Psiquis


Die Psyche


En el rosado horizonte del crepúsculo matutino brilla una gran estrella, la más clara de la mañana. Sus rayos tiemblan sobre el blanco muro, como si en él quisieran escribir lo que en miles de años ha visto en las diversas latitudes de nuestra inquieta Tierra.
Escucha una de sus historias:
- No hace mucho - para una estrella, "no hace mucho" significa lo mismo que "varios siglos" para nosotros, los hombres -, mis rayos acompañaban a un joven artista. Ocurría la cosa en los Estados Pontificios, en la ciudad de Roma. Al correr de los tiempos han cambiado allí muchas cosas, aunque no tan de prisa como pasa el hombre de la infancia a la vejez. El palacio de los Césares era, como hoy, una ruina; la higuera y el laurel crecían entre las derrumbadas columnas de mármol, y por encima de las destruidas termas, cuyas paredes conservaban aún sus estucos dorados. El Coliseo era otra ruina. Sonaban las campanas de las iglesias y, entre nubes de incienso, recorrían las calles procesiones con cirios y ricos palios. Era la ciudad de la Religión y del Arte.
Vivía a la sazón en Roma el más grande de los pintores del mundo: Rafael, y vivía también allí el primero de los escultores de su época: Miguel Ángel. El Papa los admiraba a los dos y los honraba con su visita; el Arte era reconocido, honrado y premiado. Sin embargo, no todo lo grande y valioso era visto y estimado.
En un angosto callejón se levantaba una casa muy vieja, edificada sobre un antiguo templo, y en ella vivía un joven artista, pobre y desconocido. Tenía, sí, bastantes amigos, jóvenes artistas como él, jóvenes de ánimo, de esperanzas y de ideas. Decíanle que era rico en talento y aptitudes, y que hacía mal en no creer en ellas. Continuamente rompía lo que había moldeado en arcilla. Nunca se mostraba satisfecho, nunca terminaba sus obras; y es necesario hacerlo si se quiere adquirir estima y prestigio y ganar dinero. Es algo de toda evidencia.
- ¡Eres un soñador - le decían -, ésta es tu desgracia. Todo porque aún no has entrado en la vida, no la has gozado en lo que tiene de grande y de sana, como cumple a la juventud. Cuando se es joven hay que abrazar la vida, fundirse con ella de modo que vida y persona se vuelvan una sola y misma cosa. Mira al gran maestro Rafael, a quien el Papa honra y el mundo admira. Ése no desprecia el vino y el pan.
- ¡Qué ha de despreciar! Dígalo la panadera, la linda Fornarina, interpuso Angelo, uno de los amigos más alegres. Todos hablaban, cada cual según su edad y juicio. Pretendían arrastrar al artista a que compartiera su existencia regocijada y bulliciosa, a la vida loca, como podía llamársele; y, por un momento, él se sintió inclinado a ceder. Tenía la sangre ardiente, y la imaginación viva; gustábale tomar parte en las regocijadas charlas, reír sonoramente con los demás. Y, no obstante, los atractivos de lo que los demás llamaban "la vida alegre de Rafael", se le desvanecían como la niebla matinal cuando contemplaba el resplandor divino que brillaba en las obras del excelso maestro. Y cuando en el Vaticano estaba en presencia de aquellas bellezas que los grandes artistas habían plasmado milenios atrás en el bloque de mármol, henchíase su pecho, sentía bullir en su interior algo de sublime, santo, noble, grande y bueno, y deseaba poder a su vez crear y tallar en mármol otras figuras dignas de aquéllas. Buscaba la forma de aquel ardor que de su corazón se elevaba al infinito; pero, ¿cómo encontrarla, y bajo qué rasgos? La blanca arcilla se moldeaba en sus dedos en bellas formas, pero cada día destruía lo que hiciera la víspera.
En cierta ocasión pasó por delante de uno de los ricos palacios que tanto abundan en Roma. Se detuvo frente a la gran puerta principal, que estaba abierta, y vio en el interior un jardincito rodeado de arcadas, adornadas con pinturas. El jardín estaba lleno de bellísimas rosas; grandes calas blancas, de verdes hojas jugosas, surgían de la fuente de mármol, en la que chapoteaba el agua límpida. Y delante parecía flotar una figura, una muchacha, hija de la familia patricia, indeciblemente exquisita, vaporosa y bella. Jamás había visto el artista una forma de mujer como aquélla; pero sí, la había visto, pintada por Rafael, en la figura de Psiquis, en uno de los palacios de Roma. Sí, allí estaba pintada, mas aquí aparecía animada y viva.
Con la figura de la joven grabada en sus pensamientos y en su corazón regresó a su casa, y en su mísera habitación moldeó una estatua de arcilla: una Psiquis. Era la rica joven romana, la noble doncella, y por primera vez se sintió el artista satisfecho de su obra. Para él tenía una especial significación: era "ella". Los amigos, cuando la vieron, estallaron en gritos de admiración: allí se revelaba por fin el talento que desde hacía tanto tiempo pregonaban. El mundo entero se percataría ahora de él.
La arcilla es plástica y viva, ciertamente, pero no tiene la blancura y firmeza del mármol. En mármol iba a hacer su Psiquis. Piedra no le faltaba: en el patio tenía un bloque ennegrecido por el tiempo, que había sido ya de sus padres, sucio y abandonado bajo un montón de cascotes y basura. Mas por dentro era como la nieve de las cumbres. De ella saldría Psiquis.
Un día - esto no lo vio la clara estrella, pero nosotros lo sabemos -, un grupo de personas de la alta sociedad romana se presentó en la estrecha y humilde calleja. El coche se detuvo a cierta distancia, y sus ocupantes se acercaron para ver el trabajo del joven artista, del que oyeron hablar por casualidad. ¿Quiénes eran los nobles visitantes? ¡Pobre muchacho! O feliz muchacho, como se quiera. Era ella, la propia joven, la que estaba en su humilde estudio; y qué expresión se reflejó en su mirada cuando su padre dijo:
- ¡Eres verdaderamente tú, en cuerpo y vida!
¡Ay!, no era posible cincelar la sonrisa ni reproducir la mirada que la muchacha dirigió al artista: una mirada que trastornaba, que daba vida... y mataba a la vez.
- Hay que llevar al mármol esta Psiquis - dijo el opulento caballero. Y aquéllas fueron palabras de vida para la inerte arcilla y para el pesado bloque de mármol, como lo fueron también para el joven artista -. Cuando tengáis la obra terminada, os la compraré - dijo el noble señor.
Fue como si en el mísero taller empezara una nueva época. En la casa todo era vida, alegría y actividad. El fulgurante lucero de la mañana vio cómo avanzaba el trabajo. La propia arcilla parecía haberse animado desde el día en que "ella" entró en la casa. Bajo los dedos del artista, los conocidos rasgos se hacían aún más hermosos. "¡Ahora sé lo que es vivir! - pensaba el artista alborozado ¡Es amor! Es elevación a lo sublime, entrega a la Belleza. Lo que los amigos llaman vida y placer es caducidad, son burbujas de las heces en fermentación, no el vino puro del altar celestial que inicia a la vida".
