La piedra filosofal


Der Stein der Weisen


Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que "Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol", según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol "de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo", según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa.
El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.
El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos soberanos. Venían las aves polares y también la cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las aves: el ciervo, la ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían allí en su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre se erguía como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había una escalera. Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como unos balcones a los que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no hacía falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más sabio de los hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su nombre es tan difícil de pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que aún quedan por realizar; pero no más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con extraña intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol del Sol. También él, tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando viene el Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma... sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? "A la vida eterna", respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y cómo? "Allá en el cielo - contestaban las gentes piadosas -, allí es donde vamos". "¡Allá arriba! - repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas -, ¡allá arriba!" - y veía, dada la forma esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, según el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el "cielo luminoso" se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabía bien poco de lo que tanto nos importaría saber.
En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: "El libro de la Verdad". Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado "La vida después de la muerte" no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía "El libro de la Verdad"?
Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante sus ojos "El libro de la Verdad", mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer en su propio libro.
Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad suficiente.
Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayoría de los viejos. Explicábales los cuadros vivientes que veían en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían desde su maravilloso mundo infantil. Hablábales de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. Decíales que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás.
No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.
Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo, y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles, al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre.
- Me marcho a correr mundo - dijo el mayor -. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.
Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos.
En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para todas las épocas, - decía - ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende "por Oriente hasta el confín del mundo".
¡Cómo abría los ojos! Mucho era lo que había que ver, y contemplar las cosas al natural, tal como son en realidad, es muy distinto de verlas en imagen, por buenas que sean éstas, y las del palacio paterno no podían ser mejores. En el primer momento, el asombro producido por la cantidad de baratijas y fruslerías que querían pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle perder los ojos; pero no los perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas.
Lo que ante todo perseguía, poniendo en ello toda su alma, era el conocimiento de la Belleza, la Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo la Fealdad recibía la corona que correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía pasar inadvertido, mientras la medianía era ensalzada en vez de censurada. La gente veía el nombre y no el mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la vocación. Y no podía ser de otro modo.
"Hay que intervenir sin perder un momento", pensó, aprestándose a la acción; pero mientras buscaba la verdad se presentó el diablo, que es el padre de la mentira, mejor dicho, la mentira misma. Muy a gusto habría arrancado los ojos al vidente, pero la acción hubiera sido demasiado directa. El diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó, pues, que siguiera buscando lo verdadero y lo bueno y que a veces los encontrara incluso, pero mientras lo estaba mirando le sopló una astilla en cada ojo, uno tras otro, lo cual no es nada indicado para la vista, por excelente que sea. Y la astilla que el diablo le sopló se le convirtió en una viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro vidente se quedó como ciego en medio del vasto mundo y perdió la fe en él. Abandonó su buena opinión del mundo y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a uno, ya puede decirse que está listo.
- ¡Adiós! - cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el vuelo hacia Oriente -. ¡Adiós! - cantaron a su vez las golondrinas, dirigiéndose hacia Levante, en busca del árbol del Sol. No eran buenas las noticias que traían a casa.
- ¡Mal debe haberle ido al vidente! - dijo el hermano segundo -. Tal vez al oyente le vaya mejor -. El segundo hermano tenía particularmente sensible el sentido del oído; sólo os diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al crecer; y me parece que con esto basta.
Despidióse cordialmente de todos y partió a caballo, armado de sus grandes aptitudes y sus excelentes propósitos. Las golondrinas lo siguieron, y él siguió a los cisnes, y pronto estuvo lejos de su patria, en medio del amplio mundo.
Todos los excesos son malos. No tardó en comprobar la verdad de este proverbio. En efecto, su oído era tan sensible que podía percibir el crecimiento de la hierba, pero también el latir del corazón humano en sus alegrías y sus penas. Era como si el mundo entero fuese un taller de relojería, en que todos los relojes marchasen, dejando oír su tictac, mientras los de torre lanzaban su clingclang. Era insoportable. Pero él aguzó el oído tanto como pudo, hasta que, al fin, el estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un hombre solo. Vinieron golfos callejeros de sesenta años - ¡qué importa la edad! - gritando y alborotando. Al principio el joven se reía de ellos, pero luego se les sumaron chismes y comadrerías que, zumbando por las casas, callejones y calles, acababan saliendo a la carretera. La mentira era la que tenía la voz más recia y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la pretensión de ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el mozo. Se taponó las orejas con los dedos... pero seguía oyendo cantos desafinados y sones horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones que no valían un comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de tan deprisa como se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de barullo y estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello, bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado, perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran desgracia. Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa con ella; renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que volaban hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del Sol. Carta no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo.
- Ahora voy a probarlo yo - dijo el tercero -. Tengo una nariz finísima -. La expresión no es muy correcta, pero así la soltó, y hay que aceptarlo como era, el buen humor en persona y, además, poeta, un poeta de veras. Sabía cantar lo que no sabía decir, y en rapidez de pensamiento dejaba a los otros muy atrás -. ¡Huelo el poste! - afirmaba; y, en efecto, su sentido del olfato estaba maravillosamente desarrollado y le servía de guía en el reino de la Belleza -. Hay quien goza con el olor de manzanas y quien se deleita con el de un establo - decía -. Cada tipo de olor tiene su público en el reino de la Belleza. A unos les gusta respirar el aire de la taberna, viciado por el humeante pábilo de la vela de sebo, y en el que los apestosos vapores del aguardiente se mezclan con el humo del mal tabaco; otros prefieren un aire perfumado de jazmín, y se frotan con la más intensa esencia de clavel que pueden encontrar. Los hay, en cambio, que buscan el cortante viento marino, la fresca brisa o el aire de las elevadas cumbres, desde donde contemplan a sus pies el afanoso ajetreo cotidiano -. Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo, vivido y tratado con los hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así hablaba era el poeta, haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna.
Dijo, pues, adiós al hogar paterno del árbol del Sol y partió. Al salir de los dominios patrios montó en un avestruz, que es un ave más veloz que el caballo. Poco más tarde divisó a los cisnes salvajes y se subió a la espalda del más robusto. Gustaba de las variaciones, y por eso voló por encima de los mares hacia tierras remotas, donde había grandes bosques, profundos lagos, empinadas montañas y orgullosas ciudades. Dondequiera que llegaba parecíale como si un resplandor solar cubriese el país. Las flores y matas olían más intensamente, pues sentían que se acercaba un amigo, un protector que sabía apreciarlas y comprenderlas. El mutilado rosal irguió sus ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la rosa más bella que nadie haya imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el viscoso caracol negro apreció su belleza.
- Quiero estampar mi sello en la flor - dijo el caracol -. He depositado mi baba sobre ella; no puedo hacer más.
- ¡Así se trata a la Belleza en el mundo! - dijo el poeta; y cantó una canción sobre este tema. La cantó a su manera, pero nadie le hizo caso. En vista de ello dio dos chelines y una pluma de pavo al pregonero; el hombre transcribió la canción para tambor y salió a tocarla por todas las calles y callejones de la ciudad. Entonces la oyeron las gentes y exclamaron que la comprendían y que era muy profunda. Y el poeta pudo componer más canciones y cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad; y las canciones eran repetidas en la taberna, entre el humo de la lámpara de sebo, y en el prado plantado de trébol, en el bosque y a orillas del amplio mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más afortunado que sus dos hermanos mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y acudió con el incienso real, el incienso eclesiástico y todas las clases de inciensos honoríficos que pudo encontrar, y, hábil como es el diablo en la destilación, elaboró con todos ellos un incienso de olor intensísimo capaz de ahogar todos los demás olores y de marear a un ángel, y no digamos a un pobre poeta. El diablo sabe muy bien cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se lo ganó con incienso, y le llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara de su misión, de su casa paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo e incienso.
