La familia de Hühnergrete


Hønse-Grethes familie


Hühnergrete era la única persona que vivía en la espléndida casa que en el cortijo se había construido para habitación de los pollos y patos. Se alzaba en el lugar que antaño ocupara el viejo castillo con sus torres, hastiales, fosos y puente levadizo. Junto a ella había una verdadera selva de árboles y arbustos; allí había estado el parque que se extendía hasta un gran lago, convertido hoy en una turbera. Cuervos, cornejas y grajos volaban graznando y chillando por entre los viejos árboles. Era un hervidero de aves, y la caza no hacía mella en sus filas; antes bien su número crecía constantemente. Se oían desde el gallinero donde residía Hühnergrete, y donde los patitos se le subían a los zuecos. Conocía cada uno de los pollos y cada uno de los gansos a partir del día en que habían roto el cascarón, y estaba orgullosa de sus pupilos, así como de la magnífica casa que habían construido para ella. Su habitacioncita era limpia y bien cuidada; así lo exigía la propietaria del gallinero, la cual se presentaba a menudo en compañía de invitados de distinción, para enseñarles "el cuartel de los pollos y los patos", como lo llamaba.
Había allí un armario ropero y un sillón, e incluso una cómoda, y en lo alto se veía una bruñida placa de latón que llevaba grabada la palabra "Grubbe". Era el apellido de la antigua y noble familia que había vivido en el castillo señorial. La placa la habían encontrado al excavar los cimientos, y, en opinión del sacristán, no tenía más valor que el de un antiguo recuerdo. El sacristán estaba muy bien informado en todo lo concerniente al lugar y a su pasado; lo sabía por los libros, y guardaba muchos documentos en el cajón de su mesa. Conocía muchas cosas del tiempo antiguo, pero más sabía aún la vieja corneja, y las pregonaba en su lenguaje; sólo que el sacristán no lo entendía, con ser tan inteligente e instruido.
En los calurosos días estivales, el pantano exhalaba vapores como si fuese un auténtico lago, frente a los viejos árboles visitados por cuervos, cornejas y grajos. Así era cuando el hidalgo Grubbe residía en aquellos parajes, y se alzaba aún el antiguo castillo de espesos muros rojos. La cadena del mastín llegaba entonces hasta más allá de la puerta. Por la torre, un corredor empedrado conducía a los aposentos. Las ventanas eran estrechas, y los cristales, pequeños, incluso en el salón principal, donde se celebraban los bailes. Pero ya en tiempos del último Grubbe, nadie recordaba que se hubiese bailado allí, aun cuando se guardaba un viejo tambor que había formado parte de la orquesta. En un armario ricamente esculpido se conservaban raras plantas bulbosas, pues la señora Grubbe era muy aficionada a la jardinería. Su esposo prefería salir a cazar lobos y jabalíes, y su hijita María lo acompañaba siempre un buen trecho. A los cinco años montaba orgullosamente en su propia jaquita, mirando arrogante a su alrededor, con sus grandes ojos negros. Se divertía repartiendo latigazos entre los perros de caza, aunque más le gustaba al padre que los propinara a los hijos de los labriegos que se acercaban corriendo a ver a los señores.
El campesino que vivía en la choza de las inmediaciones del castillo tenía un hijo llamado Sören, de la misma edad que la noble muchacha. Sabía trepar ágilmente, y lo hacía buscando nidos de pájaros para la niña. Los pájaros chillaban alborotados, y uno ya bastante crecido le picó en un ojo con tal violencia que le salió mucha sangre, y pareció que iba a perderlo; pero no ocurrió nada, por suerte. María Grubbe lo llamaba "su" Sören, lo cual era una gran distinción y redundó en beneficio de su padre, el pobre Jön, un día en que habiendo cometido una falta por descuido, fue condenado al suplicio del potro. Estaba éste en el patio del castillo, con cuatro estacas por patas y una única y estrecha tabla por lomo. Sobre él debía montar Jön a horcajadas, con una pesada piedra en cada pie para que no le resultase tan ligera la montura. El hombre hacía muecas horribles; Sören, llorando, acudió suplicante a la niña María. Ésta ordenó que se liberara inmediatamente al padre del muchacho, y, al no ser obedecida, se puso a patalear en el puente de piedra y a tirar con tanta fuerza de la manga de su padre, que la desgarró. Estaba resuelta a salirse con la suya y lo consiguió: el padre de Sören fue soltado.
La señora Grubbe, que llegó en aquellos momentos, acarició el cabello de su hijita y la miró con ojos cariñosos. María no comprendió por qué lo hacía.
Gustaba de ir con los perros de caza, mas no con su madre, que bajaba al jardín y al lago, donde florecían los nenúfares y se mecían espadañas y juncos. Ella contemplaba la exuberante lozanía, y exclamaba: "¡Qué bonito!". En el jardín crecía un árbol entonces raro, que ella misma había plantado, al que llamaban haya roja, una especie de moro entre los demás árboles, tan negruzcas eran sus hojas. Necesitaba mucho sol, pues a la sombra se habría vuelto verde como los demás, perdiendo su cualidad característica. En los altos castaños abundaban los nidos, lo mismo que en los arbustos y las altas hierbas. Parecía como si estos animales supieran que allí estaban protegidos, que nadie podía disparar allí su escopeta.
La pequeña María frecuentaba aquel lugar con Sören, pues el niño sabía trepar, como ya dijimos, y cogía los huevos y las crías, cubiertas aún de vello. Las aves, grandes y chicas, echaban a volar asustadas y angustiadas. El frailecillo de los campos, los cuervos, grajos y cornejas de las altas copas, gritaban desesperadamente, como gritan aún hoy día sus descendientes.
- ¿Qué hacéis, niños? - les dijo un día la dama -. Estáis cometiendo una acción impía.
Sören se detuvo con aire compungido, la noble niña miró también un poco de soslayo, pero luego replicó, tajante y resuelta:
- En casa de mi padre puedo hacerlo.
- ¡Fuera, fuera! - gritaban las grandes aves negras, echando a volar; pero regresaron al día siguiente, pues aquélla era su casa.
No permaneció mucho tiempo en la suya la apacible y bondadosa señora. Nuestro Señor la llamó a su seno, donde encontró un hogar mejor que el del castillo. Las campanas de la iglesia doblaron solemnemente, cuando su cuerpo fue conducido al templo; en los ojos de los pobres brillaron las lágrimas, pues la castellana había sido siempre buena para ellos.
Desaparecida la señora, nadie se preocupó ya de sus plantas, y el jardín decayó.
El señor Grubbe era un hombre duro, pero su hija, aunque tan joven, sabía amansarlo; lo hacía reír y conseguía sus propósitos. No contaba más que doce años, pero era muy talludita; miraba a las gentes con sus ojos negros penetrantes, cabalgaba como un hombre y disparaba la escopeta como el más consumado cazador.