Trajeron el bloque de mármol al taller; el cincel hizo saltar grandes pedazos. Después se tomaron medidas, se trazaron puntos y signos, procedióse a la labor mecánica, hasta que poco a poco la piedra fue transformándose en un cuerpo, en la estatua de la Belleza, en Psiquis, hermosa y majestuosa como la imagen de Dios en la doncella. La pesada piedra se hizo vaporosa, ligera, casi aérea: una Psiquis con su celestial sonrisa de inocencia, tal como estaba grabada en el corazón del joven escultor.
La estrella de la rosada aurora lo vio, y sin duda comprendió lo que se agitaba en el joven; comprendió el cambio de color de sus mejillas, la centelleante luz de su mirada, mientras creaba y reproducía lo que Dios había formado.
¡Es una obra digna de los griegos! - exclamaban sus arrobados amigos -. Pronto el mundo entero admirará tu Psiquis.
- ¡Mi Psiquis! - repetía él -. Mía... mía será. También yo soy un artista, como aquellos grandes que ya murieron. Dios me ha concedido su gracia, me ha elevado entre los grandes.
Y, postrándose de rodillas, elevó a Dios, llorando, una plegaria de acción de gracias, y volvió a olvidarse de Él para absorberse en ella, en su estatua en mármol, aquella figura de Psiquis que parecía plasmada con nieve, teñida por los rayos encendidos del sol de la mañana.
Por fin pudo ir a verla, en su persona real, su Psiquis viva, aquella cuyas palabras sonaban como música. Podía ya llevar al rico palacio la noticia de que la Psiquis de mármol estaba terminada. Cruzó el patio abierto, donde el agua que proyectaban los delfines caía rumoreante en la marmórea concha, cuajada de calas y de frescas rosas. Penetró en el espacioso y alto vestíbulo, cuyas paredes y techo se hallaban decorados con escudos de armas y cuadros multicolores. Criados con lujosas libreas se pavoneaban, orgullosos como caballos de trineo con sus cascabeles, paseando arriba y abajo del vestíbulo; algunos incluso estaban tendidos cómoda e insolentemente en los tallados bancos de madera, como si fuesen los dueños de la casa. Les dio su recado y fue conducido al piso superior por la reluciente escalera de mármol, cubierta de mullidas alfombras. A uno y otro lado se levantaban estatuas. Nuestro amigo atravesó lujosas salas, adornadas con cuadros y brillantes pavimentos de mosaico. Toda aquella magnificencia y suntuosidad le hacía contener la respiración; pero no tardó en volver a sentirse aligerado. El anciano príncipe lo recibió amablemente, casi con cordialidad, y, terminada la conversación lo invitó, antes de despedirse, a que pasara a saludar a la joven "signora", que deseaba verlo también. Los criados lo condujeron, a través de nuevos aposentos y salones, tan suntuosos como los anteriores, a las habitaciones de la joven, de las cuales era ella el máximo adorno y belleza.
Ella le habló. Ninguna armonía, ningún canto religioso habría podido conmover su corazón tanto como el discurso de la joven. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios. Ninguna rosa podía tener aquella suavidad, y, sin embargo, irradiaba fuego. Un noble sentimiento recorrió todo su ser, y de su lengua brotaron palabras, él mismo no sabía cuales. ¿Acaso sabe el cráter que lanza lava ardiente? Le confesó su amor. Ella se irguió, ofendida, altiva, con expresión de escarnio y de repugnancia, como si acabase de tocarla un sapo frío y viscoso. Enrojeciéronse sus mejillas, sus labios palidecieron; sus ojos despedían fuego, aun siendo negros como las tinieblas de la noche.
- ¡Insensato! - exclamó -. ¡Fuera de aquí! -. Y le volvió la espalda. El rostro de la beldad había adquirido una expresión comparable al de la cabeza de piedra con serpientes por cabellos.
El artista salió a la calle como un objeto desmoronado e inerte; como un sonámbulo llegó a su casa, donde despertó presa de furia y dolor, y, empuñando un martillo y blandiéndolo en el aire, se lanzó contra la hermosa estatua de mármol. Pero en su estado no había advertido la presencia de su amigo Angelo, quien, con gesto vigoroso, le detuvo el brazo.
- ¿Te has vuelto loco? ¿Qué te propones?
Entablóse una lucha. Angelo era el más fuerte, y el joven artista se desplomó jadeando en una silla.
- ¿Qué ha ocurrido? - preguntó Angelo -. Explícate, habla.
Pero, ¿qué podía decir el artista? Angelo, al ver que no obtendría nada de él, no insistió.
- Te pondrás enfermo con tus fantasías. Sé de una vez un hombre como los demás y deja de vivir en las nubes. Acabarás chiflado. Emborráchate un poquitín y verás lo bien que duermes. Búscate una chica guapa, que te haga de médico. Las muchachas de la Campagna son tan hermosas como la princesa del palacio de mármol; todas son hijas de Eva, y no se distinguirán entre sí en el paraíso. Sigue a tu Angelo, a tu ángel, que soy yo, un ángel de la vida. Día vendrá en que serás viejo, y tu cuerpo se desmoronará, y un bello día soleado, cuando todos rían y gocen, tú serás como un tallo marchito que ha dejado de crecer. No creo en la otra vida que nos prometen los curas; es una hermosa fantasía, un cuento para niños, muy agradable para quien es capaz de imaginarlo. Pero yo no vivo de imaginaciones, sino de realidades. ¡Vente conmigo y sé un hombre!
El joven escultor se fue con él; no se sentía con ánimos para resistir. En su sangre ardía un fuego extraño; algo había cambiado en su alma. Sentía la necesidad de evadirse de la existencia antigua, de la costumbre de su propio y viejo yo; y siguió a Angelo.
En las afueras de Roma había una hostería, entre las ruinas de unas termas antiguas, muy frecuentada por artistas. Los grandes limones dorados colgaban entre el oscuro y brillante follaje, cubriendo parte de los viejos y rojizos muros. La hostería era una bóveda profunda, casi una cueva excavada en la ruina. En el interior lucía una lámpara ante la imagen de la Madonna; un gran fuego ardía en el hogar, que servía de cocina. Fuera, bajo los limoneros y laureles, había algunas mesas.
Los amigos los recibieron con regocijo y jolgorio. Se comió poco y se bebió mucho, lo cual aumentó el júbilo. Cantaron al son de la guitarra, resonó el "saltarello" y empezó el baile. Unas jóvenes romanas, modelos de los artistas, se mezclaron con los bailadores, participando en el animado bullicio. Dos deliciosas bacantes. No tenían figura de Psiquis, ni eran rosas delicadas y lozanas, sino frescos claveles, robustos y ardientes.
¡Qué calor hacía, incluso después de ponerse el sol! Fuego en la sangre, fuego en el aire, fuego en las miradas. El aire fluctuaba entre oro y rosas, toda la vida era rosas y oro.
- ¡Por fin te decidiste! Déjate llevar por la corriente que te rodea y que hay en ti.
- Nunca me había sentido tan sano y alegre - dijo el joven artista -. Tienes razón, todos tenéis razón. Era un loco, un sonador. El hombre se debe a la realidad y no a la fantasía.
Al son de cantos y guitarras, salieron los jóvenes de la hostería al anochecer claro y estrellado, desfilando por los callejones en compañía de los dos ardientes claveles, las hijas de la Campagna.