Todas las aves se dolieron de lo sucedido, y estuvieron tres días sin cantar. El negro caracol de bosque se volvió aún más negro, aunque no de tristeza, sino de envidia.
- Soy yo - dijo - quien debía haber sido incensado, pues yo fui quien le inspiró su canción más famosa, transcrita para el tambor, sobre la marcha del mundo. Yo escupí sobre la rosa, lo puedo demostrar con testigos.
Pero allá, en tierras de India, nada se supo de lo ocurrido. Todas las avecillas se dolieron y permanecieron calladas por espacio de tres días, y cuando hubo pasado el tiempo del luto, había sido éste tan profundo y sentido, que se olvidaron del hecho que lo había motivado. ¡Así van las cosas!
- Ahora me toca a mí salir al mundo, como han hecho los otros - dijo el cuarto de los hermanos. Tenía un genio tan bueno como el anterior, y mejor todavía, pues no era poeta, y esto ayuda a estar siempre de buen humor. Los dos habían sido la alegría del palacio, y ahora éste quedaba triste y melancólico. Los hombres siempre han considerado la vista y el oído como los dos sentidos principales, los que conviene tener más sensibles y desarrollados. Los tres restantes son tenidos en menos, pero el cuarto hijo discrepaba de tal opinión. Su sentido más fino era el del gusto, en todas las acepciones que pueda tener. De hecho, es un sentido de gran poder e influencia. Domina sobre todo lo que pasa por la boca y por el espíritu; por eso el hijo cataba todo lo que se ponía en la sartén, el puchero, la botella y la fuente.
- Esto es lo que mi profesión tiene de tosco - decía. Para él, cada persona era una sartén, cada país una enorme cocina, visto con los ojos del espíritu. Y esto era precisamente lo que sus aptitudes tenían de fino, y ahora se proponía salir al mundo a ponerlo en práctica.
- Tal vez la suerte me sea más propicia que a mis hermanos - dijo -. Me marcho. Pero, ¿qué medios de transporte elegiré? ¿Han inventado ya el globo aerostático? - preguntó a su padre, quien conocía todos los descubrimientos hechos o por hacer. Pero el globo no había sido inventado aún, ni el buque de vapor, ni el ferrocarril. - Tomaré un globo - dijo -. Mi padre sabe cómo se fabrican y cómo se guían, y lo aprenderé. Nadie conoce este invento, creerán que se trata de un fenómeno atmosférico. Cuando termine el viaje quemaré el globo, para lo cual tendrás que darme también unas cuantas piezas de este otro invento futuro que se llamarán los fósforos.
Todo se lo dieron, y emprendió el vuelo, seguido de las aves, que lo acompañaron hasta mucho más lejos de lo que habían acompañado a sus hermanos. Estaban curiosas por ver cómo terminaba aquel viaje aéreo; y constantemente se les sumaban otras bandadas, creídas que se trataba de un ave de una nueva especie ¡Era de ver el séquito del mozo! El aire estaba negro de pájaros. Éstos formaban grandes nubes, como las plagas de langostas que azotan Egipto; y así fue cómo el quinto hijo se metió en el vasto mundo.
- El viento del Este se me ha portado como un buen amigo y auxiliar - dijo.
- Viento de Este y viento de Oeste, querrás decir - protestaron los vientos -. Hemos alternado los dos, pues de otro modo no habrías podido seguir rumbo Noroeste.
Pero él no oyó sus palabras; lo mismo daba. Las aves dejaron ya de seguirlo. Algunas habrían empezado a encontrar aburrido el viaje. No había para tanto, decían. A aquel hombre iban a subírsele los humos a la cabeza. ¿Para qué volar detrás de él? Si esto no es nada, una verdadera estupidez. Y se rezagaron, y las demás no tardaron en imitarlas. Tenían razón: aquello no era nada.
El globo descendió sobre una de las ciudades más populosas. El aeronauta se apeó en el lugar más alto, que era la torre de la iglesia. El globo volvió a elevarse, contra lo que debía hacer. Adónde fue a parar, difícil es decirlo, pero tampoco esto tiene importancia; jamás se supo nada de su paradero.
Quedó el mozo en el campanario, y las aves lo dejaron que se arreglase como pudiera. Estaban hartas de él, y él de ellas. Todas las chimeneas de la ciudad humeaban y olían.
- Son altares que han erigido para ti - dijo el viento, para halagarlo. Él permanecía arrogante en el lugar, mirando a sus pies la gente que transitaba por las calles. Uno estaba orgulloso de su bolsa bien repleta; otro lo estaba de su llave, a pesar de que nada poseía para cerrar; un tercero se afanaba de su levita, apolillada por cierto, y otro, de su cuerpo, roído de gusanos.
- ¡Qué asco! ¡Tendré que bajar pronto a agitar la olla y probarla! - dijo -. Pero antes me estaré un rato aquí sentado. El viento me cosquillea en la espalda, y me encuentro muy a gusto. Me quedaré mientras sople el viento; me apetece descansar. Cuando se tiene mucho que hacer, es conveniente quedarse más tiempo en la cama, dice el perezoso; pero la pereza es la madre de todos los vicios, y en nuestra familia no hay vicios. Lo digo yo y lo dicen todos los que pasan por la calle. Me quedo mientras sople viento, pues esto me apetece.
Y se quedó; pero como estaba sentado sobre la veleta del campanario, venga dar vueltas y más vueltas con ella, por lo que le parecía que el viento era siempre el mismo; y allí siguió, sentado y gustando horas y horas.
En la tierra de India, en el palacio del árbol del Sol, todo estaba vacío y silencioso desde que los hijos se habían marchado, uno tras otro.
- ¡No tienen suerte! - decía el padre -. No traen a casa la preciosa piedra. Estoy condenado a no encontrarla; están lejos, muertos -. Y se inclinó sobre "El libro de la Verdad", aguzando la vista sobre la hoja donde se trataba de la vida que sigue a la muerte; pero era letra muda para él.
La hija ciega era su consuelo y su alegría; lo amaba con ternura, y por su felicidad deseaba que pudiera encontrarse la preciosa joya. Triste y anhelante pensaba en sus hermanos. ¿Dónde estarían? ¿Dónde vivían? Deseaba soñar con ellos, y, no obstante, cosa extraña, ni en sueños lograba encontrarlos. Finalmente, una noche soñó que sus voces la llamaban, la llamaban desde el vasto mundo, y que ella tuvo que salir, lejos, muy lejos; y, no obstante, le parecía aún estar en la cama de su padre. No encontraba a sus hermanos, pero en la mano sentía como si tuviese fuego ardiente, aunque no la quemaba; era la fulgurante gema, que llevaba a su padre. Al despertarse creyó que aún la tenía, mas era la rueca lo que sujetaba su mano. Durante las largas noches había estado hilando incansablemente; la hebra del huso era más sutil que una tela de araña; ojos humanos no habrían podido descubrirla. Ella la había humedecido con sus lágrimas, y era resistente como soga de áncora. Tomó una resolución: era necesario que el sueño se convirtiese en realidad. En plena noche besó la mano de su padre, que aún dormía, y, cogiendo el huso, ató fuertemente el extremo de la hebra a la casa paterna, ya que de otro modo, ciega como era, nunca habría podido encontrar el camino de vuelta. Se mantendría cogida a la hebra, confiándose a ella, no a su propio criterio ni al de otros. Cortó cuatro hojas del árbol del Sol con la idea de lanzarlas al viento para que llegasen a sus hermanos a modo de carta y de saludo, en caso de que no los encontrase en sus andanzas por el mundo. ¿Cómo lo pasaría, la pobre ciega? Tenía, no obstante, el hilo invisible, al que podía agarrarse, y por encima de todo poseía una aptitud: el sentimiento, y esto equivalía a tener ojos en las puntas de los dedos, y orejas en el corazón.
