Juan el bobo


Klods-Hans


Allá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.
Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos.
- Me llevaré la princesa - afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.
- ¿Adónde vais con el traje de los domingos? - preguntó.
- A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? - y le contaron lo que ocurría.
- ¡Demonios! Pues no voy a perder la ocasión - exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de él y partieron al galope. - ¡Dadme un caballo, padre! - dijo Juan el bobo -. Me gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y si no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella.
- ¡Qué sandeces estás diciendo! - intervino el padre. - No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
- Si no me dais un caballo - replicó el bobo - montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme. - Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!
- ¡Atención, que vengo yo! - gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.
Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.
- ¡Eh, eh! - gritó el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les mostró una corneja muerta.
- ¡Imbécil! - exclamaron los otros -, ¿para qué la quieres?
- ¡Se la regalaré a la princesa!
- ¡Haz lo que quieras! - contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
- ¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días!
Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro.
- ¡Estúpido! - dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa?
- ¡Claro que sí! - respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho.
- ¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! - volvió a gritar el bobo -. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha visto cosa igual!
- ¿Qué has encontrado ahora? - preguntaron los hermanos. - ¡Oh! - exclamó el bobo -. Es demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa!
- ¡Qué asco! - exclamaron los hermanos -. ¡Si es lodo cogido de un hoyo!
- Exacto, esto es - asintió el bobo -, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos - y así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.
Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.
Todos los demás moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.
- ¡No sirve! - iba diciendo la princesa -. ¡Fuera!
Llegó el turno del hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente.
- ¡Qué calor hace aquí dentro! - fueron las primeras palabras del pretendiente.
- Es que hoy mi padre asa pollos - dijo la princesa.
- ¡Ah! - y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas.
- ¡No sirve! ¡Fuera! - ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.
- ¡Qué calor más terrible! - dijo éste.
- ¡Sí, asamos pollos! - explicó la hija del Rey.
- ¿Cómo di... di, cómo di...? - tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: "¿Cómo di... di, cómo di...?".
- ¡No sirve! ¡Fuera! - decretó la princesa.
Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío.
- ¡Demonios, qué calor! - observó.
- Es que estoy asando pollos - contestó la princesa.
- ¡Al pelo! - dijo el bobo. - Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad?
- Con mucho gusto, no faltaba más - respondió la hija del Rey -. Pero, ¿traes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador.
- Yo sí los tengo - exclamó alegremente el otro. - He aquí un excelente puchero, con mango de estaño - y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja.
- Pues, ¡vaya banquete! - dijo la princesa -. Pero, ¿y la salsa?
La traigo en el bolsillo - replicó el bobo -. Tengo para eso y mucho más - y se sacó del bolsillo un puñado de barro.
- ¡Esto me gusta! - exclamó la princesa -. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. - Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo.
- ¿Aquellas señorías de allí? - preguntó el bobo -. ¡Ahí va esto para el corregidor! - y, vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.
- ¡Magnífico! - exclamó la princesa. - Yo no habría podido. Pero aprenderé.
Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono - y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.
Ude på landet var der en gammel gård, og i den var der en gammel herremand, som havde to sønner, der var så vittige, at det halve var nok; de ville fri til kongens datter og det turde de, for hun havde ladet kundgøre at hun ville tage til mand, den, hun fandt bedst kunne tale for sig.
De to forberedte sig nu i otte dage, det var den længste tid de havde til det, men det var også nok, for de havde forkundskaber og de er nyttige. Den ene kunne udenad hele det latinske leksikon og byens avis for tre år, og det både forfra og bagfra; den anden havde gjort sig bekendt med alle lavsartiklerne og hvad hver oldermand måtte vide, så kunne han tale med om staten, mente han, dernæst forstod han også at brodere seler, for han var fin og fingernem.
"Jeg får kongedatteren!" sagde de begge to, og så gav deres fader dem hver en dejlig hest; han, som kunne leksikonet og aviserne fik en kulsort, og han, som var oldermandsklog og broderede fik en mælkehvid, og så smurte de sig i mundvigene med levertran, for at de kunne blive mere smidige. Alle tjenestefolkene var nede i gården for at se dem stige til hest; i det samme kom den tredje broder, for der var tre, men der var ingen der regnede ham med, som broder, for han havde ikke sådan lærdom som de to, og ham kaldte de bare Klods-Hans.
"Hvor skal I hen siden I er i stadstøjet?" spurgte han.
"Til hove for at snakke os kongedatteren til! Har du ikke hørt hvad trommen går om over hele landet!" Og så fortalte de ham det.
"Hille den, så må jeg nok med!" sagde Klods-Hans og brødrene lo af ham og red af sted.
"Fader, lad mig få en hest!" råbte Klods-Hans. "Jeg får sådan en lyst til at gifte mig. Ta'r hun mig, så ta'r hun mig! og ta'r hun mig ikke, så ta'r jeg hende alligevel!"
"Det er noget snak!" sagde faderen, "Dig giver jeg ingen hest. Du kan jo ikke tale! nej, brødrene det er stads-karle!"