En la morada de Angelo, entre esbozos dispersos, estudios tirados y cuadros lascivos y ardientes, resonaban las voces más apagadas pero no menos fogosas. En el suelo se veían algunas hojas muy parecidas a las hijas de la Campagna, de belleza robusta y ,cambiante, y, sin embargo, ellas eran mucho más hermosas. El candelabro de seis brazos tenía las seis velas encendidas; y de su seno se proyectaba, luminosa y flameante, la figura humana representando a una divinidad.
- ¡Apolo! ¡Júpiter! ¡Me siento elevado a vuestro cielo y a vuestra grandeza! Me parece como si en este momento se abriera en mi corazón la flor de la vida.
Sí, se abrió - se dobló y se desplomó -, y un vaho repugnante y estupefaciente se arremolinó, cegando la vista y turbando el pensamiento; extinguiéronse los fuegos artificiales de los sentidos, y todo quedó en tinieblas.
Llegó a su casa, y, sentándose sobre la cama, trató de concentrar sus pensamientos. Del fondo de su pecho salió una voz que le gritaba: "¡qué asco!". Y luego: "¡Insensato! ¡Fuera!". Y exhaló un
profundo y doloroso suspiro.
- ¡Fuera de aquí! -. Estas palabras, las palabras de la Psiquis viviente, resonaron en su alma y asomaron a sus labios. Oprimió la cabeza contra la almohada, extraviáronse sus pensamientos y se quedó dormido.
Despertóse sobresaltado al amanecer y volvió a concentrarse. ¿Qué había pasado? ¿Sería un sueño? ¿Un sueño las palabras de la muchacha, la visita a la hostería, la noche con los purpúreos claveles de la Campagna? No, todo era real, una realidad que hasta entonces no conocía.
En el aire rojo brillaba la clara estrella; uno de sus rayos cayó sobre él y sobre la Psiquis de mármol. El joven sintió un estremecimiento al contemplar la imagen de la inmortalidad; parecióle que sus ojos eran demasiado impuros para mirarla. Cubrió la estatua con un lienzo, la tocó otra vez para descubrirla, pero ya no pudo mirar su obra.
Permaneció todo el día inmóvil, sombrío, ensimismado; no se dio, cuenta de nada de lo que se movía en el exterior; nadie supo lo que ocurría en el alma de aquel hombre.
Transcurrieron días y semanas; las noches se hacían interminables. La rutilante estrella lo vio una mañana levantarse del lecho, pálido, calenturiento. Acercándose a la estatua de mármol, le quitó la envoltura, contempló su obra con mirada dolorosa y férvida, y luego, cediendo casi bajo la carga, arrastróla hasta el jardín. Había allí un pozo seco y decaído, que mejor podía llamarse un hoyo; a él echó la Psiquis, cubriéndola después con tierra y esparciendo por encima de la tumba ramillas y ortigas. - ¡Fuera de aquí! - ésta fue la oración fúnebre de la estatua.
La estrella lo presenció desde los espacios rosados, y su rayo tembló en dos gruesas lágrimas que rodaron por las mejillas lívidas del joven devorado por la fiebre (enfermo de muerte, dijeron, cuando yacía en su lecho).
El hermano Ignacio acudió a su vera, como amigo y médico, aportándole las consoladoras palabras de la religión. Le habló de la serenidad y la dicha de la Iglesia, del pecado de los hombres, de la gracia y la paz de Dios.
Sus palabras cayeron como cálidos rayos de sol sobre un suelo húmedo; igual que de éste, de su alma se levantaban caudales de nieblas, imágenes mentales, imágenes que tenían su realidad; y desde aquellas islas flotantes contempló la existencia humana: errores, engaños, desilusión, eso era la vida, eso había sido para él. El Arte era una sirena que nos arrastra a la vanidad y a las concupiscencias de la carne. Somos falsos con nosotros mismos, con nuestros amigos, con Dios. La serpiente habla siempre en nosotros: "¡Come y serás como Dios!".
Sólo entonces le pareció que se comprendía a sí mismo, que acababa de descubrir el camino que lleva a la verdad y a la paz. En la Iglesia había la luz y la claridad de Dios; en la celda monacal, la paz necesaria al árbol humano para crecer en la eternidad.
El hermano Ignacio fortaleció su propósito, y el artista adoptó una resolución firme. Un hijo del mundo pasó a ser criado de la Iglesia; el joven escultor renunció al mundo e ingresó en el convento.
Sus hermanos de religión lo recibieron amorosamente, y su ordenación fue una verdadera fiesta. Parecíale que Dios se le revelaba en los rayos de sol que inundaban el templo, reflejándose en las santas imágenes y en la reluciente cruz. Y cuando, a la hora del crepúsculo vespertino, se encontró en su diminuta celda y, abriendo la ventana, se asomó a contemplar la vieja Roma, con sus destruidos templos, el Coliseo, poderoso y muerto, el aire primaveral con las acacias floridas, la fresca siempreviva, las rosas recién abiertas, los dorados limones y naranjas y los abanicos de las palmeras, sintió una emoción como nunca había experimentado. La vasta y apacible Campagna se extendía ante sus ojos hasta las montañas azules y coronadas de nieve, que parecían pintadas sobre el horizonte; todo fusionándose, respirando paz y belleza, todo tan flotante, tan fantástico... todo como un sueño.
Sí, un sueño es el mundo de aquí abajo; pero el sueño dura sólo unas horas, mientras la vida del claustro dura muchos y largos años.
Muchas de las cosas que hacen impuro al hombre, surgen de su propia alma, tenía que confesárselo. ¿Qué llama era aquélla que a veces se encendía en él? ¿Qué poder oculto rebullía en él, y, aunque rechazado, volvía a brotar constantemente? Castigaba su cuerpo, pero el mal venía del interior. ¿Qué parte de su espíritu, escurridizo como la serpiente, se enroscaba bajo el manto del amor universal y lo consolaba diciendo: los santos rezan por nosotros, la Madre ruega por nosotros, el mismo Jesús dio su sangre por nosotros? Era un sentimiento infantil o la ligereza de la juventud, lo que hacía que se entregase a la gracia y se sintiera elevado por encima de muchos? ¿Y por qué no? ¿No había arrojado de sí la vanidad del mundo, no era hijo de la Iglesia?
Un día, al cabo de muchos años, encontróse con Angelo, que lo reconoció al instante.
- ¡Hombre! - exclamó éste -. ¡Con que eres tú! ¿Eres feliz ahora? Pecaste contra Dios, al despreciar su don y renunciar a tu misión en el mundo. Lee la parábola del dinero prestado. El Maestro que la contó dijo la verdad. ¿Qué has ganado y hallado? ¿No te has forjado tú mismo una vida de ensueño, una religión a tu gusto, como hacen todos? Como si todo no fuese más que un sueño, una fantasía, bellos pensamientos y nada más.
- ¡Aléjate de mí, Satanás! - dijo el monje, volviendo la espalda a Angelo.
- ¡Existe un demonio, un demonio de carne y hueso! Hoy lo he visto - murmuró -. Una vez le alargué un dedo y me cogió toda la mano. Pero, no - suspiró -, el maligno vive en mí, y vive también en aquel hombre, pero a él no lo doblega; va con la frente alta y disfruta de sus comodidades, mientras yo busco mi bienestar en los consuelos de la religión. ¡Si al menos fuese un consuelo! ¿Y si todo lo de aquí no fueran más que bellas imaginaciones, como en el mundo que abandoné? Ilusión, como la belleza de las rojas nubes del ocaso, como el ondeante azul de las montañas lejanas. ¡Qué distintas son de cerca! Eternidad, eres como el océano inmenso y encalmado, que nos hace señas y nos llama y nos llena de presentimientos; y cuando nos adentramos en él es para hundirnos, desaparecer, morir, dejar de ser! ¡Ilusión! ¡Fuera!.