Un día llegaron a la comarca nobles visitantes: el joven Rey y su hermanastro y compañero, el señor Ulrico Federico Gyldenlöve. Iban a la caza del jabalí y querían pasar un día en el castillo de Grubbe.
Gyldenlöve se sentó a la mesa, al lado de María Grubbe. Cogiéndole la cabeza, le dio un beso, como si fuesen parientes; mas ella le respondió con un bofetón y le dijo que no lo podía soportar. El incidente provocó grandes risas, como si fuese muy divertido.
Tal vez sí lo fuera, pues cinco años más tarde, al cumplir María los diecisiete, llegó un mensajero con una carta: el señor de Gyldenlöve pedía la mano de la noble doncella. ¡Como si nada!
- Es el caballero más distinguido y galante de todo el reino - dijo el señor de Grubbe -. No es cosa de despreciarlo.
- ¡No me gusta! - dijo María. Pero no despreció al hombre más distinguido del país, que ocupaba el primer lugar al lado del Rey.
Platería, lanas y telas fueron embarcados con destino a Copenhague; ella efectuó el viaje por tierra, en diez días. El barco que conducía el ajuar no tuvo suerte con los vientos, y tardó cuatro meses en llegar a puerto; y cuando llegó, la señora de Gyldenlöve se había marchado.
- ¡Prefiero dormir sobre estopa a hacerlo en su cama de seda! - dijo -. ¡Antes iré a pie y descalza, que con él en carroza!
Una tarde de noviembre llegaron dos mujeres a la ciudad de Aarhuus. Iban a caballo, y eran la esposa de Gyldenlöve, María Grubbe, y su doncella. Venían de Veile, adonde habían llegado en barco desde Copenhague. Dirigiéronse al castillo del señor de Grubbe, al cual gustó muy poco la visita. La joven tuvo que escuchar palabras duras, pero le dieron una habitación donde dormir, y por la mañana le sirvieron la sopa de cerveza, aunque amenizada con un discurso lleno de reproches. El padre volvió contra ella su mal humor, cosa a la que la muchacha no estaba acostumbrada. Tampoco ella se dejaba achicar, y, según le hablan a uno, así replica. María habló de su marido con acrimonia y odio; se negaba a vivir con él, pues era demasiado honrada y decente para tolerarlo.
Pasó un año, nada agradable por cierto. Entre padre e hija cruzáronse muchas palabras rencorosas y esto es de mal augurio. Malas palabras dan malos frutos. ¿Cómo acabaría todo aquello?
- No podemos seguir los dos bajo un mismo techo - le dijo un día su padre -. Vete a vivir a nuestra vieja casa, pero muérdete la lengua antes de propagar mentiras entre la gente.
Y se separaron. Ella se retiró con su doncella a la vieja casa donde había nacido y crecido, y en la cripta de cuya capilla estaba enterrada su madre, aquella mujer piadosa y apacible. Residía en el edificio un viejo pastor; era toda la servidumbre. En las habitaciones colgaban telarañas, que el polvo había ennegrecido; en el jardín, todas las plantas crecían a su antojo; los lúpulos y las enredaderas formaban una red entre los árboles y las matas; la cicuta y las ortigas crecían sin estorbo. El haya roja estaba invadida de plantas parásitas, y ya no le daba el sol; sus hojas eran verdes como las de los restantes árboles y nada quedaba de su antigua belleza.
Cuervos, grajos y cornejas volaban en grandes bandadas encima de los altos castaños, con enorme griterío, como si tuviesen alguna gran novedad que contar. Había vuelto la pequeña que hacía robar sus huevos y sus crías; por su parte, el ladrón que se los llevaba estaba encaramado a un árbol sin hojas, al alto poste, donde recibía fuertes latigazos cuando se negaba a obedecer.
Todo esto relataba en nuestros tiempos el sacristán; lo había sacado de libros y dibujos, que había reunido y guardado, junto con muchos otros papeles escritos, en el cajón de su mesa.
- En el mundo todo son altibajos - decía -. ¡Maravilla oírlo!-. Y nosotros queremos saber qué fue de María Grubbe, sin olvidarnos por esto de Hühnergrete, que en nuestros tiempos reside en el espléndido corral donde estuvo María Grubbe, aunque con pensamientos muy distintos de los de la vieja Hühnergrete.
Pasó el invierno, pasaron la primavera y el verano, y volvió la época tormentosa de otoño, con sus nieblas marinas, húmedas y frías. Era una vida solitaria y monótona la del cortijo.
María Grubbe, armada de su escopeta, salía al erial a cazar liebres y zorros y todas las aves que se ponían a tiro. Más de una vez se encontró con un señor de familia noble, Palle Dyre de Nörrebäk, que solía también ir de caza, con su escopeta y sus perros. Era hombre alto y fornido, y se jactaba de ello cada vez que se paraban a hablar. Había podido medirse con el difunto señor de Brockenhuus de Egeskov, en Fionia, de cuya fuerza se hacía cruces la gente. Siguiendo su ejemplo, Palle Dyre había mandado colgar en su puerta una cadena de hierro con un cuerno de caza, y, cuando regresaba, cogía la cadena y, levantándose del suelo con el caballo, tocaba el cuerno.
- Venid a verlo, doña María - díjole -. En Nörrebäk soplan aires puros. Las crónicas no nos dicen cuándo fue ella a la casa señorial, pero en los candelabros de la iglesia de Nörrebäk puede leerse que fueron donativo de Palle Dyre y de María Grubbe, del castillo de Nörrebäk.
Fuerte y vigoroso era Palle Dyre; bebía como una esponja, y era un tonel sin fondo. Roncaba como una pocilga entera, y tenía la cara encarnada e hinchada.
- Es taimado y socarrón como un campesino - decía la señora Palle Dyre, la hija de Grubbe. No tardó en cansarse de aquella vida, pero no por ello mejoraron las cosas.
Estaba un día la mesa puesta, y los platos se enfriaban; Palle Dyre había salido a la caza del zorro, y la señora no aparecía por ninguna parte. Palle Dyre regresó a medianoche, mas la señora Dyre no compareció ni a medianoche ni a la mañana siguiente. Había vuelto la espalda a Nörrebäk, despidiéndose a la francesa.
El tiempo era gris y húmedo, con viento frío. Una bandada de chillonas aves negras pasó volando sobre su cabeza. Aquellos pájaros estaban menos desamparados que ella.
Primero se dirigió hacia el Sur, hacia Alemania. Unas sortijas de oro con piedras preciosas le procuraron dinero. Luego tomó el camino del Este, para torcer después al Oeste. Iba sin rumbo fijo y se sentía descontenta de todo, incluso de Dios; a tal extremo de miseria moral había descendido. Pronto le fallaron también las fuerzas físicas; apenas podía arrastrar los pies. El avefría escapó de su nido en el suelo, al caer ella encima; el pájaro gritaba, como suele: "¡Du Dieb! ¡Du Dieb!", que significa: "¡Ladrón, ladrón!". Jamás la mujer había robado los bienes ajenos, pero de niña había hecho que le trajesen los huevos y los polluelos de los nidos; ahora se acordaba.
