Bajo el sauce


Unter dem Weidenbaum


La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no había modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve.
- Sobre el mostrador - empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación.
"Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar", pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: "Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él", pensó, y se rompió por la mitad.
"Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más", pensó él.
- Y ésta es la historia y aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego - y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: "¡Afectuosos saludos a Knud!".
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará contenta de verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué hermoso era allí! -. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante - bien se fijó Knud - de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la noche -, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro en la cortina - fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente; pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! - decía.
"El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alajús".
Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo.
¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó "¡hurra!", y Knud también.
Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy bien en venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos visible.
- Mi bueno y fiel amigo... - dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido:
- ¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la ardorosa frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos.
En aquel momento la madrastra entró en el aposento.
- Knud está desolado porque me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. - ¡Chiquillo! - añadió -. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce.
Parecióle a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. "Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos", le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba.
Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de dragones y perros de alargados cuerpos.
Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua.
Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del arroyo.
En realidad, había ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación.
A nadie hablaba de Juana; guardábase su pena en el fondo del alma, dando una profunda significación a la historia de los pasteles de alajú. Ahora comprendía por qué el hombre llevaba una almendra amarga en el costado izquierdo; también él sentía su amargor, mientras que Juana, siempre tan dulce y afable, era pura miel. Tenía la sensación de que las correas de la mochila le apretaban hasta impedirle respirar, y las aflojó, pero inútilmente. A su alrededor veía tan sólo medio mundo, el otro medio lo llevaba dentro; tal era su estado de ánimo.
Hasta el momento en que vislumbró las altas montañas no se ensanchó para él el mundo; sus pensamientos salieron al exterior, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Los Alpes se le aparecían como las alas plegadas de la Tierra, y como si aquellas alas se abrieran, con sus cuadros maravillosos de negros bosques, impetuosas aguas, nubes y masas de nieve.
"El día del Juicio Final, la Tierra levantará sus grandes alas, volará a Dios y estallará como una burbuja de jabón en sus luminosos rayos. ¡Ah, si fuera el día del Juicio!" - suspiró.
Siguió errando por el país, que se le aparecía como un vergel cubierto de césped; desde los balcones de madera lo saludaban con amables signos de cabeza las muchachas encajeras, las cumbres de las montañas se veían teñidas de rojo a los rayos del sol poniente, y cuando descubrió los verdes lagos entre los árboles oscuros, le vino a la mente el recuerdo de la Bahía de Kjöge, y sintió que su pecho se llenaba de melancolía, pero no de dolor.
En el lugar donde el Rin se precipita como una enorme ola y, pulverizándose, se transforma en una clara masa de nubes blancas como la nieve, como si allí se forjasen las nubes - con el arco iris flotando encima cual una cinta suelta -, pensó en el molino de Kjöge, con sus aguas rugientes y espumeantes.
Gustoso se habría quedado en la apacible ciudad del Rin; pero crecían en ella demasiados saúcos y sauces, por lo que prosiguió su camino, cruzando las poderosas y abruptas montañas, a través de desplomadas paredes de rocas y de senderos que, cual nidos de golondrinas, se pegaban a las laderas. Las aguas mugían en las hondonadas, las nubes se cernían sobre su cabeza; por entre cardos, rododendros y nieve fue avanzando al calor del sol estival, hasta que dijo adiós a las tierras septentrionales, y entró en una región de castaños, viñedos y maizales. Las montañas eran un muro entre él y todos sus recuerdos; y así convenía que fuese.
Desplegábase ante él una ciudad grande y magnífica, llamada Milán y en ella encontró a un maestro alemán que le ofreció trabajo; era el taller de un matrimonio ya entrado en años, gente honrada a carta cabal. El zapatero y su mujer tomaron afecto a aquel mozo apacible, de pocas palabras, pero muy trabajador, piadoso y buen cristiano. También a él le parecía que Dios le había quitado la pesada carga que oprimía su corazón.
Su mayor alegría era ir de vez en cuando a la grandiosa catedral de mármol, que le parecía construida con la nieve de su patria, toda ella tallada en estatuas, torres puntiagudas y abiertos y adornados pórticos; desde cada ángulo de cada espira, de cada arco le sonreían las blancas esculturas. Encima tenía el cielo azul; debajo, la ciudad y la anchurosa y verdeante llanura lombarda, mientras al Norte se desplegaba el telón de altas montañas nevadas... Entonces pensaba en la iglesia de Kjöge, con sus paredes rojas, revestidas de yedra, pero no la echaba de menos; quería que lo enterrasen allí, detrás de las montañas.
Llevaba un año allí, y habían transcurrido tres desde que abandonara su patria, cuando un día su patrón lo llevó a la ciudad, pero no al circo a ver a los caballistas, sino a la Ópera, la gran ópera, cuyo salón era digno de verse. Colgaban allí siete hileras de cortinas de seda, y desde el suelo hasta el techo, a una altura que daba vértigo, se veían elegantísimas damas con ramos de flores en las manos, como disponiéndose a ir al baile, mientras los caballeros vestían de etiqueta, muchos de ellos con el pecho cubierto de oro y plata. La claridad competía con la del sol más espléndido, y la música resonaba fuerte y magnífica, mucho más que en el teatro de Copenhague; pero allí estaba Juana y aquí... ¡Sí, fue como un hechizo! Se levantó el telón, y apareció también Juana, vestida de oro y seda, con una corona en la cabeza. Cantó como sólo un ángel de Dios sabría hacerlo, y se adelantó en el escenario cuanto le fue posible, sonriendo como sólo Juana sabía sonreír; y miró precisamente a Knud.
El pobre muchacho agarró la mano de su maestro y gritó:
- ¡Juana! - mas nadie lo oyó sino él, pues la música ahogó su voz. Sólo su amo hizo un signo afirmativo con la cabeza.
- Sí, en efecto, se llama Juana - y, sacando un periódico, le mostró su nombre escrito en él.
¡No, no era un sueño! Y todo el público la aclamaba, y le arrojaba flores y coronas, y cada vez que se retiraba volvía a aplaudir llamándola a la escena. Salió una infinidad de veces.