"Må jeg ingen hest få!" sagde Klods-Hans, "så ta'r jeg gedebukken, den er min egen, og den kan godt bære mig!" og så satte han sig skrævs over gedebukken, stak sine hæle i siden på den og fór af sted hen ad landevejen. Huj! hvor det gik. "Her kommer jeg!" sagde Klods-Hans, og så sang han så at det skingrede efter.
Men brødrene red ganske stille forud; de talte ikke et ord, de måtte tænke over på alle de gode indfald, de ville komme med, for det skulle nu være så udspekuleret!
"Halehoj!" råbte Klods-Hans, "her kommer jeg! se hvad jeg fandt på landevejen!" og så viste han dem en død krage, han havde fundet!
"Klods!" sagde de, "hvad vil du med den?"
"Den vil jeg forære til kongedatteren!"
"Ja, gør du det!" sagde de, lo og red videre.
"Halehoj! her kommer jeg! se, hvad jeg nu har fundet, det finder man ikke hver dag på landevejen!"
Og brødrene vendte om igen for at se hvad det var. "Klods!" sagde de, "det er jo en gammel træsko, som overstykket er gået af! skal kongedatteren også ha' den?"
"Det skal hun!" sagde Klods-Hans; og brødrene lo og de red og de kom langt forud.
"Halehoj! her er jeg!" råbte Klods-Hans; "nej, nu bliver det værre og værre! halehoj! det er mageløst!"
"Hvad har du nu fundet!" sagde brødrene.
"Oh!" sagde Klods-Hans, "det er ikke til at tale om! hvor hun vil blive glad, kongedatteren!"
"Uh!" sagde brødrene, "det er jo pludder der er kastet lige op af grøften!"
"Ja det er det!" sagde Klods-Hans, "og det er den fineste slags, man kan ikke holde på den!" og så fyldte han lommen.
Men brødrene red alt hvad tøjet kunne holde, og så kom de en hel time forud og holdt ved byens port, og der fik frierne nummer efter som de kom, og blev sat i række, seks i hvert geled og så tæt at de ikke kunne røre armene, og det var nu meget godt, for ellers havde de sprættet rygstykkerne op på hverandre, bare fordi den ene stod foran den anden.
Alle landets øvrige indvånere stod rundt om slottet, lige op til vinduerne for at se kongedatteren tage mod frierne, og ligesom en af dem kom ind i stuen, slog talegaven klik for ham.
"Dur ikke!" sagde kongedatteren. "Væk!"
Nu kom den af brødrene, som kunne leksikonet, men det havde han rent glemt ved at stå i række, og gulvet knirkede og loftet var af spejlglas, så at han så sig selv på hovedet, og ved hvert vindue stod tre skrivere og en oldermand, der hver skrev op alt hvad der blev sagt, at det straks kunne komme i avisen og sælges for to skilling på hjørnet. Det var frygteligt, og så havde de fyret sådan i kakkelovnen, at den var rød i tromlen!
"Det er en svær varme her er herinde!" sagde frieren.
"Det er fordi min fader i dag steger hanekyllinger!" sagde kongedatteren.
"Bæh!" der stod han, den tale havde han ikke ventet; ikke et ord vidste han at sige, for noget morsomt ville han have sagt. Bæh!
"Dur ikke!" sagde kongedatteren. "Væk!" og så måtte han af sted. Nu kom den anden broder.
"Her er en forfærdelig hede!" - sagde han.
"Ja, vi steger hanekyllinger i dag!" sagde kongedatteren.
"Hvad be - hvad?" sagde han, og alle skriverne skrev hvad be - hvad!
"Dur ikke!" sagde kongedatteren. "Væk!"
Nu kom Klods-Hans, han red på gedebukken lige ind i stuen. "Det var da en gloende hede!" sagde han.
"Det er fordi jeg steger hanekyllinger!" sagde kongedatteren.
"Det var jo rart det!" sagde Klods-Hans, "så kan jeg vel få en krage stegt?"
"Det kan De meget godt!" sagde kongedatteren, "men har De noget at stege den i, for jeg har hverken potte eller pande!"
"Men det har jeg!" sagde Klods-Hans. "Her er kogetøj med tinkrampe!" og så trak han den gamle træsko frem og satte kragen midt i den.
"Det er til et helt måltid!" sagde kongedatteren, "men hvor får vi dyppelse fra!"
"Den har jeg i lommen!" sagde Klods-Hans. "Jeg har så meget jeg kan spilde af det!" og så hældte han lidt pludder af lommen.
"Det kan jeg lide!" sagde kongedatteren, "Du kan da svare! og du kan tale og dig vil jeg have til mand! men ved du, at hvert ord vi siger og har sagt, skrives op og kommer i morgen i avisen! ved hvert vindue ser du stå tre skrivere og en gammel oldermand, og oldermanden er den værste for han kan ikke forstå!" og det sagde hun nu for at gøre ham bange. Og alle skriverne vrinskede og slog en blækklat på gulvet.
"Det er nok herskabet!" sagde Klods-Hans, "så må jeg give oldermanden det bedste!" og så vendte han sine lommer og gav ham pludderet i ansigtet.
"Det var fint gjort!" sagde kongedatteren, "det kunne jeg ikke have gjort! men jeg skal nok lære det!" -
Og så blev Klods-Hans konge, fik en kone og en krone og sad på en trone, og det har vi lige ud af oldermandens avis - og den er ikke til at stole på!