Desde el lugar donde yacía veíanse las dunas. En la orilla habitaban pescadores, pero estaba tan extenuada, que nunca podría llegar hasta allí. Las grandes gaviotas blancas describían círculos encima de su cabeza, chillando como lo hicieran los cuervos, grajos y cornejas por sobre el jardín del castillo paterno. Las aves pasaban volando a muy poca distancia, y al fin parecieron volverse negras; pero también se hizo la noche ante sus ojos.
Al abrirlos nuevamente, sintió que alguien la levantaba y la llevaba a cuestas. Un hombre alto y robusto la había cogido en brazos. Ella miró su cara barbuda; tenía una cicatriz encima de un ojo, que le partía la ceja en dos. El hombre la condujo al barco, donde el patrón le recibió con palabras brutales.
Al día siguiente zarpó el barco. María Grubbe no bajó a tierra, sino que partió en la nave. ¿Regresaría tal vez? ¡Ah! ¿Cuándo y dónde?
Pues también lo sabía el sacristán, y conste que no era un cuento que se hubiera inventado. Conocía toda la historia por un viejo libro que nosotros podemos también leer. El poeta danés Ludvig Holberg, autor de tantos y tantos libros interesantes y alegres comedias, por los cuales conocemos bien su época y sus hombres, habla en sus cartas de María Grubbe, dónde y cómo se encontró con ella en el mundo. Merece la pena escucharlo, aunque no por eso nos olvidamos de Hühnergrete, instalada en su magnífico corral, contenta y bonachona.
Estábamos en el momento de zarpar el barco, con María Grubbe a bordo. Pasaron años y años.
La peste hacía estragos en Copenhague; corría el año 1711. La reina de Dinamarca se retiró a su patria alemana, el Rey abandonó la capital. Todos los que pudieron se marcharon, hasta los estudiantes que gozaban de pensión gratuita. Uno de ellos, el último, que había permanecido en el llamado "Borchs-Kollegium", contiguo a la residencia estudiantil de Regentsen, partió a su vez. Eran las dos de la madrugada cuando emprendió el camino, cargado con su mochila, más llena de libros y manuscritos que de prendas de vestir. Flotaba sobre la ciudad una niebla, y en la calle no se veía un alma. Por todas partes había cruces pintadas en puertas y portales, señal de que en el interior reinaba la peste o de que sus moradores habían muerto de ella. Tampoco paraba nadie por la calle Ködmangergade, que iba de la Torre Redonda al palacio real. Pasó traqueteando una gran carreta fúnebre; el carretero chasqueó el látigo, y los caballos se lanzaron al galope; el carro iba cargado de cadáveres. El estudiante se cubrió el rostro con la mano, aspirando el fuerte alcohol que llevaba en una esponja, dentro de un estuche de latón. De una taberna situada en un callejón llegaban ruidosos cantos y lúgubres carcajadas; eran gentes que se pasaban la noche bebiendo para olvidarse de que el cólera llamaba a la puerta y los quería cargar en la carreta, junto con los muertos. El estudiante se encaminó al puente del palacio, donde se hallaban fondeadas algunas pequeñas embarcaciones; una de ellas estaba levando anclas para huir de la apestada ciudad.
- Si Dios nos conserva la vida y nos da viento favorable, iremos a Grönsund, cerca de Falster - dijo el patrón, preguntando su nombre al estudiante que solicitaba embarcar.
- Luis Holberg - respondió el joven, y su nombre sonó como otro cualquiera; hoy es uno de los más ilustres de Dinamarca, pero en aquellos días el que lo llevaba era un joven estudiante desconocido.
El barco se deslizó por delante del palacio, y salió a alta mar cuando aún no había amanecido. Soplaba una fresca brisa, hincháronse las velas, y el estudiante, tendiéndose cara al viento, se durmió, lo cual no era precisamente lo más aconsejable.
A la tercera mañana ancló el barco frente a Falster.
- ¿No sabríais de algún lugar en el que pudiese hospedarme por poco dinero? - preguntó Holberg al patrón.
- Tal vez os conviniera ver a la esposa de Möller, el barquero respondióle el marino -. Si queréis ser cortés, podéis llamarla madre Sören Sörensen Möller. Pero a lo mejor se enfada, si os mostráis demasiado fino. Su marido está en la cárcel, purgando un delito, y ella guía la barca. ¡Tiene buenos puños!
El estudiante se cargó la mochila y se dirigió a la casa del barquero. La puerta estaba entornada, el picaporte cedió, y nuestro amigo entró en una habitación empedrada, cuyo mueble principal era un camastro cubierto con una manta de piel. Una gallina blanca con polluelos estaba atada al camastro y había volcado el bebedero, por lo que el agua corría por el suelo. No había allí nadie, ni tampoco en la habitación contigua, aparte una criaturita en una cuna. Volvió la barca con una sola persona en ella. Habría sido difícil decir si hombre o mujer: iba envuelta en una amplia capa y se cubría la cabeza con una capucha. La barca atracó.
Entró en la casa una mujer. Al erguirse notábase de porte distinguido; dos altivos ojos brillaban bajo las negras cejas. Era la madre Sören, la mujer del barquero, aunque los cuervos, grajos y cornejas le habrían dado otro nombre, que nosotros conocemos muy bien.
Parecía malhumorada y no gastó muchas palabras, pero concertaron que el estudiante se quedaría a pensión en la casa por tiempo indeterminado, en espera de que mejorasen las cosas en Copenhague.
A la choza del barquero venía a menudo algún honrado ciudadano de la ciudad cercana. Presentáronse Franz, el cuchillero, y Sivert, el recaudador de aduanas, los cuales bebieron un jarro de cerveza y charlaron con el estudiante. Era éste un joven muy listo, que sabía muy bien su oficio, como ellos decían; leía en griego y en latín y conocía muchas cosas elevadas.
- Cuanto menos se sabe, menos oprimido se siente uno - dijo madre Sören.
- ¡Lleváis una vida bien dura! - le dijo Holberg un día que ella hacía colada y luego se puso a cortar un montón de leña.
- ¡Eso es cosa mía! - replicó la mujer.
- ¿Desde niña habéis ido siempre tan arrastrada?
- Eso podéis leerlo en mis puños - dijo ella mostrándole dos manos pequeñas, pero recias y endurecidas, con las uñas raídas -. Sois instruido y sabréis leerlo.