Y así se adentró en el maravilloso mundo del bullicio y del ruido, y dondequiera que llegaba serenábase el cielo, cuyos cálidos rayos percibía; el arco iris se desplegaba, saliendo de la negra nube, por el aire azul; oía el canto de los pájaros, olía el aroma de los naranjales y vergeles, tan intensamente, que casi creía gustarlo. Llegábanle dulces acordes y cantos prodigiosos, pero también gritos y aullidos; el pensamiento y el juicio se agitaban en rara lucha. En lo más recóndito del corazón resonaban los latidos y los pensamientos de los hombres. Vibraba un coro:
La vida es humo deleznable
y noche en que se llora.
Pero resonaba también un cántico:
La vida es un rosal incomparable
que el sol inunda y dora.
Vino luego una amarga queja:
Cada uno piensa sólo en sí,
la verdad es sólo ésta.
Y la réplica:
Pisa el amor con claro resplandor
por la vida terrena.
Oyó luego otras palabras:
Fútil es nuestro mundo, todo él,
e ilusión nuestros actos.
Y también éstas:
Pero mucho hay de bueno y noble
que el mundo desconoce.
Elevóse un coro estrepitoso:
Todo es locura, risa y burla.
¡Ríe, en nombre del diablo!
Mas en el corazón de la ciega doncella resonó:
Aférrate a ti mismo y aférrate a Dios.
Cúmplase su voluntad, amén.
Y, dondequiera que se presentaba, entre los grupos de hombres y mujeres, jóvenes o viejos, brillaba en las almas la idea de la Verdad, la Bondad y la Belleza. Dondequiera que entraba - en el taller del artista, en la fastuosa sala de fiestas o en la fábrica, en medio de las ruedas rechinantes, en todas partes - parecía que entraba un rayo de sol; del arpa salían acordes; de la flor, perfume, y sobre la sedienta hoja caía la reparadora gota de rocío.
Pero esto no lo podía consentir el diablo. Y como tiene más inteligencia que diez mil hombres juntos, supo encontrar un remedio a la situación. Se fue al pantano, cogió burbujas del agua corrompida, hizo que sonara siete veces sobre ellas el eco de la palabra de mentira, para darles mayor fuerza; redujo a polvo mercenarios versos encomiásticos y mentirosos panegíricos, todos los que encontró; los coció con lágrimas vertidas por la envidia, esparció encima colorete raspado de la macilenta mejilla de una solterona, y con todo ello fabricó una muchacha, idéntica en figura y ademanes, a la virtuosa ciega. La gente la llamaba "El dulce Ángel del Sentimiento", y así se puso en marcha la treta del diablo. El mundo ignoraba cuál de las dos era la verdadera, ¡cómo iba a saberlo!
Aférrate a ti mismo, y aférrate a Dios.
Cúmplase su voluntad, amén.
Así cantaba la ciega, llena de confianza. Dio al viento las cuatro hojas del árbol del Sol, para que las llevasen a sus hermanos a manera de cartas y saludos, segura de que su deseo sería satisfecho; y estaba persuadida también de que encontraría la joya en la que se encerraba toda la belleza del mundo. Desde la frente de la Humanidad enviaría sus rayos hasta la casa de su padre.
- A la casa de mi padre - repitió -. Sí, la piedra preciosa está en la Tierra, de ello estoy segura. Siento su ardor; que crece por momentos en mi mano cerrada. He captado y guardado cada granito de Verdad, tan pequeño que volaba en alas del viento; dejé que lo impregnara el aroma de la Belleza. ¡Hay tanta en el mundo, incluso para el ciego! Recogí el acorde del corazón humano, cuando palpitaba movido por la Bondad, y le añadía lo demás. Lo que traigo son granitos de polvo, pero en ellos hay el polvo de la piedra preciosa buscada. ¡Tengo llena la mano!
Y la alargó hacia su padre. Estaba en su patria. Había vuelto a ella en alas del pensamiento, sin soltar jamás el hilo invisible que le servía de guía.
Con el fragor del huracán las potencias del mal se lanzaron contra el árbol del Sol, y en un terrible embate penetraron por la abierta puerta hasta la cámara secreta.
- ¡Se la lleva el viento! - exclamó el padre, cogiéndole la mano, que había abierto.
- ¡No! - contestó ella, segura de sí misma -, el viento no puede llevársela. Siento en el alma el calor de sus rayos.
Y entonces el padre vio una llama luminosa en el lugar donde el polvo fulgurante, escapándose de su mano, volaba a la página en blanco del libro, aquella página que debía instruirlo acerca de la certeza de la vida eterna. Brillando con intensidad deslumbradora apareció una inscripción, una única palabra: "Fe".
En el mismo momento aparecieron los cuatro hermanos. Espoleados por la nostalgia de la patria, cuando cayó sobre sus pechos la hoja verde, emprendieron el camino del regreso, seguidos de las aves de paso, del ciervo, el antílope y de todos los animales del bosque. También ellos querían participar de la alegría, ¿y por qué no debían hacerlo los animales, si así les era dado?
Muchas veces hemos visto cómo una brillante columna de polvo se levanta y se agita cuando un rayo de sol penetra en la habitación por un agujero de la puerta. Pues del mismo modo, sólo que con incomparable magnificencia, a cuyo lado hasta el arco iris parecía tosco y sin brillo, levantóse de la hoja del libro, de la luminosa palabra "Fe", el granito de Verdad con el brillo de la Belleza, con el son melodioso de la Bondad, irradiando una luz más viva que la columna de fuego que guió a Moisés y al pueblo de Israel hacia la tierra de Canaán. De la palabra "Fe" salió el puente de la esperanza que lleva al amor absoluto, en el infinito.
Du kennst doch die Geschichte von Holger Danske; wir wollen sie Dir nicht erzählen, nur fragen, ob Du Dich noch erinnerst, daß "Holger Danske das große Land Indien nach Osten zu am Ende der Welt gewann bis zu dem Baume, der der Baum der Sonne genannte wird," wie Christian Pedersen es erzählte. Kennst Du Christian Pedersen? Es kommt auch nicht darauf an, daß Du ihn kennst. Holger Danske gab dort dem Priester Jon, Macht und Herrscherwürde über das ganze Land Indien. Kennst Du den Priester Jon? Ja, darauf kommt es auch nicht viel an, denn er kommt in dieser Geschichte gar nicht vor. Hier sollst Du von dem Baum der Sonne hören "im Lande Indien nach Osten zu am Ende der Welt," wie man einst glaubte, als man noch nicht Geographie gelernt hatte, wie wir es heute lernen. Aber darauf kommt es auch nicht an.