En la calle, la gente se agrupó alrededor de su coche, y Knud se encontró en primera fila, loco de felicidad, y cuando, junto con todo el gentío, se detuvo frente a su casa magníficamente iluminada, hallóse él a la portezuela del carruaje. Apeóse Juana, la luz le dio en pleno rostro, y ella, sonriente y emocionada, dio las gracias por aquel homenaje. Knud la miró a la cara, y ella miró a su vez a la del joven... mas no lo reconoció. Un caballero que lucía una condecoración en el pecho le ofreció el brazo... Estaban prometidos, dijo la gente.
Luego Knud se fue a su casa y se sujetó la mochila a la espalda. Quería volver a su tierra; necesitaba volver a ella, al saúco, al sauce - ¡ay, bajo aquel sauce! -. En una hora puede recorrerse toda una vida humana.
Instáronle a que se quedase, más ninguna palabra lo pudo retener. Dijéronle que se acercaba el invierno, que las montañas estaban ya nevadas; pero él podría seguir el rastro de la diligencia, que avanzaba despacio - y así le abriría camino -, la mochila a la espalda y apoyado en su bastón.
Y tomó el camino de las montañas, cuesta arriba y cuesta abajo. Estaba cansado, y no había visto aún ni un pueblo ni una casa; marchaba hacia el Norte. Fulguraban las estrellas en el cielo, le vacilaban las piernas, y la cabeza le daba vueltas; en el fondo del valle centelleaban también estrellas, como si el cielo se extendiera no sólo en las alturas, sino bajo sus pies. Sentíase enfermo. Aquellos astros del fondo se volvían cada vez más claros y luminosos, y se movían de uno a otro lado. Era una pequeña ciudad, en la que brillaban las luces, y cuando él se dio cuenta de lo que se trataba, hizo un último esfuerzo y pudo llegar hasta una mísera posada.
Permaneció en ella una noche y un día entero, pues su cuerpo necesitaba descanso y cuidados; en el valle deshelaba y llovía. A la mañana se presentó un organillero, que tocó una melodía de Dinamarca, y Knud ya no pudo resistir por más tiempo. Anduvo días y días a toda prisa, como impaciente por llegar a la patria antes de que todos hubiesen muerto; pero a nadie habló de su anhelo, nadie habría creído en la pena le su corazón, la pena más honda que puede sentirse, pues el mundo sólo se interesa por lo que es alegre y divertido; ni siquiera los amigos hubieran podido comprenderlo, y él no tenía amigos. Extranjero, caminaba por tierras extrañas rumbo al Norte. En la única carta que recibiera de su casa, una carta que sus padres le habían escrito hacia largo tiempo, se decía: "No eres un danés verdadero como nosotros. Nosotros lo somos hasta el fondo del alma. A ti te gustan sólo los países extranjeros". Esto le habían escrito sus padres. ¡Ay, qué mal lo conocían!
Anochecía; él andaba por la carretera, empezaba a helar, y el paisaje se volvía más y más llano, todo él campos y prados. Junto al camino crecía un corpulento sauce. ¡Parecía aquello tan familiar, tan danés! Sentóse al pie del árbol; estaba fatigado, la cabeza se le caía, y los ojos se le cerraban; pero él seguía dándose cuenta de que el sauce inclinaba las ramas hacia él; el árbol se le aparecía como un hombre viejo y fornido, era el padre sauce en persona, que lo cogía en brazos y lo levantaba, a él, al hijo rendido, y lo llevaba a la tierra danesa, a la abierta playa luminosa, a Kjöge, al jardín de su infancia. Sí, era el mismo sauce de Kjöge que se había lanzado al mundo en su busca; y ahora lo había encontrado y conducido al jardincito junto al riachuelo, donde se hallaba Juana en todo su esplendor, la corona de oro en la cabeza, tal y como la viera la última vez, y le decía: - ¡Bienvenido!
Y he aquí que vio delante de él a dos extrañas figuras, sólo que mucho más humanas que las que recordaba de su niñez; también ellas habían cambiado. Eran los dos moldes de alajú, el hombre y la mujer, que lo miraban de frente y tenían muy buen aspecto. - ¡Gracias! - le dijeron a la vez -. Tú nos has desatado la lengua, nos has enseñado que hay que expresar francamente los pensamientos; de otro modo nada se consigue, y ahora nosotros hemos logrado algo: ¡Estamos prometidos!
Y se echaron a andar cogidos de la mano por las calles de Kjöge; incluso vistos de espalda estaban muy correctos, no había nada que reprocharles. Y se encaminaron directamente a la iglesia, seguidos por Knud y Juana, cogidos asimismo de la mano; y la iglesia aparecía como antes, con sus paredes rojas cubiertas de espléndida yedra, y la gran puerta de doble batiente abierta; resonaba el órgano, mientras los hombres y mujeres avanzaban por la nave: "¡Primero los señores!", decían; y los novios de alajú dejaron paso a Knud y Juana, los cuales fueron a arrodillarse ante el altar; ella inclinó la cabeza contra el rostro de él, y lágrimas glaciales manaron de sus ojos; era el hielo que rodeaba su corazón, fundido por su gran amor; las lágrimas rodaban por las mejillas ardorosas del muchacho... Y entonces despertó, y se encontró sentado al pie del viejo sauce de una tierra extraña, al anochecer de un día invernal; una fuerte granizada que caía de las nubes le azotaba el rostro.
- ¡Ha sido la hora más hermosa de mi vida - dijo -, y ha sido sólo un sueño! ¡Dios mío, deja que vuelva a soñar! - y, cerrando los ojos, quedóse dormido, soñando...
Hacia la madrugada empezó a nevar, y el viento arrastraba la nieve por encima del dormido muchacho. Pasaron varias personas que se dirigían a la iglesia, y encontraron al oficial artesano, muerto, helado, bajo el sauce.