Al acercarse Navidad empezó a nevar intensamente; el frío era vivo, y el viento, cortante, como si quisiera lavar la cara de la gente con aguafuerte. Madre Sören no se arredró por eso; arrebujóse la capa y se caló la capucha. Ya a primeras horas de la tarde estaba oscuro en la casa; la mujer echó leña y turba al hogar y se sentó a zurcir las medias: no tenía a nadie que lo hiciera. Al atardecer dirigió al estudiante unas palabras, contra su costumbre; le habló de su marido.
- Sin querer, mató a un marino de Dragör. Por eso tiene que pasarse tres años encadenado a la barra, condenado a trabajos forzados. Como es un simple marinero, la Ley debe seguir su curso.
- La Ley alcanza también a las personas de alta clase - dijo Holberg.
- Eso creéis vos - replicó madre Sören, fijando la mirada en el fuego. Luego prosiguió -: ¿Habéis oído hablar de Kai Lykke, que mandó derribar una de sus iglesias? Cuando el párroco Mads protestó desde el púlpito, él lo hizo encadenar, lo sometió a juicio, lo condenó él mismo a muerte y lo mandó decapitar. No era una falta por imprudencia, y, sin embargo, Kai Lykke salió libre de costas.
- En aquella época estaba en su derecho - dijo Holberg - Pero aquellos tiempos han pasado.
- Esto es lo que decís los bobos - replicó madre Sören, y, levantándose, fue a la habitación donde yacía su hijita, una niña de poca edad. Levantóla y la acomodó, preparando luego el camastro del estudiante, al cual dio la manta de piel, pues era más friolero que ella, a pesar de haber nacido en Noruega.
El día de Año Nuevo amaneció soleado y magnífico. La helada había sido muy intensa, la nieve acumulada formaba una capa dura, por la que se podía andar sin hundirse. Las campanas de la ciudad llamaban a la iglesia; el estudiante Holberg se envolvió en su abrigo de lana y se dispuso a ir a la población.
Por sobre la casa del barquero volaban cuervos, grajos y cornejas con un griterío de todos los demonios, que ahogaba el son de las campanas. Madre Sören, en la calle, llenaba de nieve un caldero de latón para ponerlo al fuego y obtener agua. Levantó la mirada a las bandadas de aves y se sumió en sus pensamientos.
El estudiante Holberg fue a la iglesia, y tanto a la ida como a la vuelta pasó frente a la casa del aduanero Sivert, situada en la puerta de la ciudad. Lo invitaron a tomar un vaso de cerveza caliente con jarabe y jengibre, y la conversación recayó sobre madre Sören. Pero el perceptor de aduanas no sabía gran cosa sobre ella; eran muy pocos los que conocían su historia. No era de Falster, dijo; seguramente en tiempo pasado poseyó algunos bienes. Su marido era un sencillo marinero de genio vivo, y había matado a un patrón de Dragör.
- Zurra a su mujer, y, sin embargo, ella lo defiende.
- Yo no aguantaría semejante trato - dijo la esposa del aduanero -. También yo soy de buena casa. Mi padre fue calcetero real.
- Por eso os casasteis con un funcionario del Rey - contestó Holberg, haciendo una reverencia al matrimonio.
Era la noche de los Reyes Magos. Madre Sören encendió para Holberg las tres velas de sebo típicas de la fiesta, fabricadas por ella misma.
- Una luz para cada uno - dijo Holberg.
- ¿Cada uno? - preguntó ella lanzándole una mirada penetrante.
- Cada uno de los Magos de Oriente - dijo Holberg.
- ¡Eso pensáis vos! - replicó ella, y permaneció callada durante largo rato. Pero aquella noche su huésped se enteró de muchas cosas que hasta entonces ignoraba.
- Vos queréis a vuestro marido - dijo Holberg -, y, no obstante, la gente dice que os maltrata.
- ¡Eso no le importa a nadie más que a mí! - protestó ella -. Los golpes me hubieran sido de provecho cuando niña; ahora los recibo por mis pecados. Pero el bien que él me ha hecho es cosa que yo me sé. - Y se levantó -. Cuando yacía enferma en el erial, sin nadie que se preocupara de mí, a excepción tal vez de los cuervos y cornejas que esperaban devorarme, él me llevó en sus brazos y tuvo que oírse palabras duras por el botín que traía a bordo. Yo me repuse, pues no he nacido para estar enferma. Cada cual tiene su modo de obrar, y Sören también; no se debe juzgar el caballo por el cabestro. Con él lo he pasado mucho mejor que al lado del que llamaban al más galante y distinguido de los súbditos del Rey. Fue mi marido el Gobernador Gyldenlöve, hermanastro del Rey: y más tarde lo fue Palle Dyre. Tanto valía el uno como el otro, cada cual a su modo, y yo al mío. He hablado mucho, pero ahora lo sabéis todo -. Y salió del cuarto.
¡Era María Grubbe! ¡De qué extraña manera la había tratado el destino! Ya no vio muchas más veladas de los Reyes Magos; Holberg ha consignado que murió en junio de 1716, pero lo que no escribió, porque no lo supo, fue que una gran bandada de negras aves describía sus círculos en el aire el día en que madre Sören yacía de cuerpo presente en la casa del barquero. Mas los pajarracos no gritaban, como si supiesen que el silencio es propio de las ceremonias fúnebres. Tan pronto como la hubieron enterrado, desaparecieron las aves, pero aquella misma noche fue visto en Jutlandia, en las inmediaciones de la casa señorial, una enorme cantidad de cuervos, cornejas y grajos que graznaban excitados, como si tuvieran algo que comunicarse; tal vez hablaban del hombre que de niño había robado sus huevos y pollos, el hijo del labrador que había pasado tres años condenado en el presidio del Rey, y de la noble señora que acababa de morir en Grönsund siendo mujer del barquero. "¡Bravo, bravo!", gritaban.
Y toda la familia repitió. "¡Bravo, bravo!" cuando derribaron la vieja mansión señorial.
- Y todavía siguen gritando, a pesar de que ningún motivo tienen para hacerlo - dijo el sacristán al terminar su narración -. La familia se ha extinguido, el castillo fue derribado, y el lugar donde se levantó está hoy ocupado por la magnífica granja avícola con la dorada veleta, donde reside la vieja Hühnergrete. La mujer está muy contenta con su linda casita; si no hubiera venido aquí, hoy estaría en el hospicio.
Las palomas arrullaban sobre su cabeza, los pavos glogloteaban, y los patos graznaban.
- Nadie la conocía - decían -, no tiene familia. Está aquí por pura lástima. No tiene un pato padre ni una gallina madre; no tiene descendencia.