Der Baum der Sonne war ein prächtiger Baum, wie wir nie einen gesehen haben und auch Du nie einen zu sehen bekommen wirst. Seine Krone erstreckte sich mehrere Meilen weit in der Runde, er bildete eigentlich einen ganzen Wald, und jeder seiner kleinsten Zweige war wieder ein ganzer Baum; Palmen, Buchen, Pinien und Platanen, alle Arten von Bäumen, die sich in der ganzen Welt finden, trieben hier als kleine Zweige aus den größeren Zweigen hervor, und diese selbst glichen mit ihren Knoten und Krümmungen Tälern und Höhen. Sie waren mit einem samtweichen Grün bekleidet, das von Blumen wimmelte. Jeder Zweig war wie eine ausgedehnte, blühende Wiese oder der lieblichste Garten. Die Sonne sandte ihm liebreich Ihre wohltuendsten Strahlen herab, denn es war ja der Baum der Sonne. Die Vögel von allen Enden der Welt versammelten sich hier, Vögel aus den fernen Urwäldern Amerikas, aus Damaskus, Rosengärten, aus den waldigen Wüsten des inneren Afrika, wo Elefant und Löwe, allein zu regieren vermeinen. Der Polarvogel kommt, und Storch und Schwalbe natürlich auch. Aber die Vögel waren nicht die einzigen lebenden Geschöpfe, die hierher kamen. Der Hirsch, das Eichhörnchen, die Antilope und Hunderte von anderen Tieren, flüchtig und schön, waren hier zu Hause. Ein großer, duftender Garten war ja des Baumes Krone, und innen, wo sich die allergrößten Zweige wie grüne Höhen emporstreckten, lag ein kristallenes Schloß mit einer Aussicht auf alle Länder der Welt. Jeder Turm hob sich liliengleich, durch den Stengel konnte man emporsteigen, denn es waren Treppen darin. Da kannst Du es wohl auch verstehen, daß man auf die Blätter hinaus treten konnte, die Altane bildeten, und oben, in der Blume selbst, war der herrlichste, strahlendste Festsaal, der als Dach nichts anderes als den blauen Himmel mit Sonne und Sternen hatte. Ebenso herrlich, nur auf eine andere Weise, waren die weitläufigen Säle. Hier spiegelte sich an den Wänden ringsum die ganze Welt ab. Man konnte alles dort sehen, was geschah, so daß man keine Zeitungen zu lesen brauchte, die gab es hier auch nicht. Alles war hier in lebenden Bildern zu sehen, man konnte und mochte es nur nicht alles ansehen, denn zuviel ist zuviel, selbst für den weisesten Mann, und hier wohnte der weiseste Mann. Sein Name ist so schwer auszusprechen, Du könntest ihn doch nicht aussprechen, und deshalb kann er Dir gleichgültig sein. Er wußte alles, was ein Mensch wissen kann und je auf dieser Welt wissen wird; jede Erfindung, die gemacht worden war oder noch gemacht werden sollte, kannte er, aber auch nicht mehr, denn alles hat ja seine Grenzen. Der weise König Salomo war nur halb so klug, und der war doch ein recht kluger Mann; er herrschte über die Kräfte der Natur, über mächtige Geister, ja, der Tod selbst mußte ihm jeden Morgen Botschaft bringen und die Liste derer, die an diesem Tage sterben sollten. Aber König Salomo selbst mußte auch sterben, und das war der Gedanke, der oft seltsam lebhaft den Forscher, den mächtigen Herrn in dem Schlosse auf dem Baume der Sonne erfüllte. Auch er, der so hoch über der Weisheit der Menschen stand, mußte einst sterben, das wußte er, und auch seine Kinder mußten sterben. Wie des Waldes Laub würden sie fallen und zu Staub werden. Das Menschengeschlecht sah er vergehen, wie die Blätter vom Baume wehen, und neue kamen an deren Stelle. Aber die abgefallenen Blätter wuchsen niemals wieder, sie wurden zu Staub oder gingen in andere Pflanzen über. Was geschah mit den Menschen, wenn der Engel des Todes zu ihnen kam. Was hieß es, zu sterben? Der Körper löste sich auf und die Seele – Ja, was wurde aus ihr? Wohin ging sie? "Zum ewigen Leben!" sagt die Religion zum Troste. Aber wie war der Übergang? Wo lebte man und wie? "Oben im Himmel." sagten die Frommen. "Dort hinauf gehen wir." – "Dort hinauf" wiederholte der Weise und sah zu Sonne und Sternen empor. "Dort hinauf!" und er sah aus der runden Erdkugel, daß oben und unten ein und dasselbe waren, je nachdem, wo man auf der schwebenden Kugel stand; stieg er hinauf, so hoch wie der Erde höchste Berge ihre Gipfel erheben, so wurde die Luft, die wir hier unten klar und durchsichtig nennen, zu einem kohlschwarzen Dunkel, dicht wie ein Tuch; die Sonne war wie ein glühender Ball ohne Strahlen anzusehen, und die Erde lag von orangefarbenen Nebeln verhüllt. Hier lag die Grenze für unser körperliches und seelisches Sehvermögen; wie gering ist unser Wissen, selbst der Weiseste wußte nur wenig von dem, was für uns das Wichtigste ist!
In der Geheimkammer des Schlosses lag der Erde größter Schatz: "Das Buch der Wahrheit." Blatt für Blatt las er es. Das war ein Buch, in dem jedweder Mensch zu lesen vermag, aber nur stückweise. Für manches Auge zittert die Schrift, so daß es nicht möglich ist, die Buchstaben zu entziffern. Auf einzelnen Blättern verblaßt Schrift und verschwindet fast, so daß man ein leeres Blatt zu sehen vermeint. Je weiser man ist, desto mehr kann man lesen, und der Weiseste liest das Allermeiste. Der Weise wußte das Licht der Sterne, der Sonne, der verborgenen Kräfte und des Geistes zu sammeln. Im Glanze dieses verstärkten Lichtscheins trat bei ihm noch mehr von der Schrift hervor, jedoch bei dem Abschnitt des Buches: "Das Leben nach dem Tode" war auch nicht ein Tipfelchen mehr zu sehen. Das betrübte ihn; – sollte es keine Macht geben, die ihn hier auf Erden ein Licht finden hieße, bei dessen Scheine sichtbar wurde, was hier im Buche der Wahrheit stand?
Wie der weise König Salomo verstand er die Sprache der Tiere, er hörte ihre Gesänge und Gespräche, aber dadurch wurde er nach jener Richtung nicht klüger. Er erkundete die geheimen Kräfte der Pflanzen und Metalle, kannte die Kräfte, um Krankheiten zu vertreiben, um den Tod fernzuhalten, aber kein Mittel, um ihn zu vernichten. In allem Erschaffenen, das ihm erreichbar war, suchte er nach dem Lichte, das die Vergewisserung eines ewigen Lebens beleuchtete, aber er fand es nicht; das Buch der Wahrheit lag wie mit unbeschriebenen Blättern vor ihm. Das Christentum verwies ihn auf der Bibel Vertröstung auf ein ewiges Leben, aber er wollte es in seinem Buche lesen, und darin sah er nichts.
Fünf Kinder hatte er, vier Söhne, klug belehrt, wie nur der weiseste Vater seine Kinder belehren kann, und eine Tochter, schön, sanft und klug, aber blind, doch es schien für sie keinen Verlust zu bedeuten. Der Vater und die Brüder waren ihre Augen, und ein inneres Gefühl ließ sie die Dinge recht erkennen.