Die Gegend ist kahl bei Kjöge; die Stadt liegt wohl am Meere, und das ist stets etwas Schönes, aber es könnte doch noch schöner dort sein, als es ist. Ringsum liegt flaches Feld und weit, weit ist es bis zum Walde. Wenn man aber an einem Orte erst richtig zu Hause ist, so findet man immer etwas Schönes, etwas, wonach man sich auch an den herrlichsten Orten der Welt sehnen kann! Und wir müssen auch anerkennen, daß es am Rande der Stadt Kjöge, wo ein paar kleine dürftige Gärten sich hinunter erstrecken bis an den Bach, der ins Meer fließt, zur Sommerszeit gar lieblich sein konnte. Das fanden besonders die zwei kleinen Nachbarkinder, Knud und Johanne, die hier spielten und unter den Stachelbeerbüschen hindurch zueinanderkrochen. In dem einen Garten stand ein Holunderbusch, in dem anderen ein alter Weidenbaum; unter diesem spielten die Kinder ganz besonders gern, und dazu hatten sie auch Erlaubnis, obwohl der Baum ganz dicht am Bache stand, wo sie leicht hätten ins Wasser fallen können. Aber der liebe Gott hat seine Augen über den Kleinen, sonst sähe es schlimm aus. Sie waren auch sehr vorsichtig, ja, der Knabe hatte solche Angst vor dem Wasser, daß er auch zur Sommerszeit nicht zu bewegen war, an den Strand hinunter zu kommen, wo doch die anderen Kinder so gern ins Wasser laufen und plantschen. Er hatte viel Spott darüber zu erdulden, und das mußte er sich gefallen fassen. Aber da träumte des Nachbars kleine Johanne, sie habe in einem Boot in der Bucht von Kjöge gesegelt und Knud sei gerade auf sie zugegangen; zuerst habe ihm das Wasser nur bis an den Hals gereicht, aber dann sei es ihm über dem Kopfe zusammengeschlagen. Und von dem Augenblick an, als Knud diesen Traum gehört hatte, duldete er es nicht länger, daß man ihn wasserscheu schalt, sondern wies auf Johannes Traum hin; der war sein Stolz, aber ins Wasser ging er nicht.
Die armen Eltern kamen häufig zusammen und Knud und Johanne spielten in den Gärten und auf der Landstraße, die an beiden Seiten von Gräben, an denen eine ganze Reihe von Weidenbäumen stand, eingefaßt war. Schön waren sie nicht, die Kronen waren ihnen abgehauen, aber sie standen ja auch nicht zum Staat da, sondern um Nutzen zu schaffen. Schöner war die alte Weide im Garten, und unter dieser saßen sie manch liebes Mal.
In Kjöge wird ein großer Jahrmarkt abgehalten, und zur Marktzeit stehen dort ganze Straßen von Zeltbuden mit seidenen Bändern, Stiefeln und allem möglichen. Es herrschte Gedränge und gewöhnlich auch Regenwetter, und dann machte sich der Dunst der Bauernröcke, aber auch der herrliche Geruch von Honigkuchen bemerkbar. Davon war eine ganze Bude voll da, und was das prächtigste war, der Mann, der sie verkaufte, logierte sich während der Marktzeit stets bei den Eltern des kleinen Knud ein, und dabei fiel natürlich auch ein kleiner Honigkuchen ab, wovon auch Johanne ihr Stückchen bekam. Aber fast noch schöner war es, daß der Honigkuchenhändler Geschichten erzählen konnte, und zwar fast von einer jeden Sache, sogar von seinen Honigkuchen; ja, von diesen erzählte er eines Abends eine Geschichte, die einen gar tiefen Eindruck auf die beiden Kinder machte, so daß sie sie seither niemals wieder vergaßen, und deshalb ist es wohl das beste, wenn wir sie auch hören, besonders, da sie nur kurz ist.
"Da lagen auf dem Tische zwei Honigkuchen," erzählte er, "der eine hatte die Gestalt eines Mannes mit einem Hut, der andere die einer Jungfrau ohne Hut, aber mit einem Streifchen Schaumgold auf dem Kopfe. Sie trugen das Gesicht auf der Seite, die nach oben lag, und von dort sollte man sie auch sehen und nicht von der Kehrseite aus, von wo man nie einen Menschen ansehen soll. Der Mann hatte eine bittere Mandel links, das war sein Herz, die Jungfrau dagegen war durch und durch aus Honigkuchen. Sie lagen als Proben auf dem Tische. Dort lagen sie lange, und so liebten sie sich; aber der eine sagte es nicht zum anderen, und das muß sein, wenn etwas daraus werden soll."
"Er ist ein Mann, er muß das erste Wort sprechen!" dachte sie, aber sie wäre doch vergnügt gewesen, wenn sie nur gewußt hätte, ob ihre Liebe erwidert würde.
Er trug sich mit begierigeren Gedanken, das tun ja die Mannsleute immer; er träumte, er sei ein lebendiger Straßenjunge, der vier Schillinge besäße, damit kaufte er die Jungfrau und verschlänge sie.
Und sie lagen Tage und Wochen hindurch auf dem Tische; sie wurden trocken und der Jungfrau Gedanken wurden feiner und weiblicher: "Es ist mir genug, daß ich auf einem Tische mit ihm zusammen gelegen habe!" dachte sie und brach mitten durch.
"Hätte sie von meiner Liebe gewußt, dann hätte sie wohl länger gehalten" dachte er.
"Und das ist die Geschichte, und das sind die beiden" sagte der Kuchenhändler. "Sie sind bemerkenswert durch ihren Lebenslauf und ihre stumme Liebe, die niemals zu etwas führt. Seht, da habt Ihr sie!" und dann gab er Johanne den Mann, der noch ganz war, und Knud bekam die gebrochene Jungfrau; aber sie waren so benommen von der Geschichte, daß sie nicht daran denken konnten, das Liebespaar zu verspeisen.
Am nächsten Tage gingen sie mit ihnen auf den Kirchhof, wo die Kirchenmauern mit dem herrlichsten Efeu besponnen waren, der Winter und Sommer wie ein reicher Teppich darüber hing. Sie stellten die Honigkuchen ins Grüne hinauf in den Sonnenschein und erzählten einer Schar anderer Kinder von der stummen Liebe, die zu nichts gut ist, das heißt die Liebe, denn die Geschichte fanden sie alle gar hübsch, und als sie nun auf das Honigpaar schauten, ja, da hatte ein großer Junge – aus Bosheit hatte er es getan, die gebrochene Jungfrau verspeist. Die Kinder weinten darüber und nachher – es geschah sicherlich nur, damit der arme Mann nicht so einsam auf der Welt bleiben sollte – verspeisten sie ihn auch, aber nie vergaßen sie die Geschichte.
