Guardado en el corazón, y no olvidado


Aufgeschoben ist nicht aufgehoben


Érase una vez un viejo castillo, con su foso pantanoso y su puente levadizo, el cual estaba más veces levantado que bajado, pues no todas las visitas son deseables. Había troneras bajo el tejado, y mirillas a lo largo de los muros; por ellos podía dispararse al exterior o arrojar agua hirviendo o plomo derretido sobre el enemigo, cuando se acercaba demasiado. Los aposentos interiores eran de alto techo, y así convenía que fuesen, por el mucho humo que salía del fuego del hogar, alimentado con troncos húmedos. De la pared colgaban retratos de hombres con sus armaduras, y de altivas damas en sus pesados ropajes. La más altiva de todas vivía y deambulaba por los recintos del castillo; era su dueña y se llamaba Mette Mogens.
Una noche vinieron bandidos. Mataron a tres de los servidores del castillo y al perro mastín, ataron luego a Dama Mette a la perrera con la cadena del animal e, instalándose en la gran sala, se bebieron el vino de la bodega y la buena cerveza.
Dama Mette permanecía encadenada en la caseta; ni siquiera podía ladrar.
En éstas se le acercó el más joven de los bandidos, deslizándose de puntillas para no ser oído, pues los demás lo hubieran asesinado.
- Señora Mette Mogens - dijo el mozo -, ¿te acuerdas de que un día mi padre, en vida aún de tu esposo, fue condenado a montar en el potro del tormento? Tú pediste piedad para él, pero en vano; hubo de cumplirse la sentencia. Pero tú te acercaste a hurtadillas como lo hago yo ahora, y le pusiste una piedra debajo de cada pie para procurarle un punto de apoyo. Nadie lo vio, o por lo menos hicieron como si no lo vieran; por algo eras la señora. Mi padre me lo contó, y yo he guardado el relato en mi corazón, mas no lo he olvidado. ¡Ahora te devuelvo la libertad, señora Mette Mogens!
Poco después los dos galopaban, bajo la lluvia y la tempestad, en busca de ayuda.
- Ha sido un pago espléndido por el pequeño favor que presté al viejo - dijo Dama Mogens.
- Lo que se guarda en el corazón no se olvida - respondió el joven.
Los bandidos fueron ahorcados.
En una región solitaria se alzaba un viejo castillo; todavía hoy existe. No era el de Dama Mette Mogens, sino de otra noble familia.
La historia sucede en nuestros tiempos. El sol brilla en la punta dorada de la torre; pequeñas manchas de bosque destacan como ramilletes entre el agua, y en derredor nadan cisnes salvajes. En el jardín crecen rosas; la castellana es la rosa más preciosa, radiante de alegría, la alegría de una buena acción. El rayo de gozo no se proyecta hacia fuera, hacia el mundo, sino que penetra profundamente en el corazón; en él permanece bien guardado, no olvidado.
La señora viene del castillo y se dirige a la cabaña de unos jornaleros que viven en el campo. En ella yace una pobre muchacha paralítica. La ventana del reducido cuartucho da al Norte, y nunca entra por ella el sol. La inválida sólo puede ver un pedacito de campo, cerrado por el alto borde del foso. Pero hoy luce allí el sol, el hermoso y confortador sol de Dios, que entra desde el Sur por la nueva ventana, que antes era toda ella pared. La enferma está sentada al sol, ve el bosque y la orilla del mar; el mundo se ha vuelto para ella inmenso y bello, y todo gracias a una sola palabra de la bondadosa castellana.
- ¡La palabra fue tan sencilla, la acción tan insignificante! - dijo -, pero la alegría que sentí fue inmensamente grande y bienhechora.
Y por eso practica tantas buenas obras, piensa en todos los hogares humildes y también en los ricos, cuando pasan por alguna tribulación. Lo hace todo sin ostentación, en secreto; pero Dios no lo olvida.
Hay una antigua casa patricia en la ciudad grande y laboriosa. No entraremos en sus aposentos y salones, sino que nos quedaremos en la cocina. Está clara y caldeada, limpia y aseada. La batería de cobre reluce como espejos, la mesa parece pulimentada, el vertedero está como una tabla acabada de fregar. Es una sola criada la que ha hecho todo el trabajo, y aún ha tenido tiempo de vestirse primorosamente, como para ir a la iglesia. Lleva en la cofia un lazo, un lazo negro, señal de luto. Y, sin embargo, no tiene a nadie por quien llevar luto, ni padre ni madre, ningún pariente, ni novio; es una pobre doncella. En tiempos estuvo prometida, con un hombre pobre también; se querían entrañablemente. Un día él le dijo:
- No poseemos nada. La rica viuda que es dueña de la bodega me ha dirigido palabras cariñosas y quiere proporcionarme el bienestar; pero tú sola vives en mi corazón. ¿Qué me aconsejas?