Nie hatten sich die Söhne weiter vom Schlosse entfernt, als die Zweige des Baumes sich erstreckten, die Schwester noch weniger; sie waren glückliche Kinder in der Kindheit Heim, in der Kindheit Land, im herrlichen, duftenden Baume der Sonne. Wie alle Kinder hörten sie gerne erzählen, und der Vater erzählte ihnen vieles, was andere Kinder nicht verstanden haben würden, aber diese Kinder waren so klug wie bei uns die alten Menschen es sind. Er erklärte ihnen, was sie als lebende Bilder an den Wänden des Schlosses sahen, der Menschen Tun und der Begebenheiten Gang in allen Ländern der Erde, und oft wünschten die Söhne, mit dort draußen zu sein und an all den Heldentaten teilzunehmen. Da sagte ihnen der Vater, daß es schwer und bitter sei, in der Welt zu leben, sie wäre nicht ganz so licht, wie sie es von ihrer herrlichen Kinderwelt aus sähen. Er sprach zu ihnen von dem Schönen, dem Wahren und dem Guten, sagte ihnen, daß diese drei Dinge die Welt zusammenhielten, und unter dem Druck, den sie erlitten, entstünde ein Edelstein, klarer als der Diamanten Wasser; sein Glanz habe Wert sogar vor Gott, alles überstrahle er, und er sei es, den man "den Stein der Weisen" nenne. Er sagte ihnen, daß man, eben wie man durch das Erschaffene zu der Erkenntnis Gottes, so durch die Menschen selbst zur Erkenntnis gelange, daß ein solcher Edelstein sich finden müsse. Mehr konnte er darüber nicht sagen, mehr wußte er nicht. Diese Erzählung wäre nun für andere Kinder schwer zu begreifen gewesen, aber diese Kinder verstanden sie, und später wird das Verständnis wohl auch für die anderen kommen.
Sie befragten den Vater nach dem Schönen, Wahren und Guten, und er erklärte es ihnen; vieles sagte er ihnen, sagte ihnen auch, daß Gott, als er den Menschen aus Erde erschuf, seinem Geschöpfe fünf Küsse, Feuerküsse, Herzensküsse, innige Gottesküsse gab, und diese gaben ihm das, was wir jetzt die fünf Sinne nennen. Durch sie wird das Schöne, Wahre und Gute sichtbar, fühlbar und erkennbar, durch sie wird es geschätzt, beschirmt und gefördert.
Darüber dachten die Kinder nun viel nach, Tag und Nacht beschäftigte es ihre Gedanken; da träumte der älteste der Brüder einen herrlichen Traum, und seltsam genug, der zweite Bruder träumte ihn auch, und der dritte träumte ihn und der vierte. Jeder von ihnen träumte ein und dasselbe. Er träumte, daß er in die Welt zöge und den Stein der Weisen fände. Wie eine leuchtende Flamme erstrahlte er auf seiner Stirn, als er im Morgenschimmer auf seinem pfeilschnellen Roß zurück über die samtgrünen Wiesen im Garten der Heimat zu seinem väterlichen Schlosse ritt, und der Edelstein wärfe ein so himmlisches Licht, einen solchen Glanz über die Blätter des Buches, daß sichtbar wurde, was dort geschrieben stand über das Leben jenseits des Grabes. Die Schwester träumte nicht davon. In die weite Welt hinaus zu ziehen, kam ihr nicht in den Sinn, ihre Welt war ihres Vaters Haus.
"Ich reite in die weite Welt hinaus!" sagte der Älteste; "erproben muß ich doch einmal ihren Gang und mich zwischen den Menschen umhertummeln; nur das Gute und Wahre will ich, mit diesem werde ich das Schöne beschützen. Vieles soll anders werden, wenn ich mich seiner annehme!" Ja, er dachte kühn und groß, wie wir alle es in unserer Ofenecke tun, ehe wir in die Welt hinauskommen und Regen und Sturm und Dornen zu fühlen bekommen.
Die fünf Sinne waren innerlich und äußerlich, bei ihm wie auch bei den anderen Brüdern, außergewöhnlich fein entwickelt, aber jeder von ihnen hatte in Sonderheit einen Sinn, der in Stärke und Entwicklung die anderen weit übertraf. Bei dem Ältesten war es das Gesicht, das ihm besonders zugute kommen sollte. Er hatte Augen für alle Zeiten, sagte er selbst, Augen für alle Völkerschaften, Augen, die bis unter die Erde hinab, wo die Schätze lagen, und bis in die tiefste Tiefe der Menschenbrust sehen konnten, als sei nur eine gläserne Scheibe darüber – das heißt, er sah mehr, als wir beim Erröten und Erbleichen der Wange, im Lächeln und Weinen des Auges sehen können. – Hirsch und Antilope begleiteten ihn bis an die Grenze nach Westen, dort kamen wilde Schwäne, die nach Nordwesten flogen, und ihnen folgte er. Nun war er in der weiten Welt, fern dem Lande des Vaters, das sich "gegen Osten am Ende der Welt" erstreckte.
Hei, wie er die Augen aufriß. Da gab es vieles zu sehen; es ist immer etwas anderes, die Orte und Dinge selbst zu sehen, als sie in Bildern zu erfassen, mögen diese auch noch so gut sein, und sie waren außergewöhnlich gut, die Bilder daheim in seines Vaters Schloß. Er war nahe daran, gleich im ersten Augenblick beide Augen vor Verwunderung über all das Gerümpel, den Fastnachtsaufputz, der als das Schöne hingestellt wurde, zu verlieren, aber er verlor sie nicht, er hatte eine andere Bestimmung für sie.
Gründlich und ehrlich wollte er bei der Erkenntnis des Schönen, des Wahren und des Guten zu Werke gehen; aber wie stand es damit? Er sah, wie oft das Häßliche die Krone errang, wo das Schöne sie verdiente, wie das Gute nicht bemerkt wurde und die Mittelmäßigkeit an seiner Stelle die Bewunderung einheimste. Die Leute sahen wohl die Verpackung, aber nicht den Inhalt, sahen das Kleid, aber nicht den Mann, sahen den Ruf, aber nicht die Berufung. Aber das ist einmal so.
"Da werde ich wohl tüchtig zupacken müssen!" dachte er, und er packte zu. Aber während er das Wahre suchte, kam der Teufel, der Vater der Lüge und die Lüge selbst. Gern hätte er dem Seher gleich beide Augen ausgeschlagen, aber das wäre zu grob gewesen; der Teufel geht feiner zu Werke. Er ließ ihn das Wahre suchen und das Gute zugleich, aber während er sich danach umblickte, blies ihm der Teufel einen Splitter ins Auge, ja in beide Augen, einen Splitter nach dem anderen; das ist nicht gut für das Gesicht, selbst nicht für das beste Gesicht. Dann blies der Teufel die Splitter auf, bis sie zu einem Balken wurden, da war es mit den Augen vorbei, und der Seher stand gleich einem blinden Manne mitten in der weiten Welt und traute ihr nicht mehr. Er gab seine gute Meinung über sie und sich selbst auf, und wenn man beides, die Welt und sich selbst aufgibt, ja, dann ist es wirklich mit einem vorbei.
"Vorbei!" sagten die wilden Schwäne, die über das Meer hin nach Osten zu flogen; "Vorbei!" sangen die Schwalben, die gen Osten zum Baume der Sonne flogen, und das waren keine guten Nachrichten für die daheim.
"Wohl ist es dem Seher übel ergangen!" sagte der zweite Bruder, "doch kann es dem Hörer besser ergehen" Der Gehörsinn war es, der bei ihm besonders geschärft war, er konnte das Gras wachsen hören, so weit hatte er es gebracht.
Herzlich nahm er Abschied und ritt von dannen mit guten Gaben und guten Vorsätzen. Die Schwalben begleiteten ihn, und er folgte den Schwänen, und dann war er fern von der Heimat draußen in der weiten Welt.
