La niña judía


Das Judenmädchen


Asistía a la escuela de pobres, entre otros niños, una muchachita judía, despierta y buena, la más lista del colegio. No podía tomar parte en una de las lecciones, la de Religión, pues la escuela era cristiana.
Durante la clase de Religión le permitían estudiar su libro de Geografía o resolver sus ejercicios de Matemáticas, pero la chiquilla tenía terminados muy pronto sus deberes. Tenía delante un libro abierto, pero ella no lo leía; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de que seguía con más atención que los demás alumnos.
- Ocúpate de tu libro - le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la niña estaba mucho más enterada que sus compañeros. Había escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones.
Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por condición que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temió que si salía de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza religiosa, perturbaría la disciplina o despertaría recelos y antipatías en los demás, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar así.
El maestro llamó al padre de la chiquilla y le dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese cristiana.
- No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del Evangelio - añadió.
El padre rompió a llorar:
- Yo mismo sé muy poco de nuestra religión - dijo -, pero su madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le prometí que nuestra hija nunca sería bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mí un pacto con Dios.
Y la niña fue retirada de la escuela de los cristianos.
Habían transcurrido algunos años.
En una de las ciudades más pequeñas de Jutlandia servía, en una modesta casa de la burguesía, una pobre muchacha de fe mosaica, llamada Sara; tenía el cabello negro como ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y luminosos, como suele ser habitual entre las hijas del Oriente. La expresión del rostro seguía siendo la de aquella niña que, desde el banco de la escuela, escuchaba con mirada inteligente.
Cada domingo llegaban a la calle, desde la iglesia, los sones del órgano y los cánticos de los fieles; llegaban a la casa donde la joven judía trabajaba, laboriosa y fiel.
- Guardarás el sábado - ordenaba su religión; pero el sábado era para los cristianos día de labor, y sólo podía observar el precepto en lo más íntimo de su alma, y esto le parecía insuficiente. Sin embargo, ¿qué son para Dios los días y las horas? Este pensamiento se había despertado en su alma, y el domingo de los cristianos podía dedicarlo ella en parte a sus propias devociones; y como a la cocina llegaban los sones del órgano y los coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado para la meditación. Leía entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su pueblo, limitándose a él, pues guardaba profundamente en la memoria las palabras que dijeran su padre y su maestro cuando fue retirada de la escuela, la promesa hecha a la madre moribunda, de que Sara no se haría nunca cristiana, que jamás abandonaría la fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento debía ser para ella un libro cerrado, a pesar de que sabía muchas de las cosas que contenía, pues los recuerdos de niñez no se habían borrado de su memoria. Una velada hallábase Sara sentada en un rincón de la sala, atendiendo a la lectura del jefe de la familia; le estaba permitido, puesto que no leía el Evangelio, sino un viejo libro de Historia; por eso se había quedado. Trataba el libro de un caballero húngaro que, prisionero de un bajá turco, era uncido al arado junto con los bueyes y tratado a latigazos; las burlas y malos tratos lo habían llevado al borde de la muerte. La esposa del cautivo vendió todas sus alhajas e hipotecó el castillo y las tierras, a la vez que sus amigos aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y el caballero, redimido del oprobio y la esclavitud. Enfermo y achacoso, regresó el hombre a su patria. Poco después sonó la llamada general a la lucha contra los enemigos de la Cristiandad; el enfermo, al oírla, no se dio punto de reposo hasta verse montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores, parecieron volver sus fuerzas, y partió a la guerra. Y ocurrió que hizo prisionero precisamente a aquel mismo bajá que lo había uncido al arado y lo había hecho objeto de toda suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en una mazmorra, pero al poco rato acudió a visitarlo el caballero y le preguntó:
- ¿Qué crees que te espera?
- Bien lo sé - respondió el turco -. ¡Tu venganza!
- Sí, la venganza del cristiano - repuso el caballero. - La doctrina de Cristo nos manda perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo y humano con los que sufren.
El prisionero prorrumpió en llanto:
- ¡Cómo podía yo esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro, de que me esperaban el martirio y la tortura; por eso me tomé un veneno que me matará en pocas horas. ¡Voy a morir, no hay salvación posible! Pero antes de que termine mi vida, explícame la doctrina que encierra tanto amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande y divina! ¡Deja que en ella muera, que muera cristiano! - Su petición fue atendida.