Y sin lágrimas, absorto en sí mismo, sentóse en su duro lecho y luego se postró de rodillas. ¿Ante quién? ¿Ante la cruz de piedra de la pared? No; la costumbre hacía que el cuerpo tomara aquella postura.
Cuanto más penetraba en las honduras de su alma, más tenebrosa le parecía ésta. - ¡Nada dentro, nada fuera! Una vida desperdiciada y vacía -. Y este pensamiento creció, como una bola de nieve, hasta anonadarle.
- No puedo confiarme a nadie, a nadie puedo hablar de este gusano interior que me corroe. Mi secreto es mi prisionero; si lo dejo escapar, yo seré el suyo.
Y la fuerza divina que había en él sufría y luchaba.
- ¡Señor, Dios mío! - gritaba en su desesperación -. Apiádate de mí, dame la fe. Arrojé de mí el don de tu gracia, dejé incumplida mi misión. Me faltaron las fuerzas. ¿Por qué no me las diste? La inmortalidad, la Psiquis que había en mi pecho... ¡fuera de aquí! Sea sepultada como aquella otra Psiquis, el mejor rayo de mi vida. Nunca saldrá de su tumba.
La estrella brillaba en el aire rosado, la estrella que con toda certidumbre se extinguirá y consumirá mientras las almas vivirán y brillarán. Su rayo tembloroso se posó sobre la blanca pared, pero ningún signo dejó en ella de la grandeza de Dios, de la gracia, del amor universal que resuena en el pecho del creyente.
- La Psiquis que mora aquí dentro ¡nunca morirá! ¿Vivirá en la conciencia? ¿Puede suceder lo incomprensible? ¡Sí, sí! Incomprensible es mi yo. Incomprensible Tú, Señor. Todo tu universo es incomprensible; una obra milagrosa de poder, magnificencia, amor.
Sus ojos se iluminaron y se tornaron vidriosos. El son de las campanas del templo fue el último que percibieron sus oídos. Murió, y depositaron su cuerpo en tierra, en tierra traída de Jerusalén y mezclada con polvo de reliquias.
Años después exhumaron el esqueleto, igual que hicieran con los monjes muertos antes que él. Lo vistieron con un hábito de color pardo, le pusieron un rosario en la mano y lo depositaron en un nicho que contenía otros huesos humanos, tal y como fue encontrado en la cripta del convento. Al exterior brillaba el sol, el interior olía a incienso; se rezaron misas.
Pasaron más años.
Los huesos se desprendieron y cayeron confundidos. Las calaveras fueron recogidas, y con ellas se revistió toda una pared exterior de la iglesia; entre ellos estaba también el suyo, al sol abrasador - ¡eran tantos y tantos muertos cuyos nombres nadie conocía! -. Ni tampoco el suyo. Y he aquí que, bajo la luz del sol, algo de vivo se movió en las cuencas de los ojos. ¿Qué podía ser? Un lagarto de vivos colores saltó al cráneo hueco y se deslizó rápidamente por las grandes órbitas. Era la vida de aquella cabeza que en otros tiempos albergara altos pensamientos, luminosos sueños, el amor del Arte y de la grandeza; de aquellos ojos habían fluido ardientes lágrimas, y en ellos se había reflejado la esperanza en la eternidad. El lagarto pegó un salto y desapareció; el cráneo se desmenuzó, se hizo polvo en el polvo.
Han pasado siglos. La clara estrella seguía brillando como siempre, como lo hará por espacio de milenios y milenios; el aire tenía un tinte carmesí, fresco como rosas y ardiente como sangre.
Donde antaño había un callejón con los restos de un antiguo templo, había ahora un convento de monjas. En su jardín excavaron una sepultura, destinada a una joven religiosa fallecida, que iba a ser enterrada aquella mañana. La pala chocó contra una piedra de un blanco deslumbrante; apareció el mármol, el cual adquirió la forma de un hombro, que fue saliendo a la luz poco a poco. Con gran cuidado manejaban el azadón. Mirad... una cabeza de mujer... alas de mariposa... y de la fosa destinada a sepultura de la monja extrajeron, a los rayos rosados de la mañana, una maravillosa estatua de Psiquis, cincelada en mármol blanco.
- ¡Qué hermosa, qué perfecta! Una verdadera obra maestra de la mejor época - dijo la gente. ¿Quién pudo ser su autor? Nadie lo sabía, nadie lo conocía, excepto la clara estrella que lleva milenios brillando. Sólo ella conoció el curso de su vida terrena, su prueba, sus flaquezas; supo que había sido "sólo un hombre". Pero estaba muerto, había pasado, como es ley y condición de todo polvo. Mas el fruto de u mayor afán, lo más sublime que la divinidad puso en él, la Psiquis que jamás morirá, que perpetuará su gloria póstuma, su reflejo acá en la Tierra, ése quedó y fue reconocido, admirado y amado.
La rutilante estrella matutina, desde el rosado horizonte envió su rayo purísimo a la Psiquis y a los labios y los ojos de cuantos la contemplaban arrobados y veían el alma tallada en el bloque de mármol.
Lo terreno se consume y es olvidado; sólo la estrella de la inmensidad guarda recuerdo de ello. Lo que es celestial, irradia incluso en la gloria póstuma, y cuando ésta se apaga, Psiquis continúa viviendo.
In der Morgendämmerung, in der roten Luft, glänzt ein großer Stern, der hellste Stern des Morgens; sein Strahl zittert auf der weißen Wand, als wollte er dort niederschreiben, was er zu erzählen weiß, was er Jahrtausende hindurch hier und dort auf unserer kreisenden Erde gesehen hat.
Hören wir eine seiner Erzählungen:
Erst kürzlich – das "kürzlich" des Stern heißt für uns Menschen "vor Jahrhunderten" – begleiteten meine Strahlen einen jungen Künstler; es war in der Stadt der Päpste, in der Weltstadt Rom. Vieles hat sich dort in der Zeiten Lauf verändert, doch nicht so schnell, wie die Menschengestalt vom Kind zum Greis übergeht. Die Kaiserburg war wie heute noch eine Ruine; Feigen- und Lorbeerbäume wuchsen zuwischen den umgestützten Marmorsäulen hin über die zerstörten Badezimmer, die noch mit Gold an den Wänden prangten; das Kolosseum war eine Ruine, die Kirchenglocken läuteten, das Räucherwerk duftete, durch die Straßen schritten Prozessionen mit Kerzen und strahlenden Baldachinen. Kirchenheilig war es hier, und hehr und heilig war die Kunst. In Rom lebte der größte Maler der Welt, Raffael; es lebte dort der erste Bildhauer des Zeitalters, Michelangelo; selbst der Papst huldigte diesen beiden, beehrte sie mit seinem Besuch; die Kunst war anerkannt, geehrt und wurde auch belohnt. Allein dessen ungeachtet wurde nicht alles Große und Tüchtige gesehen und bekannt.