Man kann auch des guten zuviel bekommen; diese Wahrheit mußte er bald erfahren. Das Gehör war bei ihm zu stark, er hörte ja das Gras wachsen, und deshalb hörte er auch jedes Menschenherz in Freude und Schmerz schlagen; zuletzt war ihm, als sei die ganze Welt eine große Uhrmacherwerkstatt, wo alle Uhren gingen "Tik tik" und alle Turmuhren schlugen "Kling, klang!" nein, das war nicht auszuhalten! Aber er hielt die Ohren steif, so lange er konnte. Doch zuletzt wurde all der Lärm und das Geschrei zuviel für einen einzigen Menschen. Da gab es Straßenjungen bis zu sechzig Jahren, das Alter tut es ja nicht immer; sie schrien und lärmten, darüber konnte man noch lachen, aber dann kamen Klatsch und Tratsch, die durch alle Häuser, Gäßchen und Straßen bis auf die Landstraßen hinaus zischelten; die Lüge hatte die lauteste Stimme und spielte den Herrn, die Narrenschelle klingelte und sagte, daß sie die Kirchenglocke sei, da wurde es dem Hörer zu bunt, er steckte die Finger in beide Ohren, – aber noch immer hörte er falschen Gesang und bösen Klang. Klatsch und Tratsch; zäh festgehaltene Behauptungen, die nicht einen sauren Hering wert waren, schwirrten über die Zungen, daß sie ordentlich knickten und knackten vor lauter Eifer. Da waren Leute und Geräusche, Lärm und donnernder Spektakel, innerlich und äußerlich, bewahre das war ja nicht zum Aushalten, es war gar zu toll! Er steckte die Finger tiefer in seine beiden Ohren und noch tiefer, da sprang ihm das Trommelfell. Nun hörte er gar nichts mehr, auch nicht das Schöne, Wahre und Gute, zu dem ihm das Gehör eine Brücke hatte sein sollen. Er wurde mißtrauisch und still, traute niemandem, traute sich selbst zuletzt nicht mehr, und das machte ihn sehr unglücklich; er wollte nicht mehr den mächtigen Edelstein finden und mit heimbringen, er gab das Suchen danach auf, und sich selbst gab er auch auf, das war das Allerschlimmste. Die Vögel, die nach Osten flogen, brachten die Botschaft davon mit, bis sie auch das Schloß des Vaters im Baume der Sonne erreichte. Ein Brief kam nicht, es ging ja auch keine Post dorthin.
"Nun will ich es versuchen!" sagte der Dritte, "ich habe eine feine Nase!" Das war nun nicht gerade fein gesagt, aber es war seine Art, und man muß ihn hinnehmen, wie er war. Er war die Verkörperung der guten Laune und dazu ein Dichter, ein wirklicher Dichter; er konnte singen, was er nicht zu sagen vermochte. Seine Auffassungsgabe überstieg die der anderen an Schnelligkeit bei weitem. "Ich rieche Lunte" sagte er wohl bei Gelegenheit, und es war der Geruchssinn, der bei ihm in hohem Grade entwickelt war und ihm ein großes Gebiet im Reiche des Schönen zusicherte. "Einer liebt den Äpfelduft und einer den Stallduft!" sagte er. "Jedes Duftgebiet im Reiche des Schönen hat sein Publikum. Manche fühlen sich heimisch in der Kneipenluft beim Qualm des Talglichtdochtes, wo der Schnapsgestank sich mit schlechtem Tabaksrauch vermengt, andere sitzen lieber im schwülen Jasminduft oder reiben sich mit starkem Nelkenöl ein. Einige suchen die frische Seebrise auf, andere wieder steigen zu den hohen Bergesgipfeln hinauf und betrachten von oben das geschäftige Leben und Treiben der anderen!" Ja, so sagte er. Es war fast, als sei er schon früher in der Welt draußen gewesen, hätte mit den Menschen gelebt und sie erkannt, aber diese Weisheit kam aus ihm selbst, es war die dichterische Gabe in ihm, die ihm der liebe Gott als Geschenk in die Wiege gelegt hatte.
Nun sagte er dem väterlichen Heim im Baume Lebewohl und ging durch des Baumes Herrlichkeit. Draußen setzte er sich auf den Strauß, der geschwinder läuft als das Pferd, und als er später die wilden Schwäne sah, schwang er sich auf den Rücken des stärksten. Er liebte die Veränderung, und so flog er über das Meer in fremde Länder mit großen Wäldern, tiefen Seen, mächtigen Bergen und stolzen Städten, und wohin er kam war es, als ginge ein Sonnenschein über das Land. Jede Blume, jeder Strauch duftete stärker in der Empfindung, daß ihm ein Freund, ein Beschützer nahe, der ihn zu schätzen wußte und ihn verstand, ja, der verkrüppelte Rosenstrauch erhob seine Zweige, entfaltete seine Blätter und trug die lieblichste Rose; jeder konnte sie sehen, selbst die schwarze, nasse Waldschnecke bemerkte ihre Schönheit.
"Ich will der Blume mein Zeichen aufprägen!" sagte die Schnecke, "nun habe ich sie bespuckt, mehr kann ich nicht tun."
"So geht es mit dem Schönen in der Welt" sagte der Dichter, und er sang ein Lied davon, sang es auf seine Weise, aber niemand hörte darauf. Deshalb gab er dem Trommelschläger zwei Schillinge und eine Pfauenfeder; da setzte er das Lied für die Trommel um und trommelte es in der Stadt in allen Straßen und Gassen aus. Nun hörten es die Leute und sagten, sie verstünden es, es sei so tief! Und nun konnte der Dichter mehr Lieder singen, und er sang von dem Schönen, dem Wahren und dem Guten, und es wurde in der Kneipe gehört, wo das Talglicht qualmte, es wurde auf der frischen Kleewiese im Walde und auf offener See gehört. Es ließ sich an, als habe dieser Bruder mehr Glück, als die beiden anderen es gehabt hatten. Aber das war dem Teufel nicht recht. Gleich kam er daher mit allen Arten der Beweihräucherung, die sich auf der Welt finden und auf deren Bereitung sich der Teufel so vorzüglich versteht. Den allerstärksten Weihrauch schleppte er herbei, der alles andere erstickt und selbst einen Engel konfus machen kann, geschweige denn einen armen Dichter. Der Teufel weiß recht gut, wie er seine Leute zu nehmen hat. Den Dichter nahm er mit Weihrauch, so daß er ganz aus dem Häuschen war, und seine Sendung, sein Vaterhaus – alles, sogar sich selbst vergaß. Er ging völlig auf in all dem Räucherwerk.
Alle Vögelchen trauerten, als sie es hörten, und sangen drei Tage lang nicht. Die schwarze Waldschnecke wurde noch schwärzer, aber nicht vor Trauer, sondern vor Neid. "Ich bin es," sagte sie, "die beräuchert werden sollte, denn ich war es, die ihm die Idee zu seinem berühmtesten Lied, der Gang der Welt, das für die Trommel gesetzt wurde, gab. Ich war es, die auf die Rose spuckte, dafür kann ich Zeugen bringen!"
Aber daheim in Indien verlautete nichts davon. Alle Vögelchen trauerten ja und schwiegen drei Tage lang, und als die Trauerzeit um war, ja, da war die Trauer so stark gewesen, daß sie vergessen hatten, um was sie trauerten. So geht es.