Tal fue la leyenda, la historia, que el dueño de la casa leyó en alta voz. Todos la escucharon con fervor, pero, sobre todo, llenó de fuego, y de vida a aquella muchacha sentada en el rincón: Sara, la joven judía. Grandes lágrimas asomaron a sus brillantes ojos negros; en su alma infantil volvió a sentir, como ya la sintiera antaño en el banco de la escuela, la sublimidad del Evangelio. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
"¡No dejes que mi hija se haga cristiana!", habían sido las últimas palabras de su madre moribunda; y en su corazón y en su alma resonaban aquellas otras palabras del mandamiento divino: "Honrarás a tu padre y a tu madre".
"¡No soy cristiana! Me llaman la judía; aún el domingo último me lo llamaron en son de burla los hijos del vecino, cuando me estaba frente a la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo de los cirios del altar y escuchando los cantos de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta ahora he venido sintiendo en el Cristianismo una fuerza que penetra en mi corazón como un rayo de sol aunque cierre los ojos. Pero no te afligiré en la tumba, madre, no seré perjura al voto de mi padre: no leeré la Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis antepasados; ante Él puedo inclinar mi cabeza".
Y transcurrieron más años.
Murió el cabeza de la familia y dejó a su esposa en situación apurada. Había que renunciar a la muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudió en su ayuda en el momento de necesidad; contribuyó a sostener el peso de la casa, trabajando hasta altas horas de a noche y procurando el pan de cada día con la labor de sus manos. Ningún pariente quiso acudir en auxilio de la familia; la viuda, cada día más débil, había de pasarse meses enteros en la cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era una bendición para la casa hundida.
- Toma la Biblia - dijo un día la enferma. - Léeme un fragmento. ¡Es tan larga la velada y siento tantos deseos de oír la palabra de Dios!
Sara bajó la cabeza; dobló las manos sobre la Biblia y, abriéndola, se puso a leerla a la enferma. A menudo le acudían las lágrimas a los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y también en su alma: "Madre, tu hija no puede recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar en su comunidad; lo quisiste así y respetaré tu voluntad; estamos unidos aquí en la tierra, pero más allá de ella... estamos aún más unidos en Dios, que nos guía y lleva allende la muerte. Él desciende a la tierra, y después de dejarla sufrir la hace más rica. ¡Lo comprendo! No sé yo misma cómo fue. ¡Es por Él, en Él: Cristo!".
Estremecióse al pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego la recorrió toda ella con más fuerza de la que el cuerpo podía soportar, por lo que cayó desplomada, más rendida que la enferma a quien velaba.
- ¡Pobre Sara! - dijeron -, no ha podido resistir tanto trabajo y tantas velas.
La llevaron al hospital, donde murió. La enterraron, pero no al cementerio de los cristianos; no había en él lugar para la joven judía, sino fuera, junto al muro; allí recibió sepultura.
Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las tumbas de los cristianos, proyecta también su gloria sobre la de aquella doncella judía - que reposa fuera del sagrado recinto; y los cánticos religiosos que resuenan en el camposanto cristiano lo hacen también sobre su tumba, a la que también llegó la revelación: "¡Hay una resurrección ,en Cristo!", en Él, el Señor, que dijo a sus discípulos: "Juan os ha bautizado con agua, pero yo os bautizaré en el nombre del Espíritu Santo".
Unter den anderen Kindern in der Armenschule war auch ein kleines Judenmädchen, aufgeweckt und gut, die flinkeste unter allen; aber an einer der Lehrstunden konnte sie nicht teilnehmen, das war die Religionsstunde, sie war ja in einer christlichen Schule.
Sie durfte ihr Geografiebuch vor sich haben und darin lesen oder ihre Rechenaufgaben fertig machen, aber das war bald getan. Es lag wohl ein Buch aufgeschlagen vor ihr, aber sie las nicht darin, sie saß und hörte zu, und bald bemerkte der Lehrer, daß sie seinen Worten folgte, wie fast keines der anderen Kinder.
"Lies in Deinem Buche!" sagte er mild und ernst, aber sie sah ihn mit ihren strahlenden schwarzen Augen an, und als er sie auch fragte, wußte sie besser Bescheid als die andern alle. Sie hatte gehört, verstanden und wohl behalten.
Ihr Vater war ein armer, braver Mann; er hatte sich, als er seine Tochter der Schule anvertraute, ausbedungen, daß sie nicht im christlichen Glauben unterwiesen werden dürfe. Sie in dieser Lehrstunde fort gehen zu lassen, hätte vielleicht bei den anderen Ärgernis erregt, und den Kleinen Gedanken und Gefühle eingegeben, die nicht berechtigt waren, also war sie geblieben, aber das durfte nicht länger geschehen.
Der Lehrer ging zu dem Vater und sagte ihm, er müsse entweder sein Kind aus der Schule nehmen oder sie Christin werden lassen. "Ich kann es nicht ertragen, diese brennenden Augen, diese Innigkeit und diesen seelischen Durst nach den Worten des Evangeliums" sagte der Lehrer.