In einem engen Gäßchen stand ein altes Haus, einst war es ein Tempel gewesen; ein junger Künstler wohnte darin, arm war er, unbekannt war er; er hatte freilich junge Freunde, Künstler wie er, jung von Gemüt, jung im Hoffen und Denken; sie sagten ihm, er sei reich an Talent und tüchtig, aber er sei ein Narr, daß er nicht selber daran glaube; zerbrach er doch stets, was er in Ton geformt hatte, wurde niemals zufrieden, bekam nie etwas fertig, und das muß man, damit es gesehen und anerkannt werden kann und Geld bringt:
"Du bist ein Träumer!" sagten sie ferner, "und das ist dein Unglück! Das kommt aber daher, daß du noch nicht gelebt, das Leben noch nicht gekostet hast, es nicht genossen hast in großen gesunden Zügen, wie es genossen werden muß. Gerade in der Jugend kann und muß man sein Ich mit dem Leben verschmelzen, auf daß sie eins werden! Schau den großen Meister Raffael an, den der Papst ehrt, den die Welt bewundert, er ist kein Verächter von Wein und Brot!"
"Er verspeist noch obendrein die Bäckerin, die niedliche Fornarina!" sagte Angelo, einer der lustigsten jungen Freunde.
Ja, was sagten sie nicht alles, je nach ihrer Jugend und nach ihrem Verstande. Sie wollten den jungen Künstler mit hinausziehen in das lustige, wilde Leben, das tolle Leben, wie man es auch nennen könnte; und er fühlte auch für Augenblicke Neigung dazu; er hatte heißes Blut, eine starke Phantasie, er verstand es wohl, in das lustige Gespräch mit einzustimmen, laut zu lachen mit den anderen; und doch, was sie "Raffaels fröhliches Leben" nannten, schwand ihm wie der Morgentau, wenn er den Gottesglanz sah, der aus den Bildern des großen Meisters leuchtete, und stand er im Vatikan vor den Schönheitsgestalten, welche die Meister vor Jahrhunderten aus Marmorblöcken geformt hatten, dann hob sich seine Brust, dann vernahm er in seinem Innern etwas so Hohes, Heiliges, Erhebendes, Großes und Gutes, und er wünschte aus dem Marmorblock ebensolche Gestalten zu schaffen, zu meißeln. Er wollte ein Bild schaffen von dem, was sich aus seinem Herzen hinauf zu dem Unendlichen emporschwang, aber wie und in welcher Gestalt? Der weiche Ton gestaltete sich unter seinen Fingern zu Schönheitsformen, doch tags darauf zerbrach er, wie immer, was er geschaffen hatte.
Eines Tages schritt er an einem der reichen Paläste vorüber, deren Rom so viele aufzuweisen hat; er blieb stehen vor der großen, offenen Einfahrt und sah hier mit Bildern geschmückte Bogengänge, die einen kleinen Garten umschlossen; der Garten prangte mit einer Fülle der schönsten Rosen. Große weiße Callas mit ihren grünen, saftigen Blättern schossen empor aus dem Marmorbassin, in welchem das klare Wasser plätscherte; und hier vorüber schwebte eine Gestalt, ein junges Mädchen, die Tochter dieses fürstlichen Hauses, fein, leicht, wunderbar schön! Eine solche Frauengestalt hatte er noch nie gesehen, und doch! gemalt von Raffael, gemalt als Psyche in einem der römischen Paläste. Ja, dort war sie gemalt, hier schritt sie lebendig einher.
In seinen Gedanken, in seinem Herzen lebte sie; und er ging zurück in sein ärmliches Zimmer und formte in Ton die Psyche, und es war die reiche, junge Römerin, die adlige Jungfrau; zum erstenmal betrachtete er sein Werk mit Befriedigung. Es hatte Bedeutung für ihn, es war sie. Und die Freunde, die es sahen, jubelten vor Freude; dieses Werk war eine Offenbarung seiner Künstlergröße, die sie im voraus erkannt hatten, jetzt sollte auch die Welt sie erkennen.
Der Ton ist zwar fleischig und lebendig, er besitzt aber nicht die Weiße und Dauer des Marmors; zum Leben in Marmor mußte diese Psyche gelangen, und den kostbaren Marmorblock besaß er schon, der lag schon seit Jahren als Eigentum der Eltern im Hof; Glasscherben, Fenchelkraut, Überbleibsel von Artischocken häuften sich über ihn und beschmutzten ihn, aber im Innern war der Block wie der Schein des Berges; aus diesem Marmor sollte die Psyche entstehen.
Eines Tages nun geschah es – ja, der helle Stern erzählt nichts davon, er sah es nicht, wir aber wissen es -, daß eine vornehme römische Gesellschaft in die enge, unansehnliche Gasse kam. Die Equipage hielt am Anfang der Gasse, die Gesellschaft begab sich zu Fuß zu dem Haus, um die Arbeit des jungen Künstlers zu sehen, sie hatten zufällig davon gehört. Und wer waren die vornehmen Gäste? Armer junger Mann! Gar zu glücklicher junger Mann könnte er auch genannt werden. Die junge Adelige selber stand hier im Zimmer, und mit welchem Lächeln, als ihr Vater sagte: "Du bist es, wie du leibst und lebst!" Das Lächeln kann nicht geformt, der Blick nicht wiedergegeben werden, der wunderbare Blick, mit dem sie den Künstler ansah; es war ein Blick, erhebend, adelnd und – zermalmend.
"Die Psyche muß in Marmor ausgeführt werden!" sagte der reiche Herr. Und das waren Lebensworte für den toten Ton und den schweren Marmorblock, wie es Lebensworte für den tief ergriffenen jungen Mann waren. "Wenn die Arbeit vollendet ist, kaufe ich sie!" sagte der fürstliche Herr.
Es war, als rollte eine neue Zeit herauf in der ärmlichen Werkstatt; Leben und Fröhlichkeit leuchteten, emsiger Fleiß schaffte darin. Der strahlende Morgenstern sah, wie die Arbeit fortschritt. Der Ton selber war wie beseelt, seitdem sie dagewesen war, er formte sich in erhöhter Schönheit zu den bekannten Zügen.
"Jetzt weiß ich, was Leben ist!" jubelte der Künstler, "es ist Liebe! Es ist erhabene Hingebung an das herrliche, entzückende Aufgehen im Schönen! Das, was die Freunde Leben und Genuß nennen, ist vergängliches Wesen, sind Blasen der gärenden Hefe, ist nicht der reine, himmlische Altarwein, der zum Leben weiht.
Der Marmorblock wurde aufgestellt; der Meißel schlug große Stücke von ihm ab; da wurde gemessen, Punkte und Zeichen wurden gemacht, das Handwerksmäßige ausgeführt, bis nach und nach der Stein sich in Körper, in Schönheitsgestalt, in die Psyche verwandelte, schön und herrlich, wie das Gottesbild in der Jungfrau. Der schwere Stein wurde schwebend, tanzend, luftgleich, eine anmutige Psyche mit dem himmlisch unschuldigen Lächeln, die dieses sich im Herzen des jungen Bildhauers gespiegelt hatte.
Der Stern des rosenfarbenen Morgens sah und begriff wohl, was sich in dem jungen Mann regte, begriff die wechselnde Färbung seiner Wangen, den Blitz, der aus seinem Auge schoß, während er schaffte, während er das wiedergab, was Gott gegeben hatte.
"Du bist ein Meister wie die der alten Griechen!" sagten die entzückten Freunde. "Bald wird die ganze Welt deine Psyche bewundern!"
