no marchaba muy bien, la gente se regía por él. Llegaron al país los ferrocarriles, los cuales enlazan con los de los demás países; por eso es preciso conocer la hora exacta; de lo contrario se va rezagado. Pusieron en la estación un reloj que marchaba de acuerdo con el sol, y como el del alcalde no lo hacía, todos los ciudadanos empezaron a regirse por el reloj de la estación.
Yo me reí, pareciéndome que la historia era muy divertida; pero el bisabuelo no se río ni pizca, sino que se quedó muy serio.
- ¡Tiene mucha miga lo que acaba de contar! - dijo -, y comprendo cuál es tu idea al contármelo. Hay mucha ciencia en el mecanismo de tu reloj, y me hace pensar en otro: en el sencillo reloj de Bornholm, de mis padres, tan viejo, con sus pesas de plomo. Marcó su tiempo y el de mi infancia. Cierto que no marchaba con tanta precisión, pero marchaba, lo veíamos por las agujas, creíamos lo que decían y no nos parábamos a pensar en las ruedas que tenía dentro. Así era también entonces la máquina del Estado; uno la miraba despreocupadamente, y tenía fe en la aguja. Pero hoy la máquina estatal se ha convertido en un reloj de cristal cuyo mecanismo es visible; se ven girar las ruedas, se oyen sus chirridos, y uno se asusta del eje y del volante. Yo sé cómo darán las campanadas, y ya no tengo la fe infantil. Esto es lo frágil de la época actual.
Y entonces el bisabuelo se salía de sus casillas. No podía ponerse de acuerdo con Federico, pero tampoco podían separarse, de igual manera que la época vieja y la nueva. Bien se dieron cuenta ellos dos y la familia entera, cuando Federico hubo de emprender un largo viaje a América. Aunque los viajes eran cosa corriente en la familia, aquella separación resultó bien difícil para el bisabuelo. ¡Sería tan largo aquel viaje! Todo el océano de por medio, hasta llegar al otro continente.
- Recibirás carta mía cada quince días - le dijo Federico -. Y más de prisa que las cartas te llegarán los telegramas. Los días se vuelven horas, y las horas, minutos.
Llegó un saludo por el hilo telegráfico el día en que Federico embarcó en Inglaterra. Más rápido que una carta - ni que hubiesen actuado de correo las raudas nubes - llegó un saludo de América, al desembarcar en ella Federico. Fue unas pocas horas después de haber puesto pie en tierra firme.
- Realmente, es una idea de Dios regalada a nuestros tiempo - dijo el bisabuelo -, una bendición para la Humanidad.
- Y según me dijo Federico, estas fuerzas naturales se descubrieron en nuestro país - observé.
- Sí - afirmó el bisabuelo, dándome un beso -. Sí, y yo he visto los dulces ojos infantiles que por primera vez descubrieron y comprendieron estas fuerzas de la Naturaleza; eran unos ojos infantiles como los tuyos. ¡Y he estrechado su mano! -. Y volvió a besarme.
Había transcurrido más de un mes cuando llegó una carta de Federico con la noticia de que estaba prometido con una muchacha joven y bonita, y expresaba la confianza de que toda la familia se alegraría. Enviaba su fotografía, que fue examinada a simple vista y con una lupa, pues aquello era lo bueno de los retratos, que permitían ser examinados con la lente más nítida, y entonces aún se notaba más el parecido. Esto no lo habría podido hacer ningún pintor, ni los más famosos de los tiempos pretéritos.
- ¡Ah, si entonces hubiesen conocido este invento! - dijo el abuelo -. Habríamos podido ver cara a cara a los bienhechores y a los grandes hombres del mundo. ¡Qué simpática y buena parece esta muchacha! - dijo, mirándola con la lupa -. La conoceré en cuanto entre en la habitación.
Poco faltó para que esto no ocurriera nunca; afortunadamente nos enteramos del peligro cuando ya había pasado.
Los recién casados llegaron a Inglaterra contentos y en perfecta salud, y embarcaron en un vapor con destino a Copenhague. Ya a la vista de la costa danesa - las blancas dunas de Jutlandia occidental - se levantó una tormenta, y el barco encalló en un arrecife; el embravecido mar amenazaba con destrozarlo, sin que sirviesen los botes de salvamento. Cerró la noche, pero en medio de la oscuridad voló un brillante cohete desde la costa al buque embarrancado; el cohete arrojó un cable, quedó establecida la comunicación entre los náufragos y la costa, y pronto una linda joven fue transportada en la canasta de salvamento por sobre las olas encrespadas y furiosas; y se sintió infinitamente dichosa cuando, poco después, tuvo a su lado, en tierra firme, a su joven esposo. Todos los de a bordo se salvaron antes del amanecer.