Der Vater brach in Tränen aus: "Ich selbst weiß nur wenig von unserer eigenen Religion, aber ihre Mutter war eine Tochter Israels, fest und stark in ihrem Glauben, und ihr gab ich auf ihrem Sterbebette das Versprechen, daß unser Kind niemals christlich getauft werden solle; ich muß mein Versprechen halten, es ist für mich dasselbe, wie ein Pakt mit Gott."
Und das kleine Judenmädchen wurde aus der christlichen Schule genommen.
Jahre waren vergangen. In einem der kleinsten Marktflecken Jütlands diente in einem geringen bürgerlichen Hause ein armes Mädchen mosaischen Glaubens; es war Sara. Ihr Haar war schwarz wie Ebenholz, ihre Augen dunkel und doch voller Licht und Glanz, wie es den Töchtern des Orients eigen ist. Der Ausdruck des nun völlig erwachsenen Mädchens war noch der gleiche wie bei dem Kinde, da sie auf der Schulbank saß und mit gedankenvollem Blick zuhörte.
Jeden Sonntag tönte aus der Kirche Orgelklang und der Gesang der Gemeinde; es klang über die Straße bis in das gegenüberliegende Haus hinein, wo das Judenmädchen bei seiner Arbeit stand, treu und fleißig in ihrem Beruf. "Gedenke des Sabbaths und halte ihn heilig" war ihr Gesetz, aber ihr Sabbath war den Christen ein Arbeitstag, und sie konnte ihn nur in ihrem Herzen heilig halten, doch das schien ihr nicht genug. Aber was sind Tag und Stunde vor Gott. Dieser Gedanke war in Ihrer Seele erwacht, und am Sonntag der Christen wurde nun ihre Andachtsstunde ungestörter. Drang der Orgelklang und der fromme Gesang der Gemeinde zu ihr in die Küche hinüber, so wurde selbst dieser Ort still und geheiligt. Das alte Testament, ihres Volkes Schatz und Eigentum, las sie dann, und nur dies, denn was ihr Vater und der Lehrer zu ihr sprachen, als sie von der Schule genommen wurde, das Versprechen, das der Vater ihrer sterbenden Mutter gegeben hatte, daß Sara nie Christin werden und den Glauben der Väter verleugnen sollte, hatte einen tiefen Eindruck in ihrer Seele hinterlassen. Das Neue Testament war ihr ein verschlossenes Buch und sollte es bleiben, und doch wußte sie soviel noch daraus, leuchtend stand es in den Erinnerungen ihrer Kindheit. Eines Abends saß sie in einer Ecke der Stube und hörte den Hausherrn laut vorlesen, und sie durfte ihm lauschen, war es doch nicht das Evangelium, nein, aus einem alten Geschichtenbuche wurde vorgelesen; sie durfte getrost zuhören. Es handelte sich von einem ungarischen Ritter, der von einem türkischen Pascha gefangen worden war und der ihn mit den Ochsen zusammen vor einen Pflug spannen, ihn mit Peitschenschlägen antreiben und endlich verhöhnen und Hunger und Durst leiden ließ.
Des Ritters Gemahlin verkaufte all ihren Schmuck, verpfändete Burg und Land, seine Freunde schossen große Summen zusammen, denn fast unerschwinglich war das Lösegeld, das verlangt wurde. Aber es wurde zuwege gebracht und er wurde aus Schmach und Sklaverei erlöst. Krank und leidend kam er in seine Heimat zurück. Aber bald ertönte wieder der Ruf an Alle gegen die Feinde des Christentums. Der Kranke hörte davon und fand nicht Rast noch Ruhe, er ließ sich auf sein Streitroß heben, Blut durchströmte seine Wangen wieder, die Kräfte schienen zurückzukehren und er zog aus zum Siege. Just der Pascha, der ihn hatte vor den Pflug spannen, ihn verhöhnen und leiden lassen, wurde jetzt sein Gefangener und wurde von ihm in sein Burgverließ geführt. Aber schon nach der ersten Stunde kam der Ritter und fragte seinen Gefangenen: "Was glaubst Du wohl, was Deiner wartet?"
"lch weiß es" antwortete der Türke, "Vergeltung"
"Ja die Vergeltung des Christen!" sagte der Ritter. "Das Christentum gebietet uns, unseren Feinden zu vergeben, unsere Nächsten zu lieben. Gott ist die Liebe. Ziehe in Frieden nach Deiner Heimat zu Deinen Lieben, und werde milde und gut gegen die, welche leiden!"