"Meine Psyche!" wiederholte er. "Meine! Ja, sie muß es werden! Auch ich bin ein Künstler, wie jene großen Verblichenen! Gott hat mir das Gnadengeschenk gewährt, mich hoch gehoben wie die Edelgeborene!"
Und er kniete nieder, weinte im Dankgebet zu Gott – und vergaß Gott wieder ihretwegen, ihres Bildes in Marmor, der Psychegestalt werden, die wie aus Schnee geformt dastand, in der Morgensonne errötend.
In Wirklichkeit sollte er sie sehen, die Lebende, Schwebende, sie, deren Worte wie Musik klangen. In dem reichen Palast konnte er nun die Nachricht bringen, daß die Marmorpsyche vollendet sei. Er trat dort ein, schritt durch den offenen Hof, wo das Wasser aus den Delphinen in die Marmornen Bassins hinabplätscherte, wo die Callas blühten und die frischen Rosen in reicher Fülle sprossen. Er trat in die große, hohe Vorhalle, deren Wände und Decken in Farben prangen, mit Wappenzeichen und Bildern, Geputzte Diener, stolz und geziert, wie Schlittenpferde mit Schellen behangen, gingen hier auf und ab, einige streckten sich auch gemächlich und übermütig, auf den geschnitzten Holzbänken aus, als seien sie die Herren des Hauses. Er sagte Ihnen, was ihn in den Palast führte, und wurde die blanken, marmornen, mit weichen Teppichen belegten Treppen hinaufgeführt. Zu beiden Seiten standen Statuen, er schritt durch reich geschmückte Zimmer mit Bildern und glänzenden Mosaikfußböden. All dieser Glanz und diese Pracht machten ihm den Atem schwer, aber bald fühlte er sich wieder leicht; der alte fürstliche Herr empfing ihn gar freundlich, fast herzlich, und als er sich von ihm verabschiedete, wurde er gebeten, bei der Signora einzutreten, auch sie wünsche, ihn zu sehen. Der Diener führte ihn durch prachtvolle Zimmer, wo sie selber die Pracht und Herrlichkeit war.
Sie sprach zu ihn; kein Miserere, kein Kirchengesang hätte das Herz so schmelzen, die Seele höher erheben können als ihre Rede. Er ergriff ihre Hand, drückte sie an seine Lippen; keine Rose war so weich, aber es ging ein Feuer von dieser Rose aus, ein Feuer! Ein erhebendes Gefühl durchströmte ihn; es flossen Worte von seiner Zunge, er wußte selber nicht, welche. Weiß der Krater, daß er glühende Lava speit? Er gestand ihr seine Liebe. Sie stand überrascht, beleidigt, stolz da, mit einem Hohn in ihren Mienen, ja, mit einem Ausdruck, als hätte sie plötzlich einen nassen, kalten Frosch berührt, ihre Wangen röteten sich, ihre Lippen wurden blaß, ihre Augen waren Feuer und dennoch schwarz, wie die Finsternis der Nacht.
"Wahnsinniger!" sprach sie. "Fort! Hinab!" Und sie kehrte ihm den Rücken zu. Das Antlitz der Schönheit hatte einen Ausdruck, der jenem versteigerten Antlitz mit den Schlangenhaaren ähnlich war.
Einem sinkenden leblosen Gegenstand gleich wankte er die Treppen hinab, auf die Straße hinaus; wie ein Schlaftrunkener erreichte er seine Wohnung und erwachte in Raserei und Schmerz, ergriff seinen Hammer, hob ihn hoch in die Luft und wollte das schöne Marmorbild zermalmen, allein in seinem Zustand hatte er nicht bemerkt, daß der Freund Angelo neben ihm stand; dieser hielt mit einem kräftigen Griff seinen Arm zurück.
"Bist du rasend? Was beginnst du?"
Sie rangen miteinander; Angelo war der stärkere, und ermattet, mit tiefem Atemzug warf der junge Künstlich sich auf einen Stuhl nieder.
"Was ist geschehen?" fragte Angelo. "So fasse dich doch! Sprich!"
Doch was konnte er sagen!" Und da Angelo den Redeknäuel nicht zu entwirren vermochte, ließ er davon ab.
"Dickes Blut bekommst du bei dieser ewigen Träumerei!" Sei doch ein Mensch, wie die andern es sind, lebe nicht immerfort in Idealen, man schnappt über dabei! Ein Weinräuschchen, und du schläfst glücklich ein! Laß ein schönes Mädchen deinen Arzt sein! Die Mädchen der Campagna sind schön wie die Prinzessin im Marmorschloß; beide sind Evastöchter und im Paradies nicht zu unterscheiden! Folge du deinem Angelo! Dein Engel bin ich, ein Engel des Lebens! Die Zeit wird kommen, wo du alt wirst und der Körper zusammensinkt, und dann an einem schönen, sonnigen Tag, wenn alles lacht und jubelt, liegst du da, ein welker Halm, der nicht mehr wächst! Ich glaube nicht, was die Priester sagen von einem Leben jenseits des Grabes, das ist eine schöne Einbildung, ein Märchen für Kinder, ganz hübsch, wenn man es sich eben einbilden kann. ich lebe aber in der Wirklichkeit! Komm mit mir! Sei ein Mensch!"
Und es zog ihn mit sich, er konnte es in diesem Augenblick; Feuer sprühte im Blut des jungen Künstlers, in seiner Seele war eine Veränderung vorgegangen, er fühlte einen Drang, sich loszureißen von dem Alten, dem Gewohnten, sich aus seinem eigenen alten bisherigen Ich herauszureißen, und heute also folgte er Angelo.
In einer entlegenen Gegend vom Rom lag eine von Künstlern besuchte Osteria, in die Ruine einer alten Badekammer hineingebaut; die großen gelben Zitronen hingen zwischen dem dunkel glänzenden Laub und verdeckten einen Teil der alten rotgelben Mauern; die Osteria war ein tiefes Gewölbe, fast einer Höhle gleich in den Ruinen; drinnen brannte eine Lampe vor dem Madonnenbild, ein großen Feuer loderte auf dem Herd, hier wurde gekocht und gebraten; draußen, unter den Zitronen- und Lorbeerbäumen standen einige reich gedeckte Tische.
Beide wurden von den Freunden mit Jubel empfangen. Wenig aß man, viel trank man, das erhöhte die Fröhlichkeit; es wurde gesungen, Gitarre gespielt, der Saltarello erklang, und der lustige Tanz begann. Zwei junge Römerinnen, Modelle der jungen Künstler, nahmen teil an dem Tanz und an der Fröhlichkeit: zwei allerliebste Bacchantinnen! Freilich keine Psychegestalten, keine feinen, schönen Rosen, sondern frische, kräftige, glühende Nelken.
Wie war es an diesem Tag heiß. Feuer im Blut, Feuer in der Luft, Feuer in jedem Blick. Die Luft leuchtete in Gold und Rosen, das Leben war Gold und Rosen.
"Endlich bist du mal dabei! Laß dich nur tragen von den Fluten um dich und in dir!"
"Noch nie war ich so gesund, so fröhlich!" sagte der junge Künstler. "Du hast recht, ihr habt alle recht, ich war ein Narr, ein Träumer, der Mensch gehört in die Wirklichkeit und nicht in die Phantasie!"