Immer waren die Kinder zusammen unter dem Holunderbusch oder unter dem Weidenbaum, und das kleine Mädchen sang mit silberglockenheller Stimme die lieblichsten Lieder. Knud war für die Musik verloren, aber er konnte die Worte, die zu den Liedern gehörten, und das ist immerhin etwas. – Die Leute in Kjöge, selbst die Eisenkrämerin, standen stille und hörten Johanne zu. "Sie hat doch ein süßes Stimmchen, die Kleine" sagte sie.
Das waren schöne Tage, aber sie währten nicht ewig. Die Nachbarn mußten von einander scheiden. Des kleinen Mädchens Mutter war gestorben, der Vater wollte sich in Kopenhagen wieder verheiraten. Er konnte dort einen guten Broterwerb bekommen; er sollte als Bote angestellt werden und das war ein sehr einträgliches Amt. Die Nachbarn schieden unter Tränen, und besonders die Kinder weinten bitterlich; aber die Alten versprachen, einander zu schreiben, und zwar mindestens einmal im Jahre. Knud kam in die Schuhmacherlehre, die Eltern konnten ihn nicht länger gehen und die Zeit vergeuden lassen. Und so wurde er nun eingesegnet.
O, wie gern wäre er an diesem Festtage nach Kopenhagen gekommen, um die kleine Johanne wiederzusehen; doch er kam nicht hin und war auch nie dort gewesen, obgleich es nur fünf Meilen von Kjöge entfernt liegt; aber die Türme hatte Knud bei klarem Wetter über die Bucht ragen sehen, und am Einsegungstage sah er deutlich das goldene Kreuz auf der Frauenkirche leuchten.
Ach, wie oft dachte er an Johanne. Ob sie sich seiner erinnerte? Ja, aber freilich! – Zur Weihnachtszeit kam ein Brief von ihrem Vater an Knuds Eltern, darin stand, daß es ihnen in Kopenhagen recht gut ginge, und daß Johanne ein wahres Glück in ihrer Stimme zuteil geworden wäre. Sie sei beim Theater angestellt worden, dort, wo man singt; ein wenig Geld bekäme sie auch schon dafür, und von diesem sende sie den lieben Nachbarsleuten einen ganzen Reichstaler, um sich einen vergnügten Weihnachtsabend davon zu machen; sie sollten auf ihr Wohl trinken, das hatte sie mit eigener Hand in einer Nachschrift hinzugefügt und darin stand auch: "Freundlichen Gruß an Knud!"
Da weinten sie alle zusammen, trotzdem das Ganze ja nur erfreulich war, aber sie weinten ja auch vor Freude. Jeden Tag war Johanne in seinen Gedanken gewesen und nun sah er, daß sie auch an ihn dachte, und je mehr die Zeit herannahte, wo er Geselle werden sollte, desto klarer stand es vor seiner Seele, daß er Johanne lieb habe und daß sie seine kleine Frau werden solle. Dann spielte wohl ein Lächeln um seinen Mund und er zog den Draht hurtiger, während das Bein den Spannriemen anspannte. Er stach sich den Pfriem mitten durch den einen Finger, aber das tat nichts. Er würde gewiß nicht stumm sein wie die beiden Honigkuchen, diese Geschichte war ihm eine Lehre gewesen.
Dann wurde er Geselle und schnürte sein Ränzel. Endlich sollte er zum ersten Mal in seinem Leben nach Kopenhagen, dort hatte er schon einen Meister. Und wie froh und überrascht Johanne sein würde. Sie war jetzt siebzehn Jahre und er war neunzehn.
Er wollte schon in Kjöge einen Goldreif für sie kaufen, aber er bedachte, daß man wohl in Kopenhagen weit schönere bekommen würde Dann wurde Abschied von den beiden Alten genommen und hurtig wanderte er von dannen durch Herbst und Wind und Wetter. Die Blätter fielen von den Bäumen, und bis auf die Haut durchnäßt kam er in das große Kopenhagen und zu seinem neuen Meister.
Am ersten Sonntag wollte er Johannes Vater einen Besuch machen. Die neuen Gesellenkleider zog er an, dazu den neuen Hut noch aus Kjöge, der ihn so gut kleidete, denn vorher war er immer mit einer Mütze gegangen. – Er fand das Haus, das er suchte und stieg die vielen Treppen hinauf; es war um schwindelig zu werden, wie die Menschen hier in dieser großen Stadt, in der man sich so leicht verirren konnte, übereinandergepfercht waren.
Die Stube machte einen recht wohlhabenden Eindruck, und freundlich empfing ihn Johannes Vater. Der zweiten Frau war er ja ein Fremder, aber sie reichte ihm die Hand und lud ihn zum Kaffee.