Familia la tuvo seguramente, sólo que no la conoció, ni tampoco el sacristán, a despecho de todos los papelotes escritos que guardaba en el cajón de la mesa. Pero una de las viejas cornejas la conocía y hablaba de ella. Habla oído cosas relativas a la madre y la abuela de Hühnergrete; también la conocemos nosotros, pues su abuela era la que de niña pasaba a caballo por el puente levadizo, mirando orgullosa a su alrededor como si fuese señora del mundo entero y de todos los nidos de aves; la encontramos en el erial cerca de las dunas, y, finalmente, en la casa del barquero. Su nieta, la última de la familia, había vuelto a la tierra de sus ascendientes, donde se había levantado el antiguo castillo y gritaban las aves salvajes. Mas ahora estaba entre otras aves domésticas, las conocía y era de ellas conocida. ¡Qué más podía desear Hühnergrete! No la asustaba la muerte, y era ya lo bastante vieja para esperarla.
-¡Grab, grab!, es decir, ¡tumba!, ¡tumba! - gritaban las cornejas.
Y le dieron una buena sepultura, que nadie conoce, aparte la vieja corneja, suponiendo que no haya muerto también.
Y ahora ya sabéis la historia de la antigua mansión señorial, el antiguo linaje de los Grubbe y toda la familia de Hühnergrete.
Hønse-Grethe var det eneste bosiddende menneske i det ny stadselige hus, der var bygget for hønsene og ænderne på herregården; det stod, hvor den gamle ridderlige gård havde stået, med tårn, takket gavl, voldgrav og vindebro. Tæt ved var et vildnis af træer og buske; her havde haven været, og strakt sig ned til en stor sø, som nu var mose. Råger, krager og alliker fløj med skrig og skrål hen over de gamle træer, en myldrende mængde fugle; de mindskedes ikke, om man skød imellem dem, de tog snarere til. Man kunne høre dem lige ind i hønsehuset, hvor Hønse-Grethe sad og ællingerne løb hende over træskoene. Hun kendte hver høne, hver and fra den krøb ud af ægget, hun var stolt af sine høns og sine ænder, stolt af det stadselige hus, der var bygget for dem. Renlig og net var hendes lille stue, det forlangte herskabsfruen, hvem hønsehuset hørte til; hun kom her tit med fine, fornemme gæster og fremviste "hønsenes og ændernes kaserne," som hun kaldte det.
Der var både klædeskab og lænestol, ja der var en kommode, og på den stod opstillet en blankpoleret messingplade, hvori stod indgraveret ordet "Grubbe," hvilket netop var navnet på den gamle højadelige slægt, som havde boet her i riddergården. Messingpladen var fundet da man gravede her, og degnen havde sagt at den ikke havde andet værd, end at den var et gammelt minde. Degnen vidste god besked om stedet og gammel tid, han havde lærdommen af bøger; der lå så meget opskrevet i hans bordskuffe. Han havde stor videnskab om de gamle tider; dog den ældste krage vidste måske mere og skreg derom på sit mål, men det var kragemål, det forstod degnen ikke ihvor klog han var.
Mosen kunne efter en varm sommerdag dunste, så at der lå ligesom en hel sø ud for de gamle træer, hvor råger, krager og alliker fløj; således havde her set ud, da ridder Grubbe levede her og den gamle gård stod med røde tykke mure. Hundelænken nåede da helt hen forbi porten; gennem tårnet kom man ind i den stenlagte gang til stuerne; vinduerne var smalle og ruderne små, selv i den store sal, hvor dansen gik, men i den sidste Grubbes tid var ikke danset i mands minde, og dog lå der endnu en gammel kedeltromme, der havde tjent ved musikken. Her stod et kunstigt udskåret skab, i det gemtes sjældne blomsterløg, thi fru Grubbe holdt af plantning og opelskede træer og urter; hendes husbond red hellere ud at skyde ulve og vildsvin, og altid fulgte ham på vej hans lille datter Marie. I en alder af fem år sad hun stolt på sin hest og så med store sorte øjne kækt omkring sig. Det var hendes lyst at slå med pisken mellem jagthundene; faderen så nu hellere at hun slog mellem bønderdrengene, som kom for at se på herskabet. -
Bonden i jordhuset, tæt ved gården, havde en søn, Søren, i alder med den lille højadelige jomfru, han forstod at klatre og måtte altid op at tage fuglereder til hende; fuglene skreg alt hvad de skrige kunne, og en af de største huggede ham lige over øjet, så at blodet strømmede ud, man troede at øjet var gået med, men det havde dog ingen skade lidt. Marie Grubbe kaldte ham sin Søren, det var en stor gunst, og den kom til gode for faderen, sølle Jøn; han havde en dag forsét sig, skulle straffes, ride på træhesten. Den stod i gården med fire pæle til ben og en eneste smal fjæl til ryg; den skulle Jøn ride skrævs over og få nogle tunge mursten om benene for ikke at sidde alt for let; han skar gyseligt ansigt, Søren græd og bønfaldt den lille Marie; straks bød hun at Sørens fader skulle ned, og da man ikke lystrede hende, trampede hun i stenbroen og rev i faderens kjoleærme, så det revnede. Hun ville hvad hun ville, og hun fik sin vilje, Sørens fader blev løst ned. -
Fru Grubbe, som kom til, strøg sin lille datter hen over håret og så med milde øjne på hende, Marie forstod ikke hvorfor. -
Ind til jagthundene ville hun og ikke med moderen, der gik over i haven, ned mod søen hvor åkande og åknap stod med blomst; muskedonner og brudelys svajede mellem sivene; hun så på al den frodighed og friskhed. "Hvor angenemt!" sagde hun. Der stod i haven et dengang sjældent træ, hun selv havde plantet, "Blodbøg" kaldes det, et slags morian mellem de andre træer, så sortbrune var bladene; det måtte have stærkt solskin, ellers ville det i stadig skygge blive grønt som de andre træer og således miste sin mærkværdighed. I de høje kastanjer var mange fuglereder, ligeså i buskene og i grønsværen. Det var som om fuglene vidste at her var de fredede, her turde ingen plaffe med bøsse. -
Den lille Marie kom med Søren, han kunne kravle, ved vi, og der blev hentet både æg og dunede unger. Fuglene fløj i angst og skræk, små og store fløj! Viben ude fra marken, råger, krager og alliker fra de høje træer skreg og skreg, det var et skrig, som slægten skriger endnu i vore dage.
"Hvad gør I dog, børn!" råbte den milde frue, "det er jo ugudeligt værk!"
Søren stod forknyt, den lille højadelige jomfru så også lidt til siden, men derpå sagde hun kort og mut: "Jeg må for min fader!"
"Herfra! Herfra!" skreg de store sorte fugle og fløj, men kom igen næste dag, for her var de hjemme. -
Den stille, milde frue blev derimod ikke længe hjemme der, Vorherre kaldte hende til sig, hos ham havde hun også mere sit hjem, end her på gården; og kirkeklokkerne ringede stadseligt da hendes lig kørtes til kirke, fattig mands øjne blev våde, for hun havde været dem god. -
Da hun var borte, tog ingen sig af hendes plantninger og haven forfaldt. -
Hr. Grubbe var en hård mand, sagde man, men datteren, ihvor ung hun var, kunne magte ham; han måtte le og hun fik sin vilje. Nu var hun tolv år gammel og stærklemmet af vækst; hun så med sine sorte øjne lige ind i folk, red sin hest som en karl og skød sin bøsse som en øvet jæger.