"Nun muß ich wohl auch in die Welt hinaus und fortbleiben wie die anderen" sagte der vierte Bruder. Er hatte eine ebenso sonnige Laune wie der vorhergehende Bruder, aber er war kein Dichter, und so hatte er allen Grund zu guter Laune. Die beiden hatten Fröhlichkeit ins Schloß gebracht. Nun ging die letzte Munterkeit mit ihm hinaus. Das Gesicht und das Gehör sind stets von den Menschen als die wichtigsten Sinne angesehen worden, die man sich besonders stark und scharf wünscht, die drei anderen Sinne werden für minder wesentlich gehalten. Doch das war durchaus nicht die Meinung dieses Sohnes, denn er hatte einen besonders entwickelten Geschmack, und zwar in jeder Richtung, in der dieser Begriff aufgefaßt werden kann, und dieser hat gewaltige Macht und große Herrschermöglichkeiten, er regiert über alles, was durch den Mund und Geist geht. Deshalb kostete der vierte Bruder an allem in Pfannen und Töpfen, in Flaschen und Schüsseln. Das wäre das Grobe in seinem Berufe, sagte er; jedes Menschen Stirn wäre für ihn eine Pfanne, in der es koche, jedes Land eine ungeheure Küche, geistig genommen; das wäre das Feine und nun wolle er hinaus und das Feine erproben.
"Vielleicht will mir das Glück besser, als meinen Brüdern!" sagte er. "Ich reise nun; aber welches Beförderungsmittel soll ich wählen? Sind die Luftballons schon entdeckt?" fragte er seinen Vater, der ja von allen Erfindungen wußte, die gemacht waren oder gemacht werden würden. Aber der Luftballon war noch nicht entdeckt, auch nicht die Dampfschiffe und Eisenbahnen. "Ja, dann werde ich doch einen Luftballon nehmen!" sagte er. "Mein Vater weiß, wie sie gemacht und gelenkt werden müssen, und ich lerne es. Niemand kennt die Erfindung und so werden sie glauben, es sei ein Trugbild. Wenn ich den Ballon benutzt habe, verbrenne ich ihn, wozu Du mir noch ein paar von der zukünftigen Erfindung mitgeben mußt, die 'chemische Schwefelhölzer' genannt wird."
Dies alles bekam er, und dann flog er davon. Die Vögel folgten ihm länger, als sie den anderen gefolgt waren, denn sie wollten doch gern sehen, wie dieser Flug ablief. Immer mehr kamen herbei, alle waren neugierig und glaubten, es sei ein neuer Vogel, der dort flöge. Ja, er bekam ein stattliches Gefolge. Die Luft wurde schwarz von Vogelscharen, sie flogen einher wie eine große Wolke, wie die Heuschreckenschwärme über Ägypten, und dann war er in der weiten Welt draußen.
"Ich habe einen guten Freund und Gehülfen an dem Ostwind gehabt!" sagte er.
"Ostwind und Westwind, meinst Du wohl" sagten die Winde. "Wir sind zu zweit gewesen, um uns abzulösen, sonst wärest Du nicht nach Nordwesten gekommen."
Aber er hörte nicht, was die Winde sagten, und das war ja auch gleichgültig. Die Vögel kamen nun auch nicht länger mit. Als das Gefolge am größten geworden war, wurde einigen die Fahrt über, und sie sagten, es würde zuviel aus der Sache gemacht, sie würde noch ganz eingebildet werden. "Es lohnt das Hinterherfliegen nicht, es ist im Grunde gar nichts, jedenfalls nicht der Rede wert." Dann blieben sie zurück, und das blieben nach und nach die anderen auch. Das Ganze war ja nichts.
Der Luftballon ging über einer der größten Städte nieder und der Luftschiffer setzte sich an den höchsten Platz, das war der Kirchturm. Der Ballon stieg wieder himmelwärts, was er nicht sollte. Wo er geblieben ist, ist nicht gut zu sagen, aber das war auch gleich, denn er war ja noch nicht erfunden.
Da saß er nun oben auf dem Kirchturm. Die Vögel flogen nicht zu ihm heran, denn sie hatten es über mit ihm und er mit ihnen ebenfalls. Alle Schornsteine in der Stadt rauchten und dufteten.
"Es sind Altäre, die für Dich errichtet sind" sagte der Wind, der ihm etwas Angenehmes sagen wollte. Keck saß er dort oben und sah auf die Leute in den Straßen hinab; der eine war stolz auf seinen Geldbeutel, der andere auf seinen Schlüssel, obgleich er nichts aufzuschließen hatte. Einer war stolz auf seinen Rock, in dem die Motten saßen, ein anderer auf seinen Leib, an dem schon die Würmer nagten.
"Eitelkeit, ja, ich muß wohl bald hinunter und den Topf anrühren und kosten!" sagte er. "Aber hier will ich noch ein wenig sitzen bleiben, der Wind kitzelt mir so herrlich den Rücken, mir ist richtig behaglich zumute. Ich bleibe hier so lange sitzen, wie der Wind bläst. Ich will ein wenig Ruhe haben. Es ist gut, am Morgen lange liegen zu bleiben, wenn man viel zu tun hat, sagt der Faule. Aber Faulheit ist die Wurzel alles Übels, und Übles gibt es in unserer Familie nicht. Das sage ich und das sagt wohl jeder Sohn. Ich bleibe sitzen, solange dieser Wind bläst, es schmeckt mir."
Und er blieb sitzen; aber er saß auf des Turmes Wetterhahn, der drehte und drehte sich mit ihm, sodaß er glaubte, es sei noch immer derselbe Wind. Also blieb er sitzen, und da konnte er lange sitzen und schmecken!
Aber im Lande Indien auf dem Baum der Sonne war es leer und stille geworden, als die Brüder einer nach dem anderen fortgezogen waren.
"Es geht ihnen nicht gut" sagte der Vater; "nie werden sie den leuchtenden Edelstein heimbringen, er wird für mich nie gefunden, und sie sind fort, tot." Und er beugte sich über das Buch der Wahrheit, starrte auf das Blatt, wo er über das Leben nach dem Tode lesen sollte, aber dort war für ihn nichts zu sehen und zu erfahren.
Die blinde Tochter war sein Trost und seine Freude; so innig und liebevoll schloß sie sich ihm an; denn seine Freude und sein Glück wünschte sie, das köstliche Juwel mußte gefunden und heimgebracht werden. In Trauer und Sehnsucht gedachte sie der Brüder. Wo waren sie? Wo lebten sie? Von ganzem Herzen wünschte sie sich, von ihnen zu träumen, aber wunderlich genug, selbst im Traume konnte sie ihnen nicht begegnen. Endlich träumte ihr eines Nachts, daß ihre Stimmen bis zu ihr herüber klängen, sie riefen ihr zu, flehten zu ihr aus der weiten Welt, und sie mußte hinaus, weit fort, und doch schien es ihr, als sei sie noch in ihres Vaters Hause. Die Brüder traf sie nicht, aber in ihrer Hand fühlte sie es wie Feuer brennen, doch es schmerzte nicht; sie hielt den leuchtenden Edelstein und brachte ihn ihrem Vater. Als sie erwachte, glaubte sie einen Augenblick lang daß sie ihn noch hielte; es war ihr Rocken, den ihre Hand krampfhaft umklammerte. In den langen Nächten hatte sie unablässig gesponnen; der Faden auf ihrer Spindel war feiner, als das Gewebe der Spinne, Menschenaugen hätten den einzelnen Faden überhaupt nicht entdecken können. Sie hatte ihn mit ihren Tränen genetzt, und er war stark wie ein Ankertau. Sie erhob sich, ihr Entschluß war gefaßt, der Traum mußte zur Wahrheit werden. Es war Nacht, ihr Vater schlief, sie küßte seine Hand, nahm ihre Spindel und band das Ende des Fadens am Hause ihres Vaters fest, sonst würde sie ja, die Blinde, niemals wieder heimfinden. An den Faden wollte sie sich halten, auf ihn verließ sie sich, nicht auf sich selbst und andere. Sie pflückte vier Blätter vom Baume der Sonne, die wollte sie mit Wind und Wetter gehen lassen, damit sie zu den Brüdern als Brief und Gruß gelangten, wenn es geschehen sollte, daß sie sie draußen in der weiten Welt nicht fand. Wie würde es ihr wohl dort ergehen, dem armen blinden Kind! Doch sie hatte den unsichtbaren Faden, an dem sie sich halten konnte; weit war sie allen den anderen voraus, denn sie nannte eine Gabe ihr eigen: das Gefühl, und durch dieses hatte sie gleichsam Augen in jeder Fingerspitze und Ohren im Herzen.