"Johanne wird sich freuen, Dich zu sehen" sagte der Vater, "Du bist ja ein prächtiger Junge geworden! – Ja, nun sollst Du sie gleich zu sehen bekommen! Sie ist ein Mädchen, an dem ich meine Freude habe und mit Gottes Beistand werde ich auch noch mehr an ihr erleben! Sie hat ihr eigenes Zimmer, dafür bezahlt sie uns Miete." Dann klopfte der Vater selbst höflich an ihre Tür, als sei er ein Fremder, und dann traten sie ein. Nein, wie reizend sah es hier aus. Solch ein Zimmer war gewiß in ganz Kjöge nicht zu finden, die Königin konnte es nicht hübscher haben. Da waren Teppiche, da waren Gardinen, die bis zur Erde hinab reichten, sogar ein wirklicher Samtsessel stand da und ringsum Blumen und Gemälde, und ein Spiegel, in den man versucht war, hineinzulaufen, denn er war so groß wie eine Tür. Knud sah alles mit einem Blick und sah doch nur Johanne, die nun als erwachsenes Mädchen vor ihm stand; ganz anders war sie, als Knud sie sich gedacht hatte, aber viel schöner. Es gab kein Mädchen in Kjöge, das ihr gleich gekommen wäre; wie war sie zart und fein. Aber wie sonderbar fremd blickte sie Knud an, doch nur einen Augenblick lang, dann flog sie ihm entgegen, ganz als ob sie ihn küssen wollte; sie tat es zwar nicht, aber viel hatte nicht daran gefehlt. Ja, sie war herzensfroh, ihren Jugendfreund wiederzusehen. Die Tränen standen ihr in den Augen, und dann hatte sie soviel zu fragen und zu erzählen, von Knuds Eltern bis zum Holunderstrauch und Weidenbaum, den sie Fliedermütterchen und Weidenväterchen nannte, ganz als ob sie auch Menschen wären, und dafür konnten sie ja ebensogut gelten, wie es früher die Honigkuchen gegolten hatten. Von ihnen sprach sie auch, von ihrer stummen Liebe, wie sie auf dem Tische lagen und dann den Weg alles Irdischen gegangen waren, und dabei lachte sie so herzlich. – Aber das Blut brannte Knud in den Wangen und sein Herz schlug schneller als sonst! – Nein, sie war gar nicht hochmütig geworden. – Und um ihretwillen, das merkte er wohl, baten ihn auch ihre Eltern, den Abend über dazubleiben, und sie schenkte den Tee ein und bot ihm selbst eine Tasse an; später nahm sie ein Buch und las laut daraus vor, und es war Knud, als handele das, was sie vorlas, gerade von seiner eigenen Liebe, so sehr stimmte es mit allen seinen Gedanken überein. Und dann sang sie ein einfaches Lied, aber in ihrem Munde wurde es zu einer ganzen Geschichte, es war, als ströme ihr eigenes Herz darin über. Ja, gewiß hatte sie Knud auch lieb. Die Tränen liefen ihm über die Wangen herab, er konnte ihnen nicht gebieten und konnte auch kein einziges Wort sprechen. Es schien ihm selbst, daß er sich recht dumm benehme, und doch drückte sie seine Hand und sagte: "Du hast ein gutes Herz, Knud! Bleib immer wie Du bist"
Es war ein unaussprechlich schöner Abend, er war gar nicht dazu angetan, um danach zu schlafen, und Knud schlief auch nicht. Beim Abschied hatte Johannes Vater gesagt: "Nun vergißt Du uns wohl auch nicht ganz! Laß uns sehen, daß Du nicht den ganzen Winter vergehen läßt, bevor Du wieder einmal nach uns siehst!" Und so konnte er wohl gut am Sonntag wiederkommen! Das wollte er bestimmt. Aber jeden Abend nach der Arbeit, und sie arbeiteten bei Licht, ging Knud in die Stadt. Er ging durch die Straße, wo Johanne wohnte, und sah zu ihrem Fenster hinauf. Dort war fast immer Licht, und eines Abends sah er ganz deutlich den Schatten ihres Gesichts auf der Gardine; das war ein schöner Abend! Die Meisterin sah es nicht gern, daß er des Abends immer umherstrich, wie sie es nannte, und sie schüttelte den Kopf darüber, aber der Meister lachte: "Es ist ein junger Mensch!" sagte er.
"Am Sonntag sehen wir uns, und dann sage ich ihr, wie alle meine Gedanken von ihr erfüllt sind, und daß sie meine kleine Frau werden soll! Ich bin ja nur ein armer Schuhmachergesell, aber ich kann Meister werden, und ich werde arbeiten und streben. Ja, ich sage es ihr, bei der stummen Liebe kommt nichts heraus, das habe ich von den Honigkuchen gelernt!"
Und der Sonntag kam und Knud kam, aber wie unglücklich traf es sich. Sie waren alle eingeladen und mußten es ihm sagen. Johanne drückte ihm die Hand und fragte: "Warst Du schon in der Oper? Da mußt Du einmal hingehen! Ich singe am Mittwoch, und wenn Du dann Zeit hast, werde ich Dir ein Billet schicken, mein Vater weiß, wo Dein Meister wohnt."
Wie lieb das von ihr war. Am Mittwoch Mittag kam auch richtig ein versiegeltes Kuvert ohne eine Zeile, aber das Billet lag darin, und am Abend ging Knud zum ersten Male in seinem Leben ins Theater und was sah er dort? Ja, er sah Johanne, und schön und lieblich wie nie erschien sie ihm. Sie verheiratete sich zwar mit einer fremden Person, doch das war Theater, das wußte Knud, denn sonst hätte sie sicher nicht das Herz gehabt, ihm ein Billet zu schicken, daß er zusehen müsse. Und alle Leute klatschten und riefen laut Beifall und Knud rief Hurra.
Selbst der König lächelte Johanne zu, als freue er sich auch über sie. Ach Gott, wie fühlte sich Knud klein, aber er liebte sie so innig und sie hatte ihn ja auch lieb; die Mannsleute müssen das erste Wort sagen, so hatte die Honigkuchenjungfer gesagt. In der Geschichte lag wirklich ein tiefer Sinn.
Als der Sonntag herangekommen war, ging Knud wieder hin; seine Gedanken waren so feierlich wie beim Abendmahl. Johanne war allein und empfing ihn, es konnte sich nicht glücklicher treffen.
"Es ist gut, daß Du kommst!" sagte sie. "Fast hätte ich Vater zu Dir geschickt, aber ich hatte so eine Ahnung, daß Du heute abend herkommen würdest; denn ich muß Dir sagen, daß ich am Freitag nach Frankreich reise, das ist nötig, damit etwas Tüchtiges aus mir wird."
Knud war es, als drehe sich die ganze Stube um ihn, als solle sein Herz brechen; aber es kamen keine Tränen in seine Augen, so deutlich es auch sichtbar war, wie betrübt er wurde. Johanne sah es und war nahe daran zu weinen. "Du ehrliche, treue Seele" sagte sie – und nun löste sich Knuds Zunge, und er sagte ihr, wie innig er sie liebe und daß sie seine kleine Frau werden müsse. Aber während er es sagte, sah er, daß Johanne totenbleich wurde, sie ließ seine Hand los und sagte ernst und betrübt: "Mache nicht Dich selbst und mich unglücklich, Knud. Ich bleibe Dir immer eine gute Schwester, auf die Du Dich verlassen kannst – aber auch nicht mehr." Und sie strich mit ihrer weichen Hand über seine heiße Stirn. "Gott gibt uns Kraft zu vielem, wenn man nur selbst will."
In diesem Augenblick trat ihre Stiefmutter herein.
"Knud ist ganz außer sich, weil ich reise" sagte sie; "sei doch ein Mann" und dann klopfte sie ihn auf die Schulter. Es sah aus, als hätten sie nur von der Reise und von nichts anderem gesprochen. "Kind" sagte sie, "nun mußt Du gut und vernünftig sein wie unter dem Weidenbaum, da wir beide als Kinder darunter spielten!"