- Lo que tú creas que haya de hacer tu felicidad - respondió la muchacha -. Sé bueno y afectuoso con ella; pero piensa que no volveremos a vernos desde el momento en que nos separemos.
Transcurrieron unos años. Un día ella se encontró en la calle con su antiguo amigo y novio. Su aspecto era triste y enfermo, y la joven no pudo por menos de preguntarle:
- ¿Qué tal estás?
- Muy bien, no me falta nada - respondió el -. La mujer es buena y honrada, pero tú llenas mi corazón. He sostenido una terrible batalla, que pronto terminará. ¡No volveremos a vernos sino ante el trono de Dios!
Transcurrió otra semana, y en el periódico de hoy viene la noticia de su muerte; pero eso se ha puesto luto la doncella. El que un día fue su novio ha fallecido - dice la esquela -, dejando esposa y tres hijastros. La campana tañe con un son quebrado; y, sin embargo, el metal es puro.
El lazo negro indica el luto, el rostro de la joven lo indica aún más. Vive oculto en el corazón, pero no olvidado.
¿Ves? Son tres historias, tres hojas de un tallo. ¿Quieres más hojas de trébol? Hay muchas guardadas en el libro del corazón; guardadas, pero no olvidadas.
Es lag einmal ein altes Schloß mit sumpfigen Gräben und einer Zugbrücke; die war häufiger aufgezogen als herabgelassen; nicht alle Gäste, die kommen, sind angenehm. Unter dem Dachfirst waren Öffnungen, durch die man hinausschießen und hin und wieder auch kochendes Wasser, ja geschmolznes Blei auf den Feind herabgießen konnte, wenn der zu nahe kam. Drinnen waren die Räume hoch, und das war gut für den vielen Rauch, der aus dem Kaminfeuer aufstieg, in dem die großen, nassen Holzscheite lagen. An den Wänden hingen Bilder von geharnischten Männern und von stolzen Frauen in steifen Kleidern; die stolzeste von ihnen allen ging hier drinnen lebendig umher, sie hieß Mette Mogens und war Herrin im Schloß.
Zur Abendzeit kamen Räuber; sie erschlugen drei von ihren Leuten und auch den Kettenhund, und dann legten sie Frau Mette an die Hundekette in der Hundehütte fest; sie selber aber setzten sich oben im Saal hin und tranken den Wein aus ihrem Keller und all das gute Bier.
Frau Mette stand an der Hundekette; sie konnte nicht einmal bellen.
Da kam der Bursche der Räuber; er schlich so leise herbei, niemand sollte es merken, denn sonst hätten sie ihn totgeschlagen.
"Frau Mette Mogens," sagte der Bursche; "weißt du noch, wie mein Vater auf dem hölzernen Pferd ritt, als noch dein Gemahl Herr im Schloß war? Da batest du für ihn, aber es half nicht, er sollte sich zuschaden reiten, du aber schlichst hinunter, so wie ich jetzt hinuntergeschlichen bin, und legtest selber einen kleinen Stein unter seine beiden Füße, damit er Ruhe finden möge. Niemand sah es, oder auch, sie taten, als sähen sie es nicht, weil du die junge gnädige Frau warst. Das hat mein Vater erzählt, und ich habe es nicht vergessen, der Dank ist aufgeschoben, aber nicht aufgehoben! Und darum löse ich jetzt deine Bande, Frau Mette Mogens!"
Und dann zogen sie ein Paar Pferde aus dem Stall und ritten in Sturm und Regen hinaus, um bei Freunden Hilfe zu suchten.
"Das war eine gute Bezahlung für das kleine Liebeswerk, das ich dem alten Manne getan," sagte Frau Mette Mogens.
"Aufgeschoben ist nicht aufgehoben!" sagte der Bursche.
Die Räuber aber wurden gehängt.
*
Es lag einmal ein alter Schloß, es liegt noch heute da; es war nicht Frau Mette Mogens' Besitz, es gehörte einer andern hochadeligen Familie.