So ging sie hinaus in die laute, lärmende, wunderliche Welt, und wohin sie kam, wurde der Himmel sonnenklar, sie konnte die warmen Strahlen empfinden, der Regenbogen spannte sich aus der schwarzen Wolke über die blaue Luft, sie hörte der Vögel Gesang, spürte den Duft der Orangen- und Äpfelgärten so stark, daß sie fast glaubte, ihn zu schmecken. Weiche Töne und lieblicher Gesang erreichten sie, doch auch Heulen und Schreien; seltsam im Streit miteinander standen Gedanken und Urteil. Tief in ihrem Herzen klangen die Herzens- und Gedankenstimmen der Menschenbrust wieder; es erbrauste im Chor:
"Nur Sturm ist unser Erdenlos,
eine Nacht, darin wir weinen."
Aber es ertönte auch der Gesang:
"Unser Leben ist die lieblichste Ros'
Und Freudensonnen uns scheinen."
Und klang es bitter:
"Ein jeder denket nur an sich,
Auf den Nutzen geht alles Streben."
So lautete es als Antwort:
"Ein Strom der Liebe geht inniglich
Durch unser Erdenleben."
Wohl hörte sie die Worte:
"Das Ganze ist so klein und dumm,
Man kehr einmal die Dinge um."
Aber sie hörte auch:
"Soviele Taten sind groß und gut
In der Welt man nichts davon wissen tut."
und klang es ringsum in brausendem Chor:
"Schab Rübchen nur, lach alles aus,
Bell mit, wenn Hunde bellen!"
so erklang es in des blinden Mädchens Herzen:
"Vertrau auf Gott in Nacht und Graus
Stets rinnen seine Quellen"
Und wo sie im Kreise von Männern und Frauen, bei Alten und Jungen erschien, da leuchtete in den Seelen die Erkenntnis des Wahren, Guten und Schönen auf; wohin sie kam, in des Künstlers Werkstätte, in den reichen Festsaal oder in die Fabrik zwischen die schnurrenden Räder, war es, als ob ein Sonnenstrahl leuchte, eine Seite erklänge, eine Blume dufte oder ein erquickender Tautropfen auf ein verschmachtendes Blatt fiele.
Aber darin konnte sich der Teufel nicht finden. Er hatte mehr Verstand als zehntausend Männer, und so wußte er sich zu helfen. Er ging in den Sumpf, nahm die aus dem fauligen Wasser aufsteigenden Blasen, ließ das siebenfache Echo des Lügenwortes über sie hinschallen, um sie kräftiger zu machen. Er pulverisierte bezahlte Ehrenverse und lügenhafte Leichenpredigten, so viele sich nur finden ließen, kochte sie in Tränen, die der Neid geweint hatte, streute oben etwas Schminke darauf, die von einer vergilbten Jungfernwange gekratzt war, und schuf hieraus eine Mädchengestalt, die in Bewegung und Aussehen der des segensreichen blinden Mädchens glich. "Den milden Engel des Gefühls" nannten sie die Menschen, und so darauf legte der Teufel sein Spiel an. Die Welt wußte nicht, wer von den beiden die Richtige war, und woher sollte die Welt das auch wissen.
"Vertrau auf Gott in Nacht und Graus,
Stets rinnen seine Quellen."
Sang das blinde Mädchen in vollem Glauben. Die vier grünen Blätter vom Baume der Sonne hatte sie Wind und Wetter übergeben, um sie als Brief und Gruß an ihre Brüder gelangen zu lassen, und sie war dessen ganz sicher, daß ihr Wunsch sich erfüllen würde, ja, und auch das Juwel würde sich finden, das alle irdische Herrlichkeit überstrahlte; von der Menschheit Stirn würde es bis zu ihres Vaters Haus leuchten.
"Bis zu meines Vaters Hause" wiederholte sie, "ja, auf der Erde ist des Edelsteines Stätte, und mehr als die Überzeugung davon bringe ich mit. Ich spüre bereite seine Glut, stärker und stärker schwillt sie in meiner geschlossenen Hand. Jedes Wahrheitskörnchen, so fein, daß der scharfe Wind es tragen und mit sich fahren konnte, fing ich auf und bewahrte es. Ich ließ es vom Dufte alles Schönen durchdringen, und es gibt in der Welt soviel davon, selbst für Blinde. Ich nahm den Klang vom Herzschlage guter Menschen und legte ihn dazu. Staubkörnchen sind alles, was ich bringe, aber doch der Staub jenes Edelsteines in reicher Fülle, meine ganze Hand ist voll davon" und sie streckte sie aus – dem Vater entgegen. Sie war in der Heimat; mit der Schnelle des Gedankenfluges hatte sie sie erreicht, während sie den unsichtbaren Faden nach ihres Vaters Hause nicht fahren ließ.
Die bösen Mächte fuhren mit Orkangewalt über der Sonne Baum hin, drangen mit einem Windstoß durch die offene Tür in die verborgene Schatzkammer ein.
"Der Wind weht es fort" rief der Vater und griff um die Hand, die sie geöffnet hatte.
"Nein" rief sie mit gläubigem Bewußtsein. "Es kann nicht verwehen. Ich fühle wie sein Strahl tief innen meine Seele wärmt."
Und der Vater erschaute eine leuchtende Flamme, als der Staub aus ihrer Hand über die weißen Blätter des Buches wehte, die von der Gewißheit des ewigen Lebens Kunde geben sollten; in blendendem Glanze stand dort eine Schrift, ein einziges sichtbares Wort nur, das eine Wort:
Glaube.
Und bei ihnen waren wieder die vier Brüder; Sehnsucht nach der Heimat hatte sie ergriffen und geführt, als das grüne Blatt auf ihre Brust gefallen war. Sie waren gekommen, und die Zugvögel folgten ihnen und der Hirsch, die Antilope und alle Tiere des Waldes. Sie wollten auch teilnehmen an der Freude, und weshalb sollten es die Tiere nicht, wenn sie es fühlen konnten.
Wie eine leuchtende Staubsäule sich vor unseren Augen dreht, wenn durch ein Löchlein in der Tür ein Sonnenstrahl in die staubige Stube fällt, nur schöner – denn selbst der Regenbogen ist zu schwer und nicht leuchtend genug an Farbe gegen den Anblick, der sich hier zeigte – erhob sich aus den Blättern des Buches von dem leuchtenden Worte "Glauben" jedes Wahrheitskörnchen mit dem Glanze des Schönen, mit dem Klange des Guten; stärker erstratalte es, als die Feuersäule, die in der Nacht, als Moses mit dem Volke Israel nach dem Lande Canaan zog, geleuchtet hatte. Vom Worte Glauben führte der Hoffnung Brücke hinüber zur Alliebe Gottes in die Unendlichlkeit.