Für Knud war es, als sei die Welt aus ihren Fugen gegangen. Seine Gedanken hingen wie ein loser Faden, willenlos dem Winde preisgegeben. Er blieb, er wußte nicht, ob sie ihn darum gebeten hatten, aber sie waren freundlich und gut zu ihm. Johanne schenkte ihm Tee ein und sang; es war nicht der alte Klang, aber doch so unsagbar schön; daß ihm das Herz in Stücke brechen wollte, und dann schieden sie. Knud reichte ihr nicht die Hand, aber sie nahm die seine und sagte: "Du gibst doch Deiner Schwester die Hand zum Abschied, mein alter Spielbruder." Sie lächelte unter Tränen, und während sie ihr über die Wangen herabliefen, wiederholte sie: "Bruder." Ja, das konnte groß helfen! – So war ihr Abschied.
Sie segelte nach Frankreich und Knud lief durch die schmutzigen Kopenhagener Gassen. – Die anderen Gesellen aus der Werkstatt fragten ihn, was er so umherliefe und grübele; er solle mit ihnen zum Vergnügen gehen, er sei ja ein junges Blut.
Und sie gingen zusammen auf einen Tanzboden. Dort gab es viele hübsche Mädchen, aber freilich keine wie Johanne, und dort, wo er geglaubt hatte, sie vergessen zu können, gerade dort stand sie am lebendigsten vor seiner Seele. "Gott gibt Kraft zu vielem, wenn man nur selbst will!" hatte sie gesagt; und es kam eine Andacht über ihn, daß er seine Hände falten mußte – und die Violinen spielten und die Mädchen tanzten um ihn her. Er erschrak, es schien ihm, dies sei hier kein Ort, wohin er Johanne führen konnte, und sie war ja stets in seinem Herzen. So ging er wieder hinaus und lief durch die Straßen. Er kam an dem Hause vorbei, wo sie gewohnt hatte. Es war dunkel dort, überall war es dunkel, leer und einsam; die Welt ging ihren Gang und Knud den seinen.
Es wurde Winter und die Gewässer froren zu, es war gerade, als ob alles sich zur Grabesruh einrichtete.
Als aber das Frühjahr kam und das erste Dampfschiff ging, erfaßte ihn eine Sehnsucht fortzukommen, weit in die Welt hinaus, nur nicht zu nahe an Frankreich heran.
So schnürte er sein Ränzel und wanderte weit nach Deutschland hinein, von Stadt zu Stadt, ohne Rast und Ruh. Erst als er in die alte prächtige Stadt Nürnberg kam, war es, als ob ihm wieder einiges Sitzfleisch wüchse, und er vermochte zu bleiben.
Das ist eine wunderliche alte Stadt, wie aus einem alten Bilderbuche ausgeschnitten. Die Straßen lagen, ganz wie sie selbst es zu wollen schienen, die Häuser mochten nicht in einer Reihe stehen, Erker mit Türmchen, Schnörkel und Steinbilder sprangen bis weit über den Bürgersteig hervor, und hoch oben an den wunderlich schiefen Dächern liefen mitten über die Straßen Dachrinnen, die wie Drachen oder Hunde mit langen Leibern geformt waren.
Hier stand Knud auf dem Markte mit dem Ränzel auf dem Rücken; er stand an einem alten Springbrunnen, wo die herrlichen Erzfiguren, biblische und historische, zwischen den aufsteigenden Wasserstrahlen stehen Ein hübsches Dienstmädchen holte gerade Wasser, sie gab Knud einen frischen Trunk, und da sie eine ganze Hand voller Rosen hatte, gab sie Knud auch eine von diesen, und das schien ihm ein gutes Vorzeichen zu sein.
Aus der Kirche nahe dabei brauste Orgelklang bis zu ihm hinaus, das klang ihm so heimatlich wie die Klänge der Kirche in Kjöge, und er trat in den großen Dom ein. Die Sonne schien durch die gemalten Fenster hinein zwischen die hohen, schlanken Pfeiler; seine Gedanken wurden von Andacht ergriffen und Stille zog in seine Seele ein.
Und er suchte und fand einen guten Meister in Nürnberg, und bei ihm blieb er und lernte die Sprache.
Die alten Gräben um die Stadt sind in kleine Gärtchen verwandelt, aber die hohen Mauern stehen noch mit ihren schweren Türmen da. Der Seiler schnürt seine Stricke auf der hölzernen Galerie, die an den Mauern hinläuft, und hier wuchsen aus Spalten und Löchern Holundersträuche, die ihre Zweige über die kleinen, niedrigen Häuser unter ihnen hängen, und in einem von diesen wohnte der Meister, bei dem Knud arbeitete. Über das kleine Dachfenster hin, wo er schlief, breitete ein Holunderbusch seine Zweige.
Hier wohnte er einen Sommer und einen Winter. Als aber das Frühjahr kam, war es nicht mehr auszuhalten. Der Holunder stand in Blüte und duftete so heimatlich, daß ihm war, als sei er im Garten vor Kjöge, und so sagte Knud seinem Meister Lebewohl und zog zu einem anderen, der weiter innen in der Stadt wohnte, wo keine Holundersträuche standen.
Seine neue Werkstatt lag nahe bei einer von den alten steinernen Brücken und gerade gegenüber einer stets brausenden, niedrigen Wassermühle. Dahinter strömte ein reißender Fluß, der gleichsam von den Häusern eingeklemmt wurde, die alle mit alten, baufälligen Altanen behängt waren; es sah aus, als wollten sie diese ins Wasser hinabschütteln. – Hier wuchs kein Holunder, hier stand nicht einmal ein Blumentopf mit ein wenig Grün, aber gerade gegenüber stand ein großer alter Weidenbaum, der sich gleichsam an dem Hause dort festklammerte, um nicht vom Strome mit fortgerissen zu werden. Er streckte seine Zweige über den Fluß hin, ganz wie der Weidenbaum im Garten am Bache von Kjöge.
Ja, da war er freilich nur vom Fliedermütterchen zum Weidenväterchen gekommen. Der Baum hier, ganz besonders an Mondscheinabenden, hatte etwas, wobei er sich fühlte:
"so dänisch im Herzen beim Mondenschein."
Aber es war nicht der Mondschein, der es machte, nein, es war der alte Weidenbaum.
