Die kleinen Grünen


Los verdezuelos


Im Fenster stand ein Rosenstock. Kürzlich war er noch frisch und blank, doch nun sah er matt aus, er litt unter irgend etwas. Er hatte Einquartierung bekommen die ihn auffraß; übrigens recht ehrenhafte Einquartierung in grüner Uniform.
Ich sprach mit einem der Einquartierten, er war erst drei Tage alt und schon Großvater. Weißt du, was er sagte? Wahr ist es, was er sagte; er sprach von sich und der ganzen Einquartierung.
"Wir sind das merkwürdigste Regiment unter den Geschöpfen der Erde. In der warmen Zeit gebären wir lebende Junge; das Wetter ist ja dann gut. Kaum sind wir da, so verloben wir uns schon und halten Hochzeit. In der kalten Zeit legen wir Eier; die Kleinen liegen warm. Das weiseste Tier, die Ameise, vor der wir viel Achtung haben, studiert uns und erkennt unseren Wert. Sie frißt uns nicht gleich, nein, sie nimmt unsere Eier und legt sie in ihren und ihrer Familie gemeinsamen Bau, und zwar in die unterste Etage. Dort legt sie uns mit Fachkenntnis, nach Nummern geordnet, Seite an Seite, Schicht auf Schicht, so daß jeden Tag ein neues aus den Eiern springen kann. Dann bringen sie uns in einen Stall, klemmen uns mit den Hinterbeinen fest und melken uns, bis wir tot sind; das ist ein angenehmer Tod! Bei ihnen tragen wir den wunderhübschen Namen: 'Süße Milchkuh!' Alle Tiere mit Ameisenverstand nennen uns so, nur die Menschen nicht, und das ist eine Kränkung für uns, über die wir fast unsere Süßigkeit verlieren möchten. Können Sie dieses Unrecht nicht steuern, können Sie sie nicht zurechtweisen, diese Menschen? Sie sehen uns an, so dumm, als wollten sie uns mit ihren Blicken besudeln, nur weil wir ein Rosenblatt essen, während sie selber alle lebenden Geschöpfe, alles, war grünt und blüht, auffressen. Sie geben uns den verächtlichsten, den abscheulichsten Namen; ich nenne ihn nicht, puh! Alles dreht sich in mir, ich kann ihn nicht aussprechen, wenigstens nicht in Uniform, und ich bin immer in Uniform.
Ich bin auf dem Blatt des Rosenstocks geboren, ich und das ganze Regiment leben von dem Rosenstock. Aber durch uns leben wieder höhergeartete Geschöpfe. Die Menschen dulden uns nicht; sie kommen und töten uns mit Seifenwasser; das ist greulicher Trank! Mir scheint, ich rieche ihn schon. Es ist furchtbar, gewaschen zu werden, wenn man dazu geboren ist, nicht gewaschen zu werden!
Mensch! Du, der du mich mit den strengen Seifenwasseraugen betrachtest, denke über unseren Platz in der Natur nach, über unsere kunstreiche Einrichtung, Eier zu legen und Junge zu liefern! Uns wurde auch der Segen zuteil, die Welt zu erfüllen und uns zu mehren. In Rosen werden wir geboren, in Rosen sterben wir; unser ganzes Leben ist Poesie. Behafte uns nicht mit dem Namen, den du am abscheulichsten und garstigsten findest, dem Namen – nein, ich spreche ihn nicht aus, ich mag ihn nicht nennen! Nenne uns Milchkuh der Ameisen, das Regiment des Rosenstocks, die kleinen Grünen!"
Und ich, der Mensch, stand da und sah das Bäumchen an und die kleinen Grünen, deren Namen ich nicht nennen will, denn ich mag einen Rosenbürger, der eine große Familie mit Eiern und lebendigen Jungen hat, nicht kränken. Aus dem Seifenwasser, mit dem ich sie abwaschen wollte – denn ich war mit Seifenwasser und bösen Absichten gekommen –, will ich nun Schaum schlagen und Seifenblasen daraus machen. Und dann will ich mir die Pracht betrachten, vielleicht liegt ein Märchen in jeder Kugel.
Und die Kugel wurde so groß und schillerte in so wundersam strahlenden Farben, und in ihrem Grunde schien eine Silberperle zu schlummern. Die Kugel schwankte, schwebte, flog gegen die Tür und zerplatzte, aber die Tür sprang auf, und da stand das Märchenmütterchen selber.