Nosotros dormíamos tranquilamente en Copenhague, sin pensar en desgracias ni peligros. Al sentarnos a la mesa para el desayuno, llegó por telégrafo la noticia del naufragio de un barco inglés en la costa occidental de la península. La angustia que experimentamos fue terrible, pero a los pocos momentos se recibió otro telegrama de los queridos viajeros, Federico y su esposa, anunciando su próxima llegada.
Todos lloraban, y yo también, y el bisabuelo, quien, doblando las manos - estoy seguro de ello -, bendijo la nueva época.
Aquel día el bisabuelo destinó doscientos escudos para el monumento a Hans Christian Örsted.
Al llegar Federico con su joven esposa y enterarse de aquel gesto, dijo:
- ¡Muy bien, bisabuelo! Ahora te leeré lo que Örsted escribió, hace ya muchos años, sobre los tiempos viejos y los modernos.
- Probablemente sería de tu opinión - preguntó el bisabuelo.
- Puedes estar seguro - respondió Federico -, y tú también lo eres, puesto que has contribuido a su monumento.
Oldefar var så velsignet, klog og god, vi så alle op til oldefar; han kaldtes egentlig, så langt jeg kunne huske tilbage, farfar, også morfar, men da min broder Frederiks lille søn kom i familien, avancerede han til oldefar; højere op kunne han ikke opleve! Han holdt så meget af os alle sammen, men vor tid syntes han ikke at holde rigtig af: "Gammel tid var god tid!" sagde han; "sindig og solid var den! nu er der sådan en galop og venden op og ned på alt. Ungdommen fører ordet, taler om kongerne selv, som om de var dens ligemænd. Enhver fra gaden kan dyppe sin klud i råddent vand og vride den af på hovedet af en hædersmand!"
Ved sådan tale blev oldefar ganske rød i ansigtet; men lidt efter kom igen hans venlige smil og da de ord: "Nå, ja! måske tager jeg noget fejl! jeg står i gammel tid og kan ikke få ret fodfæste i den nye, Vorherre lede og føre den!"
Når oldefar talte om gammel tid, var det ligesom om den kom tilbage til mig. I tankerne kørte jeg da i guldkaret med hejdukker, så lavene flytte skilt i optog med musik og faner, var med i de morsomme julestuer med panteleg og udklædning. Der var jo rigtignok også i den tid meget fælt og grueligt, stejler, hjul og blodsudgydelse, men alt det gruelige havde noget lokkende og vækkende. Jeg fornam om de danske adelsmænd, der gav bonden fri, og Danmarks kronprins, der ophævede slavehandelen.
Det var yndigt at høre oldefar fortælle derom, høre fra hans ungdomsdage; dog tiden foran den var dog den allerdejligste, så kraftig og stor.
"Rå var den!" sagde broder Frederik, "Gud ske lov at vi er ud over den!" og det sagde han rent ud til oldefar. Det skikkede sig ikke, og dog havde jeg megen respekt for Frederik; han var min ældste broder, han kunne være min fader, sagde han; han sagde nu så meget løjerligt. Student var han med bedste karakter og så flink på faders kontor, at han kunne snart gå med ind i forretningerne. Han var den, oldefar mest indlod sig med, men de kom altid op at disputere. De to forstod ikke hinanden og ville aldrig komme til det, sagde hele familien, men i hvor lille jeg end var, mærkede jeg dog snart, at de to ikke kunne undvære hinanden.
Oldefar hørte til med lysende øjne når Frederik fortalte eller læste op om fremskridt i videnskaben, om opdagelser af naturens kræfter, om alt det mærkelige i vor tid.
"Menneskene bliver klogere, men ikke bedre!" sagde da oldefar. "De opfinder de forfærdeligste ødelæggelsesvåben mod hverandre!"
"Des hurtigere er krigen forbi!" sagde Frederik, "man venter ikke syv år på fredens velsignelse! Verden er fuldblodig, den må imellem have en åreladning, det er fornødent!"
En dag fortalte Frederik ham noget virkeligt oplevet i vor tid i en lille stat. Borgmesterens ur, det store ur på rådhuset, angav tiden for byen og dens befolkning; uret gik ikke ganske rigtigt, men hele byen rettede sig dog derefter. Nu kom også der i landet jernbaner, og de står i forbindelse med alle andre landes, man må derfor vide tiden nøjagtig, ellers løber man på. Jernbanen fik sit solrettede ur, det gik rigtigt, men ikke borgmesterens, og nu rettede alle byens folk sig efter jernbaneuret.
Jeg lo og fandt at det var en morsom historie, men oldefar lo ikke, han blev ganske alvorlig.