Wieder konnte er es nicht aushalten, und warum nicht? Frag die Weide, frag den blühenden Holunder. Und so sagte er dem Meister und Nürnberg Lebewohl und zog weiter.
Zu niemandem sprach er von Johanne. Tief innen verbarg er seinen Kummer, und eine besondere Bedeutung legte er der Geschichte von den Honigkuchen bei. Nun verstand er, warum der Mann an der linken Seite eine bittere Mandel an Stelle des Herzens hatte; er hatte selbst einen bitteren Geschmack davon und Johanne, die stets so freundlich und lächelnd war, sie war nur reiner Honigkuchen. Es war, als schnüre ihn der Riemen seines Ränzels, so schwer wurde ihm das Atemholen. Er lockerte ihn, aber es wollte nichts helfen. Die Welt um ihn war nur zur Hälfte da, die andere Hälfte trug er in sich, das war es.
Erst als er die hohen Berge sah, erschien ihm die Welt wieder größer, seine Gedanken wandten sich wieder seiner Umgebung zu und Tränen stiegen in seine Augen. Die Alpen erschienen ihm wie die zusammengelegten Flügel der Erde. Wie, wenn sie sich emporhöbe und die großen Federn ausbreitete mit den bunten Bildern von schwarzen Wäldern, brausenden Wassern, Wolken und Schneemassen! Am Jüngsten Tage entfaltet die Erde ihre großen Schwingen, fliegt zu Gott empor und platzt wie eine Blase vor seinen klaren Strahlen. "O, wäre doch erst der Tag da!" seufzte er.
Still wanderte er durch das Land, das ihm wie ein großer grüner Fruchtgarten erschien; von den Holzaltanen der Häuser nickten ihm die klöppelnden Mädchen zu, die Gipfel der Berge glühten in der roten Abendsonne, und als er die grünen Seen zwischen den dunklen Bäumen schimmern sah, – da mußte er wieder an den Strand bei der Bucht von Kjöge denken, und es war Wehmut, aber kein Schmerz mehr in seiner Brust.
Dort, wo der Rhein wie in einer großen Woge sich vorwärts wälzt, hinabstürzt, zerschellt und sich zu schneeweißen klaren Wolkenmassen verwandelt – ein Regenbogen flattert wie ein loses Band darüber hin – , dachte er an die Wassermühle von Kjöge, wo auch das Wasser brausend zerschellt war.
Gern wäre er in der stillen Stadt am Rhein geblieben, aber auch hier war so viel Holunder und so viele Weidenbäume – so zog er weiter, über die hohen, mächtigen Berge, durch Felssprengungen, und Wege entlang, die wie Schwalbennester an den Steinwänden klebten. Das Wasser brauste in der Tiefe, die Wolken jagen unter ihm; über blanke Disteln, Alpenrosen und Schnee wanderte er in der warmen Sommersonne dahin – und dann sagte er den Ländern des Nordens Lebewohl und kam hinab unter Kastanienbäume, wischen Weingärten und Maisfelder. Die Berge waren wie eine Mauer zwischen ihm und allen Erinnerungen aufgerichtet, und so sollte es sein.
Vor ihm lag eine große, prächtige Stadt, die sie Milano nannten, und hier fand er einen deutschen Meister, der ihm Arbeit gab. Es war ein altes, ehrliches Ehepaar, zu dem er in die Werkstatt gekommen war, und sie gewannen den stillen Gesellen, der wenig sprach, aber desto mehr arbeitete und fromm und christlich war, lieb. Es war ihm nun, als habe Gott die schwere Last von seinem Herzen genommen.
Seine größte Freude war, bisweilen die große Marmorkirche hinaufzusteigen, die ihn aus dem heimatlichen Schnee geschaffen schien, und mit ihren Bildern, spitzen Türmen und blumengeschmückten offenen Hallen einen gar schönen Anblick bot. Aus jeder Ecke, von jeder Spitze und jedem Bogen lächelten die weißen steinernen Bilder ihm zu. Oben hatte er den blauen Himmel über sich, unter sich die Stadt und die weite grüne Ebene der Lombardei, und nach Norden zu die hohen Berge mit ihrem ewigen Schnee – und dann dachte er wieder an die Kirche von Kjöge mit den Efeuranken um die roten Mauern, aber er sehnte sich nicht mehr zurück, hier hinter den Bergen wollte er begraben sein.
Ein Jahr lang hatte er hier gelebt; es war nun drei Jahre her, seit er aus der Heimat gezogen war, da führte ihn sein Meister einmal in die Stadt, nicht in den Zirkus, um die Kunstreiter zu sehen, nein, in die große Oper, und das war auch ein Saal, der wert war, gesehen zu werden. Sieben Etagen hoch hingen dort Seidenvorhänge, und vom Boden bis zur Decke hinauf, schwindelnd hoch, saßen die feinsten Damen mit Blumen in den Händen, als wollten sie zum Ball gehen. Auch die Herren waren in vollem Staat und viel Gold und Silber glänzte. Es war so hell wie im liebtesten Sonnenschein und dann brauste die Musik so stark und so herrlich empor, es war noch weit prachtvoller als in der Kopenhagener Oper, aber dort war doch Johanne und hier – da, es war wie ein Zauber, die Gardine wurde zur Seite gezogen – auch hier stand Johanne, in Gold und Silber gekleidet und mit einer goldenen Krone auf dem Haupte. Sie sang, wie nur ein Engel Gottes singen kann. Sie trat vor, so weit sie es konnte und lächelte, wie nur Johanne es vermochte; sie blickte gerade Knud an.
Der arme Knud griff nach seines Meisters Hand und rief laut: "Johanne." Aber es war nicht zu hören, die Musikanten spielten so laut, und der Meister nickte ihm zu: "Ja, gewiß heißt sie Johanne" und dann nahm er ein gedrucktes Blatt und zeigte ihm, wo ihr Name stand, ihr ganzer Name.
Nein, es war kein Traum. Und alle Menschen jubelten und warfen ihr Blumen und Kränze zu und jedes Mal, wenn sie ging, wurde sie wieder hervorgerufen; sie ging und kam wieder.