Da brach der Gefangene in Tränen aus. "Wie hätte ich glauben können, daß solches möglich sei! Peinigungen und Martern schienen mir gewiß und ich nahm ein Gift, das mich in wenigen Stunden töten wird. Ich muß sterben, es gibt keine Hülfe. Aber bevor ich sterbe, verkünde mir die Lehre, die eine solche Liebe und Gnade in sich schließt, sie ist groß und göttlich! Laß mich in dieser Lehre sterben, als ein Christ sterben." Und seine Bitte wurde erfüllt.
Das war die Geschichte, die Legende, die vorgelesen wurde; alle hörten und folgten ihr mit Eifer. Doch am brennendsten, am lebendigsten davon erfüllt war die, welche stumm in der Ecke saß, das Dienstmädchen Sara, das Judenmädchen. Große schwere Tränen standen in ihren leuchtenden, kohlschwarzen Augen. Sie saß dort mit dem gleichen Kindersinn, mit dem sie einst auf der Schulbank gesessen und die Größe des Evangeliums in sich aufgenommen hatte. Tränen rollten über ihre Wangen.
"Laß mein Kind keine Christin werden!" waren der Mutter letzte Worte auf dem Sterbebette. Diese Worte klangen in ihrem Herzen und in ihrer Seele wieder, zugleich mit den Worten des Gesetzes: "Ehre Deinen Vater und Deine Mutter."
"Ich bin ja keine Christin Sie nennen mich das Judenmädchen. Des Nachbars Knaben riefen es mir am letzten Sonntag im Spott zu, als ich vor der offenen Kirchentür stehen blieb und hinein sah, wie die Altarlichter brannten und die Gemeinde sang. Von der Schulzeit bis auf diesen Tag liegt für mich eine Macht im Christentum, die wie Sonnenschein, ob ich auch meine Augen schließe, in mein Herz dringt. Aber, Mutter, ich will Dich im Grabe nicht betrüben. Ich werde das Versprechen, das der Vater Dir gab, nicht brechen! Ich will nicht die christliche Bibel lesen? ich habe ja den Gott der Väter, an den ich mein Haupt lehnen kann."
Und die Jahre vergingen.
Der Hausherr starb, die Hausfrau geriet in mißliche Verhältnisse, das Dienstmädchen war entbehrlich. Aber Sara verließ sie nicht, sie war die Hülfe in der Not, sie hielt das Ganze zusammen. Bis in die späte Nacht arbeitete sie und schaffte durch ihrer Hände Arbeit Brot ins Haus. Es gab keinen nahen Verwandten, der sich der Familie annahm, und die Frau wurde Tag für Tag schwacher und lag schon seit Monaten auf dem Krankenlager. Sara wachte, pflegte sie, arbeitete milde und fromm, ein Segen für das arme Haus.
"Dort liegt die Bibel" sagte die Kranke. "Lies mir an diesem langen Abend etwas vor, ich sehne mich so innig danach, Gottes Wort zu hören."
Sara senkte das Haupt; ihre Hände falteten sich um die Bibel, die sie öffnete und der Kranken vorlas. Oft brach sie in Tränen aus, aber ihre Augen wurden klarer und in ihrer Seele wurde es licht. "Mutter, Dein Kind wird nicht der Christen Taufe empfangen, nicht in ihrer Gemeinschaft genannt werden, das hast Du gefordert und das werde ich halten, auf dieser Erde sind wir eins, aber darüber hinaus ist es größer, mit Gott eins zu sein. Er führt uns über den Tod hinaus. Er suchet die Erde heim und macht sie durstig, um sie zu erquicken! Ich verstehe es und weiß doch selbst nicht, wie es gekommen ist. Es geschieht durch ihn und in ihm: Christus."
Und sie zitterte bei der Nennung dieses heiligen Namens, eine Feuertaufe durchströmte sie stärker, als ihr Leib es zu tragen vermochte. Und sie sank zusammen, kraftloser als die Kranke, bei der sie wachte.
"Arme Sara" sagte man, "sie ist von der Arbeit und den Nachtwachen überanstrengt."
Und sie wurde krank ins Armenhaus gebracht; dort starb sie und wurde begraben, aber nicht auf dem christlichen Friedhofe, da gab es kein Plätzchen für das Judenmädchen, nein, draußen an der Mauer wurde sie begraben.
Und Gottes Sonne, die auf die Gräber der Christen herableuchtete, schien auch auf des Judenmädchens Grab dort an der Mauer, und die Psalmen, die auf dem Kirchhofe der Christen gesungen wurden, erklangen auch über ihrem Grabe und auch die Verkündigung drang zu ihr hinaus: "Es gibt eine Auferstehung in Christo" in ihm, der zu seinen Jüngern gesprochen hatte: "Johannes taufte mit Wasser, aber Ihr sollt mit dem Heiligen Geiste getauft werden!"