"Der ligger en hel del i hvad du der fortæller!" sagde han, "og jeg forstår også din tanke ved at du fortæller mig det. Der er lærdom i dit urværk. Jeg kommer fra det til at tænke på et andet, mine forældres gamle, simple, bornholmske ur med blylodder; det var deres og min barndoms tidsmåler; det gik vel ikke så ganske nøjagtigt, men det gik, og vi så til viseren, den troede vi på og tænkte ikke på hjulene indeni. Sådan var også dengang statsmaskinen, man så trygt på den, og troede på viseren. Nu er statsmaskinen blevet et ur af glas, hvor man kan se lige ind i maskineriet, se hjulene dreje og snurre, man bliver ganske angst for den tap, for det hjul! hvorledes skal det gå med klokkeslættet, tænker jeg, og har ikke længere min barnetro. Det er nutids skrøbelighed!"
Og så talte oldefar sig ganske vred. Han og Frederik kunne ikke komme ud af det sammen, men skilles kunne de heller ikke, "ligesom den gamle og den nye tid"! - det fornam de begge to og hele familien, da Frederik skulle på rejse, langt bort, til Amerika. Det var i husets anliggende rejsen måtte gøres. Det var en tung skilsmisse for oldefar, og rejsen var så lang, helt over verdenshavet, til en anden del af jordkloden.
"Hver fjortende dag vil du have brev fra mig!" sagde Frederik, "og hurtigere end alle breve, vil du gennem telegraftråden kunne høre fra mig; dagene blive timer, timerne minutter!"
Gennem telegraftråden kom hilsen da Frederik i England gik ombord. Tidligere end et brev, selv om de flyvende skyer havde været postbud, kom hilsen fra Amerika, hvor Frederik var steget i land; det var kun nogle timer siden.
"Det er dog en Guds tanke, der er forundt vor tid!" sagde oldefar; "en velsignelse for menneskeheden!"
"Og i vort land blev de naturkræfter først forstået og udtalt, har Frederik sagt mig."
"Ja," sagde oldefar og kyssede mig. "Ja, og jeg har set ind i de to milde øjne, som først så og forstod denne naturkraft; det var barneøjne som dine! og jeg har trykket hans hånd!" Og så kyssede han mig igen.
Mere end en måned var gået, da der i et brev fra Frederik kom efterretning om, at han var blevet forlovet med en ung, yndig pige, som bestemt hele familien ville være glad ved. Hendes fotografi sendtes og blev beset med bare øjne og med forstørrelsesglas, for det er det rare ved de billeder, at de kan tåle at ses efter i de allerskarpeste glas, ja at da kommer ligheden endnu mere frem. Det har ingen maler formået, selv de allerstørste i de gamle tider.
"Havde man dog dengang kendt den opfindelse!" sagde oldefar, "da havde vi kunnet se ansigt til ansigt verdens velgørere og stormænd! - Hvor dog pigebarnet her ser mild og god ud!" sagde han og stirrede gennem glasset. "Jeg kender hende nu, når hun træder ind ad døren!"
Men nær var det aldrig sket; lykkeligvis hørte vi hjemme ikke ret om faren, før den var forbi.
De unge nygifte nåede i glæde og velbefindende England, derfra ville de med dampskib gå til København. De så den danske kyst, Vestjyllands hvide sandklitter; da rejste sig en storm, skibet stødte mod en af revlerne og sad fast; søen gik højt og ville bryde fartøjet; ingen redningsbåd kunne virke; natten fulgte, men midt i mulmet fór fra kysten en lysende raket hen over det grundstødte skib; raketten kastede sit tov hen over det, forbindelsen var lagt mellem dem derude og dem på land, og snart droges, gennem tunge, rullende søer, i redningskurven en ung, smuk kvinde, lyslevende; og uendelig glad og lykkelig var hun, da den unge husbond snart stod hos hende på landjorden. Alle ombord blev frelst; det var endnu ikke lys morgen.
Vi lå i vor søde søvn i København, tænkte hverken på sorg eller fare. Da vi nu samledes om bordet til morgenkaffe, kom et rygte, bragt ved et telegram, om et engelsk dampskibs undergang på Vestkysten. Vi fik stor hjerteangst, men i samme time kom telegram fra de frelste, kære hjemkomne, Frederik og hans unge hustru, der snart ville være hos os.
De græd alle sammen; jeg græd med, og oldefar græd, foldede sine hænder, og - jeg er vis derpå - velsignede den nye tid.
Den dag gav oldefar to hundrede rigsdaler til monumentet for Hans Christian Ørsted.
Da Frederik kom hjem med sin unge kone og hørte det, sagde han: "Det var ret, oldefar! nu skal jeg også læse for dig hvad Ørsted allerede for mange år tilbage skrev om gammel tid og vor tid!"
"Han var vel af din mening?" sagde oldefar.
"Ja, det kan du nok vide!" sagde Frederik, "og du er med, du har givet til monumentet for ham!"