Da kom der i egnen stort besøg, det allerfornemste, den unge konge og hans halvbroder og kammerat hr. Ulrik Frederik Gyldenløve; de ville skyde vildsvin der og blive et døgn på hr. Grubbes gård. -
Gyldenløve sad ved bordet hos Marie Grubbe, tog hende om hovedet og gav hende et kys, som om de havde været i familie sammen, men hun gav ham et munddask og sagde at hun ikke kunne udstå ham, og det blev der rigtigt leet af, som om det var så fornøjeligt.
Det har det måske også været; thi fem år efter, Marie havde fyldt sit syttende år, kom der bud med brev; hr. Gyldenløve udbad sig den højadelige jomfrus hånd; det var noget!
"Han er den fornemste og galanteste herre udi riget!" sagde hr. Grubbe. "Det er ikke at vrage."
"Stort skøtter jeg ikke om ham!" sagde Marie Grubbe, men hun vragede ikke landets fornemste mand, der sad ved kongens side. -
Sølvtøj, uldent og linned gik med fartøj til København; hun gjorde rejsen over land i ti dage. Udstyret havde kontrær vind eller ingen vind; der gik fire måneder før det kom did, og da det kom, var fru Gyldenløve borte. -
"Før vil jeg ligge på blårgarn end i hans silkeseng!" sagde hun. "Hellere går jeg på mine bare ben end kører med ham i karosse!" -
En sildig aften i november kom to kvinder ridende ind i Århus by; det var Gyldenløves frue, Marie Grubbe og hendes pige; de kom fra Vejle; derhen var de kommet fra København med fartøj. De red op til hr. Grubbes stenmurede gård. Han blev ikke fornøjet ved den visit. Hun fik knubbede ord, men dog et kammer at lægge sig i; fik sit øllebrød til morgen, men ikke øllebrødstale, det onde i faderen kom frem mod hende, det hun ikke var vant til; mild i sind var hun ikke, som man råbes til så svarer man; hun gav rigtignok svar og talte med beskhed og had om sin ægteherre, ham hun ikke ville leve med, dertil var hun for høvisk og ærbar. -
Så gik et år, det gik ikke fornøjeligt. Der faldt onde ord mellem fader og datter, det må der aldrig. Onde ord bærer ond frugt. Hvad ende skulle det tage.
"Vi to kan ikke blive under tag!" sagde en dag faderen. "Flyt herfra til vor gamle gård, men bid heller din tunge af end sæt løgn i gænge!"
Så skiltes de to; hun drog med sin pige ind i den gamle gård, hvor hun var født og båren, hvor den stille fromme frue, hendes moder, lå i kirkens gravkammer; en gammel kvægvogter boede på gården, det var det hele mandskab. I stuerne hang spindelvæv, sort og tungt af støv, haven voksede som den ville; humleranker og snerler snoede et net mellem træer og buske; skarntyde og nælde tog til i vækst og kræfter. "Blodbøgen" var overgroet og i skygge, dens blade var nu grønne som de andre, almindelige træers, det var forbi med dens herlighed. Råger, krager og alliker fløj, en myldrende mængde, hen over de høje kastanjetræer, der var et skrål og en skrigen, som havde de vigtigt nyt at fortælle hverandre: Nu var hun her igen, den små, som havde ladet stjæle deres æg og unger; tyven selv, som hentede dem, klatrede ude på bladløst træ, sad i den høje mast og fik sine gode slag af tampen når han ikke skikkede sig. -
Det fortalte alt sammen i vor tid degnen; han havde samlet og sat det sammen af bøger og optegnelser; det lå med meget mere skrevet og gemt i bordskuffen.
"Op og ned er verdens gang!" sagde han, "det er underligt at høre!" - Og vi vil høre hvorledes det gik Marie Grubbe, derfor glemmer vi dog ikke Hønse-Grethe, hun sidder i sit stadselige hønsehus i vor tid, Marie Grubbe sad i sin tid, men ikke med det sind som gamle Hønse-Grethe.
Vinteren gik, foråret og sommeren gik, så kom igen den blæsende efterårstid med de våde kolde havguser. Det var et ensomt liv, et kedsommeligt liv der på gården.
Så tog Marie Grubbe sin bøsse og gik ud i lyngheden, skød harer og ræve, skød hvad fugle hun kunne træffe. Derude mødte hun mere end én gang den adelige herre Palle Dyre fra Nørrebæk, han gik også med sin bøsse og sine hunde. Han var stor og stærk, det pralede han af når de talte sammen. Han turde have målt sig med den salige hr. Brockenhuus til Egeskov i Fyn, om hvis styrke der endnu gik ry. - Palle Dyre havde, efter hans eksempel, ladet ophænge i sin port en jernlænke med et jægerhorn, og når han red hjem, greb han om lænken, løftede sig med hesten fra jorden og blæste i hornet. -
"Kom selv at se det, fru Marie!" sagde han. "Der er friskt vejrdrag på Nørrebæk!" -
Når hun kom på hans gård står ikke opskrevet, men på lysestagerne i Nørrebæk Kirke var at læse, at de var givet af Palle Dyre og Marie Grubbe på Nørrebæk Hovedgård. -
Krop og kræfter havde Palle Dyre; han drak som en svamp, han var som en tønde der ikke kunne fyldes; han snorkede som en hel svinestald; rød og opdunstet så han ud.
"Svinepolisk og drillevorn er han!" sagde fru Palle Dyre, Grubbes datter. Snart var hun ked af det liv, men derved blev det dog ikke bedre.
En dag stod bordet dækket og maden blev kold; Palle Dyre var på rævejagt og fruen var ikke at finde. - Palle Dyre kom hjem ved midnatstid, fru Dyre kom hverken til midnat eller morgen, hun havde vendt sin ryg til Nørrebæk, var redet bort uden hilsen og farvel.
Det var gråt, vådt vejr; vinden blæste kold, der fløj en flok sorte skrigende fugle hen over hende, de var ikke så husvilde som hun.
Først drog hun sønder på, helt op mod det tyske rige, et par guldringe med kostelige stene blev sat om i penge, så gik hun mod øst, så vendte hun om igen mod vest, hun havde ikke mål for øje og var vred på alle, selv på den gode Gud, så elendigt var hendes sind; snart blev hendes legeme det med, knap kunne hun flytte sin fod. Viben fløj op fra sin tue, da hun faldt over tuen; fuglen skreg, som den altid skriger: "Din tyv! din tyv!" aldrig havde hun stjålet sin næstes gods, men fugleæg og fugleunger havde hun som lille pige ladet hente til sig fra tue og træ; det tænkte hun nu på.