Auf den Straßen draußen scharten sich die Leute um ihren Wagen und zogen ihn, und Knud war der allervorderste und der allerglücklichste. Und als sie an ihr prächtiges, hellerleuchtetes Haus kamen, stand Knud gerade vor der Wagentür. Sie wurde geöffnet und sie stieg heraus, das Licht fiel hell auf ihr anmutiges Gesicht und sie lächelte und dankte so freundlich; sie konnte ihre Rührung kaum verbergen. Und Knud blickte ihr gerade ins Antlitz und sie blickte Knud gerade ins Antlitz, aber sie erkannte ihn nicht. Ein Herr mit einem Stern auf der Brust reichte ihr den Arm – sie wären verlobt, sagte man.
Da ging Knud nachhause und schnürte sein Ränzel, er wollte, er mußte heim zum Holunder und der Weide – ach, unter den Weidenbaum. In einer Stunde kann man ein ganzes Menschenleben durchleben!
Sie baten ihn, zu bleiben; kein Wort konnte ihn zurückhalten. Sie sagten ihm, es sei Winterszeit und in den Bergen fiele schon Schnee; aber in der Spur der langsam fahrenden Wagen, vor denen ja Weg gebahnt werden müsse, könne er mit seinem Ränzel auf dem Rücken und auf seinem Stab gestützt gehen.
Und er ging auf die Berge zu, stieg rastlos hinauf und hinab; ganz entkräftet, konnte er noch immer weder Stadt noch Haus erblicken. Er war schon weit gegen Norden. Über ihm erglänzten die Sterne, seine Füße wankten, der Kopf schwindelte ihm. Tief unten im Tale erglänzten jetzt auch Sterne; es war, als erstreckte sich der Himmel auch unter ihm. Er fühlte sich krank. Die Sterne dort unten wurden mehr und mehr, und sie leuchteten immer heller und bewegten sich hin und her. Es war eine kleine Stadt, aus der die Lichter herauf blinkten, und als er es begriff, nahm er seine letzten Kräfte zusammen und erreichte eine geringe Herberge.
Einen ganzen Tag lang blieb er hier, denn seine Glieder verlangten nach Ruhe und Pflege. Es war Tau und Regenwetter im Tale. Aber am Morgen kam ein Drehorgelmann vorbei, und als er auch eine Melodie aus der dänischen Heimat spielte, konnte Knud es nicht länger aushalten, er wanderte tagelang, viele Tage lang, mit einer Hast vorwärts, als gelte es heimzukommen, ehe sie alle dort starben. Aber zu niemandem sprach er von seiner Sehnsucht, niemand konnte annehmen, daß er ein Herzeleid trug, das tiefste, das man tragen kann. Es versteckt sich vor der Welt, es läßt keine Freude zu, es versteckt sich selbst vor den Freuden, aber er hatte auch keine Freunde. Fremd wanderte er durch das fremde Land heimwärts nach Norden. In dem einzigen Brief von zu Hause, den die Eltern vor Jahr und Tag geschrieben hatten, stand: "Du bist kein rechter Däne wie wir anderen hier daheim. Wir sind fürs Vaterland, Du aber findest nur an der Fremde Gefallen." Eltern konnten so etwas schreiben – nein sie wußten nicht, was ihn bewegte.
Es war Abend, er ging auf der offenen Landstraße und es begann zu frieren; das Land selbst wurde flacher und flacher, Felder und Wiesen wechselten einander ab; da stand am Wege ein großer Weidenbaum: alles sah schon heimatlich, fast dänisch aus. Er setzte sich unter den Weidenbaum; er fühlte sich so müde, sein Haupt sank auf die Brust und seine Augen schlossen sich zum Schlafe, aber er fühlte und vernahm deutlich, wie die Weide ihre Zweige zu ihm herabsenkte. Der Baum erschien wie ein mächtiger alter Mann. Es war Weidenväterchen selbst, der ihn in seine Arme nahm und den müden Sohn heim ins dänische Land trug, an den weißen offenen Strand, nach der Stadt Kjöge in den Garten seiner Kindheit. Ja, es war der Weidenbaum aus Kjöge selbst, der in die Welt hinausgegangen war, um ihn zu suchen und zu finden, und nun hatte er ihn gefunden und heimgebracht in den kleinen Garten am Bach, und hier stand Johanne in all ihrer Pracht mit der goldenen Krone auf dem Haupte, die er zuletzt an ihr gesehen hatte und rief: "Willkommen."
Und dicht vor ihnen standen zwei wunderliche Gestalten, aber sie waren viel menschlicher geworden seit damals, sie hatten sich auch verändert. Es waren die beiden Honigkuchen, das Mannsbild und das Frauenzimmer; sie zeigten sich von der richtigen Seite und sahen gut aus.
"Schönen Dank" sagten sie beide zu Knud; "Du hast unsere Zungen gelöst. Du hast uns gelehrt, frisch und frei seine Gedanken auszusprechen, sonst kommt nichts dabei heraus. – Wir sind verlobt!"
Darauf gingen sie Hand in Hand durch die Straßen von Kjöge und sahen auch von der Kehrseite sehr anständig aus, es war nichts gegen sie zu sagen. Und sie gingen geradewegs zur Kirche von Kjöge hinein, und Knud und Johanne folgten ihnen. Sie gingen auch Hand in Hand. Die Kirche stand wie immer mit ihren roten Mauern und dem Efeugrün, und die große Kirchentür öffnete sich nach beiden Seiten, die Orgel erbrauste und das Mannsbild und das Frauenzimmer gingen beide im Kirchengange voran: "Die gnädigen Herrschaften zuerst!" sagten sie, und dann traten sie zur Seite vor Knud und Johanne, und sie knieten am Altar nieder. Sie beugte ihr Haupt über sein Antlitz, und es rollten eiskalte Tränen aus ihren Augen; das war das Eis um ihr Herz, das durch seine starke Liebe geschmolzen wurde, und sie fielen auf seine brennenden Wangen, und – dabei erwachte er und saß unter dem alten Weidenbaum im fremden Lande an dem kalten Winterabend; aus den Wolken fiel eisiger Hagel und peitschte in sein Gesicht.
"Das war die glücklichste Stunde meines Lebens" sagte er, "und sie war ein Traum. – Gott, lasse mich noch einmal so träumen!" Und er schloß seine Augen, er schlief, er träumte.
Am Morgen fiel Schnee, er fegte über seine Füße hin, aber er schlief. Die Landleute gingen zur Kirche; da saß ein Handwerksbursche, er war tot, erfroren – unter dem Weidenbaum.