Mit Gesang und klingenden Gitarren zogen die jungen Leute an dem sternhellen Abend von der Osteria durch die kleinen Gassen; die beiden glühenden Nelken, Töchter der Campagna zogen mit ihnen.
In Angelos Zimmer, zwischen umhergestreuten Farbskizzen, hingeworfenen Foglietten und glühenden, üppigen Bildern klangen die Stimmen gedämpfter, aber nicht weniger lebhaft; auf dem Fußboden lag manches Blatt, das den Töchtern der Campagna in ihrer wechselnden, kräftigen Schönheit gar ähnlich war, und doch waren sie selber weit schöner. Der sechsarmige Leuchter ließ alle seine Dochte flammen und leuchten; und vom Innern flammte und leuchtete die Menschengestalt als Gottheit heraus.
"Apollo! Jupiter! In euren Himmeln, in eure Herrlichkeit werde ich emporgehoben! Mir ist, als ginge die Blüte des Lebens in diesem Augenblick in meinem Herzen auf!"
Ja, sie ging auf – nickte , fiel, und ein häßlicher Dunst wirbelte heraus, blendete das Gesicht, betäubte die Gedanken; das Feuerweg der Sinne erlosch, und es ward finster.
Er befand sich wieder in seinem eigenen Zimmer; hier setzte er sich auf sein Bett und sammelte sich. "Pfui!" klang es aus seinem eigenen Mund, aus seinem Herzensgrund. "Elender! Fort! Hinab!" und ein tiefer, schmerzlicher Seufzer entrang sich seiner Brust.
"Fort! Hinab!" Diese ihre Worte, die Worte der lebenden Psyche, klangen in seinem Innern, tönten von seinen Lippen. Er drückte seinen Kopf in die Kissen, die Gedanken wurden unklar, er schlief ein.
In der Morgendämmerung fuhr er auf, sammelte sich aufs neue. Was war geschehen? Hatte er das alles geträumt? Den Besuch bei ihr geträumt, den Besuch in der Osteria, den Abend mit den purpurnen Nelken der Campagna geträumt? – Nein, alles war Wirklichkeit, die ihm früher unbekannt gewesen war.
In der purpurnen Luft strahlte der klare Stern, sein Strahl fiel auf ihn und die Marmorpsyche; er selber zitterte, als er das Bild der Unvergänglichkeit betrachtete, unrein schien ihm sein Blick. Er warf das Tuch über die Statur, noch einmal berührte er es, um die Gestalt zu entschleiern, allein er vermochte es nicht, sein Werk zu betrachten.
Still, finster, in sich selber versunken, blieb er sitzen den lieben langen Tag; er vernahm nichts von dem, was sich draußen bewegte. Niemand wußte, was sich drinnen, in dieser Menschenbrust bewegte.
Tage, Wochen vergingen; die Nächte waren am längsten. Der blitzende Stern sah ihn eines Morgens blaß, fieberhaft sich vom Lager erheben, auf das Marmorbild hinschreiten, die Hülle zurückschlagen, einen langen, schmerzlichen Blick auf sein Werk werden und dann, fast unter der Last zusammenbrechend, die Statue in den Garten hinausschleppen. Dort befand sich ein ausgetrockneter Brunnen, jetzt eher ein Loch, in dieses senkte er die Psyche hinab, warf Erde über Sie, deckte Reisig und Nesseln über die Stätte.
"Fort! Hinab!" lautete die kurze Grabrede.
Der Stern gewahrte es aus der rosenroten Luft, und sein Strahl zitterte in zwei großen Tränen auf den todblassen Wangen des jungen Mannes, des Fiebernden – des Todkranken, sagten sie, als er auf dem Siechbette lag.
Der Klosterbruder Ignatius besuchte ihn als Freund und als Arzt, brachte ihm Trostesworte der Religion, sprach von dem Frieden und dem Glück der Kirche, von der Sünde der Menschen, von der Gnade und dem Frieden in Gott.
Und die Worte fielen gleich wärmenden Sonnenstrahlen auf den gärenden Boden; der dampfte und entsandte Nebelwolken, Gedankenbilder, Bilder die ihre Wirklichkeit hatten; und von diesen schwimmenden Inseln schaute der Kranke über das Menschenleben hin. Fehlgriffe, Täuschungen waren es, waren es auch für ihn gewesen. Die Kunst war eine Hexe, die in uns Eitelkeit, irdische Gelüste hineintrug. Falsch waren wir gegen uns selbst, gegen unsere Freunde, falsch gegen Gott. Die Schlange sprach immer in uns: "Iß, und du sollst werden wie Gott!"
Nun erst schien es ihm, als habe er sich selber verstanden, den Weg zur Wahrheit und zum Frieden gefunden. In der Kirche war das Licht und die Helle Gottes, in der Mönchszelle die Ruhe, durch die der Menschenbaum in die Ewigkeit hineinwachsen konnte.
Bruder Ignatius stärkte seinen Sinn, und der Entschluß wurde fest in ihm. Ein Weltkind wurde ein Diener der Kirche, der junge Künstler entsagte der Welt, ging ins Kloster.
Liebevoll kamen ihm die Brüder entgegen, und sonntagsfestlich war die Einweihung. Gott, so schien es ihm, war in dem Sonnenschein der Kirche, strahle von den heiligen Bildern und dem glänzenden Kreuze. Und als er nun am Abend beim Sonnenuntergang in seiner kleinen Zelle stand und das Fenster öffnete, über das alte Rom hinausblickte, über die zerstörten Tempel, das große, aber tote Kolosseum, und als er dies alles im Fühlungskleid sah, die Akazien blühten, das Immergrün war frisch, die Rosen sproßten überall hervor, Zitronen und Orangen prangten, die Palmen fächelten, da fühlte er sich ergriffen und erfüllt wie noch nie. Die offene, stille Campagna dehnte sich aus bis zu den blauen, schneebedeckten Bergen, diese schienen in die Luft gemalt zu sein: alles verschmolz ineinander, Frieden und Schönheit atmend, schwimmend, träumend – ein Traum das Ganze!
Ja, ein Traum war die Welt hier, und der Traum waltet stundenlang und kann für Stunden wiederkehren, aber das Klosterleben ist ein Leben von Jahren, langen und vielen Jahren.
Von innen kommt vieles, was den Menschen unrein macht, das fand er bestätigt! Welche Flammen durchloderten ihn manchmal! Welche Quelle des Bösen, das er nicht wollte, quoll immerfort! Er strafte seinen Leib, aber von innen kam das Böse. Ein Teilchen des Geistes in ihm wand sich geschmeidig wie die Schlange um sich selbst und kroch mit seinem Gewissen unter den Mantel der Alliebe und tröstete: die Heiligen beten für uns, die Mutter betet für uns, Jesus selber hat sein Blut für uns hingegeben. War es ein kindlich Gemüt oder der Jugend leichter Sinn, der sich der Gnade gab und sich durch sie erhoben fühlte, erhoben über viele; denn er hatte ja die Eitelkeit der Welt von sich gestoßen, er war ja ein Sohn der Kirche.
Eines Tages, nach Verlauf vieler Jahre, begegnete ihm Angelo, der ihn erkannte.