Der hvor hun lå, kunne hun se klitterne, ved stranden derhenne boede fiskere, men derhen kunne hun ikke nå, så syg var hun. De store hvide strandmåger kom flyvende hen over hende og skreg som råger, krager og alliker skreg hjemme over gårdens have. Fuglene fløj hende ganske nær, til sidst syntes hun at de blev kulsorte, men så blev det også nat for hendes øjne. -
Da hun igen slog øjnene op, blev hun løftet og båret, en stor, stærk karl havde taget hende på sine arme, hun så ham lige ind i hans skæggede ansigt, han havde et ar over øjet så at øjenbrynet var ligesom skilt i to dele; han bar hende, så elendig hun var, til fartøjet, hvor han af skipperen fik knubbede ord for sin gerning.
Dagen derpå sejlede fartøjet. Marie Grubbe kom ikke i land; hun var altså med. Men kom vel nok tilbage? Ja, når og hvor?
Også derom vidste degnen at fortælle, og det var ikke en historie, han selv satte sammen, han havde hele dens sælsomme gang fra en troværdig gammel bog, vi selv kan tage frem og læse. Den danske historieskriver Ludvig Holberg, der har skrevet så mange læseværdige bøger og de morsomme komedier, af hvilke vi ret kunne kende hans tid og dens mennesker, fortæller i sine breve om Marie Grubbe, hvor og hvorledes i verden han mødte hende; det er nok værd at høre, derfor glemmer vi slet ikke Hønse-Grethe, hun sidder glad og godt i det stadselige hønsehus.
Fartøjet sejlede bort med Marie Grubbe; der var det vi slap. -
Der gik år og der gik år. -
Pesten grasserede i København, det var i året 1711. Dronningen af Danmark drog til sin tyske hjemstavn, kongen forlod rigets hovedstad, hver, som kunne, skyndte sig af sted; studenterne, selv om de havde frit hus og kosten med, søgte ud af byen. En af dem, den sidste, der endnu var blevet på det såkaldte "Borchs Collegium," tæt ved Regensen, drog nu også af sted. Det var klokken to i morgenstunden; han kom med sin ransel, der var fyldt mere med bøger og skrevne sager, end just med klædningsstykker. Der hang en våd, klam tåge ned i byen; ikke et menneske var at se i hele gaden hvor han gik; rundt om på døre og porte var skrevet kors, derinde var soten, eller folk var uddøde. Heller ingen folk var at se i den bredere, bugtede "Kjødmangergade," som gaden kaldtes fra det "Rundetårn" ned mod kongens slot. Nu rumlede en stor rustvogn forbi; kusken svingede med pisken, hestene fór i galop, vognen var fyldt med døde. Den unge student holdt sig hånden for ansigtet og lugtede til en stærk spiritus, han havde på en svamp i et messingkridthus. Fra en kippe i et af stræderne lød skrålende sang og uhyggelig latter af folk, der drak natten hen for at glemme, at soten stod for døren og ville have dem med på rustvognen til de andre døde. Studenten styrede mod slotsbroen, dér lå et par småfartøjer, ét lettede for at komme bort fra den befængte by. -
"Om Gud lader os leve og vi får vind dertil, går vi til Grønsund ved Falster!" sagde skipperen og spurgte studenten, som ville med, om hans navn.
"Ludvig Holberg," sagde studenten, og det navn lød som ethvert andet navn, nu lyder i det et af Danmarks stolteste navne; den gang var han kun en ung, ukendt student.
Skibet gled slottet forbi. Det var endnu ikke lys morgen da det nåede ud i åbent vand. Der kom en let brise, sejlet bovnede, den unge student satte sig med ansigtet mod den friske vind og faldt i søvn, og det var just ikke det rådeligste.
Allerede på tredje morgen lå fartøjet ud for Falster. "Kender I nogen her på stedet, hvor jeg kan tage ind med lidt penge?" spurgte Holberg kaptajnen.
"Jeg tror at I gør vel i at gå til færgekonen i Borrehuset!" sagde han. "Vil I være meget galant, da hedder hun mor Søren Sørensen Møller! Dog, det kan hænde at hun bliver gal i hovedet, om I er alt for fin mod hende! Manden er arresteret for en misgerning, hun fører selv færgebåden, næver har hun!"
Studenten tog sit tornyster og gik til færgehuset. Stuedøren var ikke lukket af, klinken gik op, og han trådte ind i en brolagt stue, hvor slagbænken med en stor skinddyne var det betydeligste. En hvid høne med kyllinger var tøjret til slagbænken og havde væltet vandfadet, så at vandet flød hen over gulvet. Ingen folk var her eller i kamret tæt ved, kun en vugge med et barn i. Færgebåden kom tilbage, der sad kun én i den, mand eller kvinde var ikke let at sige. Personen havde en stor kavaj om sig, og en kabuds ligesom en kyse om hovedet. Båden lagde an. -
Det var et kvindemenneske som kom og trådte ind i stuen. Hun så ret anselig ud, idet hun rettede sin ryg; to stolte øjne sad under de sorte øjenbryn. Det var mor Søren, færgekonen; råger, krager og alliker ville skrige et andet navn, som vi bedre kender.
Mut så hun ud, meget holdt hun nok ikke af at tale, men så meget blev dog talt og afgjort, at studenten tingede sig i kost på ubestemt tid, mens det stod så ilde til i København.
Ud til færgehuset kom jævnligt fra den nærliggende købstad et og andet par hæderlige borgere. Der kom Frands Knivsmed og Sivert Posekigger; de drak et krus øl i færgehuset og diskuterede med studenten; han var en habil ung mand, der kunne sin practica, som de kaldte det, han læste græsk og latin og vidste om lærde sager. -
"Jo mindre man ved, des mindre trykkes man deraf!" sagde mor Søren.
"I har det strengt!" sagde Holberg, en dag hun bøgede sit tøj i den skarpe lud og selv måtte hugge træknuderne til brændsel.
"Lad mig om det!" svarede hun.
"Har I fra lille af altid måttet slide og slæbe?"
"Det kan I vel læse i næverne!" sagde hun og viste to rigtignok små men hårde, stærke hænder med afbidte negle. "I har jo lærdom at læse."
Ved juletid begyndte stærkt snefog; kulden tog fat, vinden blæste skarpt som om den havde skedevand at vaske folk i ansigtet med. Mor Søren lod sig ikke anfægte, smed kavajen om sig og trak kysen ned om hovedet. Mørkt var der inde i huset tidligt på eftermiddagen; ved og klynetørv lagde hun på ildstedet; satte sig så og sålede sine hoser, der var ingen anden til at gøre det. Mod aften talte hun flere ord til studenten, end det ellers var hendes vane; hun talte om sin mand.