Die Geschichte spiel in unsere Zeit. Die Sonne scheint auf die vergoldete Spitze des Turmes, kleine Waldinseln liegen wie Blumensträuße auf dem Wasser, und rings um sie herum schwimmen die wilden Schwäne. Im Garten wachsen Rosen, die Schloßherrin selber ist das zarteste Rosenblatt, es strahlt vor Freude; die Freude der guten Werke strahlt nicht in die weite Welt hinaus, sie strahlt in die Herzen.
Jetzt verläßt sie das Schloß und begibt sich nach dem kleinen Ausmärkerhaus draußen auf dem Felde. Dort wohnt ein armes, gichtbrüchiges Mädchen; das Fenster in der kleinen Stube liegt nach Norden, die Sonne kommt nicht dahin; sie kann nur über ein Stück Feld hinaussehen, das der hohe Graben abschließt. Aber heute ist hier Sonnenschein, unserer lieben Gottes schöne, warme Sonne scheint hier drinnen; sie kommt aus dem Süden durch das neue Fenster, wo bisher nur eine Mauer war.
Die Gichtbrüchige sitzt in dem warmen Sonnenschein, sieht Wald und Strand, die Welt ist so groß und so schön geworden und das alles durch ein einziges Wort der freundlichen Schloßherrin.
"Das Wort war so leicht, die Tat so gering!" sagte sie. "Die Freude, die mir ward, war unendlich groß und herrlich!"
Und darum übt sie so viele Lebenswerke, denkt an alle in den armen Häusern und in den reichen Häusern, wo es auch Betrübte gibt. Sie tut es im Stillen und Verborgenen, aber der liebe Gott sieht es und lohnt es ihr einst. "Aufgeschoben ist nicht aufgehoben!"
*
Drinnen in der großen, geschäftigen Stadt lag ein altes Haus. Da waren Zimmer und Säle, aber in die gehen wir nicht hinein; wir bleiben in der Küche, da ist es warm und hell, da ist es reinlich und zierlich. Das Kupfergeschirr blitzt, der Tisch ist so blank, als sei er gebohnert, die Abwasche sieht aus wie ein frischgescheuertes Spickbrett; das alles hat das einzige Mädchen ausgerichtet, und dabei hat sie noch Zeit gehabt, sich so sauber anzuziehen, als wollte sie zur Kirche gehen. Sie trägt eine Schleife an der Haube, eine schwarze Schleife; das bedeutet Trauer. Sie hat ja niemand, um den sie trauern könnte; sie hat ja weder Vater noch Muter, weden Verwandte noch einen Liebsten; sie ist ein armes Mädchen. Einmal ist sie verlobt gewesen mit einem armen Burschen; sie hatten sich lieb. Da kam er eines Tages zu ihr.
"Wir haben beide nichts!" sagte er. "Die reiche Witwe drüben im Keller hat mir warme Worte gesagt; sie will mich zum wohlhabenden Mann machen; aber du lebst in meinem Herzen. Was rätst du mir, daß ich tun soll?"
"Tue das, was du für dein Glück hältst!" sagte des Mädchen. "Sei gut und liebevoll gegen sie, bedenke aber, von dem Augenblick an, wo wir uns trennen, können wir einander nicht wiedersehen!"
Und dann vergingen ein paar Jahre; da begegnete sie auf der Straße Ihrem ehemaligen Freund und Liebsten; er sah krank und elend aus; da konnte sie es nicht lassen, sie mußte fragen: "Wie geht es dir denn?"
"Reich und gut über alle Maßen!" sagte er. "Die Frau ist brav und gut, aber du lebst in meinem Herzen. Ich habe meinen Kampf gekämpft, bald ist es zu Ende! Wir sehen uns erst beim leiben Gott wieder!"
Seitdem ist eine Woche vergangen; heute morgen hat in der Zeitung gestanden, daß er gestorben ist. Und darum trägt das Mädchen Trauer. Der Geliebte ist tot, betrauert von seiner Frau und drei Stiefkindern, so steht es in der Zeitung; das klingt, als sei die Glocke gesprungen, und doch ist das Erz rein.
Die schwarze Schleife bedeutet Trauer, das Gesicht des Mädchens drückt noch mehr Trauer aus; die sitzt im Herzen und wird nie daraus verschwinden. Aufgeschoben ist nicht aufgehoben!
*
Das sind drei Geschichten, drei Blätter an einem Stengel. Wünschest du noch mehr Kleeblätter? Da sind viele im Buche des Herzens, und was darin aufgewahrt ist, wird nie vergessen!