"Ja, jetzt kann sie erzählen, und besser als ich, von den – nein, ich sage den Namen nicht! – den kleinen Grünen!"
"Blattläusen!" sagte Märchenmütterchen. "Man soll jedes Ding beim rechten Namen nennen, und darf man es sonst nicht, so muß man es doch im Märchen können!"
Había un rosal en la ventana. Hasta hace poco estaba verde y lozano, mas ahora tenía un aspecto enfermizo; algo debía ocurrirle.
Lo que le pasaba es que habían llegado soldados y tenía que alojarlos. Los recién llegados se lo comían vivo, a pesar de tratarse de una tropa muy respetable, en uniforme verde.
Hablé con uno de los alojados, que aunque sólo contaba tres días de edad, era ya bisabuelo. ¿Sabes lo que me dijo? Pues me contó muchas cosas de él y de toda la tropa.
- Somos el regimiento más notable entre todas las criaturas de la Tierra. Cuando hace calor damos a luz hijos vivos, pues entonces el tiempo se presta a ello; nos casamos enseguida y celebramos la boda. Cuando hace frío ponemos huevos; así los pequeños están calientes. El más sabio de todos los animales, la hormiga, a la que respetamos sobremanera, nos estudia y aprecia. No se nos come, sino que coge nuestros huevos, los pone entre los suyos y en el piso inferior de su casa, los coloca por orden numérico en hileras y en capas, de manera que cada día pueda salir uno del huevo. Entonces nos llevan al establo y, sujetándonos las patas posteriores, nos ordeñan hasta que morimos: es una sensación agradabilísima. Nos dan el nombre más hermoso imaginable: "dulce vaquita lechera". Éste es el nombre que nos dan los animales inteligentes como las hormigas; sólo los hombres no lo hacen, lo cual es una ofensa capaz de hacernos perder la ecuanimidad. ¿No podría escribir nada para arreglar esta embarazoso situación y poner las cosas en su punto?
Nos miran estúpidamente, y, además, con ojos coléricos, total porque nos comemos unos pétalos de rosa, cuando ellos devoran todos los seres vivos, todo lo que verdea y florece. Nos dan el nombre más despectivo y más odioso que quepa imaginar; no me atrevo a decirlo, ¡puh! Me mareo sólo al pensarlo. No puedo repetirlo, al menos cuando voy de uniforme; y como nunca me lo quito...
Nací en la hoja del rosal. Yo y todo el regimiento vivimos de él, pero gracias a nosotros subsisten otros muchos seres más elevados en la escala de la Creación. Los hombres no nos toleran; vienen a matarnos con agua jabonosa, que es una bebida horrible. Me parece que la estoy oliendo. Es abominable eso de ser lavado cuando uno nació para no serlo.
¡Hombre! Tú que me miras con enfurruñados ojos de agua jabonosa, piensa en nuestra misión en la Naturaleza, en nuestra sabia función de poner huevos y dar hijos vivos. También a nosotros nos alcanza aquel mandato: "Creced y multiplicaos". Nacemos en rosas, y en rosas morimos; nuestra vida entera es poesía. No nos ofendas con el nombre más repugnante y abyecto que encontraste, con el nombre de - ¡pero no, no lo diré, no lo repetiré! -. Llámanos "vaquita lechera de las hormigas", regimiento del rosal o verdezuelos.
Y yo, el hombre, permanecía allí contemplando el rosal y los verdezuelos, cuyo verdadero nombre no quiero pronunciar para no ofender a un habitante de la rosa, a una gran familia con huevos e hijos vivos. El agua jabonosa con que me disponía a lavarlos - pues había venido con ella y con muy malas intenciones - la batiré hasta que saque espuma, soplaré con ella burbujas de jabón y contemplaré su belleza; acaso encuentre un cuento en cada una.
La ampolla se hizo muy voluminosa y brilló con todos los colores, mientras en su centro parecía flotar una perla de plata. Osciló, se desprendió, emprendió el vuelo hacia la puerta y se estrelló contra ella; pero abrióse la puerta y presentóse el hada de los cuentos en persona.
- ¡Qué bien! Ahora ella os contará, pues va a hacerlo mejor que yo, el cuento de los... - ¡no digo el nombre! - de los verdezuelos.
- El de los pulgones - corrigióme el hada de los cuentos -. Hay que llamar a todas las cosas por su verdadero nombre, y si a veces no conviene, al menos en los cuentos debe hacerse.