"Han har af våde begået drab på en Dragør skipper og må derfor nu i tre år arbejde i jern på Holmen. Han er kun gemen matros, så må loven have sin gænge." -
"Loven gælder også den højere stand!" sagde Holberg. -
"Tror I!" sagde mor Søren og så ind i ilden, men så begyndte hun igen. "Har I hørt om Kai Lykke, der lod rive ned en af sine kirker, og da præsten Mads dundrede derover fra prædikestolen, lod han hr. Mads lægge i bolt og jern, nedsætte en ret, og dømte ham selv at have forbrudt sin hals, den blev også hugget over; det var ikke vådesgerning og dog blev Kai Lykke den gang frank og fri!" -
"Han var i sin ret efter den tid!" sagde Holberg, "nu er vi ude over den!"
"Det kan I bilde tosser ind!" sagde mor Søren, rejste sig og gik ind i kamret, hvor "tøsen," det lille barn lå, det lettede og lagde hun, lavede så til rette studentens slagbænk; han havde skinddynen, han var mere kuldskær, end hun, og han var dog født i Norge.
Nytårsmorgen var det en rigtig klar solskinsdag, frosten havde været og var så stærk at den fygende sne lå frossen hård, så at man kunne gå på den. Klokkerne i byen ringede til kirke; student Holberg tog sin uldne kappe om sig og ville til byen.
Hen over Borrehuset fløj med skrig og skrål råger, krager og alliker, man kunne for skrålet ikke høre kirkeklokkerne. Mor Søren stod udenfor og fyldte en messingkedel med sne, for at sætte den over ilden og få drikkevand, hun så op mod fuglevrimlen og havde sine egne tanker derved.
Student Holberg gik til kirke; på vejen derhen og hjemvejs kom han forbi Sivert Posekiggers hus ved porten, der blev han budt ind på en skål varmt øl med sirup og ingefær; talen faldt om mor Søren, men posekiggeren vidste ikke stor besked, det vidste nok ikke mange: hun var ikke fra Falster, sagde han, lidt midler havde hun vist engang ejet, hendes mand var en gemen matros, hidsig af temperament, en Dragør skipper havde han slået ihjel, "kællingen banker han, og dog tager hun hans forsvar." -
"Jeg tålte ikke slig medfart!" sagde posekiggerens kone. "Jeg er nu også kommen af bedre folk! min fader var kongelig strømpevæver!"
"Derfor er i også ført i ægteskab med en kongelig embedsmand," sagde Holberg og gjorde en reverens for hende og posekiggeren. -
Det var helligtrekongersaften. Mor Søren tændte for Holberg et helligtrekongerslys; det vil sige tre tællepråse hun selv havde dyppet.
"Et lys for hver mand!" sagde Holberg.
"Hver mand?" sagde konen og så stift på ham.
"Hver af de vise mænd fra Østerland!" sagde Holberg.
"På den led!" sagde hun og tav længe stille. Men i den helligtrekongersaften fik han dog mere at vide end han før havde vidst.
"I har et kærligt sind mod ham, I lever i ægteskab med," sagde Holberg; "Folk siger dog at han daglig handler ilde mod eder."
"Det rager ingen uden mig!" svarede hun. "De slag kunne jeg have haft godt af som lille; nu får jeg dem vel for mine synders skyld! Hvad godt han har gjort mig, det ved jeg," og hun rejste sig helt op. "Da jeg lå syg på åben hede og ingen skøttede om at komme i lag med mig, uden måske råger og krager for at hakke i mig, bar han mig på sine arme, og fik knubbede ord for den fangst, han bragte til fartøjet. Jeg er ikke skabt til at ligge syg og så kom jeg mig. Hver har det på sin led, Søren på sin, man skal ikke dømme øget efter grimen! med ham har jeg i alt det levet mere fornøjelig, end med ham, de kaldte den galanteste og mest fornemme af alle kongens undersåtter. Jeg har været ud i ægteskab med statholderen Gyldenløve, kongens halvbroder; siden tog jeg Palle Dyre! hip som hap, hver på sin vis og jeg på min. Det var en lang snak, men nu ved I det!" Og hun gik ud af stuen.
Det var Marie Grubbe! så underlig var hende lykkens tumleklode. Mange helligtrekongersaftner til blev hun ikke i live; Holberg har nedskrevet at hun døde i juni 1716, men han har ikke nedskrevet, for han vidste det ikke, at da mor Søren, som hun kaldtes, lå lig i Borrehuset, fløj en mængde store, sorte fugle hen over stedet, de skreg ikke, som vidste de at der hører stilhed til begravelse. Så snart hun lå i jorden var fuglene ikke mere at se, men samme aften blev i Jylland, ovre ved den gamle gård, set en umådelig mængde råger, krager og alliker, de skreg i munden på hverandre, som om de havde noget at kundgøre, måske om ham, der som lille dreng tog deres æg og dunede unger, bondens søn, der fik hosebånd af jern på kongens holm, og den højadelige jomfru, der endte som færgekone ved Grønsund. "Bra! bra!" skreg de.
Og slægten skreg, "bra! bra!" da den gamle gård blev revet ned. "De skriger det endnu og der er ikke mere at skrige over!" sagde degnen, når han fortalte: "Slægten er uddød, gården revet ned, og hvor den stod, står nu det stadselige hønsehus med forgyldte fløje og med gamle Hønse-Grethe. Hun er så glad for sin yndige bolig, "var hun ikke kommet her, skulle hun have været i fattighuset."
Duerne kurrede over hende, kalkunerne pludrede rundt om og ænderne snadrede.
"Ingen kendte hende!" sagde de, "slægt har hun ikke. Det er en nådens gerning at hun er her. Hun har hverken andefar eller hønsemor, intet afkom!"
Slægt havde hun dog; hun kendte den ikke, degnen ikke heller, ihvor meget opskrevet han havde i bordskuffen, men en af de gamle krager vidste derom, fortalte derom. Den havde af sin mor og mormor hørt om Hønse-Grethes mor og om hendes mormor, hvem vi også kender, fra hun som barn red over vindebroen og så stolt om sig, som hele verden og alle dens fuglereder var hendes, vi så hende på heden ved klitterne og sidst på "Borrehuset." Barnebarn, den sidste af slægten, var kommet hjem igen hvor den gamle gård havde stået, hvor de sorte vilde fugle skreg, men hun sad mellem de tamme fugle, kendt af dem og kendt med dem. Hønse-Grethe havde ikke mere at ønske, hun var glad til at dø, gammel til at dø.
"Grav! grav!" skreg kragerne.
Og Hønse-Grethe fik en god grav, som ingen kender, uden den gamle krage, dersom ikke også hun er død.
Og nu kender vi historien om den gamle gård, den gamle slægt og hele Hønse-Grethes familie.