"Mensch!" rief Angelo, "ja, du bist es! Bist du jetzt glücklich? Du hast gesündigt gegen Gott und sein Gnadengeschenk von dir geworfen, deine Mission in dieser Welt verscherzt. Lies die Parabel von dem anvertrauten Pfunde! Der Meister, der sie erzählte, sprach die Wahrheit! Was hast du gewonnen, was gefunden? Legst du dir nicht ein Traumleben, legst du dir nicht eine Religion zurecht nach deinem Kopfe, wie sie es wohl alle tun? Wenn nun alles ein Traum, eine Phantasie, ein schöner Gedanke nur wäre!"
"Weiche von mir, Satan!" sprach der Mönch und verließ Angelo.
"Es gibt einen Teufel, einen Teufel in Menschengestalt! Heute sah ich ihn!" sprach der Mönch vor sich hin. "Ich reichte ihm einst einen Finger, er nahm meine ganze Hand" Nein!" seufzte er, "in mir selber ist das Böse, und in jenem Menschen ist das Böse, aber es beugt ihn nicht, er geht mit freier Stirn umher, genießt sein Wohlsein; und ich hasche nach meinem Wohlsein im Trost der Religion! Wenn sie nur Trost wäre? Wenn alles hier, wie die Welt, die ich verließ, nur schöne Gedanken wären, Täuschungen, wie die Schönheit der roten Abendwolken, wie das wallende Blau der fernen Berge! In der Nähe sind sie anders! Ewigkeit, du bist wie der große, unendliche, meeresstille Ozean, der winkt und ruft, uns mit Ahnungen erfüllt, und steigen wir hinaus auf ihn, dann sinken wir, verschwinden – sterben – hören auf zu sein! - Täuschung! Fort! Hinab!
Und ohne Tränen, in sich selber versunken, saß er auf seinem harten Lager, kniete nieder – vor wem? Vor dem steinernen Kreuz in der Mauer? Nein, die Gewohnheit ließ den Körper diese Lage einnehmen.
Je tiefer er sich bückte, desto finsterer schien es ihm dort. "Nichts innen, nichts außen! Vergeudet dieses Leben!" Und dieser Gedankenschneeball rollte, wuchs, zermalmte ihn – löschte ihn aus.
"Niemandem darf ich mich anvertrauen, zu niemandem von diesem nagenden Wurm hier innen sprechen! Mein Geheimnis ist mein Gefangener, lasse ich ihn entschlüpfen, bin ich der seine!"
Und die Gotteskraft, die ihm innewohnte, litt und stritt.
"O Herr, mein Herr!" rief er in seiner Verzweiflung, "sei barmherzig, schenke mir den Glauben! Dein Gnadengeschenk war ich von mir, meine Mission ließ ich unerfüllt! Mir fehlte die Kraft, du gabst sie mir nicht. Die Unsterblichkeit, die Psyche in meiner Brust – fort, hinab! Begraben soll sie werden wie jene Psyche, mein bester Lebensstrahl! Nimmer ersteht sie aus dem Grabe!"
Der Stern in der rosenroten Luft leuchtete, der Stern, der gewiß verlöschen und vergehen wird, während die Seele lebt und leuchtet; sein zitternder Strahl fiel auf die weiße Wand, aber keine Schrift setzt er dorthin von der Herrlichkeit Gottes, von der Gnade, von der Alliebe, welche in der Brust des Gläubigen klingt.
"Die Psyche hier innen wird nimmer sterben! Leben im Bewußtsein? Kann das Unfaßliche geschehen? Ja! Ja! Unfaßlich ist mein Ich. Unfaßlich bist du, o Herr! Deine ganze Welt ist unfaßlich ein Wunderwerk an Macht, Herrlichkeit - Liebe!"
Seine Augen leuchteten, seine Augen brachen. Der Klang der Kirchenglocken war der letzte Laut über ihm, dem Toten; und man senkte ihn in Erde, die von Jerusalem geholt und mit dem Staub von frommen Toten gemischt war.
Nach Jahren hob man das Skelett heraus, wie es mit den vor im gestorbenen Mönchen geschehen war, man bekleidete es mit einer braunen Kutte, gab ihm eine Perlenschnur in die Hand und stellte es in die Reihen anderer Menschengebeine, die in den Grabgewölben des Klosters gefunden wurden. Und draußen schien die Sonne, drinnen dufteten die Räuchergefäße, wurden die Messen gelesen.
Jahre vergingen. Die Gebeine fielen auseinander; Totenköpfe wurden aufgestellt, sie bildeten eine ganze äußere Mauer der Kirche; dort stand auch sein Kopf in der sengenden Sonne, gar viele Tote waren dort, niemand kannte jetzt ihre Namen, auch den seinen nicht. Und siehe, im Sonnenschein bewegte sich etwas Lebendiges in den beiden Augenhöhen, was mochte das sein? Eine bunte Eidechse sprang in dem holen Schädel umher, huschte aus und ein durch die leeren, großen Augenhöhlen. Die Eidechse war jetzt das Leben in dem Kopf, in welchem einst große Gedanken, helle Träume, die Liebe zur Kunst und zum Herrlichen sich erhoben hatte, von wo heiße Tränen herabgerollt waren und wo die Hoffnung auf Unsterblichkeit gelegt hatte. Die Eidechse sprang, verschwand; der Schädel zerbröckelte, ward Staub im Staube.
Es war Jahrhunderte später. Der helle Stern leuchtete unverändert, klar und groß, wie seit Jahrtausenden, die Luft leuchtete rot, frisch wie Rosen, purpurn wie Blut.
Dort, wo einst eine enge Gasse mit den Überresten eines Tempels gewesen war, lag jetzt ein Nonnenkloster; in dem Garten des Klosters wurde ein Grab gegraben, eine junge Nonne war gestorben und sollte an diesem Morgen in die Erde gebettet werden. Der Spaten stieß gegen einen Stein, der Stein leuchtete blenden weiß. Marmor kam zu Vorschein, er rundete sich zu einer Schulter, die allmählich ganz hervortrat; der Spaten wurde nun vorsichtiger geführt; ein weiblicher Kopf kam zu Tage – Schmetterlingsflügel! Aus dem Grab, in welches die junge Nonne gelegt werden sollte, hob man an dem rosenroten, flammenden Morgen eine wunderherrliche Psychegestalt, gemeißelt in weißen Marmor. "Wie schön, wie vollendet ist sie, ein Kunstwerk aus der besten Zeit!" sagte man. Wer mochte der Meister sein? Niemand wußte es, niemand kannte ihn als der helle, durch Jahrtausende leuchtende Stern; der kannte den Gang seines Erdenlebens, seine Prüfung, seine Schwäche, wußte, daß er eben nur ein Mensch gewesen war! Aber der war tot, verweht, wie der Staub es sein muß und soll, doch die Ausbeute seines besten Strebens, das Herzlichste, was das Göttliche in ihm bekundete, die Psyche, die niemals stirbt, die den Nachruhm überstrahlt, der Glanz dieser Psyche hier auf Erden, der blieb hier, wurde gesehen, erkannt, bewundert und idealisiert.
Der klare Morgenstern in der rosenfarbenen Luft sandte seinen blitzenden Strahl hernieder auf die Psyche und auf die in Glückseligkeit lächelnden Lippen und Augen der Bewunderer, welche die Seele sahen, gemeißelt aus dem Marmorblock.
Was irdisch ist, verweht, wird vergessen, nur der Stern im Unendlichen weiß davon. Was himmlisch ist, strahlt selbst im Nachruhm, und wenn der Nachruhm erlischt lebt